La educación espacionáutica de Biron Farrill en la Tierra había sido en gran parte académica. Siguió los diversos cursos universitarios en las diferentes fases de ingeniería espacial, las cuales, y a pesar de dedicar medio semestre a la teoría del motor hiperatómico, daban poco de sí cuando se trataba de manipular en realidad una nave en el espacio. Los pilotos mejores y más adiestrados aprendían su arte en el espacio, y no en las aulas.
Consiguió despegar sin grandes dificultades, aunque ello se debió más a la suerte que a su verdadera pericia. El «Implacable» respondió a los mandos mucho más rápidamente de lo que Biron había esperado. En la Tierra había pilotado varias naves en viajes de ida y vuelta al espacio, pero todas habían sido de modelos anticuados y poco briosos, que se conservaban para uso de los estudiantes. Eran suaves y estaban muy gastadas, y se levantaban con esfuerzo, alzándose lentamente en espiral a través de la atmósfera, hacia el espacio.
El «Implacable», sin embargo, despegó sin esfuerzo, saltando hacia adelante y silbando en el aire, de tal modo que Biron cayó hacia atrás en su asiento y estuvo a punto de dislocarse un hombro. Artemisa y Gillbret, quienes con la mayor precaución propia de la inexperiencia se habían puesto los cinturones, solamente se golpearon contra la red acolchada. El prisionero tyrannio permaneció yaciente junto a la pared, tirando de sus ligaduras y maldiciendo monótonamente.
Biron se enderezó tambaleándose e hizo callar a patadas al tyrannio, y se dirigió nuevamente a su asiento, avanzando junto a la pared, asiéndose al pasamanos que la bordeaba para conseguir vencer la aceleración. Algunos estallidos de energía liberada hicieron vibrar a la nave, reduciendo el aumento de velocidad que se hizo así soportable.
Se encontraban ya en la zona más elevada de la atmósfera de Rhodia. El cielo era de un color violeta oscuro, y el casco de la nave estaba caliente debido a la fricción del aire, tanto que el calor se sentía en el interior.
Costó horas situar la nave en una órbita alrededor de Rhodia. Biron no encontraba la manera de calcular fácilmente la velocidad para vencer la gravedad de Rhodia. Tenía que buscarla acelerando y reduciendo, variando la velocidad con bruscas liberaciones de energía hacia delante y atrás y observando el masómetro, que indicaba su distancia de la superficie del planeta, midiendo la intensidad del campo gravitatorio.
Afortunadamente el masómetro estaba ya calibrado para la masa y el radio de Rhodia.
Biron no hubiese conseguido ajustar el calibrado por sí mismo, sin una considerable experimentación previa.
Por fin el masómetro se mantuvo fijo durante dos horas, sin presentar una variación apreciable. Biron se permitió descansar, y los otros se liberaron de sus cinturones.
—No tiene usted precisamente la mano suave, señor ranchero —dijo Artemisa.
—Soy yo quien piloto, señora —respondió secamente Biron—. Si usted puede hacerlo mejor, estaré encantado de que lo pruebe, pero solamente después de que yo haya desembarcado.
—Calma, calma, calma —pidió Gillbret—. La nave es demasiado estrecha para andarse con mezquindades y, además, puesto que hemos de estar comprimidos en la incómoda familiaridad de esta jaula movediza, propongo que dejemos a un lado todos los «excelencias» y «señorías» y demás tratamientos que acabarían por hacer nuestra conversación totalmente insoportable. Yo soy Gillbret, tú eres Biron Farrill y ella es Artemisa. Propongo que nos aprendamos de memoria esta forma de entendernos, o cualquier otra variante que deseéis sugerir. Y en cuanto a pilotar la nave, ¿por qué no utilizamos la ayuda de nuestro amigo tyrannio? El tyrannio le miró enfurecido.
—No —dijo Biron—. No podemos fiarnos de él en modo alguno. Y mi manera de pilotar irá mejorando a medida que me vaya acostumbrando a esta nave. Todavía no se han roto la cabeza, ¿verdad? Aún le dolía el hombro a consecuencia de la primera sacudida y, como de costumbre, el dolor le hacía mostrarse desagradable.
—Bueno —dijo Gillbret—, ¿y qué hacemos con él?
—No me gusta matarle a sangre fría —dijo Biron— y tampoco nos serviría de nada. No conseguiríamos sino excitar más a los tyrannios. Matar a uno de la raza superior es un pecado imperdonable.
