La primera hora después de que una nave espacial se ha liberado de la servidumbre planetaria es la más prosaica. Hay la confusión de la salida, que esencialmente es muy semejante a la que debió acompañar la partida del primer tronco hueco en algún río primitivo.
Uno se acomoda y alguien se ocupa del equipaje; se produce el primer instante de extrañeza y de agitación sin sentido en torno a uno. Las intimidades pronunciadas en voz alta en el último momento; luego la calma, el sonido apagado de las esclusas seguido del suspiro lento del aire cuando los cierres se deslizan automáticamente hacia dentro, como gigantescas perforadoras que se cierran herméticamente.
Sigue el profundo silencio y las señales rojas que centellean en todas las habitaciones.
«Ajustarse los trajes de aceleración…, ajustarse los trajes de aceleración…, ajustarse los trajes de aceleración». Los camareros recorren los pasillos llamando brevemente con los nudillos a cada puerta y abriéndola con brusquedad.
—Perdone. Póngase el traje.
Y uno lucha con los trajes, fríos, apretados, incómodos, pero conectados a un sistema hidráulico que absorbe las mareantes presiones de la partida.
Luego se percibe el lejano rumor de los motores a propulsión atómica que funcionan a baja potencia para maniobrar en la atmósfera, seguido al instante por el empuje hacia atrás contra el aceite de la montura del traje, que cede lentamente.
Luego, muy despacio, uno es empujado de nuevo hacia delante, al disminuir la aceleración. Si consigue evitar las náuseas durante este período, uno estará probablemente libre de mareo espacial hasta el fin del viaje.
El mirador no se abrió a los pasajeros durante las tres primeras horas de vuelo, y cuando la atmósfera quedó atrás y las puertas dobles estaban a punto de separarse, había una larga cola que esperaba. Allí estaban reunidos no sólo todos los «planetarios» (en otras palabras, los que nunca habían estado antes en el espacio), sino también una buena parte de los viajeros de más experiencia.
Después de todo, la vista de la Tierra desde el espacio era una de las cosas obligadas para el turista.
El mirador era una burbuja en la «piel» de la nave, una burbuja de plástico transparente, duro como el acero, de forma curva y más de medio metro de espesor.
La cubierta retráctil de acero al iridio que la protegía contra la abrasión de la atmósfera y de sus partículas de polvo había sido descorrida. Las luces estaban apagadas, y la galería llena de gente. Las caras que miraban a través de las barras brillaban a la luz de la Tierra que colgaba allá abajo, balón gigantesco que resplandecía con manchas anaranjadas, azules y blancas. El hemisferio visible parecía estar casi del todo iluminado por el sol; los continentes bajo las nubes eran de color anaranjado, como el desierto, con líneas delgadas y distantes de verde. Los mares eran azules, y se destacaban netamente frente al negro del espacio, allá donde se encontraban con el horizonte. Y por todas partes, en el negro y limpio cielo, estaban las estrellas.
Los que observaban esperaron pacientemente.
No era el hemisferio iluminado lo que querían. El casquete polar, de un blanco cegador, iba deslizándose a la vista mientras la nave mantenía la pequeña, casi imperceptible aceleración que le iba sacando de la elíptica. Pronto la sombra de la noche fue adueñándose del globo, y la gran isla mundial de Eurasia-África apareció en escena majestuosamente, con su parte norte «hacia abajo».
Su suelo enfermo y sin vida escondía su horror bajo un juego de joyas inducido por la noche. La radiactividad del suelo era un inmenso mar azul iridiscente que centelleaba en festones extraños, los cuales indicaban la manera en que en otro tiempo habían caído las bombas nucleares, una generación antes de que se hubiese desarrollado la defensa de los campos de fuerza contra las explosiones atómicas, para que ningún otro mundo pudiera suicidarse precisamente de aquel modo.
Los pasajeros siguieron contemplando hasta que, con el paso de las horas, la Tierra se convirtió en una media moneda brillante en un negro infinito.
