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Al amanecer mi autobús zumbaba a través del desierto de Arizona: Indio, Blythe, Salomé (donde ella bailó); las grandes extensiones secas que al Sur llevan hacia las montañas mexicanas. Después doblamos hacia el Norte, hacia las montañas de Arizona, Flagstaff, pueblos entre las escarpaduras. Llevaba un libro que había robado en una librería de Hollywood, Le Grand Meaulnes, de Alain Fournier, pero prefería leer el paisaje americano que desfilaba ante mí. Cada sacudida, bandazo y tramo del camino aplacaba mis ansias. Cruzamos Nuevo México durante una noche negra como la tinta; en el amanecer grisáceo estábamos en Dalhart, Texas; durante la triste tarde del domingo rodamos de un chato pueblo de Oklahoma a otro; a caer la noche estábamos en Kansas. El autobús rugía. Volvía a casa en octubre. Todo el mundo vuelve a casa en octubre.

Llegamos a mediodía a San Luis. Di un paseo junto al río Mississippi y contemplé los troncos que bajaban flotando desde Montana, al Norte; grandes troncos de odisea de nuestro sueño continental. Viejos barcos fluviales con sus tallas de madera más talladas y pulidas aún por la intemperie descansaban en el barro poblado de ratas. Grandes nubes de la tarde se cernían sobre el valle del Mississippi. El autobús rugió aquella noche a través de los trigales de Indiana; la luna iluminaba las fantasmales espigas; casi era ya Todos los Santos. Conocí a una chica y nos achuchamos todo el tiempo hasta llegar a Indianápolis. Era muy miope. Cuando bajamos a comer tuve que llevarla de la mano hasta el mostrador del restaurante. Me pagó la comida; mis emparedados se habían terminado. A cambio le conté largas historias. Venía del estado de Washington, donde había pasado el verano recogiendo manzanas. Su casa estaba en una granja del estado de Nueva York. Me invitó a que fuera a verla. En cualquier caso, nos citamos en un hotel de Nueva York. Se bajó en Columbus, Ohio, y yo dormí el resto del camino hasta Pittsburgh. Hacía años y años que no me sentía tan cansado. Me quedaban todavía unos seiscientos kilómetros hasta Nueva York, haría autostop pues sólo tenía diez centavos. Caminé ocho kilómetros para salir de Pittsburgh, y en dos viajes, un camión con manzanas y un enorme camión con remolque, llegué a Harrisburg, una tibia y lluviosa noche del veranillo de San Martín. Me puse inmediatamente en marcha. Quería llegar a casa.

Aquélla fue la noche del Fantasma del Susquehanna. El fantasma era un trémulo viejecito con una bolsa de papel que decía dirigirse a «Canady». Caminaba muy deprisa, ordenándome que le siguiera, y dijo que había un puente allí delante por el que podríamos cruzar. Tendría unos sesenta años; hablaba sin parar de lo que comía, de la mucha mantequilla que le daban para las tortitas, de las rebanadas de pan extra, de cómo le habían llamado unos viejos de un porche de un asilo de Maryland y le habían invitado a quedarse con ellos el fin de semana, de que había tomado un agradable baño caliente antes de irse; de que había encontrado un sombrero sin estrenar en la cuneta de una carretera de Virginia y que se lo había puesto; de que visitaba el local de la Cruz Roja de cada ciudad y mostraba sus credenciales de la primera guerra mundial; de que la Cruz Roja de Harrisburg no merecía ni ese nombre; de cómo se las arreglaba en este duro mundo. Pero me di cuenta que sólo era un vagabundo semirrespetable que recorría a pie las vastedades del Este, pidiendo ayuda en los locales de la Cruz Roja y en ocasiones limosna en una esquina de la calle principal. Vagabundeamos juntos. Caminamos unos diez kilómetros a lo largo del siniestro Susquehanna. Era un río terrorífico. Tiene escarpaduras a ambos lados que se inclinan como fantasmas peludos sobre aguas desconocidas. Una noche oscurísima lo cubría todo. A veces desde las vías del tren del otro lado del río se elevaba el rojo resplandor de una locomotora que iluminaba las horripilantes escarpaduras. El hombrecillo dijo que tenía un cinturón muy elegante en su bolsa y nos detuvimos para que lo sacara.

