—Los virus matan a miles de personas todos los días —empezó Stanley Oxenford—. Cada diez años, aproximadamente, una epidemia de gripe mata a cerca de veinticinco mil personas en el Reino Unido. En 1918, la gripe causó más bajas que la Primera Guerra Mundial. En el año 2002, tres millones de personas murieron a causa del sida, provocado por el virus de inmunodeficiencia humano. Y los virus están presentes en el diez por ciento de los casos de cáncer.
Toni escuchaba atentamente, sentada junto a él en el vestíbulo principal, bajo las vigas barnizadas de la bóveda neogótica. Stanley parecía tranquilo y dueño de sí mismo, pero ella lo conocía lo bastante bien para percibir el temblor apenas audible que la tensión imprimía a su voz. La amenaza de Laurence Mahoney le había sentado como un mazazo, y el temor a perder cuanto tenía era tan grande que a duras penas lograba ocultarlo bajo aquella apariencia de serenidad.
Observó los rostros de los periodistas allí congregados. ¿Escucharían lo que tenía que decirles y comprenderían la importancia de su trabajo? Conocía bien a los periodistas. Algunos eran inteligentes, muchos estúpidos. Unos pocos creían en la verdad, pero la mayoría se limitaba a escribir la historia más sensacionalista que podía sin pillarse demasiado los dedos. Le indignaba que tuvieran en sus manos el destino de un hombre como Stanley. Sin embargo, el poder de los tabloides era un hecho indiscutible de la vida moderna. Si un número suficiente de aquellos gacetilleros decidía retratar a Stanley como un científico loco en su castillo de Frankenstein, los estadounidenses podrían sentirse lo bastante incómodos con la situación para retirarle su apoyo económico.
Y eso sería trágico, no solo para Stanley, sino para la toda humanidad. Sin duda, otra persona se encargaría de concluir el proceso de experimentación del fármaco antiviral, pero un Stanley arruinado y destrozado no podría inventar más panaceas. Toni pensó con rabia que le gustaría abofetear la cara de tontos de los periodistas y decirles: «¡Eh, despertad, también es vuestro futuro el que está en juego!».
—Los virus forman parte de la vida, pero no tenemos por qué aceptarlos resignadamente —prosiguió Stanley. Toni admiraba su forma de hablar. Su voz sonaba ponderada y relajada a la vez. También utilizaba aquel tono cuando quería explicar algo a sus colegas más jóvenes. Por eso sus disertaciones sonaban más bien como una conversación amistosa—. Los científicos podemos vencer a los virus. Antes del sida, la enfermedad más temida por el hombre era la viruela, hasta que un científico llamado Edward Jenner descubrió la vacuna en el año 1796. Hoy la viruela se ha erradicado. Del mismo modo, la incidencia de la polio es nula en grandes zonas del mundo. Algún día derrotaremos a la gripe, el sida e incluso el cáncer, y lo harán científicos como nosotros, que trabajarán en laboratorios como este.
Una mujer levantó la mano y preguntó:
—¿A qué campo de investigación se dedican ustedes exactamente?
Toni se adelantó a Stanley:
—¿Le importaría identificarse, por favor?
—Edie McAllan, corresponsal para temas científicos del Scotland on Sunday.
Cynthia Creighton, que estaba sentada al otro lado de Stanley, tomó nota del nombre.
—Hemos desarrollado un fármaco antiviral —contestó Stanley—. No es algo frecuente. Existen muchos fármacos antibióticos, que eliminan a las bacterias, pero pocos atacan a los virus.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntó un hombre, y añadió—: Clive Brown, del Daily Record.
El Record era un diario sensacionalista. Toni estaba satisfecha con el rumbo que iban tomando las preguntas. Quería que la prensa se concentrara en los aspectos científicos de la cuestión. Cuanto mejor entendieran lo que allí se hacía, menos probabilidades había de que publicaran disparates capaces de perjudicar a la empresa.
