El autarca apartó suavemente su traje espacial con el pie y se apoderó de la mayor de las sillas acolchadas.
—Hacía tiempo que no me ejercitaba de esta manera —dijo—, pero se dice que, una vez aprendido, ya no se olvida nunca, y por lo que parece así ha sido en mi caso.
¡Hola, Farrill! Buenos días, señor Gillbret. ¡Y si recuerdo bien, esta dama es la señorita Artemisa, la hija del director! Colocó cuidadosamente un largo cigarrillo entre sus labios y lo encendió con una simple aspiración. El oloroso tabaco llenó el aire con su agradable olor.
—No esperaba verle de nuevo tan pronto, Farrill —dijo.
—¡O tal vez nunca más! —dijo Biron con acritud.
—Nunca se sabe —acordó el autarca—. Naturalmente, con un mensaje que sólo decía «Gillbret», sabiendo que Gillbret no era capaz de pilotar una nave espacial, y, además, teniendo en cuenta que yo mismo envié a Rhodia a un joven que sí sabe pilotarla y es perfectamente capaz de robar un crucero tyrannio en su desesperación por escapar; y finalmente, al saber que uno de los hombres en el crucero era un joven de porte aristocrático, la conclusión resultaba obvia. No me sorprende verle.
—Me parece que sí le sorprende —dijo Biron—. Creo que le asombra. Como el asesino que es usted, debería asombrarle. ¿Cree que le voy a la zaga en mis deducciones?
—Tengo muy buena opinión de usted, Farrill.
El autarca permanecía por completo imperturbable, y Biron se sintió incómodo y estúpido al expresar su resentimiento. Se volvió furiosamente hacia los otros.
—Este hombre es Sander Jonti, el Sander Jonti de quien os he hablado. Es posible que además sea el autarca de Lingane, o cincuenta autarcas juntos, pero para mí es Sander Jonti.
—Es el hombre que… —empezó a decir Artemisa. Gillbret se llevó su delgada y vacilante mano a la cabeza.
—Reprímete, Biron. ¿Estás loco?
—¡Éste es aquel hombre! ¡No estoy loco! —gritó Biron. Se reprimió haciendo un esfuerzo—. Está bien. Supongo que no sirve de nada chillar. Salga de mi nave, Jonti.
Ya ve que lo digo con bastante calma. Salga de mi nave.
—Pero querido Farrill, ¿por qué razón? Gillbret hacía ruidos incoherentes con su garganta, pero Biron le apartó, bruscamente a un lado y se enfrentó con el autarca que seguía sentado.
—Cometió usted un error, Jonti. No podía saber anticipadamente que cuando salí de mi dormitorio en la Tierra iba a dejar allí dentro mi reloj de pulsera. Y da la casualidad de que la correa de mi reloj de pulsera es un indicador de radiación.
Él autarca lanzó al aire un anillo de humo y sonrió plácidamente. Biron prosiguió:
—Y aquella correa nunca se tornó azul, Jonti. Aquella noche no hubo bomba en mi cuarto. ¡Sólo una bomba falsa, deliberadamente colocada! Y si lo niega, es usted un embustero, Jonti, o autarca, o lo que quiera usted llamarse a sí mismo. Aún más: usted fue quien colocó la falsa bomba. Me inutilizó con hypnita y dispuso el resto de la comedia de aquella noche. Todo está perfectamente claro, ¿sabe? Si me hubiese abandonado, habría dormido toda la noche y no hubiese notado nunca nada anormal.
Así pues, ¿quién me llamó por el visiófono hasta asegurarse de que me había despertado? Es decir, que me había despertado para encontrar la bomba, la cual había sido deliberadamente colocada junto a un contador para que no pudiese dejar de encontrarla. Y ¿quién demolió mi puerta para que pudiese marcharme antes de descubrir que, al fin y al cabo, la bomba era inofensiva? ¡Aquella noche se debió usted divertir mucho, Jonti! Biron hizo una pausa para ver el efecto que había producido, pero el autarca no hizo sino inclinarse, expresando un cortés interés. Biron sintió que su furia iba en aumento. Era algo así como golpear almohadas, batir agua o dar patadas en el aire.