Entre los que observaban se encontraba Biron Farrill. Estaba sentado solo, en primera fila, con los brazos apoyados sobre la barandilla, y la mirada pensativa y preocupada. No era así cómo había pensado dejar la Tierra. Se trotó la áspera barbilla con el brazo bronceado y se sintió culpable de no haberse afeitado aquella mañana.
Dentro de un rato iría a su cuarto y se arreglaría. Entretanto, vacilaba en marcharse.
Allí había gente, pero en su cuarto estaría solo.
¿O era ésta precisamente una razón para marcharse? No le gustaba el nuevo sentimiento que perciba en si mismo, de ser perseguido, de no tener amigos.
No le quedaba ni un asomo de amistad; toda se había marchitado en el mismo instante en que le despertó la llamada telefónica, hacía menos de veinticuatro horas.
Incluso en el dormitorio se había convertido en un estorbo. El viejo Esbak se había precipitado sobre él a su regreso de la conversación con Jonti en la sala de estudiantes. Esbak estaba agitadísimo, y su voz resultaba excesivamente aguda.
—Señor Farrill, le he estado buscando. Ha sido un desgraciado incidente. No lo comprendo. ¿Tiene usted alguna explicación?
—No —había dicho Biron casi a voz en grito—, no la tengo. ¿Cuándo podré entrar en mi habitación y sacar mis cosas?
—Seguramente por la mañana. Acabamos de traer el equipo para investigar la habitación. Ya no queda vestigio ninguno de radiactividad por encima del nivel normal del fondo. Por fortuna se ha podido usted librar a tiempo; se ha debido escapar por muy pocos minutos.
—Sí, sí, pero si me lo permite, desearía descansar.
—Le ruego que utilice mi habitación hasta mañana; y luego le alojaremos de nuevo por los pocos días que le quedan. Perdón, señor Farrill, pero si no le molesta, hay otro asunto…
Evidentemente, se mostraba demasiado cortés.
—¿Qué otro asunto? —preguntó Biron en tono de cansancio.
—¿Sabe usted de alguien que haya podido estar interesado en…, bueno, en liquidarle?
—¡Liquidarme así! Desde luego que no.
—¿Cuáles son entonces sus planes? Como es natural, las autoridades de la escuela lamentarían mucho que hubiese publicidad a consecuencia de este incidente.
¡Era notable aquella insistencia en referirse a ello como a un «incidente»!
—Le comprendo. Pero no se preocupe. No me interesan ni las investigaciones ni la policía. Me marcho pronto de la Tierra, y prefiero que no se me perturben mis planes. No voy a acusar a nadie; al fin y al cabo, aún estoy vivo.
El alivio de Esbak fue casi indecoroso. Eso era todo lo que querían de él. Nada desagradable. No era sino un incidente que debía ser olvidado.
Entró nuevamente en su antigua habitación a las siete de la mañana. Estaba tranquilo, y no se oía murmullo alguno en el armario. La bomba ya no estaba allí, ni tampoco el contador. Probablemente Esbak se los había llevado, y los habría tirado al lago. Así se destruían las pruebas, pero eso era asunto de la escuela. Metió sus cosas en las maletas y pasó por la oficina para que le asignasen otra habitación. Observó que la luces funcionaban nuevamente, lo mismo que el visiófono. El único vestigio de la noche pasada era la torcida puerta, con su cerradura fundida.
Le dieron otro cuarto, lo cual establecía, para cualquiera que pudiera estar escuchando, su intención de quedarse. Luego, utilizando el teléfono del vestíbulo, llamó a un taxi aéreo. No creía que nadie le hubiera visto. Que la escuela explicase como quisiese su desaparición.
En el puerto espacial había visto a Jonti durante un instante. Se miraron solamente de reojo. Jonti no dijo nada, ni dio muestras de haberle reconocido, pero cuando hubo pasado junto a él, en la mano de Biron quedó un pequeño globo negro, que era una cápsula personal, y un billete para Rhodia.
Se entretuvo un momento con la cápsula personal, que no estaba sellada. Más tarde leyó el mensaje en su habitación. Era una sencilla presentación con un mínimo de palabras.
