Tedor Rizzet avanzaba en círculos y con precaución por la pequeña meseta. No estaba aún preparado para que le viesen, pero permanecer escondido no era fácil en aquel pequeño mundo de rocas desnudas. Se sentía más seguro en aquel trozo de rocas cristalinas amontonadas. Fue trazando su camino por entre ellas, y de vez en cuando se detenía para pasar por su cara el blanco dorso de los esponjosos guantes que llevaba. Aquel frío seco era engañador.
Ahora les veía entre dos monolitos de granito que se juntaban formando una V.
Apoyó el demoledor en su antebrazo. Tenía el sol a su espalda y sentía cómo le penetraba su débil calor, lo cual le satisfacía. Si miraban en su dirección, tendrían el sol en los ojos, y él sería mucho menos visible.
Las voces resonaban claramente en sus oídos. La comunicación por radio estaba funcionando, y se sonrió. Hasta entonces, todo sucedía de acuerdo con sus planes. Como es natural, su propia presencia no era parte del plan, pero así era mejor.
Aquel plan reflejaba quizás excesiva confianza, y, al fin y al cabo, la víctima no era del todo estúpida. Quizá su propio demoledor fuese aún necesario para decidir la cuestión.
Esperó. Sin alterarse observó cómo el autarca levantaba su demoledor, mientras Biron permanecía de pie, inconmovible.
Artemisa no vio cómo se alzaba el demoledor, ni vio a las dos figuras sobre la llana superficie de las rocas. Cinco minutos antes había visto dibujarse por un momento contra el cielo la silueta de Rizzet, y desde entonces le había ido siguiendo.
Pero Rizzet se movía demasiado aprisa; las cosas se oscurecieron y vacilaron frente a ella, y por dos veces se encontró en el suelo. No recordaba haberse caído. La segunda vez se alzó vacilante, y una de sus muñecas sangraba en el lugar donde un agudo canto la había arañado.
Rizzet había vuelto a adelantarse y la chica tenía que seguirle vacilante. Cuando desapareció en la resplandeciente selva de rocas, la muchacha sollozó desesperada. Se apoyó en un peñasco, completamente agotada, ajena al hermoso color rosado de carne de la roca, la lisura cristalina de su superficie, y el hecho de que se alzaba allí como antiguo recuerdo de una época volcánica primitiva.
Lo único que podía hacer era luchar contra la sensación de ahogo que la invadía.
Y entonces le vio, empequeñecido entre la formación rocosa, presentándole la espalda. Con el látigo neurónico por delante, corrió tambaleándose por la dura superficie. Rizzet estaba apuntando su rifle, preparándose, concentrando toda su atención en la operación.
La chica no iba a llegar a tiempo.
—¡Rizzet! —exclamó—. ¡Rizzet! ¡No dispare! Tropezó de nuevo. El sol se desvanecía, pero su conciencia permanecía aún despierta, y duró lo suficiente para que sintiese cómo el suelo se conmovía a sus pies; para oprimir el gatillo de contacto del látigo y para que pudiera darse cuenta de que estaba fuera de su alcance Sintió sobre ella unos brazos que la alzaban. Trató de ver pero sus párpados no se abrieron.
—¿Biron? —dijo con voz que era un leve murmullo.
La respuesta fue un confuso rumor de palabras, pero la voz era la de Rizzet. La chica trató de seguir hablando, pero de repente abandonó. ¡Había fracasado! Todo se desvaneció.
El autarca permaneció inmóvil durante el tiempo que se tardaría en contar lentamente hasta diez. Biron se le enfrentaba igualmente inmóvil, vigilando el cañón del demoledor que acababa de ser disparado contra él a bocajarro. Mientras lo contemplaba, el cañón descendió lentamente.
—Parece que su demoledor está estropeado —dijo Biron—. Examínelo.
La cara exangüe del autarca se volvía alternativamente de Biron a su arma.
Había disparado a una distancia de menos de dos metros; todo debía haber terminado.
El asombro congelado que le mantenía inmóvil se quebró de repente, y con un rápido movimiento desarticuló su demoledor.
Faltaba la cápsula energética. Donde debía haber estado, no había sino una inútil cavidad. El autarca lanzó un aullido de rabia al mismo tiempo que tiraba a un lado aquel trozo inútil de metal. Rebotó una y otra vez, como una negra mancha que destacaba al sol, chocando contra las rocas con un vago ruido metálico.
—¡De hombre a hombre! —dijo Biron. Su voz temblaba de anhelo.
El autarca retrocedió un paso y permaneció callado. Biron se adelantó.
—Podría matarle de muchas maneras, pero no todas ellas serían satisfactorias.
