Entonces volvimos nuestras caras hacia México tímidos y maravillados mientras aquellas docenas de tipos mexicanos nos observaban desde debajo de las secretas alas de sus sombreros. Más allá había música y restaurantes abiertos toda la noche con humo saliendo por las puertas.
—¡Vaya! ¡Vaya! —susurró Dean muy suavemente.
—¡Es todo! —dijo un funcionario mexicano sonriente que hablaba en inglés—. Todo arreglado, muchachos. Podéis seguir. Bienvenidos a México. Que os divirtáis. Cuidado con el dinero. Conducid con cuidado. Os lo digo personalmente, soy Red, todo el mundo me llama Red. Preguntad por Red. Buen provecho. Nada de preocupaciones. Todo está bien. No es difícil divertirse en México.
—¡Sí!* —respondió Dean estremeciéndose y cruzamos la calle y entramos en México muy suavemente.
Dejamos el coche aparcado y los tres nos internamos por las calles españolas hacia aquella mezcla de luces mortecinas. Había viejos tomando el fresco sentados en sillas y parecían yonquis orientales. De hecho nadie nos miraba, pero todos estaban atentos a lo que hacíamos. Doblamos hacia la izquierda y entramos en un restaurante lleno de humo donde había música de guitarra en una máquina de discos americana de los años treinta. Taxistas mexicanos en mangas de camisa y tipos mexicanos con sombrero de paja estaban sentados en taburetes devorando masas informes de tortillas, judías, tacos y mil cosas más. Pedimos tres botellas de cerveza fría —cerveza* es el nombre de la cerveza— y nos costaron unos treinta céntimos mexicanos o diez céntimos americanos cada una. También compramos unos paquetes de pitillos mexicanos a seis centavos cada uno. Mirábamos y mirábamos asombrados aquel dinero mexicano que nos permitía tantas cosas, y jugueteábamos con él y mirábamos a todas partes y sonreíamos a todo el mundo. A nuestras espaldas quedaba América entera y todo lo que Dean y yo habíamos conocido previamente de la vida en general, y de la vida en la carretera. Al fin habíamos encontrado la tierra mágica al final de la carretera y nunca nos habíamos imaginado hasta dónde llegaba esta magia.
—Piensa en estos tipos que están levantados toda la noche —susurró Dean—. Y piensa en ese enorme continente que se abre delante de nosotros con esas enormes montañas de Sierra Madre que hemos visto en el cine, y en las selvas que hay por ahí abajo, y en esa meseta desierta tan grande como la nuestra y que llega hasta Guatemala y hasta Dios sabe dónde. ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer? ¡Movámonos! —Nos levantamos y volvimos al coche. Una última mirada a América por encima de las potentes luces del puente sobre el río Grande. Luego le volvimos la espalda y el parachoques y nos lanzamos hacia adelante.
Un instante después estábamos en el desierto y no había ni una luz ni un coche en los ochenta kilómetros de llanuras que siguieron. Y precisamente entonces amanecía sobre el golfo de México y empezamos a ver formas fantasmales de yucas y cactos por todas partes.
—¡Qué país tan salvaje! —grité. Dean y yo estábamos completamente despiertos. En Laredo estábamos muertos de cansancio. Stan, que ya había estado en el extranjero antes, dormía tranquilamente en el asiento de atrás. Dean y yo teníamos a México entero delante de nosotros.
—Ahora, Sal, estamos dejándolo todo atrás y entrando en una nueva y desconocida fase de las cosas. Tantos años y problemas y juergas… ¡y ahora esto! No hay que pensar en nada más, sólo hay que seguir con la cabeza bien alta, así, ya lo ves, y comprender el mundo como, hablando propiamente, tantos otros americanos lo han comprendido antes que nosotros… anduvieron por aquí… ¿no es cierto? La guerra contra México. Pasaron por aquí con cañones.
—Esta carretera —le respondí— es también la ruta de los antiguos forajidos americanos que se escurrían a través de la frontera y bajaban hasta el viejo Monterrey, así que si miras el desierto que ya empieza a clarear puedes imaginarte a uno de aquellos pistoleros de Tombstone galopando hacia lo desconocido, comprenderás así que…
—¡Esto es el mundo! —interrumpió Dean—. ¡Dios mío! —golpeó el volante—. ¡Esto es el mundo! Podemos seguir a Sudamérica si esta carretera lleva hasta allí. ¡Piensa en eso! ¡Hijoputa! ¡Cagoendiós! —aceleramos la marcha. Amaneció rápidamente y empezamos a ver la blanca arena del desierto y algunas chozas alejadas de la carretera. Dean aminoró un poco la marcha para contemplarlas—. ¡Auténticas chozas miserables!, tío, de esas que sólo se encuentran en el Valle de la Muerte, e incluso mucho peores. Esta gente no se preocupa de las apariencias.
La primera localidad que venía señalada en el mapa se llamaba Sabinas Hidalgo. Mirábamos hacia adelante buscándola ansiosamente en la lejanía.
—Y esta carretera —continuó Dean— no se diferencia nada de cualquier carretera americana, excepto en una cosa. Fíjate que los mojones están en kilómetros y señalan la distancia que falta hasta Ciudad de México. ¿Te das cuenta? Es la única ciudad de todo el país, todo señala hacia ella.