—¿Y qué alternativa hay?
—Le desembarcaremos.
—Bien, ¿pero dónde?
—En Rhodia.
—¿Cómo?
—Es el único lugar en que no nos buscarán. Además, de todos modos pronto tendremos que aterrizar.
—¿Porqué?
—Pues porque ésta es la nave del comisario, quien la ha estado usando para ir de una parte a otra del planeta. No está acondicionada para viajes espaciales. Antes de que vayamos a ninguna otra parte hemos de hacer un inventario detallado de lo que hay en la nave, y asegurarnos de que por lo menos tenemos comida y agua suficientes.
Artemisa asentía enérgicamente con la cabeza.
—Es cierto. ¡Muy bien! Nunca hubiese pensado en ello. ¡Eso ha sido un rasgo inteligente, Biron! Biron hizo un gesto de indiferencia, aunque apreció el cumplido. Era la primera vez que la chica le llamaba por su nombre de pila. Cuando se lo proponía, podía ser muy agradable.
—Pero radiarán inmediatamente nuestra situación —dijo Gillbret.
—No lo creo —dijo Biron—. En primer lugar, supongo que en Rhodia no faltarán áreas desoladas. No tenemos por qué depositarle en el centro de una ciudad, ni en el de una de las guarniciones tyrannias. Además, quizá no tenga tantas ganas de entrar en contacto con sus oficiales superiores como usted se figura… Diga, soldado, ¿qué le ocurriría a un militar que no hubiese evitado el robo del crucero particular del comisario del Khan? El prisionero no respondió, pero la línea de sus labios empalideció y se contrajo.
A Biron no le hubiese gustado hallarse en el lugar del soldado. Era cierto que apenas se le podía culpar. No tenía razón para suponer que podía ocurrir algo desagradable por el solo hecho de mostrarse correcto con unos miembros de la familia real de Rhodia, Ajustándose a la letra del código militar tyrannio, se había negado a permitir que subiesen a bordo sin el permiso de su superior. Aunque el director de Rhodia en persona hubiese pedido permiso para entrar, se lo hubiese tenido que negar. Pero ellos se habían aproximado y cuando comprendió que debía haber seguido aún más estrictamente el código militar y tener a punto su arma era ya demasiado tarde. Un látigo neurónico le estaba tocando prácticamente el pecho.
Ni siquiera entonces se rindió sin lucha. Fue necesaria una descarga del látigo en su pecho para detenerle. Sin embargo no podría evitar el consejo de guerra y la condena. Nadie dudaba de ello, y el soldado menos que nadie.
Dos días después aterrizaron en las afueras de la ciudad de Southwark. La eligieron a propósito porque se hallaba lejos de los principales centros de población de Rhodia. Ataron al soldado tyrannio a una unidad de repulsión y lo dejaron caer revoloteando a unos ochenta kilómetros de la población más cercana.
El aterrizaje, en una playa desierta, fue bastante suave, y Biron, por ser el que con menos probabilidad sería reconocido, hizo las compras necesarias. Todo el dinero tyrannio que Gillbret había tenido la prudencia de llevar consigo, apenas había bastado para las necesidades esenciales, pues gran parte fue invertido en un pequeño biciclo con remolque para transportar los suministros en pequeñas porciones.
—Podías haber hecho durar más el dinero —dijo Artemisa— si no hubieses malgastado tanto en aquella bazofia tyrannia.
—Creo que no podía hacer nada más —dijo Biron acaloradamente—. Puede que para ti sea una bazofia tyrannia, pero es un alimento bien equilibrado y nos servirá mejor que cualquier otra cosa que hubiera comprado.
Se sentía bastante molesto. Sacar todo aquello de la ciudad y transportarlo a bordo había sido un trabajo de estibador portuario, además de arriesgado, pues lo había tenido que comprar en una de las administraciones de la ciudad regentadas por los tyrannios. Esperaba que los otros apreciarían su esfuerzo.
Y, por otra parte, no había alternativa. Las fuerzas tyrannias habían organizado una técnica de suministros adaptada estrictamente al hecho de que utilizaban naves pequeñas. No se podían permitir los grandes espacios de almacenaje de otras flotas donde los cuerpos de animales enteros colgaban en hileras. Tuvieron que idear un concentrado alimenticio estandarizado que contuviese lo necesario desde el punto de vista calórico y de factores nutritivos, y no preocuparse de más. Sólo ocupaba la veinteava parte del espacio que requeriría una cantidad equivalente de elementos animales, y podía ser almacenado como ladrillos en el almacén de baja temperatura.
