—¿Qué ocurre? —Artemisa no tenía por qué fingir intranquilidad. Se dirigió a Gillbret, quien estaba junto a la puerta, al lado del capitán de la guardia. Media docena de hombres uniformados estaban discretamente a la expectativa a corta distancia. Y luego, rápidamente, añadió—: ¿Le ha ocurrido algo a mi padre?
—No, no —la tranquilizó Gillbret—, no ha ocurrido nada que pueda afectarte en modo alguno. ¿Estabas durmiendo?
—Casi —replicó— y hace ya horas que mis chicas han salido. No había nadie para contestar, salvo yo misma, y me han dado ustedes un susto terrible.
Luego, de improviso, se volvió hacia el capitán, con un serio ademán.
—¿Qué desean de mí, capitán? Dígalo pronto, por favor. Éstas no son horas para una audiencia en regla.
Gillbret intervino antes de que el otro tuviese tiempo de abrir la boca.
—Algo muy divertido, Arta. Aquel joven, ¿cómo se llama?, ya sabes, se ha escapado, rompiendo dos cabezas a su paso. Le estamos buscando ahora con igualdad de fuerzas: un pelotón de soldados para un fugitivo. Y aquí me tienes, sobre la pista, entusiasmando al capitán con mi celo y mi valentía.
Artemisa pareció quedarse absolutamente estupefacta.
El capitán murmuró una imprecación; sus labios apenas se movieron. Luego dijo:
—Por favor, señor, no se expresa usted con claridad y estamos perdiendo miserablemente el tiempo. Señora, el hombre que dice ser el hijo del ranchero de Widemos ha sido arrestado por traición. Ha conseguido escaparse, y ahora anda suelto. Debemos registrar el palacio en su busca, habitación por habitación.
Artemisa retrocedió un paso frunciendo el ceño.
—¿Incluso mi habitación?
—Si su excelencia lo permite.
—¡Pues no lo permito! ¡Si hubiese un hombre desconocido en mi habitación lo sabría, sin duda alguna! Y la sugerencia de que yo pueda tener tratos con tal hombre, o con cualquier otro hombre, a estas horas de la noche, es una solemne impertinencia.
Le ruego observe el respeto debido a mi rango, capitán.
Aquel estallido hizo su efecto. El capitán no pudo hacer más que saludar y decir:
—No tenía intención de sugerir nada de eso, señora. Perdone la molestia a estas horas de la noche. Su afirmación de que no ha visto al fugitivo es, naturalmente, suficiente. En las circunstancias presentes era necesario confirmar la seguridad de su excelencia. Se trata de un hombre peligroso.
—Seguramente no será tan peligroso como para que no puedan entendérselas con él, usted y su compañía.
La aguda voz de Gillbret se interpuso de nuevo.
—Capitán, venga. Mientras usted se entretiene en cortesías con mi sobrina, nuestro hombre habrá tenido tiempo de saquear la armería. Propongo que deje usted un guardia a la puerta de esta dama, de modo que no se perturbe lo que le queda de sueño. A no ser, querida —hizo bailar sus dedos frente a Artemisa—, que quieras unirte a nosotros.
—Será suficiente con cerrar la puerta y retirarme, gracias —dijo Artemisa con frialdad.
—Escoge un guardia grande —gritó Gillbret—. Ese mismo. Qué hermoso uniforme llevan nuestros guardias, Artemisa. Puedes reconocer un guardia desde lejos con sólo verle el uniforme.
—Excelencia —dijo el capitán con impaciencia—, no hay tiempo que perder; está retrasándonos.
A un gesto suyo, un guardia se separó del pelotón, saludó a Artemisa a través de la puerta que ya se cerraba, y luego al capitán. El ruido de pisadas ordenadas se desvaneció en ambas direcciones.
Artemisa esperó, luego abrió silenciosamente unos centímetros la puerta. El guardia estaba allí, plantado, con las piernas separadas, la espalda rígida, la mano derecha armada, y la izquierda sobre su botón de alarma. Era el guardia propuesto por Gillbret, uno alto, tan alto como Biron de Widemos, aunque no tan ancho de espaldas.
