Sander Jonti se enfrentó fríamente con la mirada del otro y dijo:
—¿Desaparecido, dice? Rizzet se pasó la mano por su roja cara.
—Algo ha desaparecido. No conozco su identidad. Evidentemente, podría haber sido el documento que buscábamos. Todo lo que sabemos acerca de él es que estaba fechado entre los siglos quince al veinte del calendario primitivo de la Tierra, y que es peligroso.
—¿Existe alguna razón definitiva para pensar que el documento que falta es ése?
—Solamente una evidencia circunstancial. El gobierno de la Tierra lo guardaba cuidadosamente.
—No haga caso de eso. Un terrestre trata siempre con veneración cualquier documento que haga referencia a su pasado pregaláctico. Es su ridícula veneración por la tradición.
—Pero éste fue robado, y sin embargo, nunca se anunció el hecho. ¿Para qué guardaban una funda vacía?
—Puedo imaginarme que harían con eso antes de verse obligados a admitir que ha sido robada una sagrada reliquia. Pero no puedo creer que, después de todo, el joven Farrill lo hubiese conseguido… Creía que lo tenía usted bajo observación.
Rizzet se sonrió.
—El no lo consiguió.
—¿Cómo lo sabe? El agente de Jonti hizo estallar su bomba.
—Porque hace veinte años que desapareció el documento.
—Entonces no puede tratarse del mismo. No hace más de seis meses que el ranchero se enteró de su existencia.
—En tal caso, otro le ganó por diecinueve años y medio. Jonti reflexionó y dijo:
—No importa; no puede importar.
—¿Y por qué?
—Porque hace meses que estoy aquí en la Tierra. Antes de que viniese era fácil que pudiese haber información valiosa aquí, en el planeta. Pero fíjese ahora. Cuando la Tierra era el único planeta habitado en toda la galaxia, era un lugar primitivo, desde el punto de vista militar. La única arma que habían inventado era una bomba de reacción nuclear burda y poco eficiente, para lo cual ni siquiera habían desarrollado la defensa lógica. —Extendió su brazo con delicado gesto en la dirección en que el azul horizonte resplandecía con ponzoñosa radiactividad, más allá del grueso hormigón de la habitación, y prosiguió—: Como residente temporal aquí veo todo esto con perfecta claridad. Es ridículo suponer que pueda aprenderse algo de una sociedad con aquel bajo nivel de tecnología militar. Siempre está de moda suponer que hay artes y ciencias perdidas, y siempre hay esas gentes que hacen un culto de primitivismo y dan atribuciones ridículas a las civilizaciones prehistóricas de la Tierra.
—Sin embargo —dijo Rizzet—, el ranchero era un hombre sensato. Nos dijo específicamente que era el documento más peligroso Que conocía. Recuerde sus palabras: puedo citarlas: «Es una cuestión de muerte para los tyrannios, y de muerte también para nosotros; pero representaría vida definitiva para la galaxia».
—El ranchero, como todos los seres humanos, pudo equivocarse.
—Piense, señor, que no tenemos idea de la naturaleza de tal documento. Podrían, por ejemplo, ser las notas de laboratorio de alguien, que no hubiesen sido nunca publicadas. Podría ser algo que se refiriese a una arma que los terrestres no hubiesen nunca reconocido como tal; algo que en apariencia no fuese una arma.
—Tonterías. Usted es un militar, y debería saberlo. Si hay una ciencia que ha sido constantemente estudiada por el hombre, y con éxito, es la tecnología militar. Ninguna arma militar hubiese permanecido sin realizar durante diez mil años. Creo, Rizzet, que volveremos a Lingane.
Rizzet se encogió de hombros. No estaba convencido.
Ni mucho menos lo estaba Jonti. Había sido robado, y eso era importante.
¡Había valido la pena robarlo! Alguien de la galaxia lo tenía ahora.
Involuntariamente se le ocurrió la idea de que quizá lo tuviesen los tyrannios. El ranchero había sido de lo más evasivo en esta cuestión. Ni siquiera había confiado suficientemente en el mismo Jonti. El ranchero había dicho que llevaba consigo la muerte; no se podía utilizar sin que se convirtiese en una arma de dos filos. Los labios de Jonti se cerraron con furia. ¡Aquel necio y sus estúpidas insinuaciones! Y ahora había caído en manos de los tyrannios.
