6. ¡Ése lleva una corona!

Biron Farrill esperaba inquieto en uno de los edificios externos del complejo palaciego. Por primera vez en su vida experimentaba, la deprimente sensación de ser un provinciano.

La mansión de Widemos, donde creció, había parecido hermosa a sus ojos, y su memoria le atribuía ahora un brillo puramente bárbaro. Sus líneas curvadas, su trabajo de filigrana, sus torrecillas cuidadosamente trabajadas, sus recargadas «ventanas falsas»… Se estremeció al pensar en ellas.

Pero aquello…, aquello era diferente.

El complejo palaciego de Rhodia no era solamente una ostentosa masa construida por los pequeños señores de un reino de ganaderos, ni tampoco la expresión infantil de un mundo moribundo y a punto de desaparecer. Era la culminación, en piedra, de la dinastía de los Hinriad.

Los edificios eran majestuosos y tranquilos. Sus líneas rectas y verticales se alargaban hacia el centro de cada una de las estructuras, pero evitando efectos afeminados tales como los de las agujas. Parecían hoscos, y sin embargo se elevaban y culminaban en tal forma que impresionaban al espectador sin revelar a primera vista la razón de ello. Eran reservados, suficientes, orgullosos.

Y lo que sucedía con cada uno de los edificios por separado ocurría con su conjunto: subían in crescendo hasta el palacio central. Uno por uno habían ido desapareciendo hasta los pocos artificios que quedaban en el estilo masculino de Rhodia. Incluso se había prescindido de las «ventanas falsas», tan apreciadas como decoración, y tan inútiles en un edificio ventilado e iluminado artificialmente. Y eso se había llevado a cabo sin perder nada.

No había sino líneas y planos, una abstracción geométrica que atraía la mirada hacia el cielo.

El comandante tyrannio se detuvo un momento a su lado al salir de la habitación interior.

—Ahora será recibido —dijo.

Biron asintió con la cabeza, y poco después un hombre más alto, con un uniforme escarlata y canela, le saludó juntando los talones. De repente se le ocurrió a Biron que quienes ostentaban el verdadero poder no necesitaban exhibición externa y podían contentarse con el azul pizarra. Recordó el espléndido formulismo de la vida de un ranchero, y se mordió los labios al pensar en su inutilidad.

—¿Biron Malaine? —preguntó el guardia rhodiano, y Biron se levantó para seguirle.

Había un pequeño y resplandeciente vagón monocarril delicadamente suspendido por medio de fuerzas magnéticas sobre un eje de metal rojizo. Biron no había visto nunca uno semejante y se detuvo antes de entrar en él.

El pequeño vagón, capaz para cinco o seis personas a lo sumo, oscilaba a impulsos del viento, como una grácil lágrima que reflejaba el resplandor del espléndido sol de Rhodia. El carril único era delgado, apenas algo más que un cable, y corría a lo largo de la Parte inferior del vagón sin tocarlo. Biron se inclinó y vio el azul cielo entre las dos partes. Mientras lo miraba, y por espacio de un instante, una ráfaga de viento lo alzó, de modo que quedó suspendido algunos centímetros por encima del carril, como impaciente por volar, y tirando de la invisible fuerza que lo sujetaba. Luego descendió aleteando acercándose cada vez más al carril, pero sin llegar a tocarlo nunca.

—Entre —dijo impacientemente el guardia tras él; Biron ascendió dos peldaños y entró en el vagón.

Los peldaños permanecieron en el exterior el tiempo suficiente para que le siguiese el guardia, y luego se alzaron silenciosa y suavemente encajando en su lugar de tal modo que la superficie externa del vagón no presentaba solución de continuidad.

Biron se dio cuenta de que la opacidad externa del vagón era una ilusión. Una vez dentro se encontró sentado en una burbuja transparente, Al mover un pequeño mando el vagón se elevó. Subía con facilidad, hendiendo el aire que silbaba a su paso.

Por un momento Biron captó el panorama del complejo palaciego desde el vértice del arco.

Las estructuras aparecieron en un espléndido conjunto ¿es que podían haber sido originalmente concebidas de otro modo que para ser vistas desde el aire?), unidas entre si por los resplandecientes hilos de cobre a lo largo de uno o dos de los cuales se deslizaban las gráciles burbujas de los vagones.