En aquel momento se le ocurrió a la muchacha que Biron, si bien era joven y, por lo tanto, poco razonable en algunos de sus puntos de vista, era por lo menos robusto y musculoso, lo que resultaba conveniente. Había sido una tontería mostrarse desagradable con él. Y tenía bastante buena facha.
Biron se irguió al abrirse la puerta. Contuvo la respiración y apretó los dedos.
Artemisa miró los látigos.
—¡Tenga cuidado! Respiró aliviado y metió un látigo en cada bolsillo. Resultaban así bastante incómodos, pero no tenía fundas apropiadas.
—Eso era solamente en caso de que alguien me estuviera buscando.
—Salga y hable en voz baja.
Llevaba todavía su bata de noche, tejida con un material suave desconocido para Biron, y adornada con pequeños mechones de una piel plateada; se sujetaba al cuerpo gracias a alguna leve atracción estática propia del material, de modo que no requería botones, cierres, lazos ni campos de costura. Y, en consecuencia, tampoco hacía mucho más que esfumar levemente los contornos de la figura de Artemisa.
Biron sintió que sus orejas enrojecían, y paladeó la sensación.
Artemisa esperó, hizo un gesto circular con su dedo índice y preguntó:
—¿Le importa? Biron la miró a la cara.
—¿Qué? ¡Oh, perdón!
Se volvió de espaldas y permaneció vagamente atento al suave crujido del cambio de las prendas exteriores. No se le ocurrió preguntarse por qué la muchacha no había utilizado el tocador o por qué, mejor aún, no se había cambiado antes de abrir la puerta. La psicología femenina presenta abismos que, cuando se carece de experiencia, desafían al análisis.
Cuando Biron se volvió, iba vestida de negro, con un traje de dos piezas que no alcanzaba la rodilla, y que tenía el aspecto consistente de las prendas destinadas más bien al aire libre que a los salones de baile.
—¿Nos vamos, pues? —dijo Biron de inmediato. La chica hizo un gesto con la cabeza.
—Primeramente tendrá que hacer su trabajo. Necesita usted otras ropas.
Póngase al lado de la puerta y haré entrar al guardia.
—¿Qué guardia? Artemisa sonrió.
—Han dejado un guardia a la puerta, a sugerencia de tío Gil.
La puerta del pasillo se abrió silenciosamente unos cuantos centímetros, deslizándose sobre su carril. El guardia estaba aún allí, rígidamente inmóvil.
—¡Guardia! —gritó ella—. ¡Entre, pronto! No había ninguna razón para que un simple soldado vacilase en obedecer a la hija del director. Entró mientras la puerta seguía aún abriéndose.
—A la orden, exce… —empezó a decir impetuosamente, y sus rodillas se doblaron bajo el peso que cayó sobre sus hombros, mientras sus palabras quedaban cortadas, sin tan sólo un chillido de interrupción, por el antebrazo que se cerró alrededor de su laringe.
Artemisa cerró precipitadamente la puerta y observó la escena con sensaciones próximas a la náusea. La vida en el palacio de los Hinriads era tranquila, casi decadente, y hasta entonces nunca había visto la cara de un hombre congestionada con sangre, y cómo su boca se entreabría resoplando inútilmente bajo los efectos de la asfixia. Apartó la mirada.
Biron descubrió sus dientes al esforzarse en estrechar el círculo de huesos y músculos alrededor de la garganta del otro. Durante un minuto las debilitadas manos del guardia tiraron inútilmente del brazo de Biron, mientras sus pies descargaban golpes sin objeto. Biron le levantó del suelo sin aflojar su presa.
Y entonces las manos del guardia cayeron a sus lados, sus piernas colgaron flojas, y los convulsivos e inútiles movimientos de su pecho comenzaron a calmarse.
Biron lo depositó suavemente sobre el suelo. El guardia quedó extendido, relajado, como un saco que hubiese sido vaciado.
