La garganta de Biron se estaba secando. En lucha limpia podía haber vencido a cualquiera de los guardias. Lo sabía, y ansiaba encontrar una oportunidad. Incluso quizás hubiera podido medirse con los dos a la vez. Pero llevaban látigos, y no hubiese podido levantar un brazo sin que se lo hicieran sentir. Mentalmente se rindió. No podía hacer otra cosa.
—Dejadle que se lleve su capa —dijo Gillbret.
Biron, sorprendido, miró rápidamente en dirección a Gillbret y se retractó de su rendición. Sabía que no llevaba capa.
El guardia que había sacado el látigo juntó los talones en señal de respeto.
Señaló a Biron con el látigo:
—Ya ha oído usted al señor. ¡Coja su capa y no se entretenga! Biron fue retrocediendo lo más lentamente que podía. Llegó hasta la librería y se inclinó, palpando tras la silla en busca de la inexistente capa. Y mientras sus dedos manipulaban el espacio vacío, observaba ansiosamente a Gillbret.
El visisonor no era para los guardias más que un objeto extraño. Para ellos no significaba nada el hecho de que Gillbret manipulase delicadamente los mandos. Biron observó con fijeza la boca del látigo, dejando que llenase su mente. Desde luego, no debía entrar en ella más que lo que viese u oyese (o creyera que veía u oía). ¿Pero por cuánto tiempo?
—¿Está su capa detrás de aquella silla? —preguntó el guardia armado—. ¡Levántese! Adelantó impacientemente un paso, y se detuvo. Sus ojos se contrajeron de asombro, y miró vivamente hacia su izquierda.
¡Había llegado el momento! Biron se enderezó, lanzándose hacia delante y hacia abajo. Agarró las piernas del guardia y tiró de ellas. El guardia cayó pesadamente, mientras el amplio puño de Biron se cerraba sobre la mano del otro guardia, buscando el látigo neurónic o que sujetaba.
El otro guardia llevaba el látigo desenfundado, pero de momento no le servía de nada. Con su mano libre barría furiosamente el espacio delante de sus ojos.
Resonó la aguda risa de Gillbret:
—¿Te molesta algo, Farrill?
—No veo absolutamente nada —gruñó, y añadió—: salvo este látigo que ahora he cogido.
—Bien, entonces vete. No van a detenerte. Sus mentes están llenas de visiones y sonidos que no existen. —Gillbret se apartó saltando por encima de los cuerpos que se retorcían.
Biron liberó sus manos y se alzó. Descargó su brazo precisamente por debajo de las costillas del otro. La cara del guardia se retorció de dolor, y su cuerpo se dobló convulsivamente. Biron se levantó con el látigo en la mano.
—¡Cuidado! —gritó Gillbret.
Pero Biron no se volvió con suficiente rapidez. El segundo guardia se le vino encima, derribándole. Fue un ataque a ciegas. Era imposible saber qué era lo que el guardia creía agarrar. Ciertamente, en aquel instante no sabía nada de Biron. Éste sintió en su oreja la respiración del guardia, y oyó el gorgoteo continuo e incoherente de su garganta.
Biron se retorció tratando de hacer funcionar el arma que había capturado, y se estremeció al contemplar los vacíos ojos que debían estar percibiendo algún horror invisible para todos los demás.
Biron tensó las piernas y desplazó su peso tratando de liberarse, pero todo fue inútil. Tres veces sintió como el látigo del guardia oprimía duramente su cadera, y se estremeció al contacto.
Entonces el gorgoteo del guardia se disolvió formando palabras. Aulló:
—¡Me las pagaréis todos! Apareció el pálido y casi invisible centelleo del aire ionizado en el trayecto del haz de energía del látigo, que barrió ampliamente el aire y encontró el pie de Biron.
Fue algo así como si hubiese pisado un baño de plomo tundido. O como si hubiese sido separado por el mordisco de un tiburón. En realidad nada le había ocurrido físicamente. Lo único que había sucedido era que los terminales nerviosos que gobernaban la sensación del dolor habían sido estimulados al máximo. El plomo hirviente no podía haber hecho más.
Biron dio un enloquecedor aullido y se derrumbó. Ni siquiera se le ocurrió que la lucha había terminado. Nada importaba excepto el insoportable dolor.
Y, sin embargo, a pesar de que Biron no se había dado cuenta, la presa del guardia se había relajado, y unos minutos más tarde, cuando el joven pudo esforzarse para abrir los ojos y enjugó sus lágrimas, encontró al guardia de espaldas a la pared, tratando débilmente de empujar la nada con sus manos y riéndose estúpidamente. El primer guardia estaba aún tendido sobre su espalda, con las piernas y los brazos extendidos. Estaba consciente pero silencioso. Sus ojos seguían algo en su trayectoria irregular, y su cuerpo temblaba un poco. Tenía espuma en los labios.
