6

Lloviznaba y todo era misterioso al comienzo de nuestro viaje. Me decía que todo iba a ser una gran saga en la niebla.

—¡Vamos allá! —gritó Dean—. ¡Allá vamos! —y se inclinó sobre el volante y salió disparado; había vuelto a su elemento, todos lo podíamos ver.

Estábamos todos encantados, nos dábamos cuenta de que dejábamos la confusión y el sinsentido atrás y realizábamos nuestra única y noble función del momento: movernos. ¡Y cómo nos movíamos! Pasamos como una exhalación junto a las misteriosas señales, blancas en la noche negra, de algún sitio de Nueva Jersey que decían SUR (con una flecha) y OESTE (con otra flecha) y seguimos la que indicaba el Sur. ¡Nueva Orleans! Ardía dentro de nuestras cabezas. Desde la sucia nieve de «la gélida y agotadora Nueva York», como Dean decía, no pararíamos hasta el verdor y el olor a río de la vieja Nueva Orleans, en el fondo de América; luego iríamos al Oeste. Ed iba en el asiento de atrás; Marylou, Dean y yo íbamos delante y hablábamos animadamente de lo buena y alegre que era la vida. Dean de pronto se puso tierno.

—Bueno, maldita sea, escuchadme bien, debemos admitir que todo está bien y que no hay ninguna necesidad de preocuparse, y de hecho debemos de darnos cuenta de lo que significa para nosotros ENTENDER que EN REALIDAD no estamos preocupados por NADA. ¿De acuerdo? —todos dijimos que sí—. Allá vamos todos juntos… ¿Qué hicimos en Nueva York? Olvidémoslo —todos habíamos reñido—. Todo eso queda detrás, a muchos kilómetros y cuestas de distancia. Ahora vamos a Nueva Orleans en busca de Bull Lee y no tenemos más que hacer que escuchar a este saxo tenor y dejarle que sople todo lo fuerte que quiera —subió el volumen de la radio hasta que el coche empezó a estremecerse—, y escuchad lo que nos dice y descansaremos y obtendremos conocimiento.

Todos seguíamos la música y estábamos de acuerdo. La pureza de la carretera. La línea blanca del centro de la autopista se desenrollaba siempre abrazada a nuestro neumático delantero izquierdo como si estuviera pegada a sus estrías. Dean, curvado su musculoso cuello, con una camiseta en la noche invernal, mantenía el coche a enorme velocidad. Insistió en que al atravesar Baltimore condujese yo para que adquiriera práctica con el tráfico; todo iba bien, excepto que él y Marylou insistían en conducir mientras se besaban y metían mano. Era una locura; la radio iba a plena potencia. Dean empezó a marcar el ritmo en el salpicadero hasta que éste se hundió; yo hice lo mismo. El pobre Hudson —el lento barco rumbo a China— estaba recibiendo una paliza.

—¡Oh, tío, qué gusto! —gritó Dean—. Marylou, escúchame, guapa, sabes que soy capaz de hacerlo todo y al mismo tiempo, y que tengo una energía ilimitada. En San Francisco tenemos que vivir juntos. Sé de un sitio para ti, en el extremo de nuestro radio de acción. Estaré en casa y cada dos días tendremos doce horas para nosotros y, tío, sabes lo que podemos hacer en doce horas, guapa. Entretanto yo seguiré viviendo con Camille como si nada, ¿comprendes?, no se enterará. Haremos que funcione; ya lo hemos hecho otras veces.

Marylou se mostró totalmente de acuerdo, estaba decidida a dejar a Camille sin el cuero cabelludo. Habíamos convenido en que Marylou viviría conmigo en Frisco, pero acababa de ver que iban a seguir juntos y que yo continuaría solo en el otro extremo del continente. Pero ¿por qué pensar en eso cuando la tierra dorada se extendía delante de nosotros y estaban acechándonos todo tipo de acontecimientos imprevistos para sorprendernos y hacer que nos alegráramos de estar vivos y verlos?

Llegamos a Washington al amanecer. Era el día de la inauguración del segundo período presidencial de Harry Truman. Un gran despliegue de material bélico estaba alineado en la avenida Pensilvania mientras pasábamos por allí en nuestro zurrado barco. Había aviones B-29, lanchas de desembarco, artillería, todo tipo de material de guerra que resultaba mortífero sobre la nevada hierba; lo último que se veía era un pequeño bote salvavidas normal y corriente que daba pena. Dean aminoró la marcha para mirar todo eso. Movió la cabeza con cierto respeto.

—¿Qué piensa hacer esta gente…? Harry está durmiendo en algún sitio de la ciudad… El bueno de Harry… de Missouri, como yo… Este bote debe ser suyo.