—¿Está muerto? —preguntó Artemisa en un horrorizado murmullo.
—Lo dudo —dijo Biron—. Se necesitan tres o cuatro minutos de presa para matar a un hombre. Pero estará inconsciente durante un rato. ¿Tiene algo para atarle? La chica movió la cabeza. De momento se sintió completamente inútil.
—Debe usted tener algunas medias de cellita —dijo Biron—. Servirían para el caso. —Había quitado ya al guardia sus armas y sus prendas exteriores—. Y me gustaría lavarme. La verdad es que me es necesario.
Resultaba agradable sumergirse en la niebla detergente del baño de Artemisa.
Le dejó quizás algo demasiado perfumado, pero tenía la esperanza de que el aire libre dispersaría la fragancia. Por lo menos estaba limpio, y ello no había requerido más que su paso a través de las pequeñas gotitas suspendidas, proyectadas violentamente contra su cuerpo por una corriente de aire caliente. No se necesitaba ninguna cámara secadora especial, pues se salía del baño no solamente limpio, sino también seco. Ni en Widemos ni en la Tierra tenían nada semejante.
El uniforme del guardia le iba un poco estrecho, y a Biron no le gustó la manera en que aquella gorra militar cónica, y bastante fea, encajaba en su braquicéfala cabeza. Se contempló con cierto disgusto.
—¿Qué parezco?
—Un soldado de veras —respondió ella.
—Tendrá que llevar uno de esos látigos; yo no puedo llevar tres.
La chica cogió el arma con dos dedos y la dejó caer en su bolsa, que pendía de su cinturón por la acción de otra microfuerza, de modo que sus manos permanecían libres.
—Será mejor que nos vayamos ahora. No diga ni una palabra si nos encontramos con alguien; déjeme hablar a mí. Su acento no es bueno, y además, no sería correcto que hablase en mi presencia, a menos de que se le dirigiese directamente la palabra. ¡Recuerde! No es más que un simple soldado.
El guardia que yacía sobre el suelo había comenzado a agitarse un poco y a mover los ojos. Sus muñecas y sus tobillos estaban atados juntos a la espalda con medias que tenían una resistencia a la tracción superior a la de una cantidad igual de acero. Su lengua se movía inútilmente tras la mordaza.
Le habían sacado de en medio, de modo que no fue necesario pasar por encima de él para alcanzar la puerta.
—Por aquí —susurró Artemisa.
Al torcer por vez primera oyeron tras ellos una pisada, y una mano ligera cayó sobre el hombro de Biron.
Biron se apartó rápidamente y se volvió, cogiendo con una mano el brazo del otro, mientras que con la otra mano esgrimía un látigo.
Pero no era sino Gillbret, quien dijo:
—¡Calma, muchacho! Biron soltó su presa.
Gillbret se frotó el brazo dolorido.
—Te he estado esperando, pero eso no es razón para que me rompas un hueso.
Deja que te mire con admiración, Farrill. Parece que se te haya encogido la ropa, pero no está mal, no está mal. Nadie te mirará dos veces con este traje. Es la ventaja de un uniforme. Se da por sentado que un uniforme de soldado contiene un soldado, y nada más.
—Tío Gil —murmuró con apremio Artemisa—, no hables tanto. ¿Dónde están los otros guardias?
—A todo el mundo le molestan unas cuantas palabras —dijo malhumorado—. Los demás guardias están camino de la torre. Han decidido que nuestro amigo no se encuentra en los niveles inferiores, de modo que han dejado hombres en las salidas principales y en las rampas, y además el sistema de alarma general está en funcionamiento. Pero podemos pasar a través de él.
—¿No le echarán de menos, señor? —preguntó Biron.
—¿A mí? El capitán se alegró de verme desaparecer, a pesar de todas sus cortesías. No me buscarán, te lo aseguro.
Hablaban en murmullos, pero ahora incluso éstos cesaron. Al pie de la rampa se alzaba un guardia, mientras que otros dos estaban a ambos lados de la gran puerta labrada que conducía al exterior.