Sintió que le oprimían hacia delante, y el vagón se detuvo con una especie de paso de danza. El viaje había durado escasamente dos minutos.

Se abrió una puerta delantera: Biron entró y la puerta se cerró tras él. No había nadie en aquella habitación, que era pequeña y desnuda. De momento nadie le empujaba, pero no por ello se sentía tranquilo. No se hacía ilusiones. Desde aquella maldita noche, eran otros los que forzaban sus movimientos.

Jonti le puso a bordo de la nave. El comisario tyrannio le había puesto aquí. Y cada movimiento aumentó su desesperación.

A Biron le parecía evidente que no había engañado al tyrannio. Resultó demasiado fácil librarse de él. El comisario podía haber llamado al cónsul terrestre.

Podía haber hiperradiado a la Tierra, o haber tomado sus estructuras retínales. Tales cosas eran rutinarias, y no podían haber sido omitidas accidentalmente.

Recordó el análisis que Jonti había hecho de la situación y que, en parte, aún podía ser cierto. Los tyrannios no le matarían inmediatamente, creando así un nuevo mártir. Pero Hinrik era un títere suyo, y tan capaz como ellos de ordenar una ejecución. Entonces le mataría uno de los suyos, y los tyrannios sólo serían unos desdeñosos espectadores.

Biron apretó fuertemente los puños. Era alto y fuerte, pero estaba desarmado.

Los hombres que vendrían a buscarle llevarían demoledores y látigos neurónicos. Se dio cuenta de que retrocedía hacia la pared. Se volvió rápidamente al oír el pequeño ruido de la puerta que se abría a su izquierda. El hombre que entró estaba armado y llevaba uniforme, pero le acompañaba una muchacha. Se tranquilizó un poco. En otras circunstancias hubiese observado a la muchacha con detenimiento, pues merecía tanto observación como aprobación, pero en aquel preciso momento no se fijó especialmente en ella.

Ambos se acercaron, deteniéndose a unos metros de él. Biron mantuvo la vista fija en el demoledor del guardia.

—Le hablaré yo primero, teniente.

Al volverse hacia Biron, una pequeña línea vertical apareció entre los ojos de la muchacha.

—¿Es usted el hombre que posee esa historia de una conspiración para asesinar al director?

—Me dijeron que vería al director —replicó Biron.

—Eso es imposible. Si tiene algo que decir, dígamelo a mi. Si su información es cierta y útil, será usted bien tratado.

—¿Puedo preguntar quién es usted? ¿Cómo sé que está usted autorizada para hablar en nombre del director? La muchacha pareció enojarse.

—Soy su hija. Le ruego que conteste a mis preguntas, ¿es usted de fuera del sistema?

—Soy de la Tierra…, Alteza.

Aquel tratamiento complació a la muchacha.

—¿Dónde está eso?

—Es un pequeño planeta en el sector de Sirio, Alteza.

—¿Y cómo se llama usted?

—Biron Malaine, Alteza.

La chica le contempló pensativamente:

—¿De la Tierra? ¿Puede usted pilotar una nave espacial? Biron casi se sonrió. Le estaba probando. Ella sabía muy bien que la navegación espacial era una de las ciencias prohibidas en los mundos controlados por los tyrannios.

—Sí, Alteza.

Podría demostrarlo cuando llegase la hora de la prueba, si es que le dejaban vivir hasta entonces. En la Tierra la navegación espacial no era una ciencia prohibida y en cuatro años se podía aprender mucho.

—Muy bien. ¿Qué es lo que tiene que decir? Biron se decidió de repente. No se habría atrevido si el guardia hubiese estado solo. Pero aquí había una muchacha, y si no mentía y realmente era la hija del director, podía ser un factor persuasivo a su favor.

—No hay conspiración de asesinato, Alteza —dijo. La muchacha se sobresaltó, y se volvió con impaciencia hacia su compañero.

—¿Quiere hacerse usted cargo, teniente? Sáquele la verdad. Biron adelantó un paso y se enfrentó con el frío demoledor del guardia.

—Espere, Alteza. ¡Escúcheme! Era la única manera de ver al director. ¿No comprende? Alzó la voz y la lanzó tras la figura de la muchacha que se retiraba.

—Por lo menos, ¿quiere usted decir a su excelencia que soy Biron Farrill y que pido mi derecho de asilo? Era un clavo ardiendo al que asirse. Las antiguas costumbres feudales habían ido perdiendo su fuerza al paso de las generaciones, incluso antes de la llegada de los tyrannios. Ahora eran arcaísmos, pero no quedaba otra solución. No quedaba absolutamente nada más.

