A su debido tiempo, la noche desciende sobre todos los planetas habitables.
Quizá no siempre a intervalos respetables, puesto que los períodos de rotación observados varían desde quince a cincuenta y dos horas. Tal hecho requiere un penoso ajuste psicológico por parte de todos aquellos que viajan de un planeta a otro.
En muchos planetas tales adaptaciones se realizan con eficacia y en consecuencia se ajustan los períodos de vigilia y de sueño. En muchos más el uso casi universal de atmósferas acondicionadas y de luz artificial hace que la cuestión del día y de la noche sea secundaria, salvo por lo que atañe a la agricultura. Y en pocos planetas (los más extremos) se establecen divisiones arbitrarias que prescinden de los triviales hechos de luz y oscuridad.
Pero siempre, cualesquiera que sean las convenciones sociales, la llegada de la noche tiene un significado psicológico profundo y persistente, que data de los días de la existencia arbórea prehumana del hombre. La noche será siempre un tiempo de miedo e inseguridad, y el corazón se hundirá con el sol.
En el interior del palacio central no había ningún mecanismo sensor que permitiese saber la llegada de la noche, y, sin embargo, Biron la sintió a través de algún instinto indefinido oculto en los desconocidos pasadizos del cerebro humano.
Sabía que afuera la negrura de la noche estaba apenas mitigada por el inútil centelleo de las estrellas. Sabía que si era la estación adecuada del año, el irregular «agujero del espacio» llamado Nebulosa de la Herradura (tan bien conocida en todos los reinos Trans-Nebulares) ocultaba la mitad de las estrellas que en otro caso hubiesen sido visibles.
Y se sintió de nuevo deprimido.
No había visto a Artemisa desde su breve conversación con el director, y descubrió que aquello le molestaba. Estuvo esperando la cena con ilusión, pensando que podría hablarle. En lugar de ello, había comido solo, con dos guardias malhumorados apostados fuera de la puerta. Hasta el mismo Gillbret le había dejado solo, probablemente para comer una cena menos solitaria, en la compañía que cabría esperar en un sitio como el palacio de los Hinriads.
De modo que cuando Gillbret volvió y dijo que Artemisa y él habían estado hablando de Biron, obtuvo una respuesta rápida e interesada. No hizo más que divertirle, y así se lo dijo.
—Ante todo quiero enseñarte mi laboratorio —añadió Gillbret. Hizo un gesto, y los dos guardianes se fueron.
—¿Qué clase de laboratorio? —preguntó Biron, mostrando una evidente falta de interés.
—Construyo ciertos aparatos —respondió vagamente.
A primera vista no parecía un laboratorio. Más bien se asemejaba a una biblioteca, con un adornado escritorio en un rincón. Biron miró lentamente en derredor y preguntó:
—¿Y aquí construye usted aparatos? ¿Qué clase de aparatos?
—Bien, son instrumentos especiales de sondeo para espiar los rayos espías de los tyrannios de una manera totalmente nueva. Algo que no pueden detectar. Así fue como supe de ti, tan pronto llegó la primera noticia de Aratap. Y tengo algunos otros trastos divertidos. Por ejemplo, mi visisonor. ¿Te gusta la música?
—Según cuál.
—Bien. He inventado un instrumento, pero no sé si puedo llamar propiamente música a lo que emite. —Un estante de libros filmados se deslizó hacia afuera a un simple contacto—. Realmente no es un escondite muy bueno, pero como nadie me toma en serio, no lo registran. Divertido, ¿no te parece? Pero se me olvidaba que no resulta fácil divertirte.
Era una especie de caja, algo burda, que tenía aquel aspecto especial de falta de brillo y de barniz que caracteriza al objeto fabricado en casa. Uno de los lados estaba cuajado de pequeños pomos brillantes. Lo depositó con aquel lado hacia arriba.
—¿Verdad que es bonito? —dijo Gillbret—, ¿pero a quién interesa? Apaga las luces. ¡No, no! No hay interruptores ni contactos. Solamente desea que las luces se apaguen. ¡Deséalo intensamente! Decide que quieres que se apaguen.
Y las luces se apagaron, salvo por un leve resplandor perlino en el techo que dio a las caras de los dos hombres un aspecto fantasmal en la oscuridad. Gillbret se rio lentamente ante la exclamación de Biron.
—Es uno de los trucos de mi visisonor. Está sintonizado con la mente, lo mismo que las cápsulas personales. ¿Comprendes lo que quiero decir?
