16. ¡Perros!

Simok Aratap se encontraba algo incómodo en su uniforme. Los uniformes tyrannios estaban hechos de tejidos bastante burdos y no caían más que medianamente bien. No era propio de soldados quejarse de esos inconvenientes. A decir verdad, formaba parte de la tradición militar tyrannia que un poco de incomodidad en el soldado era bueno para la disciplina.

Pero Aratap pudo adoptar la decisión de rebelarse contra aquella tradición, hasta el punto de decir, malhumorado:

—Este estrecho cuello irrita mi cogote.

El comandante Andros, cuyo cuello estaba igualmente apretado, y al que nadie recordaba haber visto jamás sin el uniforme militar, dijo:

—Cuando esté solo, puede abrírselo, de acuerdo con las ordenanzas. Pero delante de los oficiales o de los hombres, cualquier desviación de las ordenanzas tendría una influencia perturbadora.

Aratap arrugó la nariz. Era el segundo cambio inducido por el carácter casi militar de la expedición. Además de haber sido forzado a llevar uniforme, había tenido que escuchar a un ayudante militar cada vez más seguro de sí mismo. Aquello había empezado incluso antes de salir de Rhodia.

—Comisario, necesitaremos diez naves —le dijo Andros sin rodeos.

Aratap levantó la mirada, francamente molesto. En aquel momento se estaba preparando para seguir al joven Widemos en una sola nave. Dejó a un lado las cápsulas en las que estaba preparando su informe para la oficina colonial del Khan, las cuales debían ser transmitidas en el caso desafortunado de que no regresase de la expedición.

—¿Diez naves, comandante?

—Sí, señor; no puede ser menos.

—¿Por qué?

—Debo mantener una seguridad razonable. Ese joven va a algún lado. Usted dice que existe una conspiración importante. Probablemente ambos hechos se relacionan.

—¿Y bien?

—En consecuencia tenemos que estar preparados para una conspiración de tal magnitud que se nos pueda enfrentar con una sola nave.

—O con diez, o con cien. ¿Dónde termina la seguridad?

—Es necesario tomar una decisión, y en casos de acción militar el responsable soy yo. Sugiero diez naves.

Aratap enarcó las cejas. Sus lentes de contacto resplandecieron extrañamente a la luz de la pared. Los militares pensaban. Teóricamente, en tiempos de paz, los civiles eran quienes decidían, pero también en eso era difícil dejar de lado la tradición militar.

—Lo tendré en cuenta —dijo Aratap con prudencia.

—Gracias. Si no decide usted aceptar mis recomendaciones, y si mis sugerencias no tienen el carácter de tales, le aseguro que está usted en su derecho.

No obstante, en tal caso no me quedaría más remedio que presentar mi dimisión.

Los talones del comandante entrechocaron secamente, si bien tal deferencia ceremoniosa tenía poco valor, y Aratap lo sabía. Tenía que salvar en lo posible la situación.

—No es mi intención obstaculizarle en ninguna decisión que tome sobre cuestiones puramente militares, comandante. Me gustaría saber si se mostraría usted tan acomodaticio con mis decisiones en cuestiones de importancia puramente política.

—¿De qué cuestiones se trata?

—Hay el problema de Hinrik. Ayer usted se opuso a mi propuesta de que nos acompañase.

—Lo considero innecesario —dijo secamente el comandante—. La presencia de extranjeros sería mala para la moral de nuestras fuerzas de acción.

Aratap emitió un débil suspiro, casi inaudible. Y, sin embargo, el comandante Andros era a su manera, un hombre competente. No serviría de nada expresar impaciencia.

—También en eso estoy de acuerdo con usted —dijo Aratap—. No hago sino rogarle que considere los aspectos políticos de la situación. Como ya sabe, la ejecución del viejo ranchero de Widemos fue políticamente desagradable. Por muy necesaria que fuese, hace que sea conveniente evitar que se nos atribuya la muerte del hijo. Por lo que al pueblo de Rhodia se refiere, el joven Widemos ha raptado a la hija del director y, dicho sea de paso, la muchacha es un miembro popular de los Hinriads, que ha recibido mucha publicidad. Sería muy adecuado, y perfectamente comprensible, que el director dirigiese la expedición punitiva.

»Sería una acción sensacional, muy satisfactoria para el patriotismo rhodiano. Naturalmente, pediría asistencia a los tyrannios, y la recibiría, pero a eso se le daría poca importancia. Sería fácil, y necesario, establecer esta expedición en la mente popular como una expedición rhodiana. Si se descubre el mecanismo interno de la conspiración, sería obra de los rhodianos. Si se ejecutaba al joven ranchero de Widemos, y por lo que se refiere a los otros reinos, sería una ejecución rhodiana.

—A pesar de eso —apuntó el comandante—, sería un mal precedente permitir que naves de Rhodia acompañen una expedición militar tyrannia. En una batalla nos estorbarían. Y en ese caso, la cuestión es de orden militar.

—No le he dicho, mi querido comandante, que Hinrik mande una nave. Sin duda, le conoce usted lo bastante para no creerle capaz de mandar, ni de desearlo siquiera. Irá con nosotros, y no habrá ningún otro rhodiano a bordo.

—En tal caso, comisario, retiro mi objeción —dijo el comandante.

La armada tyrannia había mantenido su posición a dos años luz de Lingane durante la mayor parte de una semana, y la situación se iba haciendo cada vez más inestable.

El comandante Andros proponía un inmediato desembarco en Lingane. Dijo:

—El autarca de Lingane se ha esforzado mucho en hacernos creer que es un amigo del Khan, pero no me fío de estos hombres que viajan por el extranjero; adquieren ideas perturbadoras. Y es raro que en cuanto ha regresado el joven Widemos haya ido a su encuentro.

—No ha tratado de ocultar ni sus viajes ni sus retornos, comandante. Y no sabemos si Widemos ha ido precisamente a su encuentro. Está manteniendo una órbita alrededor de Lingane. ¿Por qué no aterriza?

—¿Y por qué se mantiene en una órbita? Preguntémonos lo que hace, y no lo que no hace.

—Puedo sugerir algo que encaja en los hechos.

—Me alegrará saberlo.

Aratap metió un dedo en el cuello del uniforme, y trató inútilmente de ensancharlo.

—Puesto que el joven está desesperado —dijo—, cabe suponer que está esperando algo o a alguien. Sería ridículo suponer que después de haberse dirigido a Lingane por una ruta tan directa y rápida, un solo salto, por cierto, esté esperando por simple indecisión. Digo, pues, que está esperando que se le una un amigo, o varios amigos. Con este refuerzo, seguirá hacia otro lugar. El hecho de que no desembarque directamente en Lingane parece indicar que no considera que tal acción sea prudente.

Y eso, a su vez, indica que Lingane en general, y el autarca en particular, no están relacionados con la conspiración, si bien algunos linganios puedan estarlo individualmente.

—No siempre se puede confiar en que la solución obvia sea la correcta.

—Mi querido comandante; esta solución no es solamente obvia, sino que se ajusta a la estructura de los hechos lógicos.

—Quizá sea así. Pero a pesar de todo, si no ocurre nada en el plazo de veinticuatro horas, no me quedará otra alternativa que ordenar un avance hacia Lingane.

Aratap miró con gesto de disgusto la puerta a través de la cual había salido el comandante. Resultaba perturbador tener que controlar al mismo tiempo no sólo a los inquietos pueblos conquistados sino también a los conquistadores cortos de vista.

Veinticuatro horas. Quizás ocurriese algo; de lo contrario, tendría que encontrar alguna manera de detener a Andros.

Sonó la señal de la puerta, y Aratap levantó la mirada con irritación. ¿Sería Andros de nuevo? No, no era él. En el marco de la puerta apareció la alta e inclinada forma de Hinrik de Rhodia, y tras él un atisbo del guarda que siempre le acompañaba a bordo. Teóricamente, Hinrik tenía completa libertad de movimientos, y era probable que él así lo creyese, puesto que nunca prestó atención al guarda.

Hinrik esbozó una turbia sonrisa.

—Espero que no le moleste, comisario.

—En absoluto. Siéntese, director.

Aratap permaneció de pie, pero Hinrik pareció no darse cuenta de ello.

—Tengo algo importante que discutir con usted —dijo Hinrik. Se detuvo, y parte de su ansiedad se desvaneció de su mirada. Añadió en un tono diferente—: ¡Qué grande y hermosa es esta nave!

—Gracias, director.

Aratap sonrió fríamente. Las otras nueve naves de escolta eran típicamente pequeñas, pero la nave insignia en que se encontraban era un modelo mucho mayor, adaptado de los diseños de la extinguida armada de Rhodia. El hecho de que cada vez se añadían más naves como aquélla a la armada tyrannia, era quizá la primera señal del reblandecimiento progresivo del espíritu militar tyrannio. La unidad de combate era todavía el pequeño crucero de dos o tres hombres, pero, cada vez más, los militares de alto rango encontraban buenas razones para requerir grandes naves para sus cuarteles generales.

Eso no preocupaba a Aratap. A algunos de los soldados más veteranos, una blandura que iba aumentando de tal manera les parecía una degeneración; pero a él le parecía una mayor civilización. Al final, quizás al cabo de siglos, podría incluso suceder que los tyrannios desapareciesen como pueblo puro, fundiéndose con las sociedades que habían conquistado en los Reinos Nebulares; y eso quizás hasta fuese conveniente.

Naturalmente, nunca expresaba en voz alta tal opinión.

—He venido para decirle a usted algo —dijo Hinrik. Meditó un instante y añadió—: Hoy he enviado un mensaje a mi pueblo. Les he dicho que estoy bien, que el criminal pronto será capturado y que mi hija regresará sana y salva.

—Bien —dijo Aratap.

No era cosa nueva para él. Él mismo había escrito el mensaje, pero no era imposible que a aquellas horas Hinrik se hubiese convencido de que era su autor, o incluso de que dirigía la expedición. Aratap sintió cierta compasión. El pobre hombre se estaba desintegrando visiblemente.

—Creo que mi pueblo está muy perturbado por la audaz incursión en palacio de aquellos bien organizados bandidos —dijo Hinrik—. Creo que se sentirán orgullosos de su director, ahora que he obrado tan rápidamente en respuesta al ataque, ¿verdad, comisario? Verán que aún hay energía entre los Hinriads.

Parecía estar lleno de su pequeño triunfo.

—Me figuro que estarán realmente orgullosos —dijo Aratap.

—¿Tenemos ya al enemigo a nuestro alcance?

—No, director, el enemigo sigue donde estaba, muy cerca de Lingane.

—¿Todavía? Ahora recuerdo lo que quería decirle cuando vine. —Se mostró progresivamente excitado, de tal modo que sus palabras brotaban vacilantes—. Es muy importante, comisario. Tengo algo que decirle. Hay traición a bordo. Yo la he descubierto, y hemos de obrar rápidamente. Traición…

Ahora hablaba en susurros.

Aratap se impacientó. Naturalmente, era necesario tener paciencia con aquel pobre idiota, pero iba siendo ya una pérdida de tiempo. Si seguía así, estaría tan loco que resultaría inútil como títere, lo cual sería una lástima.

—No hay traición alguna, director. Nuestros hombres son firmes y leales.

Alguien le ha engañado; está usted cansado.

—No, no. —Hinrik apartó el brazo que por un momento había descansado sobre sus hombro—. ¿Dónde estamos?

—Pues… ¡aquí!

—Quiero decir, ¿dónde está la nave? He estado observando la placa visora. No estamos cerca de ninguna estrella, sino en las profundidades del espacio. ¿Lo sabía?

—¡Claro que lo sabía!

—Lingane no está cerca. ¿También lo sabía?

—Está a dos años luz.

—¡Ah! Comisario, ¿no nos escucha nadie? ¿Está seguro? —Se inclinó, acercándose, y Aratap permitió que se aproximase a su oído—. Entonces, ¿cómo sabemos que el enemigo está cerca de Lingane? Está demasiado lejos para poder ser detectado. Nos están informando mal, y eso es traición.

El hombre podría estar loco, pero aquello no carecía de lógica.

—Eso es algo que concierne a los técnicos, director, y no a las personas de alto rango. Apenas si lo sé yo mismo.

—Pero como jefe de la expedición, yo debería saberlo. Porque soy el jefe, ¿no es verdad? —Miró cautelosamente en derredor—. A decir verdad, tengo la impresión de que el comandante Andros no siempre ejecuta mis órdenes. ¿Es de confianza? Como es natural, rara vez le doy órdenes. Parecería extraño mandar sobre un oficial tyrannio. Pero, por otra parte, tengo que encontrar a mi hija. Mi hija se llama Artemisa. Se la han llevado, y yo mando toda esta flota para recobrarla. Bien puede darse cuenta de lo que quiero decir. Tengo que saber cómo conocemos que el enemigo está en Lingane. Mi hija también estará allí. ¿Conoce usted a mi hija? Se llama Artemisa.

Sus ojos miraban suplicantes al comisario tyrannio. Luego los cubrió con la mano y murmuró:

—Lo siento.

Aratap sintió que sus músculos se agarrotaban. Resultaba difícil recordar que aquel hombre era un padre desolado, y que incluso el idiota director de Rhodia podía tener sentimientos paternales. No podía permitir que el hombre sufriese, y dijo pacientemente:

—Trataré de explicarlo. Ya sabe usted que existe un aparato llamado masómetro que detecta las naves en el espacio.

—Sí, sí.

—Es sensible a efectos gravitatorios. ¿Comprende lo que quiero decir?

—Oh, sí. Todo tiene gravedad.

Hinrik estaba inclinado sobre Aratap, y sus manos se agarraban convulsamente la una a la otra.

—En efecto. Pero ya sabe que el masómetro, como es lógico, solamente puede ser empleado cuando la nave está cerca; a menos de dos millones de kilómetros, aproximadamente. Y también es necesario que esté a una distancia razonable de cualquier planeta, que es mucho mayor.

—¿Y tiene mucha gravedad?

—Exactamente —dijo Aratap, con lo que Hinrik pareció muy contento. El comisario prosiguió—: Nosotros, los tyrannios, tenemos otro aparato. Se traía de un transmisor que irradia a través del hiperespacio en todas direcciones, y lo que irradia es un tipo de distorsión especial de la estructura del espacio, que no es de tipo electromagnético. En otras palabras, no es como la luz, ni siquiera como la radio subetérea. ¿Comprende? Hinrik no respondió; parecía estar confuso. Aratap prosiguió rápidamente:

—Pues bien, es algo diferente. No importa la manera. Podemos detectar algo que radia, de modo que podemos siempre saber dónde se encuentra cualquier nave tyrannia, aunque esté a mitad de camino de la galaxia, o del otro lado de una estrella.

Hinrik asintió solemnemente.

—Así pues —dijo Aratap—, si el joven Widemos se hubiera escapado en una nave cualquiera, hubiera sido muy difícil localizarle. Pero como precisamente tomó un crucero tyrannio, sabemos siempre donde se encuentra, si bien él no se da cuenta de ello. Así es como sabemos que está cerca de Lingane, ¿comprende? Y lo que es más, no puede escaparse, de modo que tenemos la seguridad de salvar a su hija.

—Eso está muy bien —dijo Hinrik sonriente—. Le felicito, comisario. Es una treta muy inteligente.

Aratap no se engañaba. Hinrik entendía muy poco de lo que le había dicho, pero no importaba. Se había convencido de que el salvamento de su hija era seguro, y de un modo vago debía darse cuenta de que, de alguna manera, aquello era posible gracias a la ciencia tyrannia.

Se dijo a sí mismo que no se había tomado aquel trabajo exclusivamente porque el rhodiano le parecía digno de compasión. Por evidentes razones políticas, tenía que evitar que aquel hombre se hundiese por completo. Quizá la devolución de su hija mejoraría las cosas. Por lo menos, así lo esperaba.

Se oyó nuevamente la señal de la puerta y esta vez fue el comandante Andros quien entró. El brazo de Hinrik se crispó sobre el sillón y en su cara apareció la expresión de un perseguido. Se levantó y comenzó a decir:

—Comandante Andros…

Pero Andros estaba ya hablando rápidamente, sin hacer caso del rhodiano.

—Comisario —dijo—. El «Implacable» ha variado de posición.

—Sin duda no ha aterrizado en Lingane —dijo Aratap secamente.

—No —respondió el comandante—. Ha saltado apartándose de Lingane.

—Ah, bien. Quizá se le ha unido otra nave.

—Quizás otras muchas. Como usted sabe, solamente podemos detectar a la de Widemos.

—En todo caso, le seguimos de nuevo.

—Ya se ha dado la orden. Pero desearía hacerle notar que ese salto le ha llevado hasta el borde de la Nebulosa de la Cabeza de Caballo.

—En la dirección indicada no existe ningún sistema planetario de importancia.

No queda más que una conclusión lógica.

Aratap se humedeció los labios y salió rápidamente en dirección a la cabina del piloto, seguido del comandante.

Hinrik permaneció de pie en el centro de la cabina que tan repentinamente se había vaciado, contemplando la puerta durante un par de minutos. Luego se encogió levemente de hombros y se volvió a sentar. Su rostro carecía de expresión, y durante largo rato no hizo sino permanecer sentado.

—Las coordenadas especiales del «Implacable» han sido comprobadas, señor.

Están sin duda en el interior de la Nebulosa.

—No importa —dijo Aratap—. Sígale de todos modos. Se volvió hacia el comandante Andros.

—De modo que ya ve usted la ventaja de esperar. Ahora muchas cosas resultan evidentes. ¿Dónde si no en el interior de la Nebulosa podía estar el cuartel de los conspiradores? ¿Dónde, si no, podíamos haber dejado de localizarlos? ¡Es un esquema verdaderamente hermoso! Y así fue cómo el escuadrón entró en la Nebulosa.

Por vigésima vez, Aratap lanzó una mirada rutinaria a la placa visora. A decir verdad, aquellas miradas eran inútiles, puesto que la placa visora permanecía negra por completo. No se veía ninguna estrella.

—Esta es su tercera parada sin que aterricen —dijo Andros—. No lo comprendo.

¿Qué se proponen? ¿Qué buscan? Cada una de sus paradas dura varios días; y, no obstante, no aterrizan.

—Es posible que tarden todo ese tiempo en calcular su siguiente salto —dijo Aratap—. No hay visibilidad alguna.

—¿Usted cree?

—No. Sus saltos son demasiado buenos. Cada vez caen muy cerca de una estrella. No podrían hacerlo tan bien sólo con los datos de los masómetros, a menos que supiesen de antemano la situación de las estrellas.

—Y entonces, ¿por qué no aterrizan?

—Me parece que están buscando planetas habitables —dijo Aratap—. Quizás ellos mismos no saben la posición del centro de la conspiración. O, por lo menos, no la saben con exactitud. —Sonrió—. Lo único que tenemos que hacer es seguirlos.

El navegante juntó los talones.

—¡Señor!

—¿Sí? —dijo Aratap levantando la mirada.

—El enemigo ha aterrizado en un planeta. Aratap llamó al comandante Andros.

—Andros, ¿se ha enterado usted?

—Sí. He ordenado descenso y persecución.

—Espere. Quizás esta vez sea también prematuro, como cuando deseaba precipitarse sobre Lingane. Creo que debería ir solamente esta nave.

—¿Por qué razones?

—Si necesitamos refuerzos, usted estará allí, al mando de los cruceros. Si se trata en realidad de un centro rebelde, poderoso, quizá crean que sólo una nave los ha encontrado por casualidad. De un modo u otro se lo haré saber, y podrá usted retirarse a Tyrann.

—¡Retirarme!

—Y regresar con toda una flota.

—Muy bien —dijo Andros, pensativo—. En todo caso, ésta es la menos útil de nuestras naves. Demasiado grande.

Cuando descendieron en espiral, el planeta llenó la placa visora.

—La superficie parece totalmente desolada, señor —dijo el piloto.

—¿Ha determinado la posición exacta del «Implacable»?

—Sí, señor.

—Entonces aterrice lo más cerca que pueda sin que le vean.

En aquel momento estaban en la atmósfera. Al deslizarse velozmente por la cara visible del planeta observaron el cielo teñido de púrpura cada vez más brillante.

Aratap contemplaba la superficie que se aproximaba. ¡La larga persecución se acercaba a su fin!