Dean se fue a dormir al asiento de atrás y Dunkel condujo. Le dimos instrucciones específicas de que se lo tomara con calma. Pero en cuanto nos oyó roncar se lanzó a ciento treinta por hora, con los amortiguadores estropeados y todo, y no sólo eso, sino adelantó a tres coches a la vez en un sitio donde había un policía discutiendo con un motorista. Iba por el cuarto carril de una autopista de cuatro, a velocidad superior a la permitida. Por supuesto, el policía se puso a seguirnos con la sirena sonando. Nos detuvimos. Nos dijo que le siguiésemos a la comisaría. Allí había un policía muy siniestro al que no le gustó Dean: olía a cárcel. Mandó fuera a su cohorte para interrogarnos a Marylou y a mí en privado. Querían saber la edad de Marylou para aplicarle la ley Mann. Pero ella llevaba un certificado de matrimonio. Entonces me llevaron aparte y quisieron saber quién se acostaba con Marylou.

—Su marido —dije yo sencillamente.

Pero no estaban satisfechos. Veían algo equívoco. Actuaron como Sherlock Holmes aficionados y nos hacían las mismas preguntas dos veces esperando que cometiéramos algún desliz.

—Estos dos chicos —dije— van de regreso a California. Trabajan en el ferrocarril. Ella es la mujer del más bajo, y yo soy un amigo suyo que ha dejado la facultad para pasar unas vacaciones de quince días.

—¿Ah, sí? —dijo el policía sonriendo—. ¿Es tuya esta cartera?

En definitiva, que el pestañí más siniestro puso una multa de veinticinco dólares a Dean. Les dijimos que sólo teníamos cuarenta para ir hasta el Oeste; dijeron que se la traía floja. Cuando Dean protestó, el más siniestro le amenazó con llevarle a Pensilvania y formular una acusación concreta contra él.

—¿Qué acusación?

—No te preocupes de eso. No te preocupes, listillo, eso es cosa nuestra.

Tuvimos que darles los veinticinco dólares. Pero antes Ed Dunkel, el culpable, se ofreció a ir a la cárcel. Dean consideró la oferta. El policía se enfadó y dijo:

—Si dejas que tu amigo vaya a la cárcel, te llevaré a Pensilvania ahora mismo. ¿Me oyes? —Lo único que queríamos era irnos—. Otra multa por exceso de velocidad y pierdes el coche —añadió el policía más siniestro como andanada final. Dean tenía el rostro congestionado.

Partimos silenciosamente. Aquello era como invitarnos a robar con el fin de recuperar el dinero del viaje que nos habían quitado. Sabían que estábamos a dos velas y que no teníamos parientes en el camino o a quienes telegrafiar pidiendo dinero. La policía americana lleva a cabo una guerra psicológica contra los americanos que no les asustan con documentos y amenazas. Es una fuerza de policía victoriana; mira indiscretamente por las ventanas y quiere saberlo todo, y crean delitos si no existen delitos bastantes para satisfacerlos. «Nueve renglones de crímenes, uno de aburrimiento»: dijo Louis-Ferdinand Céline. Dean estaba tan enfadado que quería volver a Virginia y cargarse al policía en cuanto consiguiera un arma.

—¡Pensilvania! —se burló—. ¡Me gustaría saber de qué nos acusaba! De vagos y maleantes, seguramente; nos quitan todo el dinero y nos acusan de vagos. Tienen las cosas fáciles. Y me pegarían un tiro si me quejara. —No teníamos otro remedio que ponernos contentos de nuevo y olvidarlo todo. Cuando cruzábamos Richmond empezamos a olvidarnos del asunto, y enseguida todo iba cojonudamente.

Nos quedaban quince dólares para todo el viaje. Necesitábamos recoger autostopistas y vagabundos que nos ayudaran a pagar la gasolina. En el desierto de Virginia de repente vimos a un tipo caminando por la carretera. Dean se detuvo zumbando. Miré hacia atrás y dije que sólo era un vagabundo y que probablemente no tendría ni un centavo.

—De todos modos los recogeremos para divertirnos —rió Dean.

El hombre era un desharrapado, un tipo miope que caminaba leyendo un libro de bolsillo sucio que había encontrado en una alcantarilla. Subió al coche y siguió leyendo; estaba increíblemente sucio y cubierto de costra. Dijo que se llamaba Hyman Solomon y que viajaba por todos los Estados Unidos, llamando a las puertas de los judíos pidiéndoles dinero y diciendo:

—Denme dinero para comer, soy judío.

Añadió que se lo hacía bastante bien. Le preguntamos qué leía. No lo sabía. No se había molestado en mirar el título. Miraba únicamente las palabras como si hubiera encontrado la auténtica Torah en el lugar apropiado: el desierto.

—¿Lo veis? ¿Lo veis? —decía Dean dándome codazos—. Dije que nos divertiríamos. El mundo entero está loco.