Biron se levantó con dificultad, y se dirigió cojeando hacia la pared. Utilizó el mango del látigo, y el guardia se desplomó. Se acercó entonces al primero, el cual tampoco se defendió; sus ojos continuaron moviéndose silenciosamente hasta que el golpe le dejó inconsciente.
Biron volvió a sentarse y se dispuso a cuidarse el pie. Se sacó el calcetín y contempló con sorpresa la piel intacta. La tocó y gruñó al percibir la sensación de quemadura. Alzó la vista hacia Gillbret, quien había dejado el visisonor y se frotaba una de sus delgadas mejillas con la palma de la mano.
—Gracias —dijo Biron—, por la ayuda de su instrumento. Gillbret se encogió de hombros.
—Pronto vendrán otros —dijo—. Ve al cuarto de Artemisa, ¡por favor! ¡Pronto! Biron comprendió que tema razón. El pie le dolía ya mucho menos, pero lo sentía hinchado y ardiente. Se puso el calcetín y metió el zapato debajo del brazo.
Tenía ya un látigo y quitó el otro al segundo guardia, metiéndoselo con dificultad en el cinturón.
Al llegar a la puerta se volvió, y preguntó con una sensación de asco:
—¿Qué les hizo usted ver, señor?
—No lo sé, no puedo controlarlo. No hice más que largarles toda la fuerza posible, y lo demás dependió de sus complejos.*No te detengas hablando… ¿Tienes el plano para llegar al cuarto de Artemisa? Biron asintió con la cabeza y avanzó a lo largo del pasillo. Estaba casi vacío. No podía caminar rápidamente, pues si intentaba hacerlo cojeaba.
Miró su reloj, y recordó entonces que no había tenido aún tiempo de ajustarlo a la cronometría local de Rhodia. Todavía estaba adaptado al tiempo patrón interestelar que utilizaba a bordo de la nave, donde cien minutos constituían una hora, y mil un día. De modo que el número 876 que resplandecía en cifras rosadas en la fría esfera metálica del reloj no significaba nada ahora.
Pero, en fin, debía de ser bien entrada la noche, o por lo menos el período del sueño planetario (suponiendo que los dos no coincidieran), pues de lo contrario los salones no hubiesen estado tan vacíos, y los bajorrelieves de las paredes no hubiesen reflejado la luz sin nadie que los mirase. Tocó uno de ellos al pasar, una escena de coronación, y vio que eran bidimensionales. No obstante, producían la ilusión perfecta de estar separados de las paredes.
Era lo bastante curioso para detenerse momentáneamente a fin de examinar el efecto. Luego recordó que no debía perder tiempo y se apresuró a seguir su camino.
La vaciedad del pasillo le pareció otro signo de la decadencia de Rhodia. Ahora que se había convertido en un rebelde se percataba de todos esos símbolos de declinación. Si hubiera sido el centro de una potencia independiente, el palacio hubiese siempre tenido centinelas y guardianes nocturnos.
Consultó el burdo mapa de Gillbret y dobló a la derecha, avanzando a lo largo de una rampa ancha y curva. En otro tiempo quizás hubo allí procesiones, pero nada de eso quedaría ahora.
Se inclinó ante la puerta indicada y tocó la señal fotónica. La puerta se entreabrió primero, y luego se abrió del todo.
—Entre, joven.
Era Artemisa. Biron entró, y la puerta se cerró rápida y silenciosamente. Biron miró en silencio a la muchacha. Recordaba con cierto malestar que su camisa estaba desgarrada por el hombro, de modo que una de las mangas colgaba suelta, que sus ropas estaban sucias, y que le sangraba la cara. Recordó el zapato que aún llevaba en la mano, lo dejó caer, y metió el pie en él.
—¿Le importa si me siento? —preguntó.
La chica le siguió hasta la silla, y permaneció de pie junto a él, ligeramente molesta.
—¿Qué ha ocurrido? ¿Qué le pasa en el pie?
—Me hice daño —dijo brevemente—. ¿Está preparada para marcharse? La muchacha se animó.
—Entonces, ¿va a llevarnos? Pero Biron no estaba de humor para cortesías. El pie le dolía aún, y se lo sujetó con la mano.
—Mire, lléveme a una nave. Me marcho de este maldito planeta, y si quiere venir conmigo la llevo.
La muchacha frunció el ceño.
—Podría mostrarse algo más amable. ¿Se ha peleado?