Prosiguió con voz ronca:
—Mi padre estaba a punto de ser ejecutado; de eso bien pronto me hubiese enterado. Quizás hubiese ido a Nefelos, o quizá no, pues habría seguido mi instinto y nada más. Luego me habría enfrentado, abiertamente o no, con los tyrannios, pero hubiera sabido cuáles eran mis posibilidades, y me hubiera preparado para hacer frente a lo que pudiera suceder.
»Pero usted quería que yo fuese a Rhodia, a ver a Hinrik. Y normalmente no podía esperar que yo hiciese lo que usted quería. No era fácil que acudiese a usted en busca de consejo, a menos que pudiese preparar una situación adecuada, que es precisamente lo que hizo.
»Creí que me iban a asesinar, y no podía pensar en ninguna razón para ello, pero usted sí. Usted parecía haberme salvado la vida y saberlo todo; por ejemplo lo que yo tenía que hacer. Me encontraba confundido, desequilibrado, y seguí su consejo.
Biron se detuvo para recobrar el aliento, esperando una respuesta, pero no la obtuvo.
—No me explicó que la nave en que salí de la Tierra era una nave de Rhodia y que había cuidado de informar al capitán de mi verdadera identidad —prosiguió a voz en grito—. No me explicó que su intención era que cayese en manos de los tyrannios en cuanto aterrizase en Rhodia. ¿Acaso niega todo esto? Hubo una larga pausa, durante la cual Jonti apagó la colilla de su cigarrillo aplastándola lentamente.
Gillbret se retorcía las manos.
—Biron, estás poniéndote en ridículo. El autarca no… Entonces Jonti levantó la mirada y dijo quedamente:
—El autarca, sí… Lo admito todo. Tiene razón, Biron, y le felicito por su clarividencia. La bomba era falsa, y fui yo quien la puso y le envié a Rhodia con la intención de que los tyrannios le arrestasen.
La cara de Biron se distendió. Parte de la futilidad de la vida se había desvanecido.
—Algún día, Jonti, ajustaremos cuentas —dijo—. De momento parece que es usted el autarca de Lingane, y que tiene tres naves que le esperan allí afuera, y eso me entorpece algo más de lo que me gustaría. Sin embargo, el «Implacable» es mío, y yo soy su piloto. Póngase el traje y salga. El cable espacial está todavía en su lugar.
—No es su nave. Es usted un pirata, más que un piloto.
—La posesión es aquí la ley. Le doy cinco minutos para que se ponga el traje.
—¡Por favor, nada de tragedias! Nos necesitamos mutuamente, y no tengo intención de marcharme.
—Yo no le necesito. No le necesitaría ni siquiera si toda la armada tyrannia se estuviese acercando a nosotros en este mismo instante, y usted pudiese hacerla desaparecer del espacio.
—Farrill —dijo Jonti—, está usted hablando y obrando como un adolescente. Ha dicho lo que quería. ¿Puedo hablar yo ahora?
—No. No veo ninguna razón para escucharle. Artemisa chilló. Biron hizo un movimiento, pero se detuvo en el acto. Rojo de ira al verse frustrado, permaneció tenso pero impotente.
—Y ahora, ¿la ve? —preguntó Jonti—. La verdad es que tomo ciertas precauciones. Lamento ser poco sutil y tener que utilizar una arma como amenaza.
Pero me imagino que me servirá para obligarles a que me escuchen.
El arma que sujetaba era un demoledor de bolsillo. No había sido ideado para producir dolor o para inmovilizar: ¡mataba!
—Hace años que estoy organizando a Lingane en contra de los tyrannios —prosiguió—. ¿Sabe lo que eso significa? No ha sido fácil. Ha sido casi imposible. Los Reinos Interiores no ofrecen ayuda alguna; lo sabemos por larga experiencia. Los Reinos Nebulares no tienen más salvación que la que ellos mismos se procuren, pero convencer de esto a nuestros jefes nativos no es cosa fácil. Su padre, Biron, era un activista, y le mataron. No se trata de un juego, recuérdelo.