Llevamos a Solomon hasta Testament. Mi hermano ya se había instalado en la casa nueva de la otra parte de la ciudad. Estábamos de nuevo en la calle larga y miserable con las vías del tren en el medio y los tristes y lúgubres sureños pululando ante las tiendas.

—Veo que ustedes necesitan dinero para proseguir el viaje —dijo Solomon—. Espérenme, voy a conseguir unos cuantos dólares en una casa de judíos y seguiré con ustedes hasta Alabama.

Dean estaba contentísimo; él y yo corrimos a comprar queso y pan para comer dentro del coche. Marylou y Ed esperaron. Pasamos en Testament dos horas esperando por Hyman Solomon; estaba buscándose la vida en alguna parte de la ciudad, pero no conseguíamos verle. El sol comenzó a enrojecer. Se hacía tarde. Solomon nunca apareció, así que dejamos Testament.

—Ves, Sal, Dios existe, nos hemos quedado colgados en este pueblo, da igual lo que hagamos, y además fíjate en su extraño nombre bíblico, y en ese extraño tipo bíblico que nos hizo detenernos una vez más, y también fíjate en todas las cosas relacionadas con eso, lo mismo que la lluvia que relaciona todas las cosas del mundo entero…

Dean siguió así; estaba muy contento y exuberante. De pronto, él y yo vimos el país entero como si fuera una ostra abierta; y tenía perla, ¡tenía perla! Seguimos rumbo al Sur. Cogimos a otro autostopista. Era un chaval triste que dijo tener una tía que poseía una tienda en Dunn, Carolina del Norte, en las afueras de Fayetteville.

—Cuando lleguemos podrás sacarle un dólar, ¿no? ¡Estupendo! ¡Cojonudo! ¡Allá vamos!

Una hora después estábamos en Dunn; anochecía. Nos dirigimos adónde el chico dijo que su tía tenía la tienda. Era una calleja siniestra sin salida que terminaba en la pared de una fábrica. Había tienda pero no había tía. Nos preguntamos a qué se había referido el chico. Le dijimos que adónde iba; no lo sabía. Era una broma; en cierta ocasión había visto aquella tienda de Dunn y fue la primera historia que se le ocurrió. Le compramos un perrito caliente, pero Dean dijo que no le podíamos llevar porque necesitábamos sitio para dormir y para recoger autostopistas que pudieran pagar la gasolina. Era triste pero cierto. Lo dejamos en Dunn cuando caía la noche.

Conduje a través de Carolina del Norte hasta pasado Macon, Georgia, mientras Dean, Marylou y Ed dormían. Solo en la noche pensaba y mantenía el coche pegado a la línea blanca de la santa carretera. ¿Qué estaba haciendo? ¿Adónde iba? Pronto lo descubriría. Para resumir, después de Macón me sentí agotado y desperté a Dean. Bajamos del coche a respirar un poco de aire puro y de repente los dos quedamos superpasados al darnos cuenta de que en la oscuridad que nos rodeaba todo era verde hierba fragante y olor a estiércol reciente y a aguas cálidas.

—¡Estamos en el Sur! ¡Hemos dejado atrás el invierno!

La débil luz del amanecer iluminaba brotes verdes al lado de la carretera. Respiré profundamente; una locomotora silbó en la oscuridad, camino de Mobile. Habíamos llegado. Me quité la camisa lleno de alegría. Quince kilómetros carretera abajo Dean entró en una estación de servicio con el motor parado. Había visto que el encargado estaba dormido apoyado en una mesa, y salió del coche, llenó tranquilamente el depósito, consiguió que el timbre no sonara, y nos largamos a la francesa con el depósito lleno con cinco dólares de gasolina.

Me dormí y desperté con el sonido de una música alegre y de Dean y Marylou hablando y la enorme pradera corriendo ante nosotros.

—¿Dónde estamos?

—Acabamos de cruzar la frontera de Florida, tío… creo que por un sitio que se llamaba Flomaton.

¡Florida! Rodábamos hacia la llanura costera y hacia Mobile; arriba se alzaban grandes nubes sobre el golfo de México. Sólo hacía treinta y seis horas que habíamos dicho adiós a nuestros amigos en la sucia nieve del Norte. Paramos en una estación de servicio, y allí Dean y Marylou hicieron payasadas entre las bombas y Ed Dunkel fue adentro y robó tres paquetes de pitillos como si tal cosa. Continuamos. Al entrar en Mobile por la gran autopista costera, nos quitamos la ropa de invierno y disfrutamos de la temperatura del Sur. Fue entonces cuando Dean empezó a contarnos la historia de su vida y cuando, pasado Mobile, se encontró con un embotellamiento en un cruce de carreteras, en lugar de detenerse, se lanzó a toda pastilla por una vía lateral que llevaba a una estación de servicio y siguió, después de volver a la carretera, sin aminorar su velocidad de crucero de ciento diez. Dejamos rostros asombrados detrás. Prosiguió su relato:

—Os digo que es verdad, empecé a los nueve con una chica que se llamaba Milly Mayfair en la trasera del garaje de Rod, en la calle Grant: la misma calle en la que vivía Carlo en Denver. Eso era cuando mi padre todavía trabajaba algo de fontanero. Recuerdo a mi tía chillando por la ventana: «¿Qué estáis haciendo ahí detrás del garaje?». Oh, Marylou, guapa, ¡si te hubiera conocido entonces! ¡Coño! ¡Lo rica que debías estar a los nueve años! —se rió entre dientes como un loco; metió un dedo en la boca de Marylou y luego se lo chupó; cogió la mano de ella y se la pasó por su cuerpo. Marylou se limitaba a seguir sentada allí sonriendo tranquilamente.

El alto y fuerte Ed Dunkel miraba por la ventanilla, hablando consigo mismo:

—Sí, señor, creo que aquella noche yo era un fantasma —y también se preguntaba lo que le diría a Galatea en Nueva Orleans.

—Una vez hice un viaje en un tren de carga desde Nuevo México hasta el mismísimo LA —siguió Dean—. Tenía once años, perdí a mi padre en un desvío; íbamos con un grupo de vagabundos y yo estaba con un tipo llamado Big Red. Mi padre estaba borracho en un furgón, el tren se puso en marcha y Big Red y yo le perdimos. No volví a verle durante meses. Me subí a un tren de carga larguísimo que iba a California, íbamos volando, era un tren de carga de primera clase, un Zipper del desierto. Yo iba subido a un tope todo el rato, podéis imaginaros lo peligroso que era, pero yo era sólo un niño y no lo sabía. Llevaba una hogaza de pan debajo del brazo y con el otro me agarraba a la barra del freno. No es un cuento, es verdad. Cuando llegué a LA tenía tantas ganas de leche y nata que me puse a trabajar en una lechería y lo primero que hice fue beberme un litro de nata espesa, muy espesa, y luego vomité.

—¡Pobre Dean! —dijo Marylou y le besó. Dean miró hacia delante orgulloso. La chica lo quería.

De pronto circulábamos junto a las azules aguas del golfo y al mismo tiempo empezó algo realmente loco en la radio; era el programa de discos Chicken Jazz’n Gumbo de Nueva Orleans. Todo eran discos de jazz, discos de música negra, con el locutor diciendo:

—No os preocupéis por nada de nada.

Vimos delante a Nueva Orleans en la noche. Dean se frotó las manos encima del volante.

—Ahora lo pasaremos bien de verdad.

Al anochecer entrábamos en las bulliciosas calles de Nueva Orleans.

—¡Fijaos! ¡Fijaos cómo huele la gente! —gritó Dean con la cabeza sacada por la ventanilla, husmeando—. ¡Vaya! ¡Dios! ¡Vida! —esquivó un tranvía—. ¡Sí! ¡Sí! —lanzó el coche hacia delante mirando en busca de chicas—. ¡Fijaos en ésa! —el aire de Nueva Orleans era tan dulce que parecía llegar en finos pañuelos; y podías oler el río y oler realmente a gente, y a barro, y a melaza, y a toda clase de emanaciones tropicales con la nariz súbitamente liberada del olor de los secos hielos del invierno del Norte. Saltamos en nuestros asientos—. ¡Cómo me gusta ésa! —gritó Dean señalando a otra mujer—. ¡Oh, cómo quiero a las mujeres! ¡Las quiero! ¡Creo que son maravillosas! —se cogió la cabeza con ambas manos. Grandes gotas de sudor le caían de la frente a causa de la excitación y el agotamiento.

Metimos el coche en el ferry de Algiers y nos encontramos cruzando el río Mississippi en barco.

—Ahora tenemos que bajar y ver el río y a la gente y oler el mundo —dijo Dean ocupado con sus gafas de sol y sus pitillos y saltando fuera del coche como un muñeco con resorte. Le seguimos. Nos inclinamos sobre la borda y contemplamos al gran padre marrón de las aguas que bajaba desde el centro de América como un torrente de almas destrozadas llevando troncos de Montana y barro de Dakota e Iowa y cosas que habían caído en él en Three Forks, donde el secreto comenzaba siendo hielo. La brumosa Nueva Orleans iba quedando atrás por una borda; la vieja y soñolienta Algiers con sus retorcidos muelles de madera se nos echaba encima por la otra. Los negros trabajaban en el caluroso atardecer, alimentando las calderas del ferry que estaban rojas y hacían que olieran a goma quemada los neumáticos del coche. Dean anduvo entre ellos, subiendo y bajando en el calor. Anduvo por toda la cubierta y subió por una escalera con sus pantalones sueltos colgándole de la tripa. De pronto le vi anhelante como siempre en el puente. No me hubiera extrañado verle echarse a volar. Oí su risa de loco por todo el barco.