—Sí, con los guardias de su padre, que querían arrestarme por traición. En eso quedó mi derecho de asilo.
—¡Oh, lo siento!
—Yo también lo siento. No es sorprendente que los tyrannios puedan dominar cincuenta mundos con un puñado de hombres. Les ayudamos. Hombres como su padre harían lo imposible para conservar el poder; olvidarían los deberes básicos de un sencillo caballero… ¡No importa!
—He dicho que lo sentía, señor ranchero. —Empleó el título con frío orgullo—. Le ruego que no se erija en juez de mi padre. Desconoce todos los hechos.
—No me interesa discutirlos. Tendremos que salir apresuradamente, antes de que aparezcan más preciosos guardias de su padre. Bueno, no quiero herir sus sentimientos. Está bien, disculpe.
La aspereza de Biron privaba de sentido a sus excusas, pero, ¡qué diablos!, era la primera vez que le habían herido con un látigo neurónico, y no resultaba precisamente divertido. ¡Y, por el espacio!, le debían asilo. Por lo menos eso.
Artemisa se sintió enojada, y no con su padre, naturalmente, sino con aquel estúpido joven. Pensó que era en verdad muy joven, casi un chiquillo; tal vez era más joven que ella.
Sonó el comunicador, y la chica dijo secamente:
—Espera un momento, ya vamos.
Era la voz de Gillbret, que sonaba lejana.
—Arta, ¿todo marcha por ahí?
—Está aquí —murmuró ella.
—Bien. No digas nada. Escucha. No salgas de tu cuarto. Que se quede contigo.
Van a registrar el palacio, y no hay manera de evitarlo. Trataré de pensar algo, pero entretanto, no te muevas.
No esperó respuesta y se interrumpió el contacto.
—De modo que así estamos —dijo Biron. También él lo había oído—. ¿Debo quedarme y comprometerla, o salir y entregarme? Supongo que no hay razón para esperar asilo en ningún lugar de Rhodia.
—¡Oh, cállese, bruto, necio! —dijo ella con un grito contenido.
Se contemplaron mutuamente. Biron estaba ofendido. En cierto modo también estaba tratando de ayudarla. No había razón para que ella le insultase.
—Está bien —dijo fríamente y sin convicción—. Tiene usted derecho a sus propias opiniones.
—No debería decir las cosas que dice de mi padre. Usted no sabe lo que es ser director. Trabaja para su pueblo, a pesar de todo lo que pueda usted pensar.
—Oh, sí, sin duda. Me ha vendido a los tyrannios para ayudar a su pueblo. Es muy lógico.
—En cierto modo sí lo es. Les ha mostrado que es leal. De no ser así, podrían deponerle y asumir el gobierno directo de Rhodia. ¿Es que eso sería mejor?
—Si un noble no puede encontrar asilo…
—Oh, usted no piensa más que en sí mismo. Ése es su defecto.
—No me parece que sea particularmente egoísta no querer morir. Sobre todo por nada. Antes de desaparecer tengo que pelear un poco. Mi padre les combatió.
Sabía que empezaba a parecer melodramático, pero aquella muchacha le hacía reaccionar así.
—¿Y de qué le sirvió a su padre? —preguntó la muchacha.
—De nada, me figuro. Le mataron. Artemisa se sintió apenada.
—No hago más que decir que lo siento, pero esta vez es de veras. Estoy trastornada. —Luego, como en defensa propia, añadió—: Yo también tengo mis dificultades.
Biron lo recordó.
—Ya lo sé. Bueno, empecemos de nuevo.
Trató de sonreír. Por otra parte, su pie se encontraba mejor.
Ella trató de parecer despreocupada.
—Y no es usted verdaderamente bruto. Biron se sintió embarazado.
—Oh, bueno…
Se detuvo, y Artemisa se llevó la mano a la boca. Rápidamente volvieron sus cabezas en dirección a la puerta. Se oía un repentino ruido de muchos pies que avanzaban en orden sobre el mosaico de plástico semielástico que cubría el pasillo exterior. La mayor parte pasó de largo, pero oyeron un leve y disciplinado sonido de talones que se juntaban ante la puerta, y percibieron el zumbido de llamada de la señal nocturna.
Gillbret tenía que actuar con rapidez. Primero debía ocultar el visisonor. Por vez primera deseó haber tenido un escondrijo mejor. Maldijo a Hinrik por haberse decidido tan pronto esta vez, por no haber esperado hasta la mañana. Tenía que escaparse; quizá no tuviese otra oportunidad.
Luego llamó al capitán de la guardia. No podía ignorar el pequeño hecho de que había dos guardias inconscientes y un prisionero fugado.