—No; a decir verdad, no lo comprendo.
—Bien —dijo—, te lo voy a explicar. El campo eléctrico de las células de tu cerebro crea otro inducido en el instrumento. Matemáticamente es bastante sencillo, pero que yo sepa nadie hasta ahora había metido todos los circuitos necesarios en una caja de este tamaño. En general se requiere una planta generadora de un metro y medio para hacerlo. Y también funciona a la inversa. Puedo cerrar estos circuitos y hacer que impresionen directamente tu cerebro, de modo que verás y oirás sin ninguna intervención directa de los ojos ni oídos. ¡Fíjate! Al principio no había nada en que fijarse. Luego algo indefinido arañó levemente los rabillos de los ojos de Biron, algo que pronto se convirtió en una bola azul-violeta suspendida en el aire, que le seguía cuando él se apartaba, y permanecía inalterada cuando cerraba los ojos. Y un claro tono musical la acompañaba. Era parte de ella, era ella misma.
Crecía y se expansionaba, y Biron se fue dando cuenta de que existía en el interior de su cráneo. No era realmente un color, sino un sonido coloreado, pero sin ruido. Era tangible, pero imperceptible.
La bola fue girando y adquiriendo una iridiscencia, mientras el tono musical se fue elevando hasta flotar por encima de él, como una casaca de seda. Luego explotó en forma tal que unas gotas de color le salpicaron, produciéndole unas quemaduras momentáneas que desaparecieron sin dejar dolor.
Nuevamente se alzaron burbujas de un verde reluciente, mientras oía un suave y dulce murmullo. Biron, confuso, trató de alcanzarlas, y entonces se dio cuenta de que no podía ver sus manos ni sentir su movimiento. Sólo había las pequeñas burbujas que llenaban su mente con exclusión de todo lo demás.
Gritó en forma inaudible, y la fantasía cesó. Gillbret se encontraba nuevamente de pie a su lado en una habitación iluminada, y se estaba riendo. Biron sintió un fuerte mareo, y se enjugó tembloroso su fría y húmeda frente. Luego se sentó con brusquedad.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó, en tono tan firme como le fue posible.
—Yo no lo sé —contestó Gillbret—. Estaba fuera de todo ello. ¿No comprendes? Era algo de lo cual tu cerebro carecía de experiencia previa. Tu cerebro percibía directamente y no tenía modo de interpretar tal fenómeno. Así que mientras te concentrabas en la sensación, tu cerebro no podía hacer más que tratar inútilmente de forzar el efecto, intentando que se ajustase a los antiguos caminos ya conocidos. Trata separada y simultáneamente de interpretarlo como visión, sonido y tacto. Y de paso, ¿percibiste algún olor? A veces me ha parecido notarlo. Si este experimento se efectuase con perros creo que la sensación tomaría casi exclusivamente la forma de un olor. Algún día me gustaría ensayarlo con animales.
»Por otra parte, si no le haces caso, si no le atacas, se desvanece. Es lo que hago yo cuando quiero observar sus efectos sobre otros, y no resulta difícil. —Puso su pequeña mano venosa sobre el instrumento, y jugueteó con los mandos—. A veces me parece que si fuese posible estudiar esto, bien, se podrían componer sinfonías en un nuevo medio; hacer cosas que no serían posibles con el simple sonido o la visión. Pero me temo que a mí me falte la capacidad suficiente.
—Quisiera hacerle una pregunta —dijo Biron, abruptamente.
—Hazla sin reparo.
—¿Por qué no utiliza su habilidad científica en cosas útiles, en vez de…?
—¿De malgastarla en chucherías inútiles? No lo sé. Quizá no sean del todo inútiles. Esto no es legal, ¿sabes?
—¿Qué es lo que no es legal?
—El visisonor. Ni tampoco mis instrumentos para espiar. Si los tyrannios lo supiesen, podría fácilmente suponer una sentencia de muerte.
—Sin duda bromea…
—Ni mucho menos. Es bien evidente que fuiste educado en un rancho de ganado. Los jóvenes no pueden recordar cómo eran las cosas en los tiempos pasados. —Su cabeza se inclinó repentinamente hacia un lado, y sus ojos se entrecerraron. Preguntó—: ¿Eres enemigo del régimen tyrannio? Habla con libertad. Te diré francamente que yo sí lo soy. Y te diré también que tu padre lo era.