La chica se volvió y arqueó las cejas.

—¿Es que ahora pretende ser del orden aristocrático? Hace un momento su nombre era Malaine.

Una nueva voz resonó inesperadamente:

—En efecto. Pero el segundo nombre es el correcto. Usted es verdaderamente Biron Farrill, mi buen amigo. Naturalmente que lo es. La semejanza no deja lugar a dudas.

Un hombrecillo sonriente se hallaba junto a la puerta. Sus ojos, muy separados y brillantes, examinaban detenidamente a Biron con divertida agudeza. Inclinó su delgada cara hacia arriba, mirando a Biron, y se dirigió a la muchacha.

—¿No le reconoces tú también. Artemisa? Artemisa se precipitó hacia él, y dijo con voz turbada:

—Tío Gil, ¿qué estás haciendo aquí?

—Cuidarme de mis intereses. Artemisa. Recuerda que si hubiera un asesinato yo sería el Hinriad más cercano a la posible sucesión. —Gillbret oth Hinriad guiñó un ojo y añadió—: Oh, dile al teniente que se vaya. No hay ningún peligro.

—¿Has estado sondando nuevamente el comunicador? —preguntó la chica sin hacerle caso.

—Pues claro. ¿O es que quieres privarme de esa diversión? Es muy agradable escucharles a hurtadillas.

—No lo será si te cogen.

—El peligro es parte del juego, querida. La parte divertida. Al fin y al cabo, los tyrannios no dudan en sondear el palacio. No podemos hacer gran cosa sin que ellos lo sepan. ¿Es que no vas a presentarme?

—No, no voy a presentarte —dijo secamente—. Esto no es asunto tuyo.

—Entonces seré yo quien te presente. Cuando oí su nombre dejé de escuchar y entré. —Pasó por delante de Artemisa, llegó hasta Biron, lo inspeccionó con una sonrisa impersonal, y dijo—: Éste es Biron Farrill.

—Lo he dicho yo mismo —dijo Biron. Más de la mitad de su atención estaba fija en el teniente, quien mantenía aún el demoledor en posición de fuego.

—Pero no has añadido que eres el hijo del ranchero de Widemos.

—Lo hubiera dicho si no me hubiese usted interrumpido. De todos modos, ahora ya sabe la historia. Evidentemente, tenía que escapar de los tyrannios, sin darles mi verdadero nombre.

Biron esperó. Había llegado la hora. Si no le arrestaban inmediatamente, quedaba aún una leve esperanza.

—Comprendo —dijo Artemisa—. Es realmente un asunto para el director. Entonces, ¿está seguro de que no hay ninguna conspiración?

—Ninguna, Alteza.

—Bien, tío Gil, ¿quieres quedarte con el señor Farrill? Teniente, ¿quiere usted venir conmigo? Biron se sintió débil, y le hubiera gustado poderse sentar, pero Gillbret no hizo ninguna propuesta en tal sentido, sino que continuó inspeccionándole con un interés casi clínico.

—El hijo del ranchero. ¡Es divertido! Biron decidió llamarle la atención. Estaba cansado de monosílabos cautelosos y cuidadosas frases.

—Sí, el hijo del ranchero —dijo abruptamente—. Es una situación congénita.

¿Puedo serle útil en algo más? Gillbret no se mostró ofendido. Su delgada cara se arrugó aún más, y su sonrisa se ensanchó.

—Podrías satisfacer mi curiosidad —dijo—. ¿Has venido realmente en busca de asilo? ¿Aquí?

—Preferiría discutir eso con el director, señor.

—Oh, déjate ya de tonterías, joven. Pronto te darás cuenta de que no es posible hacer gran cosa con el director. ¿Por qué te figuras que has tenido que tratar con su hija hace un momento? Es una idea divertida, si lo piensas bien.

—¿Lo encuentra usted todo divertido?

—¿Y por qué no? Como actitud respecto a la vida, resulta divertida. Es el único adjetivo que encaja. Observa el universo, joven. Si no puedes conseguir que te divierta, más vale que te cortes el pescuezo, pues no es mucho lo bueno que hay en él. Por cierto, no me he presentado. Soy el primo del director.