Sólo faltaban 767 millas para llegar a esa ciudad, pero en kilómetros la cifra estaba muy por encima de los mil.
—¡Hostia! —gritó Dean—. Hay que llegar allí. —Durante un rato cerré los ojos agotado y seguí oyendo a Dean golpear el volante con los puños y exclamar—. ¡Hostias! —y también—: ¡Vaya juergas! ¡Qué país! ¡Sí! —y cosas de ese tipo.
Atravesamos el desierto y llegamos a Sabinas Hidalgo hacia las siete de la mañana. Aminoramos mucho la marcha para ver cómo era. Despertamos a Stan. Se sentó muy tieso mirándolo todo. La calle principal estaba llena de barro y de baches. A ambos lados había fachadas de adobe muy sucias y rotas. Pasaban burros muy cargados. Mujeres descalzas nos observaban desde sombríos umbrales. La calle estaba completamente atestada de gente que iniciaba un nuevo día en el campo mexicano. Viejos con grandes bigotes nos miraban atentamente. El espectáculo de tres jóvenes americanos barbudos y harapientos en lugar de los turistas usualmente bien vestidos les interesaba. Anduvimos dando tumbos por la calle Mayor a quince por hora mirándolo todo. Pasó un grupo de chicas justo por delante de nosotros. Al dar un tumbo a su lado, una de ellas dijo:
—¿Adónde vas, hombre?
Yo me volví a Dean asombrado.
—¿Has oído lo que dijo?
Dean estaba tan asombrado que siguió conduciendo lentamente y diciendo:
—Sí, oí lo que dijo. Lo oí jodidamente bien. ¡Ay de mí! ¡Ay de mí! No sé qué hacer. Estoy demasiado excitado en este mundo. Al fin hemos llegado al cielo. No puede ser más tranquilo, no puede ser mejor, no puede ser nada más.
—Bien, volvamos a recogerlas —dije.
—Sí —dijo Dean y puso el coche a diez por hora o menos. Estaba como fuera de combate, no tenía que hacer lo que habitualmente hubiera hecho en América—. ¡Hay millones de chicas en la carretera! —añadió. Sin embargo, giró y fue en busca de las chicas. Iban a trabajar en el campo; nos sonrieron. Dean las miró con ojos de piedra—. ¡Hostias! —dijo en voz muy baja—. Es demasiado bueno para ser verdad. ¡Mujeres, mujeres! Y especialmente ahora, en mi estado y condición. Sal, estoy viendo el interior de esas casas según pasamos… miras dentro y ves cunas de paja y niños muy morenos durmiendo que se agitan a punto de despertar con sus pensamientos saliendo de la mente vacía del sueño, recuperando su propio ser, y las madres preparando el desayuno en cazuelas de hierro… y fíjate en esas persianas que tienen en las ventanas y en los viejos, esos viejos tan serenos y sin ninguna preocupación. Aquí nadie desconfía, nadie recela. Todo el mundo está tranquilo, todos te miran directamente a los ojos y no dicen nada, sólo miran con sus ojos oscuros, y en esas miradas hay unas cualidades humanas suaves, tranquilas, pero que están siempre ahí. Fíjate en todas esas historias que hemos leído sobre México y el mexicano dormilón y toda esa mierda sobre que son grasientos y sucios y todo eso, cuando aquí la gente es honrada, es amable, no molesta.
Educado en la dura noche de la carretera, Dean había venido al mundo para verlo. Se echaba encima del volante y miraba a ambos lados y conducía despacio. Se paró a por gasolina al salir de Sabinas Hidalgo. Allí se habían reunido unos cuantos rancheros locales de largos bigotes y bromeaban frente a unos anticuados surtidores. En el campo, un viejo trabajaba con un burro. El sol se levantaba puro sobre las puras y antiguas actividades humanas.
Cogimos la carretera de Monterrey. Las grandes montañas coronadas de nieve se alzaban delante de nosotros; avanzamos directamente hacia ellas. Una brecha fue abriéndose poco a poco y se convirtió en un puerto por el que cruzamos. En cuestión de minutos habíamos dejado atrás el desierto de mezquites y subíamos entre un fresco aire por una carretera con un pretil de piedra en la parte del precipicio y nombres de los presidentes escritos con pintura blanca en el farallón del otro lado: ¡ALEMÁN! No encontramos a nadie en esta carretera de montaña. Serpenteaba entre nubes y nos llevó a una gran meseta. En la lejanía, la gran ciudad industrial de Monterrey mandaba humo al cielo azul con las enormes nubes del golfo como vellones de lana. Entrar en Monterrey era como entrar en Detroit. Se avanzaba entre las altas paredes de las fábricas. Pero había burros tomando el sol sobre la hierba y extensos barrios de casas de adobe con miles de ociosos apoyados en la puerta y putas asomadas a la ventana y tiendas extrañas donde se podía vender cualquier cosa y estrechas aceras atestadas de gente como las de Hong-Kong.
—¡Vaya! —gritó Dean—. Y todo esto con este sol. ¿Te has fijado en el sol mexicano, Sal? Te pone alto. Hay que seguir y seguir… ¡la carretera me arrastra!