—Sí lo soy —dijo Biron tranquilamente.
—¿Por qué?
—Son extraños, forasteros. ¿Qué derecho tienen a gobernar en Nefelos o en Rhodia?
—¿Has pensado siempre así? —Biron no respondió. Gillbret soltó un bufido.
—En otras palabras: no decidiste que eran extraños y forasteros hasta que hubieron ejecutado a tu padre, lo cual, al fin y al cabo, era sencillamente su derecho. ¡Oh! No te sulfures; pero piénsalo desapasionadamente. Créeme que estoy de tu parte, ¡pero piensa! Tu padre era ranchero. ¿Qué derecho tenían sus pastores? Si uno de ellos hubiese robado ganado para su propio uso o para vendérselo a otros, ¿cuál habría sido su castigo? Iría a la cárcel por ladrón. Si hubiese conspirado para asesinar a tu padre, cualquiera que fuese la razón, incluso una que a él le pareciera legítima, ¿qué hubiese sucedido? Indudablemente, su ejecución. ¿Y qué derecho tiene tu padre de castigar a sus semejantes? ¡El era tyrannio de los pastores!
»Tu padre, tanto para ti como para mí, era un patriota. Pero eso, ¿qué importa? Para los tyrannios era un traidor, y lo eliminaron. ¿Es que puedes desconocer la necesidad de la defensa propia? Los Hinriads han sido bastante sanguinarios en su tiempo, lee la historia, amigo mío. Todos los gobiernos matan como algo natural en el orden de las cosas.
»De modo que tienes que encontrar una razón mejor para odiar a los tyrannios. No creas que es suficiente reemplazar unos gobernantes por otros, que el simple cambio trae consigo la libertad.
Biron golpeó con el puño la palma de su mano.
—Toda esa filosofía objetiva está muy bien; es muy consoladora para el hombre que vive aislado. Pero, ¿qué pensaría si hubiese sido su padre quien hubiese sido asesinado?
—¿Y acaso no lo fue? Mi padre era director antes de Hinrik, y lo mataron. Oh, no violentamente, sino con sutileza. Quebrantaron su espíritu, como están quebrantando ahora el de Hinrik. Cuando mi padre murió no me quisieron a mí como director. Hinrik era alto, elegante, y, por encima de todo, flexible. Pero, por lo visto, no lo bastante flexible. Le persiguieron continuamente y le están convirtiendo en un títere, se están asegurando de que no pueda ni siquiera rascarse sin su permiso. Ya le has visto. Cada mes está peor. Su estado de temor constante es patéticamente psicopático. Pero no es por esto, por todo esto, que quiero destruir el gobierno de los tyrannios.
—¿No? —dijo Biron—. ¿Es que ha inventado una razón completamente nueva?
—Más bien diría una razón completamente vieja. Los tyrannios están destruyendo el derecho de veinte mil millones de seres humanos a tomar parte en el desarrollo de la especie. Tú has ido a la universidad; has estudiado el ciclo económico. Se coloniza un planeta —empezó a contar con los dedos— y el primer problema es que pueda alimentarse. Se convierte en un mundo agrícola y ganadero. Comienza a cavar el suelo en busca de mineral en bruto que exportar, envía su excedente agrícola al extranjero para comprar artículos de lujo y maquinaria. Esta es la segunda etapa. Luego, al aumentar la población y las inversiones de capital extranjero, empieza a desarrollarse una civilización industrial, lo cual constituye la tercera etapa. Finalmente el mundo está mecanizado, importa alimentos, exporta maquinaria, invierte en el desarrollo de mundos más primitivos, y así sucesivamente. El cuarto paso.
»Los mundos mecanizados son siempre los más densamente poblados, los más poderosos militarmente, puesto que la guerra es función de las máquinas, y acostumbran a estar rodeados por una franja de mundos agrícolas que dependen de aquél.
»¿Pero qué nos ha ocurrido a nosotros? Estábamos en la tercera etapa, y nuestra industria estaba creciendo. ¿Y ahora? El crecimiento ha sido detenido, congelado; ha sido obligado a replegarse. Entorpecería el control de los tyrannios sobre nuestras necesidades industriales. Por su parte es una inversión a corto plazo, porque finalmente llegaremos a dejar de ser provechosos, a medida que nos vayamos empobreciendo. Pero, entretanto, se aprovechan.