Si le desintegrase, significaría que sólo una millonésima de segundo separaría su vida de la muerte. No se percataría de que moría. Eso no estaría bien. Me parece que en vez de eso sería mucho más satisfactorio emplear el proceso algo más lento del esfuerzo muscular humano.
Los músculos de sus muslos se tensaron, pero la embestida que preparaban no acabó de completarse. El grito que lo interrumpió fue débil y agudo, lleno de pánico.
—¡Rizzet! ¡Rizzet! ¡No dispare! Biron se volvió a tiempo de ver el movimiento tras las rocas a unos cien metros de distancia y el resplandor del sol sobre el metal. Y en aquel instante cayó sobre su espalda el peso de un cuerpo humano lanzado. Se inclinó bajo su impacto, doblando las rodillas.
El autarca había caído con precisión, y sus rodillas sujetaban con fuerza la cintura del otro, mientras su puño golpeaba la nuca de Biron. La respiración de éste se escapaba silbando sordamente.
Biron luchó contra la negrura que se cernía sobre él hasta conseguir hacerse a un lado. El autarca saltó, desprendiéndose de él, mientras Biron se extendía en el suelo sobre su espalda.
Tuvo justo el tiempo necesario para replegar sobre sí mismo las piernas mientras el autarca saltaba nuevamente sobre él. El autarca rebotó, y esta vez quedaron juntos, con el sudor que se les congelaba en las mejillas.
Giraban lentamente. Biron apartó a un lado su cilindro de dióxido de carbono. El autarca también se desprendió del suyo, lo suspendió un instante por su funda de malla metálica, y se lanzó hacia delante haciéndolo oscilar. Biron se dejó caer, y ambos oyeron cómo silbaba por encima de su cabeza.
Ya estaba otra vez de pie, saltando sobre el otro antes de que el autarca lograse recuperar el equilibrio. Uno de sus grandes puños se cerró sobre la muñeca de su contrario, mientras el otro puño estallaba en la cara del autarca. Dejó que éste cayese y retrocedió un paso.
—Levántese —dijo Biron—. Le espero para otra dosis de lo mismo. No hay prisa.
El autarca se tocó la cara con su mano enguantada y contempló mareado la sangre que la cubría. Su boca se contrajo y buscó disimuladamente el cilindro metálico que había dejado caer. El pie de Biron cayó pesadamente sobre su mano y el autarca aulló con voz agónica.
—Está demasiado cerca del borde del acantilado, Jonti. No tiene que ir en aquella dirección. Levántese, que ahora le lanzaré hacia el otro lado.
Pero la voz de Rizzet resonó en el aire.
—¡Espere!
—¡Dispare contra ese hombre, Rizzet! —aulló el autarca—. ¡Dispare ahora mismo! Primero a sus brazos, luego a sus pies, y lo dejaremos.
Rizzet alzó su arma apoyándosela contra el hombro.
—¿Quién hizo que su propio demoledor estuviese descargado, Jonti?
—¿Qué? El autarca miraba a Rizzet sin comprender.
—No fui yo quien tenía acceso a su arma, Jonti. ¿Quién fue? ¿Quién le está apuntando ahora con un demoledor, Jonti? No a mí, Jonti, ¡sino a usted! El autarca se volvió hacia Rizzet y gritó:
—¡Traidor!
—Yo no, señor —dijo Rizzet en voz baja—. El traidor es el hombre que traicionó al ranchero de Widemos llevándole a la muerte.
—¡No fui yo! —gritó el autarca—. Si él se lo ha dicho, miente.
—Es usted mismo quien nos lo ha dicho. No sólo vacié su arma, sino que también manipulé el interruptor de su comunicador, de modo que todas sus palabras han sido recibidas por mí y por todos los miembros de la tripulación. ¡Ahora todos sabemos lo que es usted!
—¡Soy vuestro autarca!
—¡Y también el mayor traidor! Por un momento el autarca permaneció silencioso, y los contempló alternativamente, mientras los otros dos le observaban con caras sombrías e indignadas. Luego se levantó, y haciendo un esfuerzo puramente nervioso consiguió volver a tomar las riendas de su dominio de sí mismo. Su voz hasta parecía tranquila.
—Y si todo eso fuese cierto, ¿qué importaría? No os queda más remedio que dejar las cosas tal como están. Queda por visitar el último planeta intranebular. Tiene forzosamente que ser el mundo de la rebelión. Y yo soy el único que sabe sus coordenadas.
Había conseguido conservar la dignidad. Una de sus manos colgaba inútil de una rota muñeca, su labio superior se había hinchado de una manera ridícula, y la sangre se le estaba coagulando sobre la mejilla, pero a pesar de todo ello irradiaba la altivez del que ha nacido para gobernar.
