8

¿Qué se siente cuando uno se aleja de la gente y ésta retrocede en el llano hasta que se convierte en motitas que se desvanecen? Es que el mundo que nos rodea es demasiado grande, y es el adiós. Pero nos lanzamos hacia adelante en busca de la próxima aventura disparatada bajo los cielos.

Dejamos atrás la sofocante luz de Algiers, subimos al ferry de nuevo, estábamos otra vez entre los barcos fluviales hoscos, viejos y manchados de barro, luego de vuelta al canal, y después salimos de la ciudad. Íbamos por una autopista de dos carriles camino de Baton Rouge bajo la oscuridad púrpura; doblamos hacia el Oeste y cruzamos el Mississippi en un sitio llamado Port Allen: donde el río era todo lluvia y rosas en una nebulosa oscuridad y donde seguimos un camino circular bajo la amarillenta luz de la niebla y de repente vimos el gran cuerpo negro debajo del puente y cruzamos de nuevo la eternidad. ¿Qué es el río Mississippi? Es un pedazo de tierra lavada en la noche lluviosa, un suave chapoteo desde las chorreantes orillas del Missouri, una disolución, un movimiento de la marea por el eterno cauce abajo, un regalo a las espumas pardas, un viaje a través de innumerables cañadas y árboles y malecones, abajo, siempre hacia abajo, por Memphis, Greenville, Eudora, Vicksburg, Natchez, Port Allen y Port Orleans y Port de los Deltas… por Portash, Venice y el Gran Golfo de la Noche, y fuera.

Oyendo en la radio un programa de misterio, miraba por la ventanilla y vi un letrero que decía USE PINTURAS COOPER, y me dije: «De acuerdo, así lo haré»; rodábamos a través de la nublada noche de las llanuras de Louisiana: Latwell, Eunice, Kinder y De Quincy, destartalados pueblos del Oeste que se hacían más parecidos a los del delta a medida que nos acercábamos a Sabine. En Old Opelusas fui a una tienda a comprar pan y queso mientras Dean comprobaba la gasolina y el aceite. Era una sencilla cabaña; podía oír a la familia cenando en la trastienda; hablaban. Cogí el pan y el queso y me escurrí silenciosamente por la puerta sin que se enteraran de que había estado allí. Teníamos muy poco dinero para llegar a Frisco. Mientras tanto, Dean robó un cartón de pitillos en la estación de servicio y quedamos equipados para el viaje: gasolina, aceite, cigarrillos y comida. Los paletos no se enteraron. El coche se lanzó carretera adelante.

Cerca de Starks vimos hacia delante un gran resplandor rojo en el cielo; nos preguntamos qué sería; un momento después pasábamos por allí. Era un incendio detrás de los árboles; había muchos coches aparcados en la autopista. No parecía tener importancia, aunque quizá la tuviera. La comarca se hizo extraña y oscura cerca de Deweyville. De repente estábamos en los pantanos.

—Tío, ¿te imaginas lo que sería si nos encontráramos con un club de jazz en estos pantanos lleno de negros amistosos tocando blues y bebiendo licor de serpiente y haciéndonos señas?

—¡Sí!

Todo era misterioso alrededor. El coche seguía una sucia carretera que se elevaba sobre los pantanos que se extendían a ambos lados. Pasamos ante una aparición; era un negro con camisa blanca que caminaba con los brazos levantados hacia el oscuro firmamento. Debía de estar rezando o maldiciendo. Pasamos zumbando a su lado; miré por la ventanilla trasera para verle el blanco de los ojos.

—¡Vaya! —dijo Dean—. No lo mires. Será mejor que no nos detengamos en esta zona.

En un determinado punto nos encontramos con un cruce y detuvimos el coche a pesar de todo. Dean apagó los faros. Estábamos rodeados por un bosque con árboles cubiertos de enredaderas en el que casi podíamos oír al deslizarse de un millón de serpientes venenosas. Lo único que veíamos era el rojo botón de los amperios del salpicadero del Hudson. Marylou gritó asustada. Empezamos a reírnos como maníacos para asustarla aún más. También nosotros teníamos miedo. Queríamos salir de estos dominios de la serpiente de las cenagosas tinieblas, y zumbar hasta tierra americana conocida y los pueblos de vaqueros. En el aire olía a petróleo y a aguas estancadas. Era un manuscrito de la noche que no podíamos leer. Ululó un búho. Probamos por una de las sucias carreteras y enseguida cruzamos el maldito río Sabine responsable de todos aquellos pantanos. Vimos con asombro que delante de nosotros se levantaban grandes estructuras luminosas.

—¡Texas! ¡Es Texas! ¡Beaumont, el pueblo petrolero! —grandes tanques de petróleo y refinerías parecían ciudades en el fragante aire aceitoso.

—Me alegro de haber dejado atrás todo aquello —dijo Marylou—. Ahora podemos volver a oír otro programa de misterio.

Zumbamos a través de Beaumont, cruzamos el río Trinity en Liberty, y nos dirigimos a Houston. Ahora Dean hablaba de su época en Houston de 1947.

—¡Hassel! ¡Ese loco de Hassel! Lo buscaba por todas partes y nunca lo encontraba. Se nos perdía a cada paso por este maldito Texas. Íbamos a hacer la compra con Bull, y Hassel desaparecía. Teníamos que andar buscándolo por todos los billares de la ciudad —entrábamos en Houston—. Teníamos que buscarle casi siempre en la zona negra. Tío, se enrollaba con todos los tipos locos que se encontraba. Una noche lo perdimos y cogimos habitación en un hotel. Nuestra intención original era llevar hielo a Jane porque la comida se estaba pudriendo. Nos costó encontrarle un par de días. Incluso yo me metí en líos. Intentaba ligar con las mujeres que andaban de compras por la tarde, justo aquí, en los supermercados del centro —íbamos como flechas por la noche vacía— y me encontré a una chica que estaba realmente ida, una auténtica idiota que andaba vagabundeando y trataba de robar una naranja. Era de Wyoming. Su hermoso cuerpo sólo era comparable a su idiota cabeza. La encontré diciendo tonterías y me la llevé a la habitación. Bull estaba borracho y trataba de emborrachar a un chaval mexicano que se había ligado. Carlo se había picado heroína y escribía poesía. Hassel no apareció por el jeep hasta medianoche. Lo encontramos durmiendo en el asiento de atrás. El hielo se había deshecho. Hassel dijo que había tomado cinco pastillas para dormir. Tío, si mi memoria funcionara tan bien como el resto de mi mente, os podría contar todos los detalles de lo que hicimos. Pero sabemos cómo es el tiempo. Todas las cosas se cuidan de sí mismas. Podría cerrar los ojos y este viejo coche se ocuparía de sí mismo.

En las calles vacías de Houston, a las cuatro de la madrugada, de pronto nos adelantó un joven motorista lleno de lentejuelas y adornado con relucientes botones, visera, chaqueta de cuero negra, una chica agarrada a él como una india, el pelo al viento, un poeta tejano de la noche a todo velocidad cantando:

—Houston, Austin, Fort Woerth… y a veces Kansas City… y a veces el viejo Antone… ¡ah!… ¡jaaaaa! —se perdieron en la noche delante de nosotros.

—¡Vaya! ¿Habéis visto a ese chaval? ¡Vamos allá también nosotros! —Dean quería alcanzarlos—. ¿No sería estupendo si consiguiéramos reunirnos todos y pasárnoslo bien sin follones; todo resultaría agradable y suave, sin protestas infantiles, sin desgracias corporales que nos molesten? ¡Sí! Pero ya sabemos cómo es el tiempo. —Se inclinó hacia delante y aceleró la marcha.

Pasado Houston sus energías, aunque eran muy grandes, le abandonaron y conduje yo. Empezó a llover justo cuando cogía el volante. Ahora estábamos en la gran llanura de Texas y; como Dean había dicho:

—Avanzas y avanzas y todavía estarás en Texas mañana por la noche.

La lluvia arreciaba. Crucé un destartalado pueblo de vaqueros con una calle principal llena de barro y me encontré en un camino sin salida. «¿Eh, qué estás haciendo?», me dije. Ellos dormían. Di la vuelta y regresé por donde había venido. No se veía ni un alma; tampoco una maldita luz. De repente un jinete con impermeable apareció ante los faros. Era el sheriff. Llevaba un sombrero de ala ancha que chorreaba.

—¿Por dónde se va a Austin?

Me lo indicó educadamente y salí del pueblo. Poco después, de pronto vi dos faros que venían directamente hacia mí bajo la lluvia. Pensé que iba por el lado equivocado de la carretera; me ceñí a la derecha y me encontré rodando sobre el barro; volví a la carretera. Los faros seguían echándoseme encima. En el último momento me di cuenta de que el otro conductor iba por el lado equivocado de la carretera sin darse cuenta. Me hundí en el barro a cincuenta por hora; por suerte no había cuneta ni zanja. El otro coche se detuvo bajo el aguacero. Cuatro huraños braceros que habían abandonado su tarea para armar follón en los bares, todos con camisa blanca y brazos morenos y sucios, me miraron como idiotas. El conductor estaba como una cuba.

—¿Por dónde se va a Houston? —dijo.

Señalé la dirección con el dedo. Me dije de pronto que habían hecho aquello a propósito con el fin de preguntar la dirección lo mismo que un mendigo se dirige directamente a ti en una acera para cerrarte el paso. Miraron melancólicamente el suelo de su coche, donde rodaban botellas vacías, y se alejaron con estrépito. Puse el coche en marcha; estaba hundido en tres centímetros de barro. Suspiré en el lluvioso desierto tejano.

—Dean —dije—. Despiértate.

—¿Qué pasa?

—Estamos atascados en el barro.

—Pero ¿qué cojones ha pasado?

Se lo conté. Lanzó un montón de juramentos. Nos pusimos unos zapatos y unos jerseys viejos y salimos del coche bajo la lluvia torrencial. Arrimé el hombro al guardabarros trasero y levanté todo lo que pude. Dean puso cadenas a las resbaladizas ruedas. En un momento estábamos cubiertos de barro. Ante estos horrores despertamos a Marylou e hicimos que pusiera el coche en marcha mientras nosotros empujábamos. El atormentado Hudson fue elevándose y elevándose. De pronto dio un salto y patinó por la carretera. Marylou lo dominó justo a tiempo y montamos. Así eran las cosas. El trabajo había durado media hora y estábamos empapados e incómodos.

Me dormí, cubierto de barro; por la mañana cuando desperté el barro se había secado y afuera nevaba. Estábamos cerca de Fredericksburg, en las grandes praderas. Fue uno de los peores inviernos de la historia de Texas y del Oeste, las vacas morían como moscas y nevó hasta en San Francisco y LA. Nos encontrábamos muy mal. Deseábamos volver a Nueva Orleans con Ed Dunkel. Marylou conducía; Dean dormía. Ella conducía con una mano y con la otra me toqueteaba. Me hacía mil promesas para cuando llegáramos a San Francisco. Me babeaba de gusto como un imbécil. A las diez cogí el volante. Dean estaba fuera de combate para varias horas. Conduje cientos de aburridos kilómetros a través de los matorrales nevados y los escabrosos montes cubiertos de salvia. Pasaban vaqueros con viseras de béisbol y orejeras buscando vacas. De cuando en cuando aparecían casitas de aspecto confortable con la chimenea echando humo. Hubiera deseado comer mantequilla y judías al amor de la lumbre.

En Sonora conseguí otra vez pan y queso gratis mientras el propietario charlaba con un fornido ranchero en el otro extremo de la tienda. Dean dio gritos de alegría cuando se lo conté; estaba muerto de hambre. No podíamos gastar ni un centavo en comida.

—Sí, sí —decía Dean mirando a los rancheros que pululaban por la calle principal de Sonora—, cada uno de ésos es un maldito millonario, miles de cabezas de ganado, braceros, edificios, dinero en el banco. Si yo viviera por aquí sería una liebre escondida entre los matorrales siempre al acecho de guapas vaqueras… ¡Ji-ji-ji-ji! ¡Hostias! —se dio un puñetazo—. ¡Sí! ¡De acuerdo! ¡Ay de mí!

No sabíamos de qué hablaba. Cogió el volante y condujo el resto del camino a través del estado de Texas, unos ochocientos kilómetros, directamente hasta El Paso, llegando al amanecer y sin parar nada más que una sola vez para desnudarse, cerca de Ozona, y saltar y gritar entre los matorrales. Los coches pasaban zumbando y no le veían. Se escurrió dentro del coche otra vez y volvió a conducir.

—Ahora, Sal, y tú también, Marylou, quiero que hagáis lo mismo que yo, quitaos toda la ropa. ¿Qué sentido tiene? Es lo que os estoy diciendo. Vuestros cuerpos tienen que tomar el sol. ¡Vamos! —íbamos hacia el Oeste, rumbo al sol; sus rayos llegaban a través del parabrisas—. Ofreced el vientre al sol.