—Lo tengo metido por aquí, en algún sitio… lo conseguí en Frederick, Maryland. ¡Maldita sea! ¿Me lo habré dejado encima del mostrador de Fredericksburg?

—¿Quiere decir usted Frederick?

—No, no, Fredericksburg, Virginia.

Hablaba de Frederick, Maryland, y de Fredericksburg, Virginia. Caminaba por la calzada sin hacer ningún caso del peligroso tráfico y casi lo atropellan unas cuantas veces. Yo le seguía por la cuneta. A cada momento esperaba que aquel pobre loco saliera por los aires volando, muerto. Nunca encontramos aquel puente. Me separé de él en un paso subterráneo del ferrocarril. La caminata me había hecho sudar tanto que me cambié de camisa y me puse dos jerseys; un parador iluminó mis tristes esfuerzos. Una familia entera vino caminando por la oscura carretera y me preguntó que qué hacía. Lo más extraño de todo era que en este parador de Pensilvania una bella voz de tenor entonaba blues muy hermosos; escuché y gemí. Empezó a llover fuerte. Un hombre me llevó de regreso a Harrisburg y me dijo que iba por un camino equivocado. De pronto, vi al viejo vagabundo de pie bajo un triste poste del alumbrado con el pulgar extendido: ¡pobre ser desamparado, un pobre chico perdido hace tiempo y ahora convertido en un hundido fantasma del desierto de la pobreza! Le conté lo que pasaba al que me llevaba y el tipo se detuvo a informar al viejo.

—¡Oiga, amigo! Va usted hacia el Oeste, no hacia el Este.

—¿Cómo? —dijo el pequeño fantasma—. No va a decirme usted cuál es el camino adecuado. Llevo muchos años pateándome el país. Voy hacia Canady.

—Pero éste no es el camino de Canadá, es la carretera que lleva a Pittsburgh y Chicago.

El viejo se enfadó con nosotros y se alejó. Lo último que vi de él fue su bamboleante bolsita blanca desapareciendo en la oscuridad de los tristes Alleghanis.

Creía que toda la soledad de América estaba en el Oeste hasta que el Fantasma del Susquehanna me demostró lo contrario. No, también hay soledad en el Este; la misma que Ben Franklin recorrió en su carreta de bueyes cuando era administrador de correos, la misma de cuando George Washington luchaba contra los indios, de cuando Daniel Boone contaba anécdotas a la luz de las linternas en Pensilvania y prometía encontrar el Paso, de cuando Bradford construyó la carretera y los hombres armaban líos en cabañas de troncos. No había ya grandes espacios de Arizona para el hombrecito, sólo el monte bajo del este de Pensilvania, Maryland y Virginia, los caminos apartados, las carreteras de negro alquitrán que serpentean a lo largo de ríos siniestros como el Susquehanna, el Monongahela, el viejo Potomac y el Monocacy.

Esa noche dormí en un banco de la estación de ferrocarril de Harrisburg; al amanecer el jefe de estación me echó fuera. ¿No es cierto que se empieza la vida como un dulce niño que cree en todo lo que pasa bajo el techo de su padre? Luego llega el día de la decepción cuando uno se da cuenta de que es desgraciado y miserable y pobre y está ciego y desnudo, y con rostro de fantasma dolorido y amargado camina temblando por la pesadilla de la vida. Salí dando tumbos de la estación; ya no podía controlarme. Lo único que veía de la mañana era una blancura semejante a la blancura de la tumba. Me moría de hambre. Lo único que me quedaba en forma de calorías eran las gotas para la tos que había comprado en Shelton, Nebraska, meses atrás; las chupé porque tenían azúcar. No sabía ni cómo pedir limosna. Salí de la ciudad dando tumbos con apenas fuerzas suficientes para llegar a las afueras. Sabía que me detendrían si me quedaba otra noche en Harrisburg. ¡Maldita ciudad! Me recogió un tipo siniestro y delgado que creía en el ayuno controlado para mejorar la salud. Cuando ya en marcha hacia el Este le dije que me estaba muriendo de hambre, me respondió:

—Estupendo, estupendo, no hay nada mejor. Yo llevo tres días sin comer. Y viviré ciento cincuenta años.