—Nos las dirá —dijo Biron.
—No se engañe creyendo que lo haré. Hay por término medio sesenta años luz cúbicos por estrella. Sin mí y procediendo por; aproximación, las probabilidades de que lleguéis a menos de uní billón de kilómetros de cualquier estrella son de una entre doscientos cincuenta mil billones.
—Llévale al «Implacable» —dijo Biron. Se le había ocurrido algo.
—Señorita Artemisa… —dijo Rizzet en voz baja. Biron le interrumpió.
—¡Entonces era ella! ¿Dónde está?
—Está bien. Está a salvo. Salió sin cilindro de dióxido de carbono.
Naturalmente, a medida que fue eliminando anhídrido carbónico de su sistema, el mecanismo automático de respiración del 1 cuerpo se fue haciendo cada vez más lento. Trataba de correr, no acertó a respirar profundamente, y se desmayó.
Biron frunció el ceño.
—¿Es que trataba de entorpecerle a usted? ¿Quería asegurarse de que no iban a hacer daño a su amigo?
—¡Sí! —exclamó Rizzet—. Pero ella creía que yo estaba de parte del autarca y que iba a disparar contra usted. Me llevaré esta rata inmunda y… Biron…
—¿Sí? —Vuelva lo antes que pueda. Todavía es el autarca, y quizá sea necesario convencer a la tripulación. Cuesta romper el hábito de obediencia de toda una vida…
Artemisa está detrás de aquella roca. Vaya antes de que se muera de frío. Ella no se moverá.
La cara de la muchacha estaba casi oculta en la capucha que cubría su cabeza, y su cuerpo aparecía, sin forma, entre los pliegues del revestimiento del traje espacial.
Los pasos de Biron se aceleraron al acercarse a ella.
—¿Cómo estás? —preguntó.
—Mejor, gracias —respondió la muchacha—. Siento haber causado molestias.
Quedaron mirándose el uno al otro, y pareció como si la conversación se hubiese agotado con aquellas dos frases.
—Ya sé que no podemos hacer retroceder el tiempo —dijo Biron al cabo de un rato—, deshacer lo que se ha hecho, desdecir lo que se ha dicho. Pero quisiera que comprendieses.
—¿Por qué todo este empeño en comprender? —Los ojos de la chica brillaban—. Desde hace semanas que no hago sino comprender. ¿Quieres volver a hablarme de mi padre?
—No. Sabía que tu padre era inocente. Sospechaba del autarca desde el primer momento, pero no tenía más remedio que averiguarlo con certeza. Y solamente podía probarlo, Arta, obligándole a que confesase. Creía que le haría confesar tendiéndole una celada para que tratase de asesinarme, y no había más que una manera de conseguirlo. —Se sentía desgraciado, pero prosiguió—. Lo que hice estaba muy mal hecho, casi tan mal hecho como lo que él hizo con mi padre. No espero que me lo perdones.
—No te sigo —dijo la chica.
—Sabía que te deseaba, Arta —dijo Biron—. Políticamente, serías un perfecto partido matrimonial. Para sus intenciones, el nombre de Hinriad sería más útil que el de Widemos. De modo que una vez que te hubiese conseguido, ya no me necesitaría más. Por ello deliberadamente le fui forzando hacia ti, Arta. Obré en la forma en que lo hice creyendo que te inclinarías hacia él. Cuando lo hiciste, creyó que había llegado la hora de librarse de mí, y Rizzet y yo le tendimos la celada.
—¿Y me amabas todo ese tiempo?
—¿Puedes llegar a dudarlo, Arta?
—Y como es natural, estabas dispuesto a sacrificar tu amor en aras de la memoria de tu padre y del honor de tu familia. ¿Cómo reza aquel antiguo dicho? «¡No podría amarte ni la mitad de lo que te amo, si no amase el honor todavía más!»
—¡Por favor, Arta! —dijo Biron tristemente—. No me siento orgulloso de mí mismo, pero no se me ocurrió otra cosa.
—Podrías haberme explicado tu plan, considerarme tu aliada y no convertirme en tu instrumento.
—No era una batalla para ti. Si fracasaba, lo cual bien pudo suceder, tú hubieses quedado al margen. Si el autarca me hubiese matado, y tú no estabas de mi parte, te dolería menos. Incluso podías haberte casado con él y haber sido feliz.
—Como has sido tú el que has ganado, podría suceder que sintiese su pérdida.
—Pero no es así.
—¿Cómo lo sabes?
—Por lo menos trata de ver mis motivos —dijo Biron desesperadamente—. De acuerdo con que fui un necio criminal, pero, ¿no puedes comprenderlo? ¿Es que no puedes intentar no odiarme?