»La captura de su padre fue para nosotros una crisis. Era cuestión de vida o de horrible muerte. Estaba en nuestros círculos interiores y era evidente que los tyrannios no andaban lejos de nosotros; había que despistarles, y para hacerlo no podía detenerme en consideraciones de honor y de integridad, que de nada sirven.
»No podía dirigirme a usted y decirle: “Farrill, tenemos que despistar a los tyrannios. Usted es el hijo del ranchero, y, por lo tanto, sospechoso. Vaya y hágase amigo de Hinrik de Rhodia, para que los tyrannios vuelvan la mirada hacia allá; apártelos de Lingane. Puede ser peligroso, quizá pierda la vida, pero los ideales por los que murió su padre están por encima de todo lo demás”.
»Quizá lo hubiese comprendido y hubiese actuado en consecuencia, pero no podía permitirme el lujo del experimento y obré para que usted actuara sin saberlo. Le aseguro que me resultó muy penoso, pero no me quedaba otro camino. Pensé que quizá no sobreviviría, se lo digo francamente. Pero usted podía ser sacrificado, también le digo esto con franqueza. Tal como han salido las cosas, resulta que ha sobrevivido, y me alegro.
»Y hay otro asunto, cuestión de cierto documento…
—¿Qué documento?
—¡Alto ahí! Ya le dije que su padre trabajaba para mí, de modo que yo sabía lo que él sabía. Usted tenía que obtener aquel documento y al principio parecía que era la persona adecuada. Estaba en la Tierra, legítimamente, era joven y no era fácil que sospechasen de usted, al principio, quiero decir.
»Luego, cuando arrestaron a su padre, usted se convirtió en una persona peligrosa. Iba a ser objeto de las sospechas de los tyrannios, y no podíamos permitir que usted se apoderase del documento, puesto que entonces iría a parar casi inevitablemente a manos de ellos. Teníamos que apartarle de la Tierra antes de que pudiese completar su misión. Ya ve como todo se explica.
—¿De modo que ahora lo tiene usted?
—No, no lo tengo —dijo el autarca—. Desde hace años que falta de la Tierra cierto documento que podría haber sido aquél. Si efectivamente es aquél, no sé quién lo tiene. ¿Puedo apartar ya el demoledor? Se hace pesado.
—Apártelo —dijo Biron.
—¿Qué le dijo su padre del documento? —preguntó el autarca tras haber apartado el arma.
—Nada que usted no sepa, puesto que trabajaba para usted. El autarca sonrió, pero su sonrisa era forzada.
—¡Desde luego!
—¿Ha terminado ya su explicación?
—Sí. Totalmente.
—Entonces —dijo Biron—, salga de la nave.
—Espera un poco, Biron —terció Gillbret—. No se trata sólo de una cuestión personal. También estamos aquí Artemisa y yo, ¿.sabes? También tenemos algo que decir. Por lo que a mí se refiere, encuentro que lo que el autarca dice parece razonable. Te recuerdo que en Rhodia te salvé la vida, y creo que hay que tener en cuenta mi punto de vista.
—¡Muy bien! ¡Me salvó la vida! —gritó Biron, e indicó la esclusa de aire con un dedo—. Márchese, pues, con él. Váyase. Salga de aquí también. Usted quería encontrar al autarca. ¡Aquí está! Me comprometí a conducirle hasta él, y mi responsabilidad ha terminado. No pretenda decirme a mí lo que yo tengo que hacer.
Se volvió hacia Artemisa, sin poder reprimir aún parte de su ira.
—Y tú, ¿qué? También salvaste mi vida. Todos os habéis dedicado a salvar mi vida. ¿También quieres marcharte con él?
—No me pongas las palabras en la boca, Biron —dijo la chica con calma—. Si quisiese marcharme con él, lo diría.