Mientras contemplaba desde el mirador cómo la Tierra se iba empequeñeciendo con el paso del tiempo, dedicó durante un rato sus pensamientos a Sander Jonti. Le conocía sólo muy superficialmente hasta que Jonti penetró de un modo devastador en su vida, primero para salvarla y luego para dirigirla por un camino nuevo y desconocido. Biron conocía su nombre, le saludaba al pasar y a veces había cambiado con él algunas palabras puramente formularias, pero eso era todo. No le gustaba aquel hombre, su frialdad, su excesiva corrección en el vestir, su personalidad amanerada.
Pero todo eso no tenía nada que ver con la situación actual.
Biron se frotó su áspera barbilla con la mano inquieta y suspiró. La verdad era que deseaba ardientemente la presencia de Jonti. Aquel hombre, por lo menos, dominaba los acontecimientos. Supo lo que había que hacer. Y ahora que Biron estaba solo se sentía muy joven, muy desamparado, sin amigos, y casi asustado.
Con todo ello evitaba conscientemente pensar en su padre. No hubiese servido de nada.
—Señor Malaine.
Repitieron el nombre dos o tres veces antes de que Biron reaccionase ante el respetuoso golpe sobre el hombro, y levantase la mirada.
—Señor Malaine —dijo de nuevo el robot mensajero, y durante cinco segundos Biron le contempló sin responder, hasta que recordó que aquél era su nombre provisional. Estaba ligeramente escrito a lápiz en el billete que Jonti le había dado. Le habían reservado un camarote bajo aquel nombre.
—Sí. ¿Qué ocurre? Yo soy Malaine.
La voz del mensajero silbó débilmente mientras el carrete interior emitía su mensaje.
—Me han pedido que le informe de que le han cambiado de camarote, y que su equipaje ha sido trasladado. Si va usted a ver al sobrecargo le entregarán su nueva llave. Esperamos que eso no le ocasione ninguna molestia.
—¿A qué viene todo esto? —Biron giró rápidamente en su asiento, y algunos de los pocos pasajeros que aún quedaban en el mirador le contemplaron ante la violencia de su respuesta—. ¿Cuál es el motivo? Naturalmente, no servía de nada discutir con una máquina que ya había desempeñado su función. El mensajero había inclinado respetuosamente su cabeza automática, sin alterar su expresión imitativa de una suave sonrisa huma na, y se había ido.
Biron salió del mirador y abordó al oficial de la nave que estaba junto a la puerta de un modo algo más enérgico de lo que se había propuesto.
—Oiga. Tengo que ver al capitán. El oficial no mostró sorpresa alguna.
—¿Es importante, señor?
—¡Tan cierto como el Espacio, que es importante! Me acaban de cambiar de camarote sin mi permiso, y me gustaría saber a qué se debe.
Incluso ya en aquel instante, Biron se dio cuenta de que su ira no guardaba proporción con la causa, pero respondía a una acumulación de resentimientos. Casi le hablan obligado a abandonar la Tierra como un criminal en fuga, iba no sabía adonde, para hacer no sabía qué, y ahora no le dejaban en paz a bordo de la nave. Era demasiado.
Con todo, tenía la inquietante sensación de que si Jonti hubiese estado en su lugar habría obrado de modo diferente, quizá más prudentemente. Claro que él no era Jonti.
—Llamaré al sobrecargo —dijo el oficial.
—Deseo ver al capitán —insistió Biron.
—Bien, como desee —y después de una breve conversación a través del pequeño comunicador de la nave, que pendía de su solapa, añadió cortésmente—: Le llamarán; haga el favor de esperar.
El capitán Hirm Gordell era un hombre más bien bajo y corpulento; al entrar Biron se levantó cortésmente y se inclinó sobre su escritorio para estrecharle la mano.
—Señor Malaine —dijo—, lamento que hayamos tenido que molestarle.
Su cara era rectangular, el cabello de color gris de acero, su pequeño y bien cuidado bigote de un tono algo más oscuro, y sonreía ligeramente.
—También yo lo lamento —dijo Biron—. Había reservado un camarote al cual tenía derecho y creo que ni siquiera usted, señor, estaba autorizado a cambiarlo sin mi permiso.
—De acuerdo, señor Malaine. Pero, como usted comprenderá, ha sido un caso de fuerza mayor. Ha llegado en el último instante una persona importante e insistió en que le desplazásemos a un camarote más cercano al centro de gravedad de la nave.
Está delicado del corazón y es importante para él que la gravedad de la nave sea la menor posible. No teníamos elección.
—Está bien, pero, ¿por qué tenían que desplazarme precisamente a mí?
—Alguien tenía que ser. Usted viaja solo, es joven, y pensamos que no tendría dificultad en asimilar una gravedad ligeramente mayor. —Recorrió con la mirada el musculoso cuerpo de Biron de pies a cabeza—. Además, encontrará usted que su nuevo camarote está mejor equipado que el anterior. No ha perdido usted con el cambio; ciertamente que no.
El capitán salió de detrás de su escritorio.
—¿Me permite que le enseñe personalmente su nuevo alojamiento? A Biron le resultó difícil mantener su resentimiento. Todo aquel asunto parecía razonable, pero a la vez, extrañamente, no lo parecía tanto.
Mientras caminaba, el capitán le iba hablando.
—¿Querrá usted acompañarme a mi mesa para la cena de mañana? Nuestro primer salto está fijado a esa hora. Biron se oyó decir a sí mismo:
—Gracias. Me sentiré muy honrado.
No obstante, la invitación le pareció extraña. Aceptaba que el capitán no pretendía más que apaciguarle, pero sin duda el método era más enérgico de lo necesario.
La mesa del capitán era larga y ocupaba por completo una de las paredes del salón. Biron se encontró cerca del centro asumiendo una preferencia inadecuada sobre otros comensales. Y no obstante estaba ante él la tarjeta con su nombre. El mayordomo había insistido; no había ningún error.
Biron no era excesivamente modesto. Como hijo del ranchero de Widemos, no había sido nunca necesario desarrollar en él tal característica. Pero, como Biron Malaine, no era más que un ciudadano ordinario, y esas cosas no deberán suceder a ciudadanos ordinarios.
En primer lugar, el capitán tenía toda la razón en lo referente a su nuevo camarote. Era en verdad más completo. El camarote primitivo estaba de acuerdo con la categoría indicada en su billete, sencillo y de segunda clase, mientras que el que lo había reemplazado era uno de primera y doble. Tenía anexo un cuarto de baño, privado, naturalmente, con ducha y secador de aire.
Estaba cerca del «territorio de los oficiales», y la presencia de uniformes era casi abrumadora. Le habían llevado el almuerzo a su cuarto en un servicio de plata.
Poco antes de la cena hizo su repentina aparición el peluquero. Quizá todo eso era lo que cabía esperar cuando se viaja en primera en una nave espacial de lujo, pero era demasiado bueno para Biron Malaine.
Era realmente demasiado, pues poco antes de llegar el barbero, Biron acababa de regresar de un paseo vespertino que le había conducido por los pasillos a lo largo de una ruta deliberadamente tortuosa. Por todas partes se había encontrado con miembros de la tripulación, corteses, serviles. Consiguió desprenderse de ellos y llegó al 140 D, su primer camarote, en el que nunca había dormido.
Se detuvo para encender un cigarrillo, y en el instante que empleó en ello el único pasajero que estaba a la vista desapareció tras un recodo del pasillo. Biron tocó suavemente el llamador luminoso, pero no obtuvo respuesta.
No le habían quitado aún la llave del primer camarote. Un descuido, sin duda.
Colocó la delgada chapa de metal en su orificio, y la especial opacidad contenida en la envoltura de aluminio activó el pequeño fototubo. Se abrió la puerta, y Biron dio un paso al interior.
Fue todo lo que necesitaba. Salió, y la puerta se cerró automáticamente tras él.
Se había dado cuenta inmediatamente. Su antiguo camarote no estaba ocupado; ni por un personaje importante de corazón delicado, ni por nadie. La cama y el mobiliario estaban demasiado bien arreglados; no había baúles, ni objetos de tocador; faltaba incluso el ambiente de los lugares ocupados.
De modo que el lujo que le rodeaba no tenía más objeto que impedirle que hiciese nada por recuperar su antiguo camarote. Le estaban sobornando para que se quedase fuera de él sin protestar. ¿Por qué? ¿Era la habitación lo que les interesaba, o era él mismo? Y ahora se encontraba sentado a la mesa del capitán, con aquellas preguntas sin contestar. Se levantó cortésmente con los demás, cuando entró el capitán, el cual se dirigió al entarimado sobre el que estaba dispuesta la larga mesa, y ocupó su lugar.
¿Por qué le habían desplazado? Sonaba música en la nave, y se habían corrido las puertas que separaban el comedor del mirador. Las luces estaban bajas, y eran de un tono anaranjado. Lo peor del mareo espacial, que pudo haberse producido después de la aceleración original o como consecuencia de la exposición a las pequeñas diferencias de gravedad entre distintas partes de la nave, había pasado ya, y el comedor estaba lleno.
El capitán se inclinó ligeramente hacia delante, y se dirigió a Biron.
—Buenas noches, señor Malaine. ¿Qué le parece su nuevo camarote?
—Casi demasiado satisfactorio, señor. Un poco lujoso para mi modo de vivir.
Dijo estas palabras con voz monótona, y le pareció apreciar una momentánea sensación de desaliento en la cara del capitán.
A los postres se abrió nuevamente la piel de la burbuja de cristal del mirador, y se bajaron las luces hasta casi apagarlas. En aquella pantalla amplia y oscura no se veía ni el Sol, ni la Tierra, ni ningún planeta. Estaban frente a la Vía Láctea, ante una vista transversal de la lente galáctica, que se dibujaba con trazo luminoso entre las firmes y brillantes estrellas.
Automáticamente se extinguió el rumor de la conversación. Se desplazaron algunas sillas, de modo que todos quedaron cara a las estrellas. Los comensales se habían convertido en un grupo de espectadores, y la música no era sino un vago murmullo.
La voz de los amplificadores resonó clara y equilibrada en el silencio.
—¡Señoras y caballeros! Estamos a punto de dar el primer salto. Supongo que la mayoría de ustedes conocen, por lo menos teóricamente, lo que es un salto. Pero otros muchos de ustedes, en realidad, más de la mitad, nunca lo han experimentado. Es especialmente a ellos a quienes deseo hablar.
»El salto es exactamente lo que su nombre indica. En la misma estructura del espacio-tiempo es imposible viajar más rápidamente que la luz. Es una ley natural que fue descubierta quizá por uno de los antiguos, el tradicional Einstein, a quien se atribuyen demasiadas cosas. Y, como es natural, incluso a la velocidad de la luz se tardarían años, de tiempo en reposo, en llegar a las estrellas.
»Por ello salimos de la estructura del espacio-tiempo para penetrar en el poco conocido dominio del hiperespacio, donde distancia y tiempo carecen de sentido. Es algo así como atravesar un delgado istmo para pasar de un océano a otro, en lugar de permanecer en el mar y rodear un continente para recorrer la misma distancia.
»Naturalmente, se requiere una gran cantidad de energía para entrar en este “espacio dentro del espacio”, como algunos lo llaman, así como muchos y complicados cálculos para asegurar nuevamente la entrada en el espacio-tiempo, en el punto adecuado. El resultado del consumo de tal energía e inteligencia hace posible atravesar distancias inmensas en un tiempo cero. Sólo gracias al salto son posibles los viajes interestelares.
»El salto que estamos a punto de efectuar tendrá lugar dentro de diez minutos.
»Se les advertirá. Nunca se produce más que una pequeña molestia momentánea; confío, por lo tanto, en que todos permanecerán tranquilos. Muchas gracias.
Se apagaron las luces del todo, y no quedaron sino las estrellas.
Pareció transcurrir mucho tiempo antes de que un terso anuncio llenase momentáneamente el aire:
—El salto se producirá exactamente dentro de un minuto. —La misma voz comenzó entonces a contar segundos hacia atrás—: Cincuenta…, cuarenta…, treinta…, diez…, cinco…, tres…, uno…
Fue algo así como si se hubiese producido una discontinuidad en la existencia, un golpe que solamente conmovía lo más profundo de los huesos del hombre.
En aquella inmensurable fracción de segundo habían pasado cien años luz, y la nave, que un momento antes estaba en las afueras del sistema solar, se encontraba ahora en las profundidades del espacio interestelar.
Alguien cerca de Biron exclamó con voz temblorosa:
—¡Miren las estrellas! En un instante aquel murmullo se extendió a través de las mesas y corrió silbando por el amplio salón:
—¡Las estrellas! ¡Mirad! En aquella misma inmensurable fracción de segundo la vista de las estrellas había cambiado radicalmente. El centro de la gran galaxia, la cual se extiende por treinta mil años luz desde una punta a la otra, se hallaba ahora más cerca, y las estrellas se habían espesado, extendiéndose sobre el aterciopelado y negro vacío como un fino polvo, frente al cual se destacaban a intervalos las más brillantes estrellas cercanas.
Biron, contra su voluntad, recordó el principio de un poema que él mismo había escrito a la sentimental edad de diecinueve años, en ocasión de su primer viaje espacial; aquel que le había llevado a la Tierra que ahora abandonaba. Sus labios se movieron en silencio:
Las estrellas, cual polvo, me envuelven en nieblas vivientes de luz, y me parece contemplar todo el espacio en una inmensa visión.
Se encendieron entonces las luces, y los pensamientos de Biron salieron del espacio tan abruptamente como habían penetrado en él. Estaba de nuevo en el salón de una nave espacial, en una cena que tocaba a su fin y entre el zumbido de una conversación que se elevaba nuevamente a un nivel prosaico.
Miró su reloj de pulsera, desvió a medias la mirada y luego, muy lentamente, volvió a contemplarlo. Lo miró fijamente durante un largo minuto. Era el reloj de pulsera que había dejado en su dormitorio aquella noche; había resistido la radiación asesina de la bomba, y lo había recogido a la mañana siguiente con el resto de sus cosas. ¿Cuántas veces lo había contemplado, anotando mentalmente la hora, sin darse cuenta de la otra información que le proporcionaba a voz en grito? Porque la pulsera estaba blanca, no azul. Era blanca.
Lentamente los acontecimientos de aquella noche, todos ellos, aparecieron en su lugar. ¡Era extraño cómo un solo hecho podía eliminar de todos ellos la confusión! Se levantó abruptamente murmurando:
—Perdón.
Era una falta de etiqueta retirarse antes que el capitán, pero no le importaba gran cosa.
Se dirigió precipitadamente a su camarote, subiendo con rapidez por las rampas, en lugar de esperar a los ascensores ingrávidos. Cerró la puerta tras de sí y miró rápidamente en el cuarto de baño y en los armarios de pared. No tenía verdaderas esperanzas de encontrar a nadie. Lo que habían tenido que hacer, debían de haberlo hecho hacía horas.
Examinó cuidadosamente su equipaje. Lo habían hecho muy bien. Casi sin dejar señales de que habían entrado y salido, habían sacado cuidadosamente sus documentos de identidad, un paquete de cartas de su padre, e incluso su presentación capsular para Hinrik de Rhodia.
Era para eso que le habían desplazado. No les interesaba ni su viejo ni su nuevo camarote, sino sencillamente el proceso del traslado. Durante cerca de una hora habían legítimamente, ¡legítimamente, por el Espacio!, manipulado su equipaje, realizando así sus intenciones.
Biron se hundió en la amplia cama y pensó con frenesí, aunque de nada le sirvió. La trampa había sido perfecta. Todo estaba planeado. Si no hubiese sido por la coincidencia, imposible de predecir, de haber dejado su reloj de pulsera en el cuarto de baño aquella noche, ni tan siquiera ahora se hubiese dado cuenta de lo tupida que era la red de los tyrannios a través del espacio.
La señal de su puerta zumbó suavemente.
—Entre —dijo.
Era el mayordomo, quien dijo respetuosamente:
—El capitán desea saber si puede hacer algo por usted. Parecía que no se encontraba bien cuando dejó la mesa.
—Estoy bien.
¡Cómo le observaban! Y en aquel instante supo que no había escapatoria posible, y que la nave le llevaba cortés, pero inexorablemente, hacia la muerte.