Hablamos de detenernos en Monterrey, pero Dean quería llegar a Ciudad de México cuanto antes y además pensaba que la carretera sería más interesante después, siempre después. Conducía como un poseso y nunca descansaba. Stan y yo estábamos completamente agotados y decidimos dormir. Levanté la vista más allá de Monterrey y vi dos enormes y extraños picos gemelos. Sí, estaban pasado Monterrey, pasado el sitio al que iban los forajidos.
Delante estaba Montemorelos, un nuevo descenso a alturas más calientes. Todo se volvió muy caluroso y extraño. Dean decidió que era absolutamente necesario que me despertara para verlo.
—Mira, Sal, no te puedes perder esto. —Miré. Íbamos a través de un terreno pantanoso y a lo largo de la carretera veíamos de vez en cuando a extraños mexicanos vestidos con harapos que caminaban con machetes colgando de sus cinturones de cuerda, y algunos de ellos cortaban arbustos. Todos se paraban para mirarnos sin expresión. Entre aquella enmarañada vegetación veíamos ocasionalmente chozas con techo de paja y paredes de bambú como las de África. Chicas extrañas, oscuras como la luna, nos miraban desde los misteriosos umbrales cubiertos de verdor.
—¡Oh, tío! Me gustaría parar y jugar un poco con esas monadas —dijo Dean—, pero fíjate que el viejo o la vieja siempre están muy cerca… por lo general en la parte de atrás, a veces a cien metros recogiendo ramas y leña o cuidando a los animales. Nunca las dejan solas. En este país nadie está solo jamás. Mientras estabas dormido, he observado esta carretera y este país, ¡si supieras todo lo que he pensado, tío! —sudaba. Sus ojos estaban irritados, enrojecidos y locos, pero también eran humildes y tiernos… había encontrado a gente que se le parecía. Avanzamos a través de la zona pantanosa interminable a una velocidad constante de setenta y cinco por hora—. Sal, yo creo que esto no cambiará en mucho tiempo. Si conduces tú, dormiré un poco.
Cogí el volante y entregado a mis propias fantasías, conduje a través de Linares, a través de la cálida y llana zona pantanosa, por encima del humeante río Soto, la Marina, cerca de Hidalgo, y más allá. Un gran valle que era una verde jungla con grandes zonas cultivadas, también muy verdes, se abría ante mí. Grupos de hombres nos miraron al pasar por un estrecho y antiguo puente. Fluía un río ardiente. Después ascendimos hasta que reapareció una especie de región desértica. Delante estaba la ciudad de Gregoria. Los otros dos dormían y yo seguía solo al volante con mi eternidad a cuestas. La carretera era una larga línea recta. No era como conducir a través de Carolina, Texas, Arizona o Illinois; era como conducir a través del mundo por lugares donde por fin aprenderíamos a conocernos entre los indios del mundo, esa raza esencial básica de la humanidad primitiva y doliente que se extiende a lo largo del vientre ecuatorial del planeta desde Malaya (esa larga uña de China) hasta el gran subcontinente de la India, hasta Arabia, hasta Marruecos, hasta estos mismos desiertos y selvas de México y sobre los mares hasta Polinesia, hasta el místico Siam del Manto Amarillo y así, dando vueltas y vueltas, se oye el mismo lamento junto a las destrozadas murallas de Cádiz, España, que se oye 20.000 kilómetros más allá en las profundidades de Benarés, la capital del mundo. Estos individuos eran indudablemente indios y en nada se parecían a los Pedros y Panchos del estúpido saber popular americano… tenían pómulos salientes y ojos oblicuos y gestos delicados; no eran idiotas, no eran payasos; eran indios solemnes y graves, eran el origen de la humanidad, sus padres. Las olas son chinas, pero la tierra es asunto indio. Tan esenciales como las rocas del desierto son ellos en el desierto de la «historia». Y lo sabían cuando pasábamos por allí; unos americanos que se daban importancia y tenían dinero e iban a divertirse a su país; sabían quién era el padre y quién era el hijo de la antigua vida de la tierra y no hacían ningún comentario. Porque cuando llegue la destrucción al mundo de la «historia» y el apocalipsis vuelva una vez más como tantas veces antes, ellos seguirán mirando con los mismos ojos desde las cuevas de México, desde las cuevas de Bali, donde empezó todo y donde Adán fue engañado y aprendió a conocer. Éstos eran mis pensamientos mientras conducía el coche hacia la tórrida ciudad de Gregoria, abrasada por el sol.
Antes, en San Antonio, le había prometido a Dean en broma que le conseguiría una chica. Fue una apuesta y un desafío. Cuando detuve el coche en una estación de servicio cerca de la soleada Gregoria cruzó la carretera un chaval descalzo que llevaba una enorme visera para el parabrisas y que quería saber si se la compraría.
—¿Le gusta? Sesenta pesos. ¿Habla español? Sesenta pesos*. Me llamo Víctor.
—No —y añadí en broma—, lo que quiero comprar es una señorita*.
—Claro, claro —exclamó excitado—. Le traeré chicas después. Ahora demasiado calor —añadió con desagrado—. No hay buenas chicas cuando hace calor. Espere a esta noche. ¿Le gusta la visera?
No quería comprar la visera pero quería a las chicas. Desperté a Dean.
—¡Eh, tío! Te dije en Texas que te conseguiría una chica… pues bien, desperézate y despierta del todo; hay unas chicas esperando por nosotros.