Marylou obedeció; yo también pero más a desgana. Nos sentamos los tres en el asiento delantero. Marylou sacó crema y nos la aplicó en broma. De cuando en cuando nos cruzábamos con un gran camión; desde su alta cabina el conductor tenía una fugaz visión de una dorada beldad sentada desnuda entre dos hombres también desnudos; podía vérseles por la ventanilla trasera hacer eses durante unos momentos mientras se alejaban. Cruzábamos grandes llanuras cubiertas de matorrales, ya sin nieve. Enseguida estuvimos en las rocas anaranjadas del Pecos Canyon. En el cielo se abrían lejanías azules. Bajamos del coche para ver unas ruinas indias. Dean lo hizo completamente desnudo. Marylou y yo nos pusimos los abrigos. Anduvimos entre las viejas piedras saltando y gritando. Unos turistas vieron a Dean desnudo en la llanura; no creían lo que veían sus ojos y se alejaron aturdidos.

Dean y Marylou aparcaron el coche cerca de Van Horn y follaron mientras yo dormía. Me desperté precisamente cuando rodábamos por el tremendo valle de Río Grande, a través de Clint e Ysleta hacia El Paso. Marylou saltó al asiento trasero, yo al delantero y continuamos la marcha. A nuestra izquierda, pasamos los vastos espacios de Río Grande, estaban las áridas y rojizas montañas de la frontera mexicana, la tierra de los tarahumaras; un suave crepúsculo jugaba en las cimas. Delante se veían las lejanas luces de El Paso y Juárez, sembradas por un inmenso valle tan grande que se podían ver varios trenes humeando al mismo tiempo en diversas direcciones como si aquello fuera el Valle del Mundo. Descendimos a él.

—¡Clint, Texas! —dijo Dean. Había sintonizado en la radio la estación de Clint. Cada cuarto de hora ponían un disco; el resto del tiempo emitían anuncios de cursos por correspondencia—. Este programa se difunde por todo el Oeste —exclamó Dean excitado—. Tío, solía escucharlo noche y día en el reformatorio y en la cárcel. Todos escribíamos. Obtienes un diploma de segunda enseñanza por correo si pasas los exámenes. No hay joven matón del Oeste que no escriba en alguna u otra ocasión; no se oye otra cosa por la radio; sintonizas la radio en Sterling, Colorado, Lusk, Wyoming, no importa dónde, y allí está Clint, Texas, Clint Texas. Y la música siempre es música hillbilly y mexicana, es el peor programa de toda la historia del país y nadie puede remediarlo. Cuentan con una red potentísima; tienen cubierta toda la región. —Vimos la alta antena pasadas las casas de Clint—. ¡Oh, tío, la de cosas que te podría contar! —exclamó Dean, casi sollozando. Con la mirada puesta en Frisco y la costa, entramos en El Paso cuando se hacía de noche, y sin un centavo. Era imprescindible que consiguiéramos algo de dinero para gasolina o nunca llegaríamos.

Lo intentamos todo. Fuimos a una agencia de viajes, pero aquella noche no iba nadie al Oeste. La agencia de viajes es el sitio adónde se va a obtener asiento en un coche a cambio de compartir el precio de la gasolina, cosa legal en el Oeste. Siempre hay esperando tipos miserables con maletas destrozadas. Fuimos a la estación de los autobuses Greyhound para tratar de convencer a alguien de que nos diera el dinero en lugar de adquirir un billete para el Oeste. Pero fuimos demasiado vergonzosos para acercarnos a nadie. Nos paseamos melancólicamente por allí. Afuera hacía frío. Un estudiante se puso a sudar cuando vio a la atractiva Marylou e hizo grandes esfuerzos por disimularlo. Dean y yo nos consultamos la cosa y decidimos que no éramos macarras. En esto, un muchacho alocado y bruto, recién salido del reformatorio, se nos pegó, y él y Dean fueron a tomar una cerveza.

—¡Venga, tío! Podemos pegarle a alguien un palo en la cabeza y cogerle dinero.

—¡Tú eres mi hombre! —respondió Dean. Se alejaron rápidamente. Durante un momento me quedé preocupado; pero Dean sólo quería ver las calles de El Paso con el chico y divertirse un poco.

Marylou y yo esperamos en el coche. Ella me rodeó con sus brazos.

—¡Coño! ¡Espera hasta que lleguemos a Frisco! —le dije.

—No me importa. De todos modos Dean me va a dejar.

—¿Cuándo vas a volver a Denver?

—No lo sé. Me da lo mismo no ir. Podría volver al Este contigo.

—Tendremos que conseguir algo de dinero en Frisco.

—Conozco un restaurante donde podrías encontrar trabajo de cajero, y yo de camarera. También sé de un hotel donde nos fiarían. Seguiremos juntos. ¡Vaya! Me estoy poniendo triste.