—No te sientas obligada a nada. Puedes marcharte cuando quieras.
La muchacha pareció ofenderse y se apartó. Como solía ocurrirle, Biron se daba cuenta de que cierta parte más sosegada de sí mismo sabía que estaba obrando de un modo infantil. Jonti le había hecho aparecer como un necio, y no podía contener su resentimiento. Además, ¿por qué tenían todos que aceptar con tanta tranquilidad la tesis de que lo correcto era echar a Biron Farrill a los tyrannios, como se echa un hueso a un perro, para que no saltasen sobre el cuello de Jonti? ¿Quién diablos se figuraban que era él? Pensó en la falsa bomba, en la nave rhodiana, en los tyrannios, en aquella agitada noche en Rhodia, y se compadeció de sí mismo.
—¿Y bien, Farrill? —dijo el autarca.
—¿Y bien, Biron? —añadió Gillbret. Biron se volvió a Artemisa.
—¿Tú qué opinas?
—Pues pienso que todavía tiene allí tres naves, y que, además, es el autarca de Lingane. No creo que te quede elección posible. El autarca la miró y expresó su admiración.
—Es usted una muchacha inteligente, señorita. Es adecuado que una mente semejante se encuentre en un exterior tan agradable. Durante un momento su mirada se posó en ella.
—¿Cuáles son las condiciones? —preguntó Biron.
—Permítanme el uso de sus nombres y de su talento y les conduciré a lo que el señor Gillbret ha llamado el mundo de la rebelión.
—¿Cree que existe en realidad? —dijo Biron agriamente. Casi simultáneamente, Gillbret exclamó:
—¡Entonces, es el de usted! El autarca sonrió.
—Creo que existe el mundo que el señor Gillbret ha descrito, pero no es el mío.
—¿No es el suyo? —dijo Gillbret decepcionado.
—¿Qué importa, si puedo encontrarlo?
—¿Cómo? —preguntó Biron.
—No es tan fácil como pueden figurarse —dijo el autarca—. Si aceptamos la historia tal como nos ha sido relatada, tenemos que creer que existe un mundo en rebelión contra los tyrannios, un mundo situado en algún lugar del Sector Nebular, y que los tyrannios no han podido descubrir en veinte años. Para que tal situación haya sido posible, no hay más que un lugar en el Sector donde tal planeta puede existir.
—¿Y dónde está?
—¿No les parece que la solución es obvia? ¿No les parece inevitable que tal mundo no puede existir sino en el interior de la misma Nebulosa?
—¿Dentro de la Nebulosa?
—La Gran Galaxia, naturalmente —dijo Gillbret. Y en aquel instante la solución pareció, efectivamente, obvia e ineludible.
—Pero, ¿puede la gente vivir en mundos en el interior de la Nebulosa? —aventuró Artemisa con timidez.
—¿Y por qué no? —dijo el autarca—. No se confundan al pensar en la Nebulosa.
»Es como una neblina negra en el espacio, pero no un gas tóxico. Se trata de una masa increíblemente tenue de átomos de sodio, potasio y calcio que absorbe y oscurece la luz de las estrellas que están en su interior, y, como es natural, la de las que están frente al observador. Por lo demás, es inofensiva, y en la proximidad inmediata de una estrella es prácticamente inobservable.
»Me excuso por parecer pedante, pero he pasado los últimos meses en la universidad de la Tierra recogiendo datos astronómicos sobre la Nebulosa.
—¿Y por qué allí? —dijo Biron—. Es una cuestión sin importancia, pero como le conocí a usted allí, tengo curiosidad por saberlo.
—No hay en ello ningún misterio. Al principio salí de Lingane por asuntos particulares cuya naturaleza exacta carece de importancia. Hace unos seis meses visité Rhodia. Mi agente Widemos, su padre, Biron, había fracasado en sus negociaciones con el director, a quien había confiado en atraer a nuestro lado. Traté de conseguir algo más, pero fracasé también, ya que Hinrik, y presento mis excusas a la dama, no es del fuste necesario para nuestra clase de trabajo.
—Escucha, escucha —murmuró Biron.
—Pero allí conocí a Gillbret —prosiguió el autarca— como quizá les haya dicho ya. De modo que fui a la Tierra porque ése es el hogar original de la Humanidad. Fue de la Tierra de donde partieron la mayoría de las exploraciones iniciales de la galaxia. Es en la Tierra donde se encuentran la mayoría de los documentos. La Nebulosa de la Cabeza de Caballo fue explorada con detenimiento; por lo menos la atravesaron varias veces. Nunca fue colonizada, puesto que las dificultades para viajar por un volumen de espacio donde no pueden verificarse observaciones estelares son demasiado grandes. Pero todo lo que yo necesitaba eran las exploraciones mismas.
»Y ahora escuchen atentamente. La nave tyrannia en la que quedó aislado el señor Gillbret fue alcanzada por un meteoro después del primer salto. Suponiendo que el viaje de Tyrann a Rhodia transcurriese por la ruta comercial normal, y no hay ninguna razón para suponer que no fuera así, queda establecido el punto del espacio en que la nave dejó su ruta. Apenas si habría adelantado cerca de un millón de kilómetros en el espacio ordinario entre los dos primeros saltos, y podemos considerar tal longitud como un punto en el espacio.
»Es posible admitir otra suposición. Al averiarse los paneles de mando, era perfectamente posible que el meteoro hubiese alterado la dirección de los saltos, ya que para ello solamente se necesitaría interferir con el movimiento del giróscopo de la nave, lo cual sería difícil, pero no imposible. Pero alterar la energía de los impulsos hiperatómicos requeriría destrozar por completo las máquinas, las cuales, como es sabido, no fueron alcanzadas por el meteoro.
»AL permanecer inalterada la energía del impulso, la longitud de los cuatro saltos restantes no debía haber resultado modificada, así como tampoco sus direcciones relativas. Sería algo análogo a tener un alambre torcido inclinado desde un solo punto en una dirección desconocida, a un ángulo desconocido. La posición final de la nave se encontraría en algún punto de la superficie de una esfera imaginaria, cuyo centro sería aquel punto del espacio donde el meteoro dio en el blanco, y cuyo radio sería la suma vectorial de los saltos restantes.
»Yo calculé esa esfera, y encontré que su superficie corta una gran extensión de la Nebulosa de la Cabeza de Caballo. Unos seis mil grados cuadrados de la superficie de la esfera, o sea la cuarta parte de la superficie total, se encuentra en la Nebulosa. Por lo tanto, sólo queda hallar una estrella que se encuentre en el interior de la Nebulosa a un millón y medio de kilómetros, aproximadamente, de la superficie imaginaria de que estamos hablando. Recordarán que cuando la nave de Gillbret se detuvo, se encontraba cerca de una estrella.
»¿Y cuántas estrellas del interior de la Nebulosa suponen que se pueden encontrar a esa distancia de la superficie de la esfera? Recuerden que hay cien mil millones de estrellas radiantes en la galaxia.
Biron se encontró absorbido en el asunto, casi contra su voluntad.
—Centenares, me figuro.
—¡Cinco! —replicó el autarca—. Sólo cinco. No se dejen embobar por aquellos cien mil millones. El volumen de la galaxia es de unos siete billones de años luz, de modo que por término medio hay sesenta años luz cúbicos por estrella. Es una lástima no saber cuáles de esas cinco tienen planetas habitables, ya que podríamos reducir el número de posibilidades a una. Desgraciadamente, los primeros exploradores no tenían tiempo de realizar observaciones detalladas. Determinaron las posiciones de las estrellas, sus movimientos propios y tipos espectrales.
—¿De modo que en uno de aquellos sistemas estelares se encuentra situado el mundo de la rebelión? —preguntó Biron.
—Esa conclusión es la única que concuerda con los hechos que conocemos.
—Suponiendo que pueda aceptarse la historia de Gil.
—Así lo acepto.
—Mi historia es cierta —interrumpió Gillbret apasionadamente—. Lo juro.