—Las bacterias o gérmenes —contestó Stanley— son seres diminutos que pueden observarse con un microscopio normal. Cada uno de nosotros es el anfitrión de millones de bacterias. Muchas de ellas son útiles, como por el ejemplo las que nos ayudan a digerir la comida o a deshacernos de las células cutáneas muertas. Unas pocas son causantes de enfermedades, y algunas de estas pueden tratarse con antibióticos. Los virus son seres vivos más pequeños y simples que las bacterias. Hace falta un microscopio de electrones para verlos. Los virus no se pueden reproducir a sí mismos, así que lo que hacen es apropiarse de la maquinaria bioquímica de una célula viva y obligarla a fabricar copias del virus. Ninguno de los virus conocidos posee utilidad alguna para el ser humano, y disponemos de pocas medicinas para combatirlos. Por eso, el descubrimiento de un nuevo fármaco antiviral es una gran noticia para la humanidad.
—Concretamente ¿qué virus combate vuestro fármaco? —preguntó Edie McAllan.
Otra pregunta científica. Toni empezaba a creer que la conferencia de prensa iba a ser exactamente lo que Stanley y ella deseaban que fuera. Reprimió su propio optimismo a regañadientes. Sabía, por su experiencia en la oficina de prensa de la policía, que un periodista podía formular preguntas serias e inteligentes para luego volver a la redacción y escribir una sarta de infundios incendiarios. Incluso si el redactor de turno entregaba un artículo veraz y cabal, algún editor ignorante o irresponsable podía venir después y reescribirlo.
—Esa es la pregunta a la que intentamos dar respuesta —contestó Stanley—. Estamos experimentando el fármaco con una serie de virus para determinar su alcance.
—¿Incluye eso a los virus peligrosos? —preguntó Clive Brown.
—Sí —contestó Stanley—. Nadie está interesado en combatir a los virus inofensivos.
Se oyeron risas entre los periodistas. Era una respuesta ingeniosa a una pregunta tonta. Pero Brown parecía molesto, y Toni sintió que el corazón le daba un vuelco en el pecho. Un periodista humillado no se detendría ante nada para tomar revancha. Toni intervino rápidamente:
—Me alegro de que haya hecho esa pregunta, Clive —empezó, en un intento de apaciguarlo—. En Oxenford Medical aplicamos los máximos criterios de seguridad existentes a los laboratorios donde se utilizan materiales especiales. En el NBS4, cuyas siglas corresponden a Nivel de Bioseguridad Cuatro, el sistema de alarma está directamente conectado con la jefatura de la policía regional, situada en Inverburn. Hay guardias de seguridad custodiando los laboratorios veinticuatro horas al día, y esta mañana he dado orden de duplicar el número de efectivos. Como medida de precaución adicional, los guardias de seguridad no pueden acceder al NBS4, pero controlan cuanto ocurre en su interior a través de un circuito cerrado de cámaras de televisión.
Brown no parecía dispuesto a enterrar el hacha de guerra.
—Si vuestro sistema de seguridad es tan perfecto, ¿cómo se las arregló ese hámster para escapar del laboratorio?
Toni estaba preparada para aquella pregunta.
—Permítame algunas aclaraciones. En primer lugar, no se trataba de un hámster. Esa información se la habrá facilitado la policía, y no es correcta. —Toni había pasado información falsa a Frank para ponerlo a prueba, y este había caído en su trampa, delatándose como la fuente que había filtrado la noticia—. Por favor, recurran a nosotros para saber lo que ocurre aquí dentro. El animal en cuestión era un conejo, y desde luego no se llamaba Fluffy.
Una carcajada general acogió estas últimas palabras, y hasta Brown esbozó una sonrisa.
—En segundo lugar, alguien se llevó al conejo del laboratorio a escondidas en el interior de una bolsa de deportes, y esta misma mañana hemos establecido el registro obligatorio de todos los bultos a la entrada del NBS4 para asegurarnos de que no vuelva a ocurrir. En tercer lugar, yo no he dicho que nuestro sistema de seguridad sea perfecto. He dicho que aplicamos los máximos criterios de seguridad existentes. Es lo mejor que podemos hacer hoy por hoy los seres humanos.
—Entonces admiten ustedes que su laboratorio es una amenaza para los ciudadanos escoceses.
—De ningún modo. Están ustedes más seguros aquí de lo que estarían conduciendo por la M8 o viajando en avión desde Prestwick. Los virus matan a muchas personas todos los días, pero solo una persona ha muerto a causa de un virus procedente de nuestro laboratorio, y no era un ciudadano escocés de a pie, sino un empleado que quebrantó las reglas y puso su vida en peligro de forma consciente y deliberada.