—Le felicito —dijo Biron fríamente. Gillbret se encogió de hombros.

—Tienes razón. No impresiono mucho. Y por lo visto es probable que continúe así indefinidamente, puesto que después de todo no cabe esperar ningún asesinato.

—A menos que organice uno usted mismo.

—¡Querido señor, vaya un sentido del humor! Tendrás que irte acostumbrando al hecho de que nadie me toma en serio. Mi observación era sólo una expresión de cinismo. No creas que Hinrik haya sido siempre así. No fue nunca un gran cerebro, ciertamente, pero cada año se vuelve más imposible. Olvido que todavía no le has visto. ¡Pero ya le verás! Le oigo venir. Cuando te hable, recuerda que es el gobernante del mayor de los reinos Trans-Nebulares. ¡Será una idea divertida! Hinrik llevaba su dignidad con la facilidad de la experiencia. Recibió la reverencia penosamente ceremoniosa de Biron con la condescendencia adecuada.

—¿Qué es lo que te trae aquí, señor? —preguntó con un vestigio de sequedad.

Artemisa estaba de pie junto a su padre, y ahora Biron observó, con cierta sorpresa, que era muy bonita.

—Excelencia —dijo—. He venido en defensa del buen nombre de mi padre.

Usted debe saber que su ejecución fue injusta. Hinrik apartó la mirada.

—Conocía muy poco a su padre. Estuvo en Rhodia una o dos veces. —Hizo una pausa, y su voz se quebró ligeramente—. Usted se parece mucho a él. Sí, mucho. Pero le juzgaron, ¿sabe? De acuerdo con la ley. La verdad, ignoro los detalles.

—Exactamente, excelencia. Pero me gustaría conocer esos detalles. Estoy seguro de que mi padre no fue un traidor. Hinrik le interrumpió precipitadamente:

—Como hijo suyo, es naturalmente comprensible que defienda a su padre, pero la verdad es que resulta difícil discutir ahora tales asuntos de estado. De hecho es algo muy irregular. ¿Por qué no ve a Aratap?

—No le conozco, excelencia.

—¡Aratap! ¡El comisario de los tyrannios!

—Ya le he visto, y ha sido él quien me ha enviado aquí. Naturalmente, ya se hará usted cargo de que no me atreveré a que los tyrannios…

Pero Hinrik se puso rígido y se llevó una mano a los labios, como para impedir que le temblasen, lo que hacía que sus palabras resultasen ahogadas.

—¿Dice que Aratap le envió aquí?

—Me fue necesario decirle…

—No repita lo que le dijo. Lo sé —dijo Hinrik—. No puedo hacer nada por usted, ranchero… Señor Farrill. No entra sólo bajo mi jurisdicción. El Consejo Ejecutivo…

Deja de empujarme, Arta. ¿Cómo voy a fijarme en las cosas si me distraes?… debe ser consultado. ¡Gillbret! ¿Quieres ocuparte del señor Farrill? Ya veré lo que se puede hacer. Sí, consultaré al Consejo Ejecutivo. Son formulismos legales, ya sabe. Muy importante. Muy importante.

Giró sobre sus talones, murmurando algo. Artemisa se quedó rezagada un momento y tocó la manga de Biron.

—Un momento. ¿Era cierto lo que dijo acerca de que podía pilotar una nave espacial?

—Completamente cierto —dijo Biron, sonriéndole. Ella, tras un momento de vacilación, le devolvió brevemente la sonrisa.

—Gillbret —dijo la muchacha—. Luego quiero hablar contigo. Se marchó apresuradamente. Biron la siguió con la mirada hasta que Gillbret le tiró de la manga.

—Me figuro que tendrás hambre o sed —le dijo—. ¿Quieres tal vez tomar un baño? Supongo que continúan las amenidades cotidianas de la vida, ¿verdad?

—Sí, gracias —dijo Biron. Su tensión había desaparecido casi por completo. Por un momento se sintió relajado, estupendamente. Era bonita, muy bonita.

Pero Hinrik estaba intranquilo. En sus habitaciones privadas sus pensamientos giraban febrilmente. De cualquier modo que lo mirase, no podía evitar una conclusión inevitable. ¡Era una celada! Aratap le había enviado, y era una tramp a.

Ocultó la cabeza entre las manos para aquietar el martilleo de sus sienes, y pronto supo lo que no tenía más remedio que hacer.