Gillbret preguntó en voz muy alta:
—¿Hay noticias del prisionero que se ha escapado, soldados?
—No, excelencia —dijo el que estaba más cerca. Juntó los talones y saludó.
—Bueno, pues abrid bien los ojos.
Pasaron junto a los guardias y salieron al exterior, al tiempo que uno de los guardias junto a la puerta neutralizaba cuidadosamente aquella sección de la alarma mientras salían.
Fuera era de noche. El cielo estaba limpio y estrellado, y la masa irregular de la Nebulosa Oscura disipaba los puntitos de luz cercanos al horizonte. El palacio central, a su espalda, era una oscura mole, y el campo del palacio estaba a menos de un kilómetro de distancia.
Pero al cabo de cinco minutos de caminar a lo largo del silencioso sendero, Gillbret comenzó a mostrarse agitado.
—Hay algo que no marcha —dijo.
—Tío Gil —dijo Artemisa—. ¿No te habrás olvidado de disponer que estuviese a punto la nave?
—Naturalmente que no —respondió tan secamente como es posible cuando se habla en murmullos—, pero, ¿por qué está iluminada la torre del campo? Debería estar a oscuras.
Señaló a través de los árboles, donde la torre brillaba como un panal de luz blanca. Generalmente, aquello hubiese indicado actividad en el campo; naves que llegaban del espacio o que partían hacia él.
—No había nada anunciado para esta noche —musitó Gillbret—. De eso estoy seguro.
Desde cierta distancia vieron la respuesta, o por lo menos Gillbret la vio. Se detuvo de pronto y extendió los brazos para detener a los demás.
—No es más que eso —dijo, y se rio histéricamente—. ¡Están aquí! ¡Los tyrannios! ¿No comprendéis? Aquello es el crucero acorazado particular de Aratap.
Biron lo vio, débilmente brillando bajo las luces, destacándose de las demás naves menos distinguidas. Era más liso, más delgado, más felino que las naves de Rhodia.
—El capitán dijo que hoy se recibía a un «personaje» pero yo no hice caso —dijo Gillbret—. Ahora no podemos hacer nada. No podemos luchar contra los tyrannios.
Biron sintió que algo se quebraba de repente.
—¿Y por qué no? —dijo con salvaje furia—. ¿Por qué no podemos luchar contra ellos? No tienen ninguna razón para sospechar nada anormal, y estamos armados.
Tomemos la propia nave del comisario. ¡Dejémosle sin pantalones! Se adelantó, saliendo de la oscuridad relativa de los árboles y entrando en el despejado campo. Los otros le siguieron. No había razón para esconderse. Eran dos miembros de la familia real con un soldado de escolta.
Pero ahora luchaban contra los tyrannios.
Simok Aratap de Tyrannn había quedado impresionado la primera vez que vio el palacio de Rhodia, unos años antes, pero resultó ser solamente una cáscara lo que le había impresionado. El interior no era más que una enmohecida reliquia. Dos generaciones antes las cámaras legislativas de Rhodia se reunían en aquellos locales, donde también se hallaban la mayor parte de las oficinas administrativas. El palacio central había sido el palpitante corazón de una docena de mundos.
Pero ahora las cámaras legislativas (que existían aún, ya que el Khan nunca interfería con los legalismos locales) se reunían una vez al año para ratificar las órdenes ejecutivas de los doce meses anteriores. Era sencillamente un formulismo.
Nominalmente, el consejo ejecutivo todavía se hallaba reunido en sesión continua, pero estaba compuesto por una docena de hombres que permanecían en sus heredades nueve semanas de cada diez. Las diversas oficinas ejecutivas aún permanecían activas, puesto que no era posible gobernar sin ellas, tanto si era el director como si era el Khan quien mandaba, pero ahora estaban diseminadas por el planeta; dependían menos del director y estaban bajo la influencia de sus nuevos amos, los tyrannios. Todo lo cual hacía que el palacio fuese más majestuoso que antes por lo que se refería a la piedra y el metal, pero eso era todo. Servía de habitación a la familia del director, a un grupo de sirvientes apenas adecuado, y a un cuerpo de guardias nativos absolutamente insuficientes.