—¿Por qué estás triste, Lou?

—Por todo. ¡Joder! Me gustaría que Dean no estuviera tan loco —Dean venía hacia nosotros haciendo guiños y riéndose. Se metió en el coche.

—Vaya tipo más loco. Pero conozco a miles de tipos así, todos iguales, sus cabezas funcionan igual, ¡oh!, las infinitas ramificaciones, no hay tiempo, no hay tiempo… —y puso el coche en marcha, se inclinó sobre el volante, y dejamos atrás El Paso—. Tenemos que recoger autostopistas. Estoy seguro de que encontraremos a alguien. ¡Allá vamos! ¡Adelante! —gritó a los de otro coche—. ¡Paso! —añadió y les adelantó y evitó a un camión y salimos de las afueras de la ciudad.

Al otro lado del río se veían las brillantes luces de Juárez y las tristes tierras áridas y las brillantes estrellas de Chihuahua. Marylou observaba a Dean disimuladamente como lo había observado durante todo aquel ir venir a través del país (con aire triste y hosco, como si pensara en cortarle la cabeza y esconderla en su bolso). Había en ella un amor rencoroso y triste hacia Dean, hacia este Dean tan asombrosamente él mismo, un amor siniestro y alocado, expresado con una sonrisa tierna y cruel que me dio miedo, un amor que ella sabía que jamás daría fruto porque cuando miraba aquel rostro huesudo de mandíbulas firmes, con su satisfacción varonil y tan enfrascado en lo suyo, comprendía que estaba demasiado loco. Dean estaba convencido de que Marylou era una puta; me confió que pensaba que era una mentirosa patológica. Pero cuando ella miraba también expresaba amor; y cuando Dean lo notaba siempre se volvía hacia ella con una sonrisa de falso enamorado, pestañeando y enseñando sus blancos dientes, cuando sólo un momento antes sólo pensaba en la eternidad. Entonces Marylou y yo nos reímos, y Dean no mostró ningún signo de desconfianza, sólo nos replicó con una despreocupada y alegre sonrisa que nos decía: «En cualquier caso lo estamos pasando bien, ¿verdad?». Y así eran las cosas.

Después de El Paso vimos una confusa y pequeña figura en la oscuridad con el dedo extendido. Era un autostopista en potencia. Nos detuvimos y luego dimos marcha atrás hasta llegar a su lado.

—¿Cuánto dinero tienes, muchacho?

El chico no tenía dinero; era pálido, extraño, con una mano subdesarrollada, paralítica. Tendría unos diecisiete años y no llevaba ningún tipo de equipaje.

—¿No es una monada? —dijo Dean volviéndose hacia mí con expresión seria—. Entra, amigo, te llevaremos.

El chico aprovechó la ocasión. Dijo que tenía una tía en Tulare, California, que era dueña de una tienda y que en cuanto llegásemos nos conseguiría dinero. Dean se retorcía de risa, era igual que aquel otro chico de Carolina del Norte.

—¡Sí! ¡Sí! —gritaba—. Todos tenemos tías; bien, adelante. Vamos en busca de las tías y los tíos y de las tiendas de comestibles, los buscaremos por todo el camino.

Teníamos un nuevo pasajero. Era un muchacho agradable. No decía nada, simplemente nos escuchaba. Tras un minuto de oír hablar a Dean probablemente quedó convencido de que había subido a un coche de locos. Dijo que hacía autostop de Alabama a Oregón, donde estaba su casa. Le preguntamos qué había estado haciendo en Alabama.

—Fui a visitar a un tío mío; me había dicho que me daría trabajo en un aserradero. La colocación fracasó y vuelvo a casa.

—A casa —dijo Dean—. Sí, señor, a casa. Te llevaremos a casa, por lo menos hasta Frisco. —Pero no teníamos dinero. Entonces se me ocurrió que podría pedir prestados cinco dólares a mi viejo amigo Hal Hingham, de Tucson, Arizona. Inmediatamente Dean dijo que estaba todo solucionado y que iríamos a Tucson. Cosa que hicimos.