—Bueno, pues sabe pésimamente —dijo Artemisa.
—Ya te acostumbrarás —dijo Biron, imitando su tono de voz en tal forma que la chica se ruborizó y dio media vuelta, enojada.
Biron sabía que a la chica le molestaba la falta de espacio con todas sus consecuencias. No sólo se trataba de la monotonía en la alimentación, debido a que así podían almacenarse más calorías por centímetro cuadrado, sino más bien de hechos tales como la falta de dormitorios separados. Había la sala de máquinas y la sala de mandos, que ocupaban la mayor parte del espacio de la nave. (Al fin y al cabo, pensó Biron, aquella era una nave de guerra, y no un yate de recreo). Luego estaba el almacén y una pequeña cabina, con dos hileras de tres literas a cada lado. El tocador estaba situado en un nicho junto al exterior de la cabina.
Todo esto suponía hacinamiento, falta total de reserva, imposibilidad de estar solo; y significaba que Artemisa tenía que adaptarse al hecho de que a bordo no había vestidos femeninos, ni espejos, ni facilidades para lavarse.
Pues bien, tendría que acostumbrarse. A Biron le parecía que ya había hecho bastante por ella y se había apartado demasiado de su camino. ¿Por qué no podía mostrarse un poco más amable, y sonreír de vez en cuando? Tenía una bonita sonrisa, y había que admitir que no era mala, salvo por su genio. Pero, ¡oh, qué genio! Bien, ¿para qué perder el tiempo pensando en ella? Lo peor era lo del agua. En primer lugar, Tyrann era un planeta muy árido, donde escaseaba el agua y donde los hombres conocían su valor, de modo que la nave no la llevaba para lavarse. Los soldados se podían lavar, junto con sus efectos personales, cuando aterrizaban en algún planeta. Durante los viajes, un poco de suciedad no les hacía ningún daño. Ni siquiera había agua suficiente para beber en los trayectos largos. Al fin y al cabo, el agua no se podía concentrar ni deshidratar, sino que tenía que ser transportada en masa, y el problema se agravaba por el hecho de que el contenido acuoso de los concentrados alimenticios era muy bajo.
Había a bordo aparatos de destilación para utilizar el agua perdida por el cuerpo, pero cuando Biron se dio cuenta de su función se sintió asqueado y dispuso la eliminación de los productos de desecho, sin intentar recuperar el agua. Químicamente era un proceso lógico, pero se necesitaba una educación especial para aceptarlo.
El segundo despegue fue, relativamente, un modelo de suavidad, y Biron se entretuvo luego un buen rato jugando con los mandos. El tablero de control sólo tenía una remota semejanza con los de las naves que había manejado en la Tierra. Era extraordinariamente compacto. A medida que Biron iba aclarando la función de un contacto o de una esfera, anotaba instrucciones detalladas en papeles que sujetaba adecuadamente en el tablero.
Gillbret entró en la cabina de mandos. Biron miró por encima del hombro, y dijo:
—Supongo que Artemisa está en la cabina, ¿verdad?
—No podría estar en ningún otro lugar sin salir de la nave.
—Cuando la vea, dígale que me preparé una litera aquí, en la cabina de mandos, y le aconsejo a usted que haga lo mismo, y que dejemos la otra cabina para ella sola. —Y añadió rezongando—: Es una chica muy infantil.
—Tú también tienes tus rarezas, Biron —dijo Gillbret—. Has de recordar la clase de vida a que está acostumbrada.
—Está bien, lo recuerdo, ¿y qué? ¿A qué clase de vida cree usted que yo estoy acostumbrado? No nací ni en las minas ni en un asteroide, ¿sabe? Nací en el mayor rancho de Nefelos. Pero cuando uno se encuentra atrapado en una situación determinada, tiene que acomodarse lo mejor que puede. ¡Qué diablos!, no puedo ensanchar el casco de la nave. Cabe el agua y algunos alimentos, y nada más; y no puedo remediar el hecho de que no haya ducha. ¡Se mete conmigo como si yo hubiera fabricado personalmente esta nave! Le aliviaba chillar a Gillbret. Le aliviaba poder chillar a quienquiera que fuese.
Pero la puerta se abrió de nuevo, y allí estaba Artemisa.