—¿Cómo? ¿Cómo? —gritó incorporándose de un salto, todo ojeroso—. ¿Dónde? ¿Dónde?
—Este chico, Víctor, nos enseñará dónde.
—Bien, vamos, vamos. —Dean saltó del coche y estrechó la mano a Víctor. En la estación había un grupo de otros chicos y sonreían. Casi todos iban descalzos y llevaban sombreros de paja—. Tío —me dijo Dean—, ¿no te parece un lugar agradable para pasar la tarde? Aquí se está mucho mejor que en los billares de Denver. Víctor, ¿y las chicas? ¿Dónde? ¿Dónde?* —añadió en español—. Te das cuenta, Sal, estoy hablando español.
—Pregúntale si puede conseguir algo de tila. ¡Eh, chico! ¿Tienes marihuana?
El chico dijo que sí con la cabeza.
—Sí, cuando ustedes quieran. Vengan conmigo.
—¡Ji, ji! ¡Vaya, vaya! —gritó Dean. Ya se había despertado del todo y andaba dando saltos por la dormida calle mexicana—. ¡Vamos! —Yo les estaba pasando cigarrillos Lucky Strike a los otros chicos. Se estaban divirtiendo mucho con nosotros, especialmente con Dean. Hablaban entre sí, y con la mano tapándose la boca hacían comentarios sobre aquel americano chiflado—. ¡Míralos, Sal! Están hablando de nosotros. ¡Oh, qué mundo! —Víctor subió al coche con nosotros. Partimos. Stan Shephard que había estado profundamente dormido se despertó en medio de la agitación.
Salimos al desierto por el otro lado de la carretera y doblamos por una carretera de tierra que hizo dar botes al coche como nunca. Allí delante estaba la casa de Víctor. Apareció entre unos cactos y unos pocos árboles. Era una especie de caja cuadrada de adobe y había unos cuantos hombres sentados en el patio.
—¿Quiénes son ésos? —dijo Dean todo excitado.
—Son mis hermanos. Mi madre está también. Mi hermana también. Es mi familia. Yo casado y vivo en el pueblo.
—¿Y qué pasa con tu madre? —preguntó Dean—. ¿Qué dice de la marihuana?
—¡Oh! Es ella quien me la consigue —y mientras esperábamos en el coche, Víctor se apeó y entró en la casa y dijo algo a una vieja. Ésta se volvió y fue a la huerta de la parte de atrás y empezó a recoger hojas secas de marihuana. Eran hojas arrancadas de las plantas y puestas a secar al sol del desierto. Entretanto los hermanos de Víctor sonreían bajo un árbol. Vendrían a saludarnos pero necesitaban cierto tiempo para levantarse y llegar hasta donde estábamos. Víctor volvió sonriendo dulcemente.
—Tío —dijo Dean—. Este Víctor es la persona más agradable, pasada, loca y maravillosa que he conocido en mi vida. Mira cómo camina, mira cómo anda tan tranquilo. Aquí no hay que darse prisa. —Una brisa del desierto, insistente y constante, envolvía el coche. Hacía mucho calor.
—Mucho calor, ¿verdad? —dijo Víctor sentándose en el asiento delantero junto a Dean y señalando el ardiente techo del Ford—. Ahora con la marihuana no tendrán más calor. Esperen.
—Sí —dijo Dean, ajustándose las gafas de sol—. Esperaré. Claro que esperaré, Víctor.
En esto un hermano muy alto de Víctor se acercó lentamente con un montón de hierba envuelta en la página de un periódico. Dejó el paquete encima de las piernas de Víctor y se apoyó despreocupadamente en la puerta del coche, nos saludó con la cabeza y dijo:
—Hola.
Dean también le saludó con la cabeza y le sonrió. Nadie hablaba; era algo perfecto. Víctor procedió a liar el canuto más grande que yo había visto nunca. Lo lió con papel de envolver y fabricó una especie de puro de marihuana. Era enorme. Dean le observaba asombrado. Víctor lo encendió con toda naturalidad y nos lo pasó. Tirar de aquello era como tener una chimenea en la boca y aspirar. El humo pasó por nuestras gargantas como una gran explosión de calor. Contuvimos la respiración y echamos el humo casi al tiempo. El sudor se nos congeló en la frente y aquello de pronto era igual que la playa de Acapulco. Miré por la ventanilla de atrás y vi a otro de los hermanos de Víctor. Era una especie de indio peruano con un sarape sobre el hombro. Se apoyaba en un poste sonriendo, demasiado tímido para venir a estrecharnos las manos. Se diría que el coche estaba rodeado de hermanos pues apareció otro al lado de Dean. Entonces sucedió la cosa más extraña del mundo. Estábamos todos tan altos que pasamos de formalidades y nos concentramos en lo que nos interesaba justamente entonces. Americanos y mexicanos nos estábamos colocando juntos en pleno desierto y además, veíamos muy cerca los rostros y los poros y los callos de las manos y las mejillas ruborizadas del otro mundo. Los hermanos indios empezaron a hablar de nosotros en voz baja; vimos que nos miraban, y hacían comentarios y nos comparaban con ellos, y corregían o asentían a sus mutuas impresiones.