¿Qué sucedería si un hombre como Aratap estuviese ahora en posesión de tal secreto, como muy bien pudiera ser? Aratap. Era el único hombre, ahora que había desaparecido el ranchero, que seguía siendo imposible de predecir, el más peligroso de todos los tyrannios.
Simok Aratap era un hombre pequeño; algo patizambo y de ojos estrechos.
Tenía el aspecto rechoncho, y los gruesos miembros del tyrannio medio, pero a pesar de que se enfrentaba con un ejemplar excepcionalmente robusto y bien musculado de los mundos dominados, era completamente dueño de si mismo. Era el heredero confiado (en la segunda generación) de aquellos que habían dejado sus ventosos y áridos mundos y se habían desparramado por el vacío para capturar y encadenar los populosos y ricos planetas de las Regiones Nebulares.
Su padre dirigió un escuadrón de pequeñas y rápidas naves que atacaban y desaparecían, y luego atacaban de nuevo, hasta aniquilar a las grandes y pesadas naves titánicas que se les habían opuesto.
Los mundos de la Nebulosa habían combatido a la manera antigua, pero los tyrannios aprendieron una nueva forma. Cuando las grandes y resplandecientes naves de las armadas rivales intentaron combatir en solitario, se encontraron atacando al vacío y desperdiciando sus reservas de energía. Los tyrannios, en cambio, abandonando el uso de la fuerza por sí sola, acentuaron la velocidad y la cooperación, en tal forma que los Reinos rivales cayeron sucesivamente uno tras otro; cada uno de ellos había esperado (casi alegrándose de la derrota de sus vecinos), falsamente seguros tras las defensas de sus naves de acero, hasta que les llegaba el turno.
Pero hacía cincuenta años de aquellas guerras. Ahora las Regiones Nebulares eran satrapías que no requerían más que actos de ocupación e imposición de impuestos. Antes había mundos que conquistar, pensaba Aratap con desgana, pero ahora poca cosa quedaba por hacer salvo enfrentarse individualmente con algunos hombres.
Miró al joven con quien se enfrentaba. Era un hombre muy joven, alto y de amplios hombros, en verdad; cara absorta y vivaz pelo ridículamente corto, lo que era sin duda una afectación universitaria. De un modo extraoficial, Aratap le compadecía.
Estaba evidentemente asustado.
Biron no identificó el sentimiento que percibía en sí mismo como «miedo». Si le hubiesen pedido que diese un nombre a tal emoción, la hubiese descrito como «tensión». Toda su vida había considerado a los tyrannios como señores dominantes.
Su padre, a pesar de ser fuerte y vital, indiscutido en su propio dominio, respetuosamente escuchado en otros, era callado y casi humilde en presencia de los tyrannios.
Iban de vez en cuando a Widemos en visitas de cortesía, con preguntas sobre el tributo anual que llamaban impuestos. El ranchero de Widemos era el responsable de la cobranza y entrega de tales fondos en nombre del planeta Nefelos, y los tyrannios se limitaban a examinar superficialmente sus libros.
El mismo ranchero les ayudaba a salir de sus pequeñas naves. A las horas de comer se sentaban a la cabecera de la mesa, y se les servía los primeros; cuando hablaban, toda otra conversación cesaba instantáneamente.
De niño le había extrañado que tales hombres pequeños y feos fuesen tratados con tanta consideración, pero cuando creció se dio cuenta de que para su padre eran lo mismo que su padre era para un mozo de establo. Incluso aprendió a hablarles respetuosamente y darles tratamiento de «excelencia».
Lo había aprendido tan bien que ahora que se enfrentaba con uno de ellos, uno de los tyrannios, se sentía estremecer de tensión.
La nave que había considerado su prisión se convirtió oficialmente en tal el día que aterrizó en Rhodia. Llamaron a su puerta y entraron dos hoscos tripulantes que permanecieron de pie a su lado. El capitán, que les seguía, había dicho secamente:
—Biron Farrill, queda detenido en virtud del poder que tengo conferido como capitán de esta nave, y le retengo para ser interrogado por el comisario del Gran Rey.
El comisario era este pequeño tyrannio que estaba ahora sentado frente a él, al parecer distraído y desinteresado. El «Gran Rey» era el Khan de los tyrannios, que vivía aún en el legendario palacio de piedra de su planeta patrio.