—¡Ji-ji-ji-ji-ji!

Marylou estaba con él. Lo abarcó todo en un abrir y cerrar de ojos, bajó a contárnoslo todo, saltó dentro del coche precisamente cuando ya todos se preparaban para desembarcar, pasamos a dos o tres coches en un espacio estrechísimo, y nos encontramos atravesando Algiers como flechas.

—¿Adónde? ¿Adónde?

Decidimos que primero iríamos a una estación de servicio a preguntar por el paradero de Bull. Los niños jugaban en el soñoliento atardecer del río; las chicas pasaban con pañuelos y blusas de algodón y sin medias. Dean corrió calle arriba para verlo todo. Miraba a todas partes; movía la cabeza; se frotaba el vientre. Ed estaba sentado en el asiento trasero del coche con un sombrero sobre los ojos, sonriendo a Dean. Me senté en el guardabarros. Marylou estaba en el servicio. Desde las orillas donde hombres infinitesimales pescaban con caña, y desde los brazos del delta que se extendían por una tierra cada vez más roja, el enorme río jorobado rodeaba Algiers con su brazo principal, con rumor indescriptible. Soñolienta y peninsular, Algiers parecía condenada a ser barrida algún día con sus avispas y chozas. El sol declinaba, los mosquitos revoloteaban, las temibles aguas rugían.

Fuimos a casa del viejo Bull Lee en las afueras del pueblo, cerca del malecón del río. Había una carretera que corría a lo largo de un pantano. La casa era una construcción vieja y destartalada con porches medio hundidos a su alrededor y sauces llorones en el patio; la hierba tenía un metro de altura, la vieja valla estaba vencida, unos viejos cobertizos en ruinas. No había nadie a la vista. Entramos directamente en el patio y vimos unos cubos con ropa a remojo en el porche trasero. Bajé del coche y me dirigí hacia la puerta. Jane Lee estaba apoyada en ella con los ojos mirando hacia el sol.

—Jane —le dije—. Soy yo. Somos nosotros —ella ya lo sabía.

—Sí, ya lo sé. Bull no está ahora. ¿No parece un incendio eso de allí? —ambos miramos hacia el sol.

—¿Quieres decir el sol? —pregunté.

—Naturalmente que no me refiero al sol. Oigo sirenas por esa parte. ¿No te parece un resplandor especial? —era hacia Nueva Orleans y las nubes parecían raras.

—No veo nada —respondí.

—El mismo viejo Paradise de siempre —Jane se sorbió la nariz.

Fue así cómo nos saludamos el uno al otro después de cuatro años; Jane había vivido con mi mujer y conmigo en Nueva York.

—¿Está aquí Galatea Dunkel? —pregunté.

Jane seguía buscando su incendio; en aquellos tiempos tomaba tres tubos de benzedrina diarios. Debido a las anfetas su rostro, en otro tiempo lleno y germánico y hermoso, se había vuelto de piedra y rojo y demacrado. Había tenido la poliomielitis en Nueva Orleans y cojeaba un poco. Silenciosamente, Dean y los demás salieron del coche y se instalaron más o menos por la casa. Galatea Dunkel abandonó su augusto retiro de la parte de atrás de la casa para recibir a su verdugo. Galatea era una chica seria. Estaba pálida y parecía haber llorado. Ed se pasó la mano por el pelo y dijo «hola». Ella lo miró fijamente.

—¿Dónde has estado? ¿Por qué me has hecho esto? —y miró con desagrado a Dean; conocía el percal. Dean no le prestó ninguna atención; lo único que quería era comer; preguntó a Jane si había algo. La confusión comenzó en aquel mismo momento.

El pobre Bull volvió a casa en su Texas Chevy y se la encontró invadida de maniáticos; pero me dio la bienvenida con una agradable cordialidad que no había visto en él desde hacía muchísimo tiempo. Había comprado esta casa de Nueva Orleans con el dinero que había ganado cultivando guisantes en Texas en unión de un viejo compañero de la facultad cuyo padre, un loco patético, había muerto dejándole una fortuna. El propio Bull sólo recibía cincuenta dólares semanales de su familia, lo que no estaba del todo mal, pero lo gastaba casi todo en drogas… y el cuelgue de su mujer también era caro, ya que gastaba en benzedrina unos diez dólares a la semana. Sus gastos de comida eran los más bajos del país; raramente comían; tampoco comían sus hijos, aunque no se quejaban de ello. Tenían dos hijos maravillosos: Dodie, una niña de ocho años; y el pequeño Ray de uno. Ray andaba por el patio completamente desnudo: era una criatura rubia surgida del arco iris. Bull le llamaba «la bestezuela», inspirándose en W. C. Fields. Bull entró en el patio y se bajó del coche; desenrollándose hueso a hueso, se acercó con andar cansino. Llevaba gafas, sombrero de fieltro y un traje raído. Alto, delgado, encorvado, extraño y lacónico, dijo:

—Bien, Sal, por fin has llegado; entremos a tomar un trago.