—Sí, sí —decían, mientras Dean, Stan y yo hablábamos de ellos en inglés.
—Fíjate en ese hermano tan extraño de ahí atrás, no se ha movido del poste ni ha disminuido nada la intensidad de su divertida y tímida sonrisa. Y éste de aquí, el de la izquierda, es mayor, está más seguro de sí mismo y también más triste, es como un vagabundo en la ciudad, mientras que Víctor está casado… es como una especie de rey egipcio, ¿lo ves? Son unos tipos estupendos. Nunca había visto nada igual. Y están hablando de nosotros, ¿lo ves? También nosotros hablamos de ellos, pero con una diferencia, lo más probable es que les interese cómo vamos vestidos… bueno, en esto no hay ninguna diferencia… pero les parecerá raras las cosas que tenemos en el coche y el modo en que nos reímos tan distinto al suyo, y hasta compararán nuestro olor con el suyo. Con todo, daría un ojo de la cara por saber lo que opinan de nosotros. —Y Dean intentó saberlo.
—Oye, Víctor, tío… ¿de qué están hablando tus hermanos?
Víctor dirigió sus melancólicos ojos oscuros hacia Dean y dijo:
—Sí, sí.
—No, no has entendido lo que te he preguntado. ¿De qué hablan tus hermanos?
—¡Oh! —exclamó Víctor muy inquieto—, ¿no os gusta la marihuana?
—Sí, sí, claro que sí, es muy buena. Pero ¿de qué habláis?
—¿Hablar? Sí, estamos hablando. ¿Os gusta México?
Era difícil llegar a un lenguaje común. Y todos seguimos tranquilos y serenos y altos y disfrutando de la brisa del desierto y rumiando diferentes pensamientos nacionales y raciales y personales sobre la eternidad.
Llegó la hora de las chicas. Los hermanos volvieron a sentarse bajo el árbol, la madre miraba desde la soleada entrada de la casa, y nosotros volvimos al pueblo dando tumbos y saltando.
Pero ahora los botes y saltos ya no eran desagradables: era el viaje más agradable y divertidamente ondulante del mundo; como si navegáramos sobre un mar azul; y la cara de Dean resplandecía de un modo habitual, era como de oro cuando nos dijo que escuchásemos la canción de los amortiguadores del coche, el sonido de la suspensión. Saltábamos arriba y abajo y hasta Víctor entendió y se rió. Después señaló hacia la izquierda para indicarnos el camino que llevaba hasta las chicas, y Dean miró hacia la izquierda con indescriptible placer y giró el volante siguiendo aquel camino, y rodamos suavemente hacia la meta, mientras escuchábamos a Víctor que estaba empeñado en hablar. Dean decía con grandilocuencia:
—Sí, por supuesto. No tengo ninguna duda. Está decidido. En efecto. ¿Por qué me dices esas cosas tan amables? Claro, claro, sin ninguna duda. Sí. Por favor, sigue.
Víctor respondía a esto con la seriedad y la magnífica elocuencia española. Durante un momento de confusión pensé que Dean lo entendía todo gracias a una ciencia infusa y a una revelación súbita producto de su radiante felicidad. En aquel mismo momento, además se parecía muchísimo a Franklin Delano Roosevelt: sin duda una ilusión de mis ojos en llamas y de mi cerebro fluctuante. Se parecía tanto que me incorporé en mi asiento y lo miré asombrado. Tuve que hacer grandes esfuerzos para ver la imagen de Dean entre una mirada de radicaciones celestiales. Me pareció que era Dios. Estaba tan alto que tuve que reclinar la cabeza en el asiento; los saltos del coche me producían estremecimientos de placer. La sola idea de contemplar México a través de la ventanilla —que ahora se había convertido en otra cosa en el interior de mi mente— era como retirarme de la contemplación de un tesoro resplandeciente que se teme mirar porque contiene demasiadas riquezas y tesoros como para que los ojos, vueltos hacia dentro, puedan verlo de una sola vez. Me sobresalté. Vi ríos de oro cayendo desde el cielo que atravesaban con toda facilidad el techo del pobre coche, que atravesaban con toda facilidad mis ojos y se introducían en mi interior; había oro por todas partes. Miré por la ventanilla las soleadas calles y vi una mujer a la puerta de una casa y creí que estaba oyendo todo lo que decíamos y que asentía: las visiones paranoicas habituales debidas a la tila. Pero el río de oro continuaba. Durante un largo rato perdí toda conciencia de lo que estábamos haciendo y sólo la recuperé cuando levanté la vista del fuego y el silencio como si pasara del sueño a la vigilia, o pasara del vacío al sueño. Y entonces me decían que estábamos aparcando delante de la casa de Víctor y luego éste aparecía con su hijito en los brazos y nos lo enseñaba.
—¿Qué les parece mi niño? Se llama Pérez, tiene seis meses.
—¡Vaya! —dijo Dean con el rostro todavía transfigurado por una especie de placer supremo y hasta de santidad—. Es el niño más guapo que he visto nunca. Mira qué ojos. Bien, Sal y Stan —añadió volviéndose hacia nosotros con una expresión seria y tierna—, quiero que os fijéis es-pe-cial-mente en los ojos de este niño mexicano que es el hijo de nuestro maravilloso amigo Víctor y apreciéis el modo en que entregará a la humanidad esa alma maravillosa que habla por sí misma a través de las ventanas que son sus ojos; unos ojos tan bonitos que sin duda profetizan e indican la más hermosa de las almas.