Aratap se sentía incómodo en aquella cáscara y, además, insatisfecho. Era tarde, estaba cansado, sus ojos ardían de tal modo que ansiaba poder quitarse las lentes de contacto, y, por encima de todo, se sentía decepcionado.
¡No había un esquema! De vez en cuando echaba una ojeada a su ayudante militar, pero el comandante estaba escuchando al director con fría estolidez. Aratap, por su parte, prestaba poca atención.
—¡El hijo de Widemos! ¿De veras? —decía, abstraído. Y luego añadió—: ¿De modo que lo arrestó? ¡Perfectamente! Pero significaba poco para él, puesto que los hechos carecían de estructura.
Aratap tenía una mente bien ordenada que no podía soportar la idea de hechos individuales amontonados y desunidos, sin una ordenación adecuada.
Widemos había sido un traidor, y su hijo había intentado entrevistarse con el director de Rhodia. Lo había intentado primeramente en secreto, y cuando eso falló lo había procurado abiertamente por medio de su ridícula historia de una conspiración de asesinato. Seguramente aquello debía haber sido el principio de un plan.
Y ahora se desmoronaba. Hinrik entregaba al muchacho con precipitación indecente. Al parecer no podía ni tan siquiera esperar una noche. Y eso no encajaba de ninguna manera. O bien Aratap no se había enterado de todos los hechos.
Enfocó nuevamente su atención sobre el director. Hinrik empezaba a repetirse, y Aratap sintió una punzada de compasión. Aquel hombre había sido convertido en un cobarde tal, que incluso los tyrannios se impacientaban con él. Y sin embargo, no había otra manera; solamente el miedo podía asegurar una lealtad absoluta. El miedo, y nada más.
Widemos no tuvo miedo, y a pesar de que su interés estuvo ligado en todo al mantenimiento del gobierno tyrannio, se había rebelado. Hinrik tenía miedo, y ahí estaba la diferencia.
Y era precisamente porque Hinrik tenía miedo que estaba ahí sentado, diciendo incoherencias al tratar de ganarse un gesto de aprobación. Aratap sabía muy bien que el comandante no haría tal gesto. No tenía imaginación. Aratap suspiró y deseó que tampoco él la hubiese tenido. La política era un asunto repugnante.
—Efectivamente —dijo con viveza—. Alabo su rápida decisión y su lealtad en el servicio del Khan. Puede tener la seguridad de que será informado.
Hinrik se alegró visiblemente: su alivio era evidente.
—Haga, pues, que lo traigan —dijo Aratap— y veremos qué es lo que ese joven gallito tiene que decir.
Reprimió un deseo de bostezar. Lo que el «gallito» tuviese que decir no le interesaba lo más mínimo.
Hinrik tenía la intención, llegado aquel instante, de llamar al capitán de la guardia, pero eso no fue necesario, pues el capitán se alzaba, precisamente entonces, y sin previo aviso, junto a la puerta.
—Excelencia —gritó, y entró sin pedir permiso.
—¿Qué ocurre, capitán? —preguntó Hinrik vacilante.
—Excelencia, el prisionero se ha escapado. Aratap sintió que parte de su cansancio se desvanecía ¿qué sucedía?
—¡Detalles, capitán! —ordenó, enderezándose sobre su asiento. El capitán se los dio en pocas palabras, y concluyó diciendo:
—Excelencia, solicito su permiso para proclamar una alarma general. Hace solamente unos minutos que ha huido.
—Sí, desde luego —tartamudeó Hinrik—, desde luego. Alarma general, sin duda. Es lo que se impone. ¡Rápido! ¡Rápido! Comisario, no puedo comprender cómo ha podido suceder. Capitán, utilice hasta el último hombre. Habrá una investigación.