—Yo en tu caso, Farrill, no gritaría —dijo ella en tono glacial—. Se te puede oír claramente desde toda la nave.
—Eso no me preocupa —dijo Biron—. Y si la nave te molesta, recuerda que si tu padre no hubiese tratado de matarme a mí, y de casarte a ti, ninguno de nosotros dos estaría aquí.
—No hables de mi padre.
—Hablaré de quien me plazca, Gillbret se tapó los oídos con las manos.
—¡Por favor! —exclamó. Esto detuvo de momento la discusión y Gillbret aprovechó para decir: ¿Qué os parecería si ahora discutiésemos la cuestión de nuestro destino? Es evidente que cuanto antes lleguemos a algún otro sitio y salgamos de esta nave, tanto más cómodos estaremos.
—Estoy de acuerdo, Gil —dijo Biron—. Vamos a donde no tenga que oír su cháchara. ¡Mujeres en naves espaciales! Artemisa no le hizo caso y se dirigió exclusivamente a Gillbret.
—¿Por qué no salimos por completo fuera del área Nebular?
—No sé por lo que se refiere a ti —dijo Biron enseguida—, pero yo tengo que recuperar mi rancho, y hacer lo que pueda sobre el asunto del asesinato de mi padre.
Me quedo en los reinos.
—No quise decir que teníamos que marcharnos para siempre —dijo Artemisa—, sino solamente hasta que hubiese pasado lo peor de la búsqueda. Además, no veo que es lo que intentas hacer acerca de tu rancho. No lo recuperarás a menos de que el Imperio Tyrannio caiga hecho pedazos, y no te imagino a ti haciéndolo.
—No te preocupes de lo que intente hacer. Es asunto mío.
—¿Podría hacer una sugerencia? —preguntó suavemente Gillbret. Aceptó el silencio como consentimiento y prosiguió: Entonces supongamos que sea yo quien os diga a dónde hay que ir, y lo que tenemos que hacer exactamente para ayudar a hacer saltar el Imperio en pedazos, tal como ha dicho Arta.
—¡Oh! ¿Y cómo se propone hacerlo? —inquirió Biron.
—Mi querido amigo, adoptas una actitud muy divertida. ¿Es que no te fías de mí? Me miras como si creyeses que cualquier empresa en la que estuviese interesado tenía que ser forzosamente una necedad. Yo te saqué de palacio.
—Ya lo sé. Estoy perfectamente dispuesto a escucharte.
—Pues entonces, hazlo. He estado esperando durante veinte años mi oportunidad de escaparme de ellos. Si hubiera sido un ciudadano particular, lo hubiese podido conseguir hace tiempo; pero debido a mi rango he estado siempre bajo la mirada del público. Y, no obstante, de no haber sido por el hecho de que nací Hinriad, no habría asistido a la coronación del actual Khan de Tyrann, y en tal caso jamás habría descubierto accidentalmente el secreto que algún día le destruirá.
—Prosigue —dijo Biron.
—El viaje de Rhodia a Tyrann se efectuó, como es natural, en una nave tyrannia, lo mismo que el viaje de regreso. Una nave muy semejante a ésta, pero bastante mayor. El viaje careció de incidentes. La estancia en Tyrann fue en cierto modo divertida, pero acerca de lo que ahora nos interesa, estuvo igualmente desprovista de incidentes. Pero durante nuestro viaje de regreso fuimos alcanzados por un meteoro.
—¿Cómo? —Gillbret hizo un ademán con la mano—. Sé perfectamente que es un accidente improbable. La incidencia de meteoros en el espacio, especialmente en el espacio interestelar, es lo suficientemente pequeña para que las probabilidades de colisión con una nave sean absolutamente insignificantes, pero a veces ocurre, como ya sabéis. Y ocurrió en nuestro caso. Como es natural, cualquier meteoro que da efectivamente en el blanco, incluso cuando es sólo del tamaño de un alfiler, como lo son la mayoría de ellos, puede penetrar el casco de cualquier nave, excepto las más acorazadas.
—Ya lo sé —dijo Biron—. Es cuestión de su momento, que es el producto de su masa por su velocidad. La velocidad compensa de sobras la falta de masa.