El capitán de la guardia lo tomó muy en serio. Hizo que se llevasen a los dos hombres inconscientes, y se enfrentó con Gillbret.
—Señor, no he acabado de comprender por su mensaje qué es exactamente lo que ha ocurrido —dijo.
—Pues lo que usted ve —contestó Gillbret—. Vinieron a arrestarle, y el joven no se sometió. Se ha ido, el espacio sabe dónde.
—Eso importa poco, señor —dijo el capitán—. Esta noche el palacio se ve honrado con la presencia de un personaje, de modo que está bien guardado a pesar de la hora. ¿Pero cómo pudo escaparse? Mis hombres estaban armados, pero él no.
—Peleó como un tigre. Desde esta silla, tras la cual me escondí.
—Lamento, señor, que no pensase usted en ayudar a mis hombres contra un acusado de traición.
—Vaya una idea divertida, capitán —dijo Gillbret, adoptando un aire desdeñoso—. Si sus hombres en doble número y armados, necesitaban mi ayuda, ya es hora de que reclute otros hombres.
—¡Está bien! Registraremos el palacio, le encontraremos y ya veremos si puede repetir su hazaña.
—Le acompañaré, capitán.
Ahora fue el capitán quien arqueó las cejas. Era su turno.
—No se lo aconsejaría, señor. Podría haber algún peligro.
Era la clase de observación que no se debía hacer a un Hinriad. Gillbret lo sabía, pero se limitó a sonreír y permitió que las arrugas llenasen su delgada cara.
—Ya lo sé —dijo—, pero a veces hasta el peligro me divierte. La compañía de guardias tardó cinco minutos en formar. Gillbret, solo en su habitación durante aquel tiempo, llamó a Artemisa.
Biron y Artemisa se habían quedado petrificados ante el zumbido de la pequeña señal, la cual sonó por segunda vez; luego se oyeron unos prudentes golpes en la puerta, y la voz de Gillbret que decía:
—Déjeme probar, capitán. —Y luego, en voz más alta—: ¡Artemisa! Biron sonrió aliviado y se adelantó hacia la puerta, pero la muchacha le cubrió la boca con la mano y dijo en voz alta:
—Un momento, tío Gil.
Indicó desesperadamente la pared con un dedo.
Biron no podía hacer más que mirar como un estúpido. La pared era completamente lisa. Artemisa hizo una mueca y pasó a toda prisa junto a él. Su mano sobre la pared hizo que una parte de la misma se deslizase sin ruido hacia un lado, descubriendo un tocador. Con un gesto de los labios indicó a Biron que se metiera dentro, mientras sus manos manipulaban el alfiler de adorno de su hombro derecho. Al abrirse aquel alfiler se interrumpió el pequeño campo de fuerza que mantenía cerrada una costura invisible a lo largo de su vestido. Dio un paso, y salió fuera de él.
Biron dio la vuelta después de cruzar lo que había sido la pared, y mientras ésta se volvía a cerrar tuvo el tiempo justo de ver cómo la muchacha se echaba sobre los hombros una bata de piel blanca. El vestido escarlata yacía arrugado sobre la silla.
Biron miró en derredor suyo preguntándose si registrarían el cuarto de Artemisa. Si lo hacían se encontraría indefenso, pues el tocador no tenía otra entrada, y no había nada en él que pudiese servir de escondrijo mejor.
A lo largo de una de las paredes colgaba una hilera de vestidos, y el aire resplandecía débilmente delante de ellos. Su mano pasó fácilmente a través del resplandor, y solamente sintió una leve picazón al atravesarlo con la muñeca, pues su objeto era únicamente repeler el polvo, a fin de que el espacio detrás de él permaneciese asépticamente limpio.
Podría esconderse tras las faldas. Eso era precisamente lo que en realidad estaba haciendo. Había maltratado a dos guardias, con la ayuda de Gillbret, para llegar allí, pero ahora que había llegado se escondía literalmente tras las faldas de una dama.
De un modo incongruente, se puso a pensar que le hubiera gustado haberse dado la vuelta un poco antes de que la pared se cerrase tras él. La chica tenía realmente una figura notable. Era ridículo que se hubiese portado de una manera tan infantil y desagradable. Era evidente que ella no tenía la culpa de las faltas de su padre.
Y ahora lo único que podía hacer era esperar, contemplando la lisa pared y esperando el ruido de pies en la habitación de al lado, el momento en que la pared se abriese una vez más y se enfrentara de nuevo con las bocas de los látigos, pero esta vez sin un visisonor que le ayudase.
Y esperó, con un látigo neurónico en cada mano.