—He intentado no amarte —dijo la muchacha con dulzura—. Y, ya ves, he fracasado.
—Entonces me perdonas.
—¿Por qué? ¿Porque lo comprendo? ¡No! Si se tratase de una cuestión de simple comprensión, de ver tus razones, entonces no podría nunca perdonar tus acciones. ¡Si fuese eso, y nada más! Pero te perdonaré, Biron, porque no podría soportar no hacerlo. ¿Cómo podría pedirte que volvieses a mí si no te perdonara? La muchacha estaba en sus brazos y sus helados labios se volvían hacia los de él. Estaban separados por una doble capa de gruesas vestiduras, y sus manos enguantadas no podían sentir el cuerpo que abrazaban, pero los labios de Biron percibían la suavidad de la cara blanca y lisa de la muchacha.
—El sol se está poniendo; va a hacer más frío —dijo al fin, algo preocupado.
—Es raro, pero no me doy cuenta —respondió ella suavemente. Y juntos regresaron a la nave.
Biron se enfrentaba ahora a la tripulación, con un aire de descuidada confianza que no sentía. La nave lingania era grande, y la tripulaban cuarenta hombres. Estaban ahora sentados frente a él. ¡Cuarenta caras! Todos ellos habían sido educados desde su nacimiento en una obediencia ciega a su autarca.
Algunos habían sido convencidos por Rizzet; otros, por lo que habían oído de las palabras del autarca a Biron, aquel mismo día. Pero, ¿cuántos otros estaban aún indecisos, o eran quizá francamente hostiles? Hasta aquel momento las palabras de Biron no habían servido) de mucho. Se inclinó hacia delante, y su voz se hizo confidencial.
—Y vosotros, ¿para qué estáis luchando? ¿Para qué arriesgáis vuestras vidas? Creo que por una galaxia libre. Una galaxia en la que cada mundo decida a su manera lo que le parezca mejor, produzca su propia riqueza para su propio bien, y no sea esclavo ni amo de nadie. ¿No es cierto? —Se oyó un leve murmullo que podía parecer de asentimiento, pero al que le faltaba entusiasmo. Biron prosiguió—: Y el autarca, ¿para qué lucha? Para sí mismo. Es el autarca de Lingane. Si ganase, sería autarca de los Reinos Nebulares. Sustituiríais a un Khan por un autarca. ¿Y qué se saldría ganando? ¿Acaso vale la pena morir por eso?
—Sería uno de vosotros, y no un cochino tyrannio —gritó uno de la audiencia.
—El autarca estaba buscando el mundo de la rebelión para ofrecer sus servicios. ¿Era eso ambición? —dijo otro.
—La ambición debería ser más intensa, ¿verdad? —gritó Biron irónicamente—. Pero llegaría al mundo de la rebelión con una organización tras él. Podría ofrecerles todo Lingane; podría ofrecerles, y así lo creía, el prestigio de una alianza con los Hinriads. Estaba seguro de que al final el mundo de la rebelión sería suyo y podría hacer con él lo que quisiese. Sí, eso era ambición.
»Y cuando la seguridad del movimiento iba en contra de sus propios planes, ¿es que vaciló en arriesgar vuestras vidas en aras de su ambición? Mi padre era para él un peligro. Mi padre era honrado, y amigo de la libertad. Pero era demasiado popular, de modo que fue traicionado. Con aquella traición el autarca pudo haber arruinado por completo la causa, y a todos vosotros. ¿Quién de vosotros está a salvo bajo un hombre dispuesto a negociar con los tyrannios siempre y cuando le conviene? ¿Quién puede estar seguro al servicio de un cobarde traidor?
—Eso va mejor —murmuró Rizzet—. Sigue con ello. Nuevamente la misma voz de antes se dejó oír desde una de las últimas filas.
—El autarca sabe dónde está el mundo de la rebelión. ¿Es que usted lo sabe?
—Luego hablaremos de eso. Entretanto pensad que bajo el autarca íbamos todos a una ruina completa; que todavía queda tiempo para salvarnos si nos apartamos de su dirección en un sentido mejor y más noble; que todavía es posible sacar de las garras de la derrota…
—Sólo derrota, mi querido y joven amigo —interrumpió una voz suave.
Biron se volvió horrorizado.
Los cuarenta hombres se levantaron murmurando, y por un instante pareció como si fuesen a lanzarse hacia delante, pero habían acudido desarmados a la reunión; Rizzet así lo había dispuesto. En aquel momento un pelotón de guardias tyrannios se dirigía hacia las diversas puertas, con las armas a punto.
Y el propio Simok Aratap, con un demoledor en cada mano, se alzaba tras Biron y Rizzet.