Comisario, si es necesario se destrozará hasta el último de los guardias. ¡Se le destrozará! ¡Se le destrozará! Repitió la última palabra casi hasta llegar a la histeria, pero el capitán permaneció en pie a su lado.
—¿Qué espera? —dijo Aratap.
—¿Podría hablar a su excelencia en privado? —dijo abruptamente el capitán.
Hinrik lanzó una rápida y asustada mirada al imperturbado comisario, y consiguió expresar cierta indignación.
—No hay secretos para los soldados del Khan, nuestros amigos, nuestros…
—Diga lo que tenga que decir, capitán —dijo Aratap suavemente.
El capitán juntó secamente los talones y dijo:
—Puesto que se me ordena hablar, excelencia, lamento informarle que la señorita Artemisa y el señor Gillbret acompañaban al prisionero en su huida.
—¿Se atrevió, pues, a raptarlos? —Hinrik se había alzado—. ¡Y mis guardias lo han permitido!
—No fueron raptados, excelencia. Le acompañaban voluntariamente.
—¿Y cómo lo sabes? Aratap estaba contentísimo, y despierto del todo. Después de todo, aquello tenía estructura. Mejor estructura de lo que había podido imaginarse.
—Tenemos el testimonio del guardia al que redujeron —dijo el capitán— y de los guardias que, sin darse cuenta, permitieron que saliesen del edificio. —Se detuvo, y añadió con determinación—: Cuando me entrevisté con la señorita Artemisa a la puerta de sus habitaciones privadas me dijo que había estado a punto de dormirse.
Fue solamente más tarde que me di cuenta de que su cara estaba cuidadosamente maquillada. Cuando volví, era ya tarde. Acepto mi responsabilidad por haber conducido mal este asunto; después de lo sucedido esta noche solicitaré a su excelencia que acepte mi dimisión, pero antes, ¿tengo su permiso para hacer sonar la alarma general? Sin su autoridad no puedo interferir con miembros de la familia real.
Pero Hinrik estaba vacilante sobre sus piernas y le miraba con expresión perdida.
—Capitán, valdría más que se ocupase usted de la salud de su director. Le sugiero que llame a su médico.
—¡La alarma general! —repitió el capitán.
—¡No habrá alarma general! —dijo Aratap—. ¿Comprende? ¡Nada de alarma general! ¡No se volverá a prender al prisionero! ¡El incidente queda liquidado! Que sus hombres regresen a sus cuarteles y a sus deberes ordinarios, y ocúpese de su director.
¡Vamos, comandante! El comandante tyrannio habló con sequedad una vez hubieron dejado tras de sí la mole del palacio central.
—Aratap —dijo—. Me imagino que sabe lo que está haciendo. Por eso mantuve cerrada la boca ahí dentro.
—Gracias, comandante. —A Aratap le gustaba el aire nocturno de un planeta lleno de verdor y de vida. En cierto modo Tyrann era más hermoso, pero de una belleza terrible, de rocas y montañas. Era seco, ¡seco! Prosiguió: Usted no sabe manejar a Hinrik, comandante Andros. En sus manos se marchitaría y quebrantaría. Es útil, pero hay que tratarle con suavidad para que continúe siéndolo.
El comandante dejó pasar aquella observación.
—No es eso a lo que me refiero. ¿Por qué no da la alarma general? ¿Es que no quiere cogerlos?
—¿Y usted? —Aratap se detuvo—. Sentémonos aquí un momento, Andros. Un banco en un sendero junto al césped. ¿Qué hay más hermoso, y qué lugar está más a salvo de los espías? ¿Para qué quiere al joven, comandante?
—¿Para qué voy a querer a un traidor y a un conspirador?
—¿Para qué, en verdad, si solamente se captura a unos cuantos instrumentos, mientras se deja intacta la fuente del veneno? ¿A quién se tiene? A un cachorro, a una muchacha tonta y a un idiota senil.