Lo dijo con displicencia, como si fuese una lección, y se dio cuenta que estaba mirando a hurtadillas a Artemisa. La chica se había sentado para escuchar a Gillbret, y estaba tan cerca de él que casi se tocaban. Biron pensó que tenía un hermoso perfil, a pesar de que su cabello estaba cada vez más desaliñado. No llevaba su chaquetilla, y a pesar de haber transcurrido ya cuarenta y ocho horas, la esponjosa blancura de su blusa estaba aún lisa y estirada. Biron se preguntó cómo se las arreglaba.
Pensó que aquel viaje podía ser maravilloso, con tal de que la chica aprendiese a portarse bien. La dificultad estaba en que nadie la había controlado nunca. Eso era todo. Ciertamente su padre no lo había hecho, y ella se había acostumbrado a hacer lo que le daba la gana. Si hubiese nacido plebeya, hubiese sido una criatura encantadora.
Había comenzado a dejarse envolver por un ensueño en el cual él la dominaba como era debido, y la conducía a un estado de justa, apreciación de sí mismo, cuando la muchacha se volvió hacia él y se enfrentó tranquilamente con su mirada Biron apartó la suya e instantáneamente fijó su atención en Gillbret. Había perdido unas cuantas frases.
—No tengo la más remota idea de por qué había fallado la pantalla de la nave. Fue una de aquellas cosas de las cuales nunca se sabrá la explicación, pero el hecho era que había fallado. En cualquier caso, el meteoro había hecho blanco en la parte central de la nave. Era del tamaño de un guijarro, y al perforar el casco su velocidad se redujo justo lo suficiente para que no pudiese salir por el otro lado. De haber sido así, el daño no hubiese sido mucho, puesto que en muy poco tiempo se hubiese podido reparar provisionalmente el casco.
»Pero lo que ocurrió fue que entró en la sala de mandos, rebotó en la pared opuesta y luego de un lado a otro hasta detenerse. No debió tardar más que una fracción de segundo en pararse, pero con una velocidad inicial de doscientos kilómetros por minuto debió cruzar la sala unas cien veces. Los dos hombres de la tripulación quedaron destrozados y yo conseguí escaparme debido solamente a que en aquel momento estaba en la cabina.
»Oí el sonido metálico que hizo el meteoro cuando penetró en el casco, y luego el ruido de sus rebotes, así como los espantosos gritos de los tripulantes. Cuando llegué a la sala de mandos, no había sino sangre y jirones de carne por todas partes. Lo que ocurrió luego es algo que sólo recuerdo vagamente, si bien durante años lo he ido reviviendo paso a paso en mis pesadillas.
»EL frío sonido del aire al escaparse me condujo al agujero del meteoro. Puse sobre él un disco de metal, y la presión del aire cerró el agujero bastante bien. Encontré sobre el suelo el pequeño guijarro procedente del espacio. Estaba caliente al tacto, pero al golpearlo con una llave inglesa se partió en dos pedazos. El interior que quedó expuesto al aire se recubrió inmediatamente de escarcha. Estaba aún a la temperatura del espacio.
»Até una cuerda a la muñeca de cada uno de los cadáveres, y luego cada cuerda a un imán de remolque. Los lancé por la esclusa de aire, oí el ruido metálico de los imanes sobre el casco, y supe que los helados cuerpos seguirían a la nave donde quiera que fuésemos. Sabía que al regresar a Rhodia necesitaría la evidencia de los cuerpos para demostrar que había sido un meteoro y no yo, quien los había matado.
»¿Pero cómo iba a regresar? Me encontraba por completo perdido. No había manera de que pudiese dirigir la nave, y no me atrevía a probar nada, allá en las profundidades del espacio interestelar. Ni siquiera sabía utilizar el sistema de comunicación subetérico, de manera que no podía enviar un SOS. Lo único que me cabía hacer era dejar que la nave siguiese su propio rumbo.
—Pero eso no era posible, ¿verdad? —dijo Biron. Se preguntaba si Gillbret lo estaba inventando todo, bien por pura imaginación romántica, o por alguna razón desconocida.
—¿Y los saltos a través del hiperespacio? Sin duda se las arregló de algún modo para hacerlo, o de lo contrario no estaría usted aquí.
—Una nave tyrannia —contestó Gillbret—, una vez tiene los mandos correctamente ajustados, dará automáticamente todos los saltos que sean necesarios.
Biron dejó transparentar sus dudas ¿Acaso Gillbret le tomaba por tonto?
—Está usted inventando eso —dijo.