»Además, si nos industrializamos, podríamos fabricar instrumentos bélicos. Por lo tanto se detiene la industrialización, se prohibe la investigación científica. Y al final el pueblo se acostumbra tanto a ello, que incluso no se da cuenta de que le falta algo. Hasta el punto de que te sorprendes cuando te digo que podría ser ejecutado por construir un visisonor.
»Naturalmente, algún día derrotaremos a los tyrannios. Es casi inevitable. No pueden gobernar siempre; nadie consigue hacerlo. Se duermen en los laureles. Se casarán con otros de razas diferentes y perderán mucho sus tradiciones propias. Se corromperán. Pero tardarán siglos en llegar a eso, porque la historia no tiene prisa. Y cuando hayan transcurrido aquellos siglos, todos seremos aún mundos agrícolas, sin herencia científica ni industrial que pueda ser tenida en cuenta, mientras que todos nuestros vecinos, los que no están bajo el control de los tyrannios serán fuertes y estarán urbanizados. Los reinos serán para siempre áreas semicoloniales. Nunca se pondrán a la altura, y sólo seremos observadores en el gran drama del progreso humano.
—Lo que me dice no me es por completo desconocido —declaró Biron.
—Naturalmente, puesto que fuiste educado en la Tierra. La Tierra ocupa una posición especial en el desarrollo social.
—¿Cómo es eso?
—¡Piénsalo! Desde el descubrimiento de la navegación interestelar toda la galaxia ha estado sometida a una expansión constante. Siempre hemos sido una sociedad en crecimiento, y, por lo tanto, una sociedad no madura. Es obvio que la sociedad humana sólo alcanzó su madurez en un lugar y en un tiempo determinados, y eso fue la Tierra inmediatamente antes de su catástrofe. Teníamos allí una sociedad que había perdido de momento toda posibilidad de expansionarse geográficamente, y que por lo tanto tenía que enfrentarse con problemas tales como el exceso de población, el agotamiento de los recursos y así sucesivamente; problemas que no se han presentado nunca a ninguna otra porción de la galaxia.
»Se vieron obligados a estudiar a fondo las ciencias sociales. Es una lástima que hayamos perdido mucho, o todo aquello. Pero aquí hay algo divertido; cuando Hinrik era joven, era un gran primitivista. Tenía una biblioteca sobre asuntos terrestres sin rival en la galaxia; desde que es director la ha abandonado, junto con todo lo demás. Sin embargo, en cierto modo la he heredado yo. Su literatura, los fragmentos que sobreviven, es fascinadora. Tiene un sabor introspectivo del que carece nuestra civilización galáctica, tan extrovertida. Es de lo más divertido.
—Me tranquiliza —dijo Biron—. Ha hablado en serio durante tanto tiempo que empezaba a preguntarme si habría perdido su sentido del humor.
Gillbret se encogió de hombros.
—Me estoy dejando llevar, y eso es algo estupendo. Debe ser la primera vez desde hace meses. ¿Sabes lo que es representar un papel? ¿Dividir deliberadamente tu personalidad durante veinticuatro horas cada día? ¿Incluso entre amigos? ¿Incluso cuando estás solo, para no olvidarte nunca por descuido? ¿Ser en todo momento un diletante? ¿Estar siempre divertido? ¿No ser tenido en cuenta para nada? ¿Ser tan afeminado y tan ligeramente ridículo que has llegado a convencer a todos tus conocidos de que no sirves para nada? Y todo ello para que tu vida esté a salvo, aunque eso signifique que apenas valga la pena vivirla. Pero, a pesar de todo, de vez en cuando puedo enfrentarme con ellos.
Levantó la mirada, y su voz sonó ansiosa, casi suplicante.
—Tú puedes pilotar una nave. Yo no: ¿verdad que es raro? Hablas de mi habilidad científica y, sin embargo, no sé pilotar ni un sencillo cochecillo espacial. Pero tú si sabes; de lo que se deduce que tienes que marcharte de Rhodia.
No había posibilidad de equivocarse en la súplica, pero Biron frunció el ceño.
—¿Porqué? Gillbret siguió hablando con rapidez.
—Como ya dije, Artemisa y yo hemos estado hablando de ti y hemos organizado esto. Cuando salgas de aquí ve directamente a su habitación, donde te está esperando. He dibujado un diagrama, para que no tengas que preguntar el camino por los pasillos. —Tendió a Biron una pequeña hoja de metalene—. Si alguien te detiene, di que te ha llamado el director, y sigue adelante. No pasará nada si no vacilas…
—¡Un momento! —dijo Biron.