En general, la rueda de prensa marchaba bastante bien, pensó Toni, atenta a la siguiente pregunta. Las cámaras de televisión filmaban sin cesar, los destellos de los flashes se sucedían y Stanley se expresaba como lo que era, un brillante científico con un fuerte sentido de la responsabilidad. Pero Toni temía que los noticiarios descartaran las imágenes desdramatizadoras de la rueda de prensa en favor de los jóvenes que se habían congregado a las puertas de Oxenford Medical y que coreaban consignas en contra de la experimentación con animales. Deseaba poder ofrecer a los cámaras algo más interesante.
Carl Osborne, el amigo de Frank, tomó entonces la palabra. Era un hombre atractivo, más o menos de la misma edad que Toni, con rasgos de estrella del celuloide y un pelo demasiado rubio para ser natural.
—¿Exactamente qué clase de peligro suponía ese animal para los ciudadanos escoceses?
Esta vez fue Stanley quien contestó:
—El virus no es muy contagioso entre especies. Creemos que para que Michael se infectara el conejo tuvo que haberle mordido.
—¿Y si el conejo se hubiera escapado?
Stanley miró por la ventana. Caía una ligera nevada.
—Habría muerto congelado.
—Suponiendo que otro animal se lo hubiera comido, un zorro, por ejemplo, ¿es posible que lo hubiera infectado?
—No. Los virus se adaptan a un pequeño número de especies, por lo general una, a veces dos o tres. Que nosotros sepamos, este virus no puede infectar a los zorros, ni a ningún otro animal de la fauna autóctona escocesa. Solo a los humanos, los macacos y cierto tipo de conejos.
—Pero Michael podía haber contagiado a otras personas.
—Así es, a través de los estornudos. Esa era la posibilidad que más nos atemorizaba. Sin embargo, parece ser que Michael no vio a nadie durante la fase crítica de contagio. Ya nos hemos puesto en contacto con sus colegas y amigos. No obstante, les estaríamos agradecidos si pudieran ustedes transmitir a través de sus respectivos diarios y programas de televisión un llamamiento a cualquier persona que pudiera haber estado con él para que se ponga en contacto con nosotros lo antes posible.
—Quisiera aclarar que no estamos intentando restar importancia a este incidente —se apresuró a añadir Toni—. Lo ocurrido nos preocupa profundamente y, como he explicado, hemos redoblado las medidas de seguridad. Pero, al mismo tiempo, debemos intentar no sacar las cosas de quicio. —Decirle a un periodista que no sacara las cosas de quicio era como decirle a un abogado que no se mostrara belicoso, pensó con ironía—. La verdad es que la ciudadanía no ha estado en peligro en ningún momento.
Osborne aún no había terminado.
—Suponiendo que Michael se lo hubiera contagiado a un amigo, que a su vez se lo hubiera transmitido a otra persona… ¿cuántas personas podían haber muerto?
—No debemos lanzarnos a hacer conjeturas descabelladas que no nos llevarán a ninguna parte —contestó Toni—. El virus no se ha extendido. Ha muerto una sola persona. No debería haber muerto nadie, pero tampoco nos pongamos ahora a pensar en los cuatro jinetes del Apocalipsis. —No bien lo dijo, se arrepintió de haberlo hecho. Menuda estupidez. Seguro que alguien tendría la ocurrencia de citar sus palabras fuera de contexto, para que pareciera que estaba augurando el día del Juicio Final.
Osborne volvió a tomar la palabra:
—Tengo entendido que su proyecto se desarrolla gracias al apoyo económico del ejército estadounidense.
—Del ministerio de Defensa, sí —matizó Stanley—. Como es natural, están interesados en nuevas formas de combatir la guerra biológica.
—¿No es verdad que los americanos han querido que la experimentación se hiciera en Escocia porque creen que es demasiado peligrosa para llevarla a cabo en suelo estadounidense?
—Muy al contrario. La mayoría de los proyectos de este tipo se desarrollan en Estados Unidos, en el Centro para el Control de las Enfermedades de Atlanta, en el estado de Georgia, y en el Centro de Investigación de Enfermedades Infecciosas del ejército estadounidense, en Fort Detrick.
Entonces ¿por qué se eligió Escocia?
—Porque el fármaco se descubrió aquí, en Oxenford Medical.
Toni decidió que lo más prudente era retirarse mientras la suerte les sonreía. Había llegado el momento de poner fin a la rueda de prensa.
—No quisiera dejarles con la palabra en la boca, