15. El agujero en el espacio

Tedor Rizzet se volvió cuando Biron entró nuevamente en la cabina. Su cabello era gris, pero su cuerpo era todavía vigoroso y su cara ancha, rubicunda y sonriente.

Cubrió de un paso la distancia que le separaba de Biron y apretó cordialmente la mano del muchacho.

—Por las estrellas —dijo—. No necesito que me lo diga para saber que es el hijo de su padre. Es el viejo ranchero vivo otra vez.

—Quisiera que así fuese —respondió Biron sombríamente. La sonrisa de Rizzet se desvaneció.

—Así lo quisiéramos todos nosotros. A propósito, yo soy Tedor Rizzet, coronel de las fuerzas regulares de Lingane, pero por aquí no usamos títulos. Incluso llamamos «señor» al autarca. ¡Y eso me recuerda…! —Se puso repentinamente serio—. Aquí en Lingane no tenemos aristócratas, ni siquiera rancheros. Espero que no Te ofenderá si de vez en cuando me olvido del título adecuado.

Biron se encogió de hombros.

—Nada de títulos. ¿Qué hay de nuestro remolque? Supongo que tengo que entenderme con usted.

Durante un brevísimo instante miró a través de la cabina. Gillbret estaba sentado, escuchando atentamente. Artemisa le daba la espalda, y sus pálidos y delgados dedos se paseaban distraídamente por los fotocontactos del computador. La voz de Rizzet le sacó de su abstracción.

El linganio echó una mirada penetrante por toda la cabina.

—Es la primera vez que veo una nave tyrannia por dentro. No me gusta mucho.

Veo que tiene la esclusa de urgencia a babor, ¿verdad? Me parece que las unidades de propulsión están en la parte central.

—Así es.

—Bien. Entonces no habrá dificultades. Algunas de las naves de modelo antiguo tenían los propulsores a babor, de modo que había que instalar los remolques formando un ángulo, lo cual hacía difícil los ajustes gravitatorios, y prácticamente imposible maniobrar en la atmósfera.

—¿Cuánto tiempo se tardará, Rizzet?

—No mucho. ¿De qué tamaño lo quiere?

—¿Cuál es el tamaño mayor que puede conseguir?

—El de superlujo, seguramente. Si el autarca lo dice, no hay prioridad mayor.

Podríamos conseguir uno que es prácticamente una nave espacial en sí mismo; incluso tendría motores auxiliares.

—Tendrá zonas habitables, me figuro.

—¿Para la señorita Hinriad? Sería mucho mejor que lo que tienen aquí…

Se detuvo abruptamente. Al oír mencionar su nombre, Artemisa había salido de la cabina, deslizándose frente a ellos, fría y lentamente. Biron la siguió con la mirada.

—Me figuro que no debía haber dicho «señorita Hinriad» —dijo Rizzet.

—No, no. No es nada. No haga caso. ¿Qué estaba diciendo?

—Oh, era acerca de las cabinas. Por lo menos dos grandes, con una ducha en el centro. Tiene los servicios de tocador corrientes en las naves de pasajeros. Estaría cómoda.

—Bien. Necesitaremos comida y agua.

—Desde luego. El tanque de agua contiene la suficiente para un mes; algo menos si quiere una piscina a bordo. Y dispondrán de carne congelada. Ahora están comiendo concentrado tyrannio, ¿verdad? Biron asintió, y Rizzet hizo una mueca.

—Tiene gusto de serrín, ¿verdad? ¿Y qué más?

—Vestidos para la dama —dijo Biron. Rizzet frunció el entrecejo.

—Sí, claro. Pero de esto tendrá que ocuparse ella.

—No, señor, no se ocupará. Le proporcionaremos las medidas necesarias, y usted podrá suministrarnos lo que pidamos en los estilos que sean corrientes.

Rizzet rio brevemente y movió la cabeza.

—Ranchero, esto no le va a gustar. No le satisfará nada que no haya elegido ella misma, aunque fuesen exactamente las mismas cosas que ella hubiese escogido. Y eso no es una suposición. He tenido experiencia con esas criaturas.

—Estoy seguro de que tiene razón, Rizzet —dijo Biron—, pero así tendrá que ser.

—Muy bien, pero ya le he advertido. Usted tendrá que entendérselas con ella.

¿Y qué más?

—Pequeñas cosas. Una provisión de detergentes. Ah, sí…, y cosméticos, perfumes…, lo que las mujeres necesitan. Ya iremos concretando luego. Comencemos con el remolque.

En aquel momento Gillbret salió sin pronunciar palabra. Biron le siguió con la mirada y sintió que los músculos de su mandíbula se le tensaban. ¡Hinriads! ¡Eran Hinriads! No podía remediarlo. Gillbret era uno de ellos, y ella era otra.

—Y, naturalmente —añadió—, tendrá que haber ropa para el señor Hinriad y para mí, pero eso no será difícil.

—Está bien. ¿Le importa que utilice su radio? Valdrá más que me quede a bordo hasta que se hayan hecho los ajustes necesarios.

Biron esperó mientras se dictaban las órdenes iniciales. Luego Rizzet se volvió en su asiento y dijo:

—No puedo acostumbrarme a verle a usted aquí, moviéndose, hablando, vivo.

Se parece tanto a él. El ranchero hablaba de usted de vez en cuando. Usted fue a la universidad en la Tierra, ¿verdad?

—En efecto. Me hubiese graduado hace más o me nos una semana, si las cosas no hubiesen sido interrumpidas. Rizzet pareció algo incómodo.

—Por cierto, no tiene que guardarnos rencor porque le enviamos a Rhodia de aquella manera. No nos gustó hacerlo. Que quede esto estrictamente entre nosotros, pero a algunos de los muchachos no les gustó nada. Naturalmente, el autarca no nos consultó. Era natural que no lo hiciera. Francamente, era un riesgo que corría él.

Algunos de nosotros, y no voy a citar nombres, incluso nos preguntamos si no debíamos detener la nave en que viajaba y sacarle a usted de allí. Claro está que eso hubiese sido lo peor que hubiésemos podido hacer. Pero, en fin, quizá lo hubiésemos hecho de no ser porque, en último término, sabíamos que el autarca sabía lo que hacía.

—Es hermoso inspirar semejante confianza.

—Le conocemos. No se puede negar lo que lleva ahí dentro. —Se tocó ligeramente la frente con un dedo—. Nadie sabe exactamente qué le hace tomar una determinación, pero siempre parece ser acertada. Hasta ahora, por lo menos, siempre ha sido más listo que los tyrannios, mientras que otros no han conseguido serlo.

—Como mi padre, por ejemplo.

—No estaba pensando precisamente en él, pero en cierto sentido tiene usted razón. Incluso el ranchero cayó. Pero él era una persona diferente; siempre pensaba de una manera recta, sin permitir nunca sinuosidades. Nunca tenía en cuenta el poco valor de los demás. Pero era eso precisamente lo que más nos gustaba de él. Era el mismo para todos.

»A pesar de que soy coronel, soy un plebeyo. Mi padre era un obrero metalúrgico, pero eso para él no tenía importancia. Y no se trataba de que yo fuese coronel, no. Si se encontraba con el aprendiz de maquinista en el pasillo se detenía y le dirigía la palabra, y durante el resto del día aquel aprendiz se sentía como si hubiese sido el jefe de máquinas. Era su modo de ser.

»Y no es que fuese blando. Si necesitábamos disciplina la aplicaba, pero sólo la necesaria. Si algo te caía encima era porque lo merecías, y tú lo sabías. Cuando había terminado, no se hablaba más. No seguía echándotelo en cara durante toda una semana. Así era el ranchero.

»El autarca es diferente. Es todo cerebro. No hay manera de acercarse a él, seas quien seas. Por ejemplo, no tiene realmente sentido del humor. Yo no puedo hablarle a él de la manera en que estoy hablándole a usted ahora. En este momento me limito a hablar con usted; me siento tranquilo y descansado; es casi una asociación libre. En el caso de él, dices exactamente lo que tienes que decir, sin palabras de sobras. Y, además, utilizas una fraseología formularia, o te dirá que eres descuidado.

Pero, en fin, el autarca es el autarca, y no hay más que hablar.

—No puedo sino estar de acuerdo en lo que se refiere al cerebro del autarca —dijo Biron—. ¿Sabía usted que había deducido mi presencia a bordo de esta nave, antes de haber entrado en ella?

—¿De veras? No lo sabíamos. ¿Ve usted? Esto es precisamente lo que quería decir. Quería ir a bordo del crucero tyrannio, solo. A nosotros nos parecía un suicidio, y no nos gustaba, pero supusimos que sabía lo que hacía, y así era, en efecto. Podía habernos dicho que probablemente estaba usted a bordo; sin duda sabía que hubiese sido una gran noticia saber que el hijo del ranchero se había escapado. Pero es típico de él; no lo hizo.

Artemisa estaba sentada en una de las literas inferiores de la cabina. Tenía que doblarse en una posición muy incómoda a fin de evitar que el armazón de la litera superior se le clavase en la primera vértebra torácica, pero eso poco le importaba en aquel momento.

Deslizaba casi automáticamente la palma de las manos a lo largo de su vestido, y se sentía muy cansada, muy ajada, y muy sucia.

Estaba cansada de frotarse las manos y la cara con trapos sucios, cansada de llevar la misma ropa desde hacía una semana, hasta de un cabello que a aquellas horas parecía burdo y lacio.

Y luego, de repente, estuvo a punto de levantarse, de volverse súbitamente; no quería verle; no le miraría.

Pero era Gillbret. Se dejó caer de nuevo sobre su asiento.

—Hola, tío Gil.

Gillbret se sentó frente a ella. Por un momento su cara mostró ansiedad, pero pronto comenzó a arrugarse con una sonrisa.

—También a mí una semana en esta nave me parece muy poco divertida.

Esperaba que tú me podrías alegrar un poco.