Era un montón de huesos, un muñeco roto, un palo escuálido, un maníaco. Podría haberme recogido un hombre gordo y rico que me propusiera:

—Vamos a pararnos en este restaurante y comer unas chuletas de cerdo con guarnición.

Pero no. Aquella mañana tenía que cogerme un maníaco que creía que el ayuno controlado mejoraba la salud. Tras ciento cincuenta kilómetros se mostró indulgente y sacó unos emparedados de mantequilla, de la parte trasera del coche. Estaban escondidos entre su muestrario de viajante. Vendía artículos de fontanería por Pensilvania. Devoré el pan y la mantequilla. De pronto, me empecé a reír. Estaba solo en el coche esperando por él que hacía visitas de negocios en Allentown, y reí y reí. ¡Dios mío! Estaba cansado y aburrido de la vida. Pero aquel loco me llevó hasta Nueva York.

De repente, me encontré en Times Square. Había viajado trece mil kilómetros a través del continente americano y había vuelto a Times Square; y precisamente en una hora punta, observando con mis inocentes ojos de la carretera la locura total y frenética de Nueva York con sus millones y millones de personas esforzándose por ganarles un dólar a los demás, el sueño enloquecido: cogiendo, arrebatando; dando, suspirando, muriendo sólo para ser enterrados en esos horribles cementerios de más allá de Long Island. Las elevadas torres del país, el otro extremo del país, el lugar donde nace la América de Papel. Me detuve a la entrada del metro reuniendo valor para coger la hermosísima colilla que veía en el suelo, y cada vez que me agachaba la multitud pasaba apresurada y la apartaba de mi vista, hasta que por fin la vi aplastada y deshecha. No tenía dinero para ir a casa en autobús. Paterson está a unos cuantos kilómetros de Times Square. ¿Podía imaginarme caminando esos últimos kilómetros por el túnel de Lincoln o sobre el puente de Washington hasta Nueva Jersey? Estaba anocheciendo. ¿Dónde estaría Hassel? Anduve por la plaza buscándole; no lo encontré, estaba en la isla de Riker, entre rejas. ¿Y Dean? ¿Y los demás? ¿Y la vida misma? Tenía una casa donde ir, un sitio donde reposar la cabeza y calcular las pérdidas y calcular las ganancias, pues sabía que había de todo. Necesitaba pedir unas monedas para el autobús. Por fin, me atreví a abordar a un sacerdote griego que estaba parado en una esquina. Me dio veinticinco centavos mirando nerviosamente a otro lado. Corrí inmediatamente al autobús.

Llegado a casa devoré todo lo que había en la nevera. Mi tía se levantó y me miró.

—Pobre Salvatore —dijo en italiano—. Estás delgado, muy delgado. ¿Dónde has andado todo este tiempo?

Había llegado con dos camisas y dos jerseys encima; mi saco de lona contenía los pantalones que había destrozado en los campos de algodón y los maltrechos restos de mis huaraches. Mi tía y yo decidimos comprar un frigorífico eléctrico nuevo con el dinero que le había mandado desde California; sería el primero que habría en la familia. Se acostó, y yo no me podía dormir y fumaba sin parar tendido en la cama. Mi manuscrito a medio terminar estaba encima de la mesa. Era octubre, estaba en casa, podía trabajar de nuevo. Los primeros vientos fríos sacudían la persiana; había llegado justo a tiempo. Dean se había presentado en mi casa, había dormido varias noches aquí esperándome; pasó varias tardes charlando con mi tía mientras ella trabajaba en la alfombra que tejía con las ropas que la familia iba desechando a lo largo de los años. Ahora estaba terminada y extendida en el suelo de mi dormitorio, compleja y rica como el propio paso del tiempo; finalmente, Dean se había ido dos días antes de mi llegada, cruzándose conmigo probablemente en algún lugar de Pensilvania u Ohio, camino de San Francisco. Tenía allí su propia vida; Camille acababa de conseguir un apartamento. Nunca se me había ocurrido ir a verla mientras vivía en Mill City. Ahora era demasiado tarde y también había perdido a Dean.