Hubiera hecho falta toda la noche para hablar del viejo Bull Lee; de momento, diré que era un auténtico maestro, y debe añadirse que tenía todo el derecho del mundo a enseñar porque se pasaba la vida aprendiendo; y lo que aprendía era lo que él consideraba y llamaba «los hechos de la vida», de los que se informaba no sólo por necesidad, también por afición. Había arrastrado su largo y delgado cuerpo por todo Estados Unidos y la mayor parte de Europa y el norte de África, sólo por ver cómo iban las cosas; se había casado en Yugoslavia con una condesa, rusa blanca, en la década de los treinta para salvarla de los nazis; tenía fotos de la época con cocainómanos internacionales muy elegantes: unos tipos despeinados que se apoyaban unos en otros; también hay fotos suyas con un panamá en la cabeza recorriendo las calles de Argel; nunca volvió a ver a la condesa rusa. Fue exterminador en Chicago, tuvo un bar en Nueva York y fue alguacil en Newark. En París se sentaba a las mesas de los cafés para observar los hoscos rostros franceses que pasaban. En Atenas levantaba la cabeza de su ouzo, dejaba de beber este dulce licor, y contemplaba a la que consideraba la gente más fea del mundo. En Estambul se le hizo entre opiómanos y vendedores de alfombras, buscando los hechos. Leyó a Spengler y al marqués de Sade en hoteles ingleses. En Chicago proyectó atracar unos baños turcos, se rezagó dos minutos tomando un trago, y sólo consiguió un par de dólares y tuvo que salir pitando. Hizo todas estas cosas por puro experimento. Ahora su estudio final era la adicción a las drogas. Andaba por las calles de Nueva Orleans con tipos siniestros y visitando los bares donde tenía a sus contactos.

Hay una extraña historia de sus días de estudiante que ilustra algo como es: una tarde había reunido a sus amigos para tomar unos cócteles en su elegante alojamiento cuando, de pronto, el hurón que tenía en casa, como animal de compañía, surgió de improviso y mordió el tobillo a un marica muy elegante, y todos los demás salieron chillando. Bull se levantó de un salto, cogió su escopeta y dijo:

—Huele otra vez a esa vieja rata —y disparó haciendo un agujero suficiente para cincuenta ratas.

Tenía clavada en la pared una fotografía de una vieja casa muy fea de Cape Cod. Sus amigos le decían:

—¿Por qué tienes colgada ahí esa cosa tan fea?

—Me gusta precisamente porque es fea —respondía Bull.

Toda su vida seguía esta línea. Una vez llamé a la puerta de su casa de la calle 60 en los bajos fondos de Nueva York y me abrió llevando un sombrero hongo, un chaleco sin nada debajo, y unos pantalones a rayas totalmente destrozados; en la mano tenía un cazo lleno de alpiste y estaba tratando de liarse unos pitillos con él. También experimentó calentando jarabe de codeína para la tos hasta convertirlo en una masa negra… pero no funcionó excesivamente bien. Pasaba largas horas con Shakespeare —«El Bardo Inmortal», como él le llamaba— sobre las rodillas. En Nueva Orleans había empezado a pasar horas con los códices mayas sobre las rodillas y, aunque hablara, el libro seguía allí abierto todo el tiempo.

—¿Qué será de nosotros cuando muramos? —le pregunté en cierta ocasión.

—Cuando uno muere se muere, eso es todo —respondió.

En su habitación tenía una colección de cadenas que decía utilizar con su psicoanalista; experimentaban con el narcoanálisis y descubrieron que Bull Lee tenía siete personalidades diferentes; cada una de ellas iba empeorando progresivamente hasta que finalmente sería un idiota rabioso que necesitaría ser sujetado con cadenas. La personalidad de más arriba era la de un lord inglés, el súmmum de la idiotez. Hacia la mitad estaba un negro viejo que esperaba su turno y decía:

—Unos son hijoputas, otros no lo son, eso es lo que hay.