—Mira, tío Gillbret —respondió la chica—, no empieces con psicologías… Si crees que vas a hacer que me sienta responsable de ti, te equivocas. Es mucho más probable que te dé un puñetazo.

—Si te va a aliviar en algo…

—Te lo advierto de nuevo; si te empeñas, te lo doy, y si me dices que «te sientes mejor ahora», te lo vuelvo a dar.

—En todo caso, es evidente que te has peleado con Biron. ¿Por qué?

—No veo que sea necesario discutirlo; déjame en paz. —Hizo una pausa y añadió—: Cree que mi padre hizo lo que el autarca dice que hizo. Le odio por creerlo.

—¿A tu padre?

—¡No! ¡A ese estúpido, infantil y melifluo idiota!

—Biron, probablemente. Bien, le odias. Entre el odio que te hace estar sentada aquí de esta manera y lo que a mi cabeza de solterón le parece algo así como un ridículo exceso de amor, poca diferencia hay.

—Tío Gil —dijo la chica—, ¿podría realmente haberlo hecho?

—¿Biron? ¿Hecho qué?

—¡No! Mi padre. ¿Podría mi padre haberlo hecho? ¿Podría haber informado en contra del ranchero? Gillbret pareció pensativo y muy serio.

—No lo sé. —Miró de reojo a la chica—. La verdad es que entregó a Biron a los tyrannios.

—Porque sabía que se trataba de una trampa —respondió ella con vehemencia—. Y lo era. Este horrible autarca intentaba que lo fuese. Los tyrannios sabían quién era Biron, y se lo enviaron a mi padre a propósito. Él hizo lo único que podía hacer. Eso debería ser evidente para cualquiera.

—Incluso si lo aceptamos así —le volvió a dirigir aquella mirada de reojo—, lo cierto es que trató de persuadirte a un matrimonio poco divertido. Si Hinrik era capaz de hacer aquello…

—Tampoco podía hacer otra cosa —le interrumpió la chica.

—Querida, si es que vas a excusar todos los actos de sumisión a los tyrannios, como algo que no tenía más remedio que hacer, entonces, ¿cómo sabes que no tuvo que insinuarles algo sobre el ranchero?

—Porque no lo hubiese hecho. No conoces a mi padre tan bien como yo. Odia a los tyrannios. De veras; me consta. No se esforzaría en ayudarles. Admito que les teme y que no se atreve a oponerse a ellos abiertamente, pero si pudiese evitarlo de un modo u otro, no les ayudaría nunca.

—¿Y cómo sabes que no pudo haberlo evitado? La muchacha movió violentamente la cabeza, de modo que su cabello se desparramó por delante, ocultando sus ojos. Y también ocultó algunas lágrimas.

Gillbret la contempló un momento, luego extendió los brazos, en un gesto de impotencia, y se fue.

El remolque fue unido al «Implacable» por medio de un estrecho pasillo unido a la escotilla de emergencia de la parte trasera de la nave. Su tamaño era varias docenas de veces superior al de la nave tyrannia, casi ridículamente grande.

El autarca se unió a Biron para la inspección final.

—¿Encuentra que falta algo? —preguntó.

—No; creo que estaremos cómodos.

—Bien, A propósito, Rizzet me ha dicho que la señorita Artemisa no está bien, o, por lo menos, que no tiene buena cara. Si necesitase atención médica, sería quizá prudente que la enviasen a mi nave.

—Está perfectamente —dijo Biron con sequedad.

—Si usted lo dice… ¿Estará a punto de partir dentro de doce horas?

—Dentro de un par de horas, si lo desea.

Biron avanzó a través del pasillo de conexión (tuvo que agacharse un poco) y entró en el «Implacable».

—Artemisa —dijo, cuidando de que su tono de voz pareciese tranquilo y uniforme—, tienes una cabina privada allí detrás; no te molestaré. Me quedaré aquí la mayor parte del tiempo.

—No me molestas, ranchero —replicó la muchacha con frialdad—. Me tiene sin cuidado donde estés.

Las naves partieron, y al final de un solo salto se encontraron al borde de la Nebulosa. Esperaron algunas horas mientras se efectuaban los cálculos finales a bordo de la nave de Jonti. En el interior de la Nebulosa la navegación se haría casi a ciegas.

Biron contemplaba malhumorado la placa visora. No se veía nada. La mitad de la esfera celestial estaba ocupada por una negrura que no se veía mitigada ni por la más mínima chispa de luz. Por vez primera, Biron se percató de lo acogedoras y amistosas que eran las estrellas, de cómo llenaban el espacio.

—Es algo así como dejarse caer en un agujero del espacio —susurró a Gillbret.

Y saltaron, nuevamente, hacia el interior de la Nebulosa.

Casi simultáneamente, Simok Aratap, comisario del Gran Khan, al frente de diez cruceros armados, escuchó a su piloto y ordenó:

—No importa; sígalos.

Y a menos de un año luz del punto en el cual el «Implacable» había entrado en la Nebulosa, diez naves tyrannias hicieron lo mismo.