Era un hermoso discurso. Y era un niño muy hermoso. Víctor miraba melancólicamente a su ángel. Todos deseamos tener un hijo como aquél. Era tan grande la intensidad de nuestros sentimientos hacia el alma del niño que éste notó algo extraño y empezó a llorar con una pena desconocida que no había modo de calmar porque estaba enraizada en innumerables misterios y milenios. Lo probamos todo; Víctor lo acarició y lo acunó. Dean le hizo carantoñas. Yo alargué la mano y toqué sus bracitos. El llanto arreció.
—¡Vaya! —dijo Dean—. Lo siento muchísimo, Víctor, pero lo hemos asustado.
—No está asustado, simplemente llora.
En la entrada de la casa, justo detrás de Víctor, demasiado tímida para salir, estaba su mujer, descalza y esperando con ansiosa ternura que devolviéramos el niño a sus brazos tan suaves y morenos. Después de habernos enseñado a su hijo, Víctor volvió a subir al coche y señaló orgullosamente hacia la derecha.
—Sí —dijo Dean, y avanzó con el coche por estrechas calles argelinas con rostros que nos observaban desde todas partes con cordial perplejidad. Llegamos a la casa de putas. Era un establecimiento magnífico de adobe dorado bajo el sol. En la calle, apoyados en el alféizar de las ventanas de la casa de putas había dos policías, sus pantalones estaban arrugados, parecían dormidos y aburridos y nos dedicaron unas breves miradas interesadas cuando entramos, y se quedaron allí las tres horas que estuvimos armando follón delante de sus narices, hasta que salimos al anochecer y, por indicación de Víctor, le dimos a cada uno el equivalente de veinticinco céntimos; sólo por pura fórmula.
Y dentro encontramos a las chicas. Unas estaban recostadas en sofás en la pista de baile, otras bebían en la larga barra que había a la derecha. En el centro, un arco llevaba a unos cubículos que se parecían a los vestuarios donde uno se desviste en los balnearios municipales de las playas. Estos cubículos daban al sol del patio. Tras la barra estaba el propietario que salió corriendo en cuanto le dijimos que queríamos oír mambos y volvió con un montón de discos, la mayoría de Pérez Prado, y los puso en la máquina de discos. Un instante después toda la ciudad de Gregoria oía lo bien que lo estábamos pasando en la Sala de Baile*. En el mismo salón el estrépito de la música —así es cómo debe ponerse una máquina de discos y para eso se inventó— era tan tremendo que durante un momento Dean y Stan y yo nos quedamos boquiabiertos al darnos cuenta de que nunca nos habíamos atrevido a poner música tan alta como hubiéramos querido y como ahora sonaba. Pocos minutos después la mitad de la población de Gregoria se asomaba por las ventanas para ver a los americanos bailar con las chicas. Estaban allí delante, al lado de los policías, en la sucia acera, con aspecto de indiferencia y despreocupación. «Más Mambo Jambo», «Chattanooga de Mambo», «Mambo número ocho»: todas estas tremendas canciones resonaban estrepitosamente en la dorada y misteriosa tarde como el sonido que uno espera que va a oír el día del juicio final. Las trompetas sonaban tan fuerte que podían oírse desde el desierto donde, en cualquier caso, tenían su origen. Los tambores parecían enloquecidos. El ritmo del mambo es el ritmo de la conga del Congo, el río de África y del mundo; sin duda era el ritmo del mundo. Um-ta, ta-pu-pum, um-ta, ta-pu-pum. Las notas del piano nos bañaban desde los altavoces. Los gritos del director eran como desesperadas boqueadas finales. Los sonidos de la trompeta que se unían a los momentos de clímax de las congas y los bongos que se oyen en el terrible disco «Chattanooga», dejaron helado a Dean durante unos momentos hasta que se estremeció y se puso a sudar; luego, cuando las trompetas desgarraban el soñoliento ambiente con sus trémulos ecos, como los de una caverna o una cueva, sus ojos se pusieron muy redondos y como si estuvieran viendo al demonio y los cerró enseguida. Yo mismo me veía sacudido como una marioneta. Sentía que las trompetas hacían oscilar la luz y temblaba de pies a cabeza.
Con la música del rápido «Mambo Jambo» bailamos frenéticamente con las chicas. A través de nuestro delirio empezamos a distinguir entre sus distintas personalidades. Eran unas chicas espléndidas. Extrañamente la más desmadrada era una venezolana medio india y medio blanca que tenía dieciocho años. Se hubiera dicho que era de buena familia. Sólo Dios sabe lo que estaba haciendo en México trabajando de puta a esa edad y con sus tiernas mejillas y su agradable aspecto. Tal vez había una tragedia en su vida. Bebía de un modo increíble. Se pegaba latigazo tras latigazo aunque parecía que no podía más. Tiraba los vasos sin parar con la idea de hacernos gastar la mayor cantidad de dinero posible. Llevaba una bata casi transparente y bailaba frenéticamente con Dean; colgada de su cuello y pidiéndole cosas sin parar. Dean estaba tan pasado que no sabía con qué empezar, si con las chicas o con el mambo. De pronto corrieron a uno de los cubículos. Yo me las entendía con una chica gorda y sin interés que tenía un perrito y que se enfadó conmigo cuando dije que el perro no me gustaba porque quería morderme. Acordamos que llevara el perro afuera, pero cuando volvió ya me había ligado otra chica, era más guapa pero no la que más me gustaba, y se me pegó como una lapa. Yo trataba de librarme de ella para ligar con una mulata de dieciséis años que estaba sentada sin hacer nada en el otro extremo de la sala y se contemplaba melancólicamente el ombligo a través de la abertura de su cortísima camisa. No lo conseguí. Stan estaba con una chica de quince años de piel color almendra con un vestido que estaba abrochado por arriba y por abajo, no por la mitad. Unos veinte hombres miraban desde la ventana.