Bull se mostraba un tanto sentimental con respecto a los viejos días de América, especialmente 1910 cuando se conseguía morfina en los drugstores sin receta y los chinos fumaban opio en la ventana al atardecer y el país era salvaje y ruidoso y libre, con gran abundancia de cualquier tipo de libertad para todos. El principal objeto de su odio era la burocracia de Washington; después iban los liberales; después la bofia. Se pasaba el tiempo hablando y enseñando a los demás. Jane se sentaba a sus pies; yo hacía otro tanto; y lo mismo había hecho Carlo Marx y hacía ahora Dean. Bull era un tipo de cabello gris, imposible de describir, que pasaba desapercibido en la calle, a no ser que se le observara desde muy cerca y se viera su loca y huesuda cabeza con una extraña juventud: era como un clérigo de Kansas con ardores exóticos y misterios en su interior. Había estudiado medicina en Viena; había estudiado antropología, lo había leído todo; y ahora había iniciado su trabajo fundamental: el estudio de las cosas en sí mismas por las calles de la vida y de la noche. Se sentó en su cátedra; Jane trajo bebidas, martinis. Las persianas de su cátedra siempre estaban cerradas, noche y día; eso era en un rincón de la casa. En su regazo estaban los códices mayas y una pistola de aire comprimido con la que disparaba ocasionalmente los corchos de los tubos de benzedrina por la habitación. Yo me apresuraba a cargar la pistola de nuevo. Todos hicimos algunos disparos mientras hablábamos. Bull sentía curiosidad por conocer la razón de este viaje. Nos miró y resopló, con sonido de depósito vacío.

—Veamos, Dean, ahora quiero que te estés quieto un minuto y me digas por qué estás cruzando el país de esta forma.

—Bueno, ya sabes cómo son estas cosas —respondió Dean poniéndose colorado.

—Sal, ¿a qué vas a la Costa Oeste?

—Son sólo unos pocos días. Volveré a la facultad.

—¿Y qué me decís de ese tal Ed Dunkel? ¿Qué clase de persona es?

En aquel momento Ed estaba con Galatea en el dormitorio; no estuvo mucho tiempo. No sabíamos qué decirle a Bull de Ed Dunkel. Viendo que no sabíamos nada de nosotros mismos, Bull sacó de repente tres pitillos de tila y dijo que adelante, que íbamos a fumarnos aquella marihuana, que la cena estaría lista enseguida.

—No hay nada mejor para abrir el apetito. En una ocasión estaba colocado y me tomé una asquerosa hamburguesa y me pareció la cosa más deliciosa del mundo. Regresé de Houston la semana pasada, había ido a ver a Dale para el asunto de los guisantes. Una mañana dormía en un hotel cuando de repente un disparo me sacó de la cama. Aquel jodido loco acababa de disparar contra su mujer en la habitación contigua a la mía. Todo el mundo estaba asustado y el tipo cogió su coche y se largó dejando la escopeta en el suelo para el sheriff. Por fin lo detuvieron en Houma, con una borrachera de padre y muy señor mío. Ya no se puede andar tranquilo por este país sin un arma —y abrió la chaqueta y nos mostró su revólver. Después abrió un cajón y nos enseñó el resto del arsenal. En Nueva York en cierta ocasión tenía una metralleta bajo la cama—. Ahora tengo algo mejor… un fusil alemán de gases, un Schaintoth; observad qué belleza, sólo tengo un cartucho. Podría cargarme a cien tipos con esta arma y tener tiempo de sobra para largarme. Lo único malo es que sólo tengo un cartucho.

—Espero no estar por allí cerca cuando lo pruebes —dijo Jane desde la cocina—. ¿Cómo sabes que es un cartucho de gas?

Bull resopló; nunca prestaba atención a las salidas de Jane pero las oía. La relación entre él y su mujer era de lo más extraño: hablaban toda la noche; a Bull le gustaba vigilar la puerta y hablaba sin parar con su melancólica y monótona voz, ella intentaba intervenir, pero nunca podía; al amanecer él estaba cansado y entonces Jane hablaba y él escuchaba, resoplando y haciendo fuuu por la nariz. Ella le amaba locamente, pero de un modo delirante; no había muestras externas de cariño ni remilgos, sólo conversación y una profundísima camaradería que ninguno de nosotros conseguía penetrar. Algo curiosamente frío y antipático que entre ellos era de hecho una forma de humor a través de la que se comunicaban mutuamente sutiles vibraciones. El amor lo es todo: Jane jamás estaba a más de tres metros de Bull y nunca perdía palabra de lo que decía, y eso que él hablaba en voz muy baja.

Dean y yo estábamos deseando pasar una buena noche en Nueva Orleans y queríamos que Bull nos orientara. Nos echó un jarro de agua fría encima cuando dijo:

—Nueva Orleans es una ciudad muy aburrida. La ley prohíbe ir a la parte de los negros. Los bares son insoportablemente lúgubres.

—Supongo que habrá algún bar interesante —añadí.

—No existen en América bares realmente interesantes. Un bar interesante está más allá de nuestro alcance. En 1910 un bar era un sitio donde los hombres se reunían después de trabajar, y todo lo que había allí era una larga barra de latón, escupideras, una pianola como música, unos cuantos espejos, y barriles de whisky a diez céntimos el trago junto a barriles de cerveza a cinco la jarra. Ahora todo lo que hay es cromados, mujeres borrachas, maricas, camareros hostiles, dueños nerviosos que andan cerca de la puerta preocupados por sus sillas de cuero y por la ley; sólo un montón de gente gritando a destiempo y un silencio de muerte cuando entra un desconocido.