Biron miró furtivamente a su alrededor. No le habían sujeto físicamente en modo alguno, pero junto a él se encontraban cuatro guardias vestidos con el azul pizarra de la policía exterior tyrannia, dos a cada lado. Estaban armados. Un quinto policía, con la insignia de comandante, se sentaba junto al escritorio del comisario.
Este habló por primera vez:
—Como ya debe saber —su voz era aguda y penetrante—, el antiguo ranchero de Widemos, su padre, ha sido ejecutado por traición.
Sus apagados ojos estaban fijos en los de Biron. No parecían traslucir más que suavidad.
Biron permaneció imperturbable. Le preocupaba no poder hacer nada. Hubiese sido mucho más satisfactorio poderles gritar, precipitándose sobre ellos, pero no por eso su padre hubiese estado menos muerto. Le pareció comprender la razón de esta manifestación inicial. Tenía por objeto quebrantarle, hacer que se delatase a sí mismo.
Pues bien, no lo haría.
—Soy Biron Malaine, de la Tierra —dijo con voz monótona—. Si duda de mi identidad, desearía comunicarme con el cónsul terrestre.
—Sí, claro, pero ahora se trata de un trámite puramente oficioso. Dice usted que es Biron Malaine, de la Tierra. Y no obstante —Aratap señaló los papeles que tenía delante—, hay aquí cartas que fueron escritas por Widemos a su hijo. Hay un recibo de inscripción en la universidad y billetes para los ejercicios iniciales a nombre de un tal Biron Farrill. Fueron hallados en su equipaje.
Biron se sintió desesperado, pero no dejó que se adivinase.
—Mi equipaje fue registrado ilegalmente, de modo que niego que puedan ser aceptados como evidencia.
—No estamos ante un tribunal de justicia, señor Farrill, o Malaine. ¿Cómo puede explicarlo?
—Si fueron hallados en mi equipaje, es que fueron puestos por alguna otra persona.
El comisario dejó pasar esta observación, lo cual asombró a Biron. Sus afirmaciones sonaban tan huecas, tan disparatadas… Y, sin embargo, el comisario no hizo ningún comentario sobre ellas, sino que solamente golpeó la cápsula negra con el dedo.
—¿Y esta presentación para el director de Rhodia? ¿Tampoco es suya?
—Sí; ésta es mía. —Biron lo había pensado. La presentación no citaba su nombre. Añadió—: Hay una conspiración para asesinar al director…
Se detuvo, estupefacto. Cuando por fin puso en palabras el principio de su cuidadosamente preparado discurso sonaba muy poco convincente. ¿Acaso el comisario le estaba sonriendo cínicamente? Pero Aratap no hacía eso. Se limitó a suspirar un poco y con gesto rápido y experimentado se quitó las lentes de contacto y las colocó cuidadosamente en un vaso con solución salina que tenía delante, sobre el escritorio. Sus desnudos ojos parecían algo lacrimosos.
—¿Y usted lo sabe? ¿Desde la Tierra, a quinientos años luz? Nuestra policía, aquí en Rhodia, no ha oído hablar de ello.
—La policía está aquí, pero la conspiración se fragua en la Tierra.
—Ya. ¿Y es usted agente suyo? O ¿va usted a informar a Hinrik en contra de ellos?
—Lo segundo, naturalmente.
—¿De veras? ¿Y por qué desea usted informarle?
—Por la importante recompensa que espero lograr. Aratap se sonrió.
—Eso, por lo menos, suena a verdad, y da cierto aire de autenticidad a sus manifestaciones anteriores. ¿Y cuáles son los detalles de la conspiración de que se habla?
—Eso es exclusivamente para el director.
Hubo una vacilación; luego Aratap se encogió de hombros.
—Muy bien. A los tyrannios no les interesa la política local ni se inmiscuyen en ella. Concertaremos una entrevista entre usted y el director, y eso será nuestra contribución a su seguridad. Mis hombres le guardarán hasta que haya sido recogido su equipaje, y después quedará en libertad para marcharse. Llévenselo.
Esta última orden se dirigía a los hombres armados, quienes salieron con Biron.
Aratap se volvió a poner sus lentes de contacto, acción que eliminó instantáneamente aquel aire de vaga incompetencia que su ausencia había parecido inducir. El comandante se había quedado junto a él.