—Estoy a punto de partir para investigar cada uno de aquellos cinco mundos —dijo el autarca—. Mis motivos para hacerlo son obvios; como autarca de Lingane puedo asumir una parte igual en sus esfuerzos.
—Y con dos Hinriads y un Widemos a su lado, su demanda de una parte igual, y probablemente de una posición fuerte y segura en los nuevos y libres mundos del porvenir, sería tanto mejor —dijo Biron.
—Su cinismo no me asusta, Farrill. La respuesta es evidente: sí. Si ha de haber una rebelión triunfante, es igualmente obvio la conveniencia de estar del lado de Lingane.
—Por otra parte, cualquier corsario vencedor o un capitán rebelde podría ser recompensado con la autarquía de Lingane.
—O con el rancho de Widemos. ¿Por qué no?
—¿Y si la rebelión fracasa?
—Habrá tiempo de pensar en ello cuando encontremos lo que buscamos.
—Iré con usted —dijo Biron lentamente.
—¡Bien! Tomemos disposiciones para que les transborden desde esta nave.
—¿Por qué?
—Será mejor para ustedes. Esta nave es un juguete.
—Es una nave de guerra tyrannia. Haríamos mal en abandonarla.
—Como tal nave tyrannia, sería peligrosamente notoria.
—Pero no en la Nebulosa. Lo siento, Jonti. Me uno a usted porque es lo más práctico. También yo puedo ser franco. Quiero encontrar el mundo de la rebelión, pero entre nosotros dos no hay amistad alguna. Me quedo junto a mis propios controles.
—Biron —dijo suavemente Artemisa—. Esta nave es realmente demasiado pequeña para nosotros tres.
—Tal como está ahora, sí. Arta. Pero se le puede agregar un remolque. Jonti lo sabe tan bien como yo. Entonces tendríamos todo el espacio que necesitamos y seguiríamos siendo los amos de nuestros propios controles. Y, además, ocultaría eficazmente la naturaleza de nuestra nave.
El autarca reflexionó.
—Si no ha de haber entre nosotros ni amistad ni confianza, Farrill, entonces debo protegerme. Pueden tener su propia nave, y, además, un remolque equipado como quieran. Pero necesito alguna garantía de que su conducta será la que debe ser.
Por lo menos la señorita Artemisa tiene que venir conmigo.
—¡No! —dijo Biron.
El autarca arqueó las cejas.
—¿No? Que hable la dama.
Se volvió hacia Artemisa, y las aletas de su nariz se agitaron levemente.
—Creo que la situación sería muy cómoda para usted, señorita.
—Para usted, al menos, no sería precisamente cómoda —contestó la muchacha—. Preferiría ahorrarle la incomodidad y quedarme aquí.
—Creo que usted lo pensaría mejor si… —comenzó a decir el autarca mientras dos pequeñas arrugas que se formaron sobre el puente de su nariz estropeaban la serenidad de su expresión.
—Me parece que no —interrumpió Biron—. La señorita Artemisa ha hecho su elección.
—Entonces, ¿usted la aprueba, Farrill? —dijo el autarca sonriendo nuevamente.
—¡Totalmente! Nosotros tres nos quedamos en el «Implacable». Sobre eso no puede haber discusión.
—Eliges tu compañía de un modo extraño.
—¿Sí?
—Así lo creo. —El autarca parecía estar absorto en la contemplación de sus uñas—. Está tan enojado conmigo porque le engañé y puse su vida en peligro. Así pues, es raro que se comporte tan amistosamente con la hija de un hombre como Hinrik, quien en cuanto a engaño es ciertamente mi maestro.
—Conozco a Hinrik, y sus opiniones sobre él no me harán cambiar en absoluto.
—¿Lo sabe todo acerca de Hinrik?
—Sé lo bastante.
—¿Sabe que mató a su padre? —El dedo del autarca apuntó a Artemisa—. ¿Sabe que la muchacha a la que tanto le interesa mantener bajo su protección es la hija del asesino de su padre?