Pasamos de noche por Las Cruces, Nuevo México, y llegamos a Arizona al amanecer. Me desperté de un profundo sueño para encontrármelos a todos dormidos como corderitos y el coche aparcado Dios sabe dónde: no se veía nada a través de las empañadas ventanillas. Salí del coche. Estábamos en la montaña: era una maravillosa salida de sol, frescos aires púrpura, laderas rojizas, pastos esmeralda en los valles, rocío y cambiantes nubes doradas; en el suelo agujeros de topos, cactos, acacias. Era hora de que condujera. Empujé a Dean y al chico a un lado e inicié el descenso con el motor parado para ahorrar gasolina. De este modo entré en Benson, Arizona. Recordé entonces que tenía un reloj de bolsillo que Rocco me había regalado por mi cumpleaños, un reloj de cuatro dólares. En la estación de servicio pregunté al encargado si en Benson había alguna casa de empeños. Me señaló la puerta de al lado de la estación. Llamé, alguien saltó de la cama, y un minuto después me habían dado un dólar por el reloj. Lo gasté en gasolina. Ahora ya teníamos bastante combustible para llegar a Tucson. Pero en esto apareció un policía en moto que llevaba una enorme pistola, y justo cuando me ponía en marcha, me dijo que quería ver mi permiso de conducir.

—Mi amigo, que está ahí detrás, lo tiene —dije. Dean y Marylou dormían pegados bajo la manta. El policía dijo a Dean que saliera. De pronto sacó la pistola y gritó:

—¡Manos arriba!

—Pero agente —oí que decía Dean con tono untuoso y ridículo—. ¡Por Dios, agente! Si sólo me estaba abrochando la bragueta.

Hasta el pestañí sonrió. Dean salió manchado de barro, desastrado, con el vientre asomando bajo la camiseta, lanzando maldiciones, buscando su permiso de conducir por todas partes, y también los papeles del coche. El de la bofia registró el portaequipajes. Todo estaba en regla.

—Era sólo una comprobación de rutina —dijo con amable sonrisa—. Pueden seguir. Benson no está nada mal, pueden pararse allí a desayunar.

—Sí, sí, sí —dijo Dean, sin prestarle ninguna atención y nos alejamos. Suspiramos aliviados. La policía siempre sospecha de los grupos de jóvenes que andan en coches nuevos sin un centavo en el bolsillo y empeñando relojes—. Siempre tienen que meterse en todo —añadió Dean—, pero era un policía mucho mejor que aquella rata de Virginia. Quieren hacer detenciones que merezcan grandes titulares; creen que todos los coches que pasan vienen de Chicago con una banda de gánsteres dentro. No tienen otra cosa que hacer. —Seguimos rumbo a Tucson.

Tucson está situado en una zona fluvial cubierta de acacias y dominada por la nevada Sierra Catalina. La ciudad era de construcciones sólidas; la gente estaba de paso, era bronca, ambiciosa, atareada, alegre; lavaderos, remolques; calles muy animadas con banderolas; todo muy californiano. Fort Lowell Road, donde Hingham vivía, sigue el solitario camino del río bordeado de árboles junto al llano desierto. Vimos al propio Hingham meditando en el patio de su casa. Era escritor; había venido a Arizona a trabajar en su libro en paz. Era alto, desgarbado, un tímido satírico que farfullaba sin mirarte y que continuamente contaba cosas divertidas. Su mujer y su hijo vivían con él en la casita de adobe construida por su suegro, que era indio. Su madre vivía en su propia casa al otro lado del patio. Era una americana muy nerviosa enamorada de la alfarería, los abalorios y los libros. Hingham sabía de Dean por cartas que le había escrito desde Nueva York. Llegamos como una plaga, todos muertos de hambre, incluso Alfred, el muchachito inválido. Hingham llevaba un jersey viejo y fumaba una pipa en el acre aire del desierto. Su madre salió y nos invitó a entrar en la cocina para que comiésemos algo. Preparó tallarines en una enorme cazuela.

Luego fuimos a una tienda de bebidas del cruce donde Hingham hizo efectivo un cheque de cinco dólares y me entregó el dinero. Hubo una breve despedida.

—Fue una visita muy agradable —dijo Hingham mirando hacia otro lado. Más allá de unos árboles, entre la arena, había un parador con un gran letrero de neón rojo encendido. Hingham siempre iba allí a tomarse una cerveza cuando se cansaba de escribir. Se sentía muy solo y quería volver a Nueva York. Era triste ver cómo su elevada figura se perdía en la oscuridad mientras nos alejábamos, lo mismo que había pasado con las otras figuras de Nueva York y Nueva Orleans: se las veía inseguras bajo los inmensos cielos y todo lo que les rodeaba sumergido en la negrura. ¿Adónde ir? ¿Qué hacer? ¿Para qué hacerlo…? dormir. Pero nuestro grupo de locos se lanzaba hacia delante.