—Me parece que vigilaremos al joven Farrill —le dijo Aratap. El oficial asintió secamente.
—Bien. Por un momento creí que le había convencido. A mí su historia me pareció por completo incoherente.
—Desde luego. Eso es precisamente lo que hace que sea maniobrable por ahora. Todos los jovenzuelos que aprenden nociones de intriga interestelar en las películas de espías del vídeo pueden ser manejados con facilidad. Evidentemente, es el hijo del ex ranchero.
Ahora fue el comandante quien vaciló.
—¿Está seguro? La acusación que tenemos contra él es vaga y poco satisfactoria.
—¿Quiere decir que después de todo podría tratarse de una evidencia falsificada? ¿Con qué objeto?
—Podría ser un reclamo, sacrificado para desviar nuestra atención de un Biron Farrill real que estuviese en otro lado.
—No; sería improbablemente teatral. Además, tenemos un fotocubo.
—¡Cómo! ¿Del muchacho?
—Del hijo del ranchero. ¿Le gustaría verlo?
—Desde luego.
Aratap levantó el pisapapeles de encima de su escritorio; era un sencillo cubo de cristal de unos ocho centímetros de lado, negro y opaco.
—Tenía la intención de haberle confrontado con él, si me hubiese parecido oportuno —dijo el comisario—. Se trata de un proceso ingenioso, comandante. No sé si usted lo conoce. Ha sido recientemente ideado en los mundos interiores. Por fuera parece un fotocubo corriente, pero cuando se le da la vuelta se produce un reajuste molecular automático que lo hace completamente opaco. Es una chuchería simpática.
Dio la vuelta al cubo. La opacidad se estremeció un instante, y luego comenzó a aclararse lentamente como si se tratara de una niebla oscura que se dispersase a impulsos del viento. Aratap lo observó con calma manteniendo las manos cruzadas sobre el pecho.
El cubo quedó cristalino como el agua, y en su interior se veía sonreír alegremente una cara, viva y exacta, atrapada y solidificada para siempre.
—Es un artículo procedente de las posesiones del ex ranchero —dijo Aratap—. ¿Qué le parece?
—Sin duda se trata de aquel joven.
—Sí. —El funcionario tyrannio contempló pensativo el fotocubo—. No sé por qué no se podrán tomar seis fotografías en el mismo cubo, utilizando este mismo proceso.
Tiene seis caras, y apoyando alternativamente el cubo sobre cada una de ellas se podrían inducir unas series de nuevas orientaciones moleculares. ¡Seis fotografías conectadas, que fluyen la una en la otra a medida que se va girando el cubo! ¡Un fenómeno estático que se convierte en dinámico y que adquiere nueva amplitud y nueva visión! Comandante, sería una nueva forma de arte.
Un entusiasmo creciente se había apoderado de su voz. Pero el silencioso comandante permanecía levemente desdeñoso, y Aratap abandonó sus reflexiones artísticas para decir abruptamente:
—Así pues, ¿vigilará a Farrill?
—Ciertamente.
—Vigile también a Hinrik.
—¿A Hinrik?
—Desde luego. Es precisamente la razón para libertar al muchacho. Quiero la respuesta a algunas preguntas. ¿Para qué va Farrill a ver a Hinrik? El difunto ranchero no jugaba solo. Había, tenía que haber tras él, necesariamente, una conspiración bien organizada. Y todavía no hemos localizado el mecanismo de tal organización.
—Pero, evidentemente, Hinrik no podía estar comprometido. Le falta inteligencia, aún suponiendo que tuviese el valor suficiente.
—De acuerdo. Pero precisamente porque es medio idiota, podría servirles de instrumento. De ser así, representa un punto débil en nuestro esquema, y es evidente que no podemos rechazar tal posibilidad.
Hizo un gesto vago; el comandante saludó, giró sobre sus talones y salió.
Aratap suspiró, dio vueltas pensativamente al cubo en su mano y contempló cómo volvía la oscuridad, cual marea de tinta.
La vida era más sencilla que en tiempos de su padre. Aplastar a un planeta tenía una grandeza cruel, mientras que maniobrar cuidadosamente con un joven ignorante era sólo pura crueldad. Pero, no obstante, necesaria.