Se oía cercano el leve rumor de una cascada artificial. Pequeña, pero decorativa. Aquello sí que era una maravilla para Aratap. Imagínese agua desbordante que se pierde, que corre indefinidamente saltando por las rocas y a lo largo del suelo.
No había conseguido nunca librarse de cierta indignación ante tal espectáculo.
—Tal como están las cosas —dijo el comandante— no tenemos nada.
—Tenemos un esquema. Cuando llegó el joven, le pusimos en contacto con Hinrik, y eso nos preocupó porque Hinrik es lo que es. Pero era lo mejor que podíamos hacer. Ahora vemos que no se trataba en absoluto de Hinrik: que Hinrik era una dirección falsa. Era a la hija y al primo de Hinrik a quienes buscaban, y eso es más comprensible.
—¿Por qué no nos llamó antes? Esperó hasta la medianoche.
—Porque es el instrumento del primo que llega hasta él, y estoy seguro de que fue Gillbret quien sugirió esta entrevista nocturna como prueba de gran celo por su parte.
—¿Quiere decir que no nos hicieron venir a propósito? ¿Para que fuésemos testigos de esta huida?
—No, no fue por esa razón. Pregúnteselo usted mismo. ¿Adonde tiene intención de ir esa gente? El comandante se encogió de hombros.
—Rhodia es grande.
—Sí, si se tratase solamente del joven Farrill. ¿Pero a qué sitio de Rhodia podrían ir dos miembros de la familia real sin ser reconocidos? Especialmente la muchacha.
—Entonces, ¿tendrán que salir del planeta? Sí, de acuerdo.
—Y, ¿desde dónde? Pueden llegar andando al campo del palacio en quince minutos. ¿Se da usted cuenta ahora del motivo por el que estamos aquí?
—¡Nuestra nave! —dijo el comandante.
—Naturalmente. Una nave tyrannia deberá parecerles genial. De no ser así, hubiesen tenido que escoger entre cargueros. Farrill ha sido educado en la Tierra, y estoy seguro de que sabe pilotar un crucero.
—Este es otro asunto. ¿Por qué permitimos a la nobleza que envíe a sus hijos en todas direcciones? ¿Por qué un sujeto tiene que saber más de navegación de la necesaria para el comercio local? Educamos soldados en contra nuestra.
—No obstante —dijo Aratap con cortés indiferencia—, y aunque es cierto que Farrill tiene una educación extranjera, eso él algo que hemos de tener en cuenta de un modo objetivo, sin enfadarnos. El hecho es que tengo la seguridad de que se han llevado nuestro crucero.
—No puedo creerlo.
—Tiene usted su emisor de bolsillo. Establezca contacto con la nave, si es que puede.
El comandante trató de hacerlo, inútilmente.
—Pruebe la torre del campo —dijo Aratap.
El comandante así lo hizo, y una vocecita salió del minúsculo receptor, hablando aguadamente.
—Pero excelencia, no lo comprendo… Debe haber un error. Su piloto despegó hace diez minutos.
—¿Ve? —dijo sonriendo Aratap—. Establezca el esquema, y cada pequeño acontecimiento se hace inevitable. Y ahora, ¿ve usted las consecuencias? El comandante las vio. Se dio una palmada en el muslo, y soltó una carcajada.
—¡Claro! —dijo.
—Bueno —dijo Aratap—, como es natural, ellos no podían saberlo, pero se han condenado. Si se hubiesen contentado con el carguero más lento de Rhodia que hubiesen encontrado sobre el campo, hubiesen escapado con seguridad y, ¿cómo se dice?, esta noche me hubiesen dejado sin pantalones. Pero tal como están las cosas, todavía llevo los pantalones, y nada puede salvarles a ellos. Y cuando les haga volver, a mi hora oportuna —recalcó con satisfacción las palabras—, tendré también en mis manos el resto de la conspiración.
Suspiró, y se dio cuenta de que nuevamente tenía sueño.
—Bien, hemos estado de suerte y ahora no hay prisa. Llame a la base central, y diga que envíen otra nave a buscarnos.