Discutimos sobre el tema de los bares.

—De acuerdo —añadió—. Os llevaré a Nueva Orleans esta noche y te enseñaré lo que te estoy explicando.

Y nos llevó deliberadamente a los bares más siniestros. Jane se quedó con los niños; habíamos terminado de cenar y ella leía los anuncios del Times-Picayune, de Nueva Orleans. Le pregunté si buscaba empleo; me respondió que simplemente se trataba de la parte del periódico más interesante.

Bull nos acompañó a la ciudad y siguió hablando:

—Tómatelo con calma, Dean, enseguida llegaremos, supongo. Mira, ahí tenemos el ferry. No necesitas tirarnos al río. —Me dijo que Dean había empeorado—. Me parece que va directamente hacia su destino ideal, que es una psicosis convulsiva mezclada con la irresponsabilidad y la violencia del psicópata. —Observaba a Dean con el rabillo del ojo—. Si vas a California con ese loco nunca conseguirás nada. ¿Por qué no te quedas conmigo en Nueva Orleans? Apostaremos a los caballos en Graetna y descansaremos en mi patio. Tengo una hermosa colección de cuchillos, estoy construyendo un blanco. También hay unas cuantas chicas apetitosas en el centro, si es que esta temporada te interesa eso —lanzó un resoplido.

Estábamos en el ferry y Dean se bajó del coche para asomarse por la borda. Lo seguí, pero Bull continuaba sentado en el coche resoplando, fuuuu. Aquella noche, sobre las aguas marrones, había un místico jirón de niebla, también leños a la deriva; al otro lado del río, Nueva Orleans resplandecía con brillos anaranjados, y unos cuantos barcos en los muelles cubiertos de niebla; fantasmales barcos de Benito Cereno con antepechos españoles y popas ornamentales, hasta que te acercabas a ellos y veías que sólo eran viejos cargueros suecos o panameños. Las luces del ferry brillaban en la noche; los mismos negros trabajaban con las palas y cantaban. En una ocasión el viejo Big Slim Hazard había trabajado en el ferry de Algiers como marinero de cubierta; eso también me llevó a pensar en Mississippi Gene; y mientras el río corría desde el centro de América bajo la luz de las estrellas lo supe, supe igual que un loco que todo lo que había conocido y todo lo que conocería era Uno. Es curioso, pero esa noche, cuando cruzábamos en el ferry con Bull Lee, una chica se suicidó en el muelle; lo leí en el periódico del día siguiente.

Estuvimos en los bares más siniestros del barrio francés con Old Bull y volvimos a casa hacia medianoche. Aquella noche Marylou tomó todo lo que aparece en los libros: fumó tila, tomó barbitúricos y anfetas, bebió mucho alcohol, y hasta le pidió a Bull un chute de morfina que, él, por supuesto, no le dio. Le dio un martini. Estaba tan pasada con tantos productos que llegó a una especie de sopor y parecía una retrasada mental cuando se quedó en el porche conmigo. El porche de Bull era maravilloso. Rodeaba toda la casa; a la luz de la luna y con los sauces la hacía parecer una vieja mansión sureña que había conocido tiempos mejores. Dentro, Jane seguía leyendo los anuncios en el cuarto de estar; Bull estaba en el cuarto de baño metiéndose un fije, apretándose una vieja corbata negra con los dientes para hacer el torniquete y pinchándose con la aguja en su dolorido brazo lleno de agujeros; Ed Dunkel y Galatea estaban desparramados sobre la maciza cama de matrimonio que Bull y Jane nunca utilizaban; Dean liaba porros; y Marylou y yo imitábamos a la aristocracia del Sur.

—¿A qué se debe, señorita Lou, que esta noche esté usted tan bella y atrayente?

—¡Oh! Mil gracias, querido Crawford, no dude que sabré apreciar lo que me dice.

Las puertas que daban al semihundido porche se abrían sin cesar y los personajes de nuestro triste drama de la noche americana salían constantemente para ver dónde estaban los demás. Finalmente di una vuelta yo solo hasta el malecón. Quería sentarme en la orilla pantanosa y observar el río Mississippi; en vez de eso, tuve que mirarlo con la nariz pegada a una alambrada. Cuando se separa a la gente de sus ríos, ¿adónde se puede llegar?

—¡Burocracia! —dice Bull sentado con Kafka sobre sus rodillas, una lámpara sobre su cabeza, resoplando, fuuuu, fuuuu.

Su vieja casa cruje. Y los grandes troncos de Montana bajan de noche por el negro río.

—No es más que la burocracia —sigue Bull—, ¡la burocracia y los sindicatos! ¡Especialmente los sindicatos! —pero su lúgubre risa volvía de nuevo.