No lo iba a hacer otra vez. Jonti le había despachado a Rhodia, y la consecuencia había sido conseguir que le condujesen ante los tyrannios. El comisario tyrannio le había despachado al palacio central antes de que hubiese podido dirigirse allí en secreto, con el resultado de que se encontraba sujeto, sin preparación previa, a los caprichos de un títere inseguro. ¡Pero de ahí ya no pasaba! A partir de aquel momento sus movimientos podrían estar estrictamente limitados, pero, ¡por el espacio y el tiempo!, serían los suyos propios. Se sentía muy decidido a que así fuese.
—Estoy aquí por algo que es para mí importante, señor. No voy a marcharme.
—¡Cómo! ¡No seas idiota, joven! —Por un instante fue nuevamente el viejo Gillbret quien se manifestaba—. ¿Crees que conseguirás hacer algo aquí? ¿Crees que saldrás vivo del palacio si esperas a la salida del sol? ¿No ves que Hinrik llamará a los tyrannios y te encarcelarán antes de veinticuatro horas? Y la única razón por la cual esperará tanto es porque le cuesta mucho trabajo decidir cualquier cosa. Es mi primo, y le conozco; puedes estar seguro.
—Y aunque fuese así —dijo Biron—, ¿qué le puede importar a usted? ¿Por qué tiene usted que interesarse tanto por mí? No iba a dejar que lo manejasen. Nunca más iba a ser el títere huidizo de otro hombre.
Pero Gillbret seguían allí de pie, contemplándole.
—Quiero que me lleves contigo. Soy yo mismo quien me interesa. No puedo soportar por más tiempo la vida bajo los tyrannios. Si Artemisa y yo no nos hemos marchado hace ya mucho tiempo, es solamente porque ninguno de los dos sabe pilotar una nave espacial. Se trata de nuestras vidas.
Biron sintió que su resolución comenzaba a flaquear.
—¿La hija del director? ¿Y qué tiene que ver ella con todo esto?
—Creo que de todos nosotros es la más desesperada. Para las mujeres existe una muerte especial. ¿Cuál puede ser el porvenir de una hija de un director, que es joven, atractiva y soltera? ¿Y quién puede ser, en los tiempos que corremos, el delicioso galán? Pues solamente un viejo y lascivo funcionario de la corte de los tyrannios que ha enterrado ya a tres esposas.
—¡Pero seguramente el director no permitirá tal cosa!
—El director lo permitirá todo. Nadie se preocupa de su permiso.
Biron pensó en Artemisa tal como la había visto por última vez. Llevaba entonces el cabello peinado hacia atrás desde la frente; caía liso y sencillo, sin más que una onda a la altura del hombro. Piel clara y transparente, ojos negros, labios rojos. ¡Alta, joven, sonriente! Descripción que probablemente correspondía a la de cien millones de muchachas en la galaxia. Sería ridículo permitir que aquello influyese en él. No obstante dijo:
—¿Hay alguna nave a punto? La cara de Gillbret se arrugó bajo el impacto de una repentina sonrisa. Pero antes de que pudiese decir una sola palabra, llamaron con fuerza a la puerta. No se trataba de una tranquila interrupción del haz de fotones, no era el suave sonido de unos nudillos sobre el plástico. Era un resonar metálico, el trueno avasallador del arma de la autoridad.
—Será mejor que abras la puerta —dijo Gillbret.
Biron así lo hizo, y dos hombres uniformados penetraron en la habitación. El que iba delante saludó a Gillbret con abrupta eficiencia, y luego, encarándose a Biron, dijo:
—Biron Farrill, en nombre del comisario residente de Tyrann y del director de Rhodia, queda usted arrestado.
—¿De qué se me acusa?
—De alta traición.
La cara de Gillbret se torció por un instante con un gesto de infinita perplejidad, y apartó la mirada.
—Por esta vez Hinrik ha ido deprisa, más deprisa de lo que yo había supuesto.
¡Es una divertida idea! Era otra vez el viejo Gillbret, que sonreía indiferente, y alzaba levemente las cejas, como si estuviera presenciando un hecho desagradable con un ligero sentimiento de pesar.
—Haga el favor de seguirme —dijo el guardia. Biron percibió el látigo neurónico que el otro sostenía con displicencia.