—No. Es una de sus malditas invenciones militares, que les hicieron ganar sus guerras. La verdad es que no derrotaron cincuenta sistemas planetarios, que les superaban en población y recursos lo menos cien veces, sencillamente jugando al tute, ¿sabes? Es cierto que nos atacaron de uno en uno, y utilizaron más hábilmente a nuestros traidores, pero también había una razón militar. Todo el mundo sabe que sus tácticas eran superiores a las nuestras, y ello se debió en parte al salto automático, que permitía una facilidad de maniobra de sus naves mucho mayor y hacía posible unos planes de batalla mucho más complejos que los que nosotros podíamos preparar.
»Admitiré que esa técnica suya es uno de sus secretos mejor guardados. Yo nunca la conocí hasta que me encontré encerrado a solas con el “Sanguinario”, los tyrannios tienen la molesta costumbre de dar nombres desagradables a sus naves, aunque quizá sea bueno psicológicamente, y observé cómo se producía. Yo vi cómo daba los saltos sin que nadie tocase los mandos.
—¿Y quiere decir que esta nave también puede hacerlo?
—No lo sé, pero no me sorprendería.
Biron se volvió al tablero de mandos. Todavía quedaban docenas de contactos de cuya utilidad no tenía aún ni la más remota idea. ¡Bien, ya vería más tarde! Se volvió nuevamente hacia Gillbret.
—¿Y la nave le llevó a casa?
—No, no fue así. Aquel meteoro que rebotó por la sala de mandos no dejó de tocar el tablero. Hubiese sido sorprendente si hubiera sido así. Algunas esferas quedaron destrozadas, y la caja abollada y malparada. No había manera de saber en qué forma se habían alterado los mandos, pero sin duda algo ocurrió, pues la nave nunca me condujo a Rhodia.
»A su tiempo, y como era lógico, comenzó a desacelerar, y me di cuenta de que teóricamente el viaje había terminado. No podía saber dónde estaba, pero conseguí manipular la placa de visión y me di cuenta de que me hallaba lo bastante cerca de un planeta como para que apareciese en forma de disco en el telescopio. Era una suerte increíble, pues el disco iba aumentando de tamaño; la nave se dirigía directamente al planeta. Bueno, no directamente. Si hubiese permitido que la nave derivase, hubiese pasado a un millón y medio de kilómetros del planeta, pero a aquella distancia podía usar la radio etérica ordinaria, y sabía cómo hacerlo. Cuando todo aquello hubo terminado comencé a interesarme en la electrónica y decidí que nunca más iba a sentirme tan desesperado. Sentirse desesperado e impotente es una de las cosas que no son nada divertidas.
—De modo que empleó la radio —apuntó Biron.
—Exacto; y así fue como vinieron y me cogieron.
—¿Quiénes?
—Los hombres del planeta. Estaba habitado.
—Vaya, la suerte le acompañó. ¿Y qué planeta era?
—No lo sé.
—¿Quiere usted decir que no se lo dijeron?
—Divertido, ¿verdad? No me lo dijeron. ¡Pero estaba en algún lugar de los Reinos Nebulares!
—¿Y cómo lo supo?
—Porque sabían que la nave en que me encontraba era una nave tyrannia. La conocían de vista, y casi la hicieron añicos antes de que pudiese convencerles de que yo era el único ser viviente a bordo.
Biron puso sus grandes manos sobre las rodillas, y las apretó nerviosamente.
—Eso sí que no lo comprendo. Si sabían que era una nave tyrannia, e intentaban destrozarla, ¿no es eso mejor prueba de que aquel mundo no estaba en los Reinos Nebulares, de que estaba en cualquier otra parte, excepto allí?
—¡No, por la galaxia! —Los ojos de Gillbret brillaban, y su voz se elevaba entusiasmada—. Estaba en los Reinos. Me llevaron a la superficie, y vaya un mundo era aquel. Allí había hombres de todas las partes de los Reinos. Podía darme cuenta por sus acentos. Y no tenían miedo a los tyrannios. Aquel lugar era un arsenal. Desde el espacio no era posible darse cuenta. Podía haber pasado por un viejo mundo ganadero, pero la vida del planeta era subterránea. En un lugar de los reinos, muchachos, está todavía aquel planeta que no tiene miedo a los tyrannios, y que destruirá a los tyrannios como hubiese entonces destruido la nave en que me hallaba, si los tripulantes hubiesen estado aún vivos.
Biron sintió cómo le latía el corazón en el pecho. Por un momento quiso creerlo.
Después de todo, ¿quién sabe? ¡Quizá…!