En un determinado momento, la madre de la chica mulata —que no era mulata, sino negra— apareció por allí y mantuvo un breve y triste coloquio con su hija. Cuando vi aquello, sentí demasiada vergüenza para acercarme a la chica que realmente me apetecía. Dejé que la lapa me llevara a uno de los cubículos donde, como entre sueños, y entre el estrépito de la música, pues también había altavoces allí, hicimos rechinar la cama durante media hora. Era un cuartito cuadrado de paredes de madera y sin techo, con una imagen en un rincón y una palangana en el otro. Las chicas gritaban en el sombrío vestíbulo:
—Agua, agua caliente*.
Stan y Dean tampoco estaban a la vista. La chica me pidió treinta pesos, unos tres dólares cincuenta, y me rogó que le diera diez pesos más y me contó no sé qué larga historia. Yo desconocía el valor del dinero mexicano; me parecía que por lo menos tenía un millón de pesos. Le entregué el dinero. Corrimos a bailar de nuevo. En la calle se había reunido una gran multitud. Los policías parecían tan aburridos como de costumbre. La guapa venezolana de Dean me llevó por una puerta a otro extraño bar que también debía de pertenecer a la casa de putas. Había un joven camarero que hablaba y se limpiaba las gafas, y un viejo con enormes bigotes que discutía algo vehementemente. También allí atronaba el mambo desde un altavoz. Parecía que el mundo entero se había vuelto loco. Venezuela se me colgó del cuello y pidió de beber. El camarero no quería servirle más. Ella suplicó y suplicó y cuando al fin tuvo delante una copa, la derramó y esta vez involuntariamente, como pude comprobar por la angustiada expresión de sus ojos que miraban perdidos.
—Tranquilízate, guapa —le dije. Tuve que sostenerla para que no se cayese del taburete. Perdía el equilibrio todo el tiempo. Nunca había visto a una mujer tan borracha; y sólo tenía dieciocho años. Conseguí que le sirvieran otra copa; me estaba tirando de los pantalones para que lo hiciera. Se la tragó de golpe. No tenía valor para llevármela a uno de los cubículos. La tía con quien me había acostado tenía treinta años y sabía cuidar de sí misma. Con Venezuela retorciéndose y lamentándose entre mis brazos tenía muchas ganas de desnudarla y hablar, sólo hablar con ella… o eso me decía a mí mismo. Esta chica y la mulata me hacían delirar de deseo.
El pobre Víctor, durante todo este tiempo estaba apoyado en la barra y saltaba de vez en cuando al ritmo de la música contento de ver cómo se divertían sus tres amigos americanos. Le invitamos a beber. Sus ojos brillaban de deseo ante las mujeres pero no quería irse con ninguna. Se mantuvo fiel a su mujer aunque Dean le dio un montón de billetes. En aquel loco tumulto tuve ocasión de ver cómo estaba Dean. Se hallaba tan enloquecido que no me reconoció cuando me acerqué a él.
—Sí, sí —fue todo lo que dijo. Parecía que aquello no se iba a terminar nunca. Era como un dilatado y espectral sueño árabe en el atardecer de la otra vida: Alí Baba, las callejas, las cortesanas. Fui de nuevo con la chica al cuartito. Dean y Stan se intercambiaron las suyas; desaparecimos y los espectadores tuvieron que esperar a que continuara el espectáculo. La tarde se alargaba y se hacía más fresca.
Pronto caería la noche sobre la vieja Gregoria. El mambo no dejaba un momento de descanso, era un frenesí semejante a una interminable jornada en la jungla. No podía apartar la vista de la mulata que se movía como una reina incluso cuando el siniestro propietario la obligó a hacer trabajos serviles, tales como traernos las bebidas y limpiar las mesas. De todas las chicas que había era la que más necesitaba el dinero; probablemente su madre había venido a que le diera lo que había ganado para sus hermanos y hermanas más pequeños. Los mexicanos son pobres. Sin embargo, nunca, nunca se me ocurrió acercarme a ella y darle algo de dinero. Tenía la impresión de que lo aceptaría con desprecio, y el desprecio de las que son como ella me deja acojonado. En mi locura, estuve enamorado de ella todas las horas que duró aquello; tuve los inconfundibles síntomas: la angustia, los suspiros, el dolor, y por encima de todo la resistencia a acercarme a ella. Fue extraño que tampoco Dean o Stan se acercaran; su indiscutible dignidad la hacía parecer demasiado pobre en aquella casa de putas. En un determinado momento vi que Dean se inclinaba rígido hacia ella, dispuesto a echársele encima, pero su rostro reflejó el desconcierto cuando lo miró fría e imperiosamente. Dean se quedó inmóvil, se frotó la tripa y abrió la boca. Finalmente inclinó la cabeza. Sin duda era la reina.
De pronto, Víctor nos sacudió furiosamente por los brazos y nos hizo gestos frenéticos.
—¿Qué pasa?
Hizo de todo tratando de que le entendiéramos. Finalmente corrió a la barra y arrancó la cuenta de las manos del encargado, que lo miró enfadado, y nos la enseñó. Se elevaba a más de trescientos pesos o treinta y seis dólares americanos, lo que es un montón de dinero para cualquier casa de putas. No podíamos calmarnos, ni tampoco irnos, y aunque estábamos agotados, todavía queríamos seguir con nuestras guapísimas chicas en aquel extraño paraíso árabe que por fin habíamos encontrado al final de la dura, durísima carretera. Pero se hacía de noche y teníamos que terminar con aquello; Dean se dio cuenta y empezó a poner mala cara y a meditar y a meditar y a intentar encontrar una solución, y por fin yo lancé la idea de que debíamos de largarnos ya de una vez por todas.
—Nos esperan tantas cosas, tío, que no importará nada.
—¡Tienes razón! —exclamó Dean con los ojos vidriosos volviéndose hacia la venezolana. Ésta había perdido el sentido y estaba tumbada en un banco de madera con sus blancas piernas asomando entre la seda. El público de las ventanas disfrutaba del espectáculo; detrás de él se acentuaban unas sombras rojizas, y desde alguna parte llegó el llanto de un niño, y de pronto recordé que después de todo estaba en México y no en una fantasía pornográfica de hachís en el cielo.
Salimos tambaleándonos; habíamos olvidado a Stan; corrimos dentro y le encontramos saludando amablemente a las putas del turno de noche que acababan de llegar. Quería empezar otra vez. Cuando se emborracha se mueve pesadamente como si midiera tres metros y no hay quien lo aparte de las mujeres. Además las mujeres se pegan a él como la yedra. Insistía en quedarse y follar con algunas de aquellas nuevas, extrañas y expertas señoritas*. Dean y yo lo sacamos a empujones mientras él dedicaba cordiales saludos a todos: a las chicas, a los policías, a la gente y a los niños que estaban fuera. Mandó besos en todas direcciones para responder a las ovaciones de la gente de Gregoria y anduvo orgullosamente entre los grupos tratando de hablar con todo el mundo y de comunicarles la alegría y cariño que sentía hacia todo en este agradable atardecer de la vida. Todos se reían; algunos le daban palmadas en la espalda. Dean corrió y pagó a los policías los cuatro pesos y les estrechó la mano y sonrió y se despidió con inclinaciones de cabeza. Luego saltó al coche y las chicas que habíamos conocido, incluida Venezuela que fue despertada para la despedida, se reunieron alrededor del coche apenas cubiertas por sus leves prendas y nos dijeron adiós y nos besaron y Venezuela hasta lloró… no por nosotros, eso lo sabíamos, no del todo por nosotros, pero sí en parte. Mi amor, mi mulata había desaparecido en las sombras del interior. Todo había terminado. Nos largamos y dejamos detrás alegrías y despedidas y cientos de pesos. El obsesionante mambo nos siguió todavía un largo trecho. Todo había terminado.
—¡Adiós Gregoria! —gritó Dean mandando un beso.
Víctor estaba orgulloso de nosotros y orgulloso de sí mismo.
—Y ahora, ¿qué tal un baño? —preguntó. Sí, todos queríamos un baño maravilloso.
Y nos condujo al sitio más extraño del mundo: era una casa de baños normal y corriente parecida a las americanas, a kilómetro y medio del pueblo, junto a la carretera, llena de chicos chapoteando en una piscina y duchas en el interior de un edificio de piedra que costaban unos cuantos centavos, con jabón y toalla incluidos. Además de esto, había un triste parque infantil con columpios y un tiovivo estropeado, y a la luz rojiza del sol poniente parecía extraño y hermoso. Stan y yo cogimos las toallas y nos metimos debajo de una ducha de agua helada y salimos frescos y como nuevos. Dean no se molestó en ducharse, y lo vimos pasear por aquel triste parque con Víctor cogido del brazo y hablando animadamente y doblándose encima de él excitado para subrayar algo, y hasta golpeándose la palma con el puño. Luego volvieron a pasear cogidos del brazo. Había llegado el momento de decir adiós a Víctor, así que Dean aprovechaba la ocasión para estar a solas con él, inspeccionar aquel parque y formarse una opinión sobre las cosas como sólo él sabía hacerlo.
Ahora que teníamos que irnos Víctor estaba muy triste.
—¿Volverán a Gregoria a visitarme?
—Claro que sí, tío —incluso le prometimos llevarle con nosotros a los Estados Unidos si quería. Víctor dijo que tendría que pensarlo.
—Tengo mujer e hijo… y no tengo dinero… ¿comprenden? —Su dulce y educada sonrisa resplandeció en el rojo crepúsculo mientras nos despedíamos con la mano desde el coche. A su espalda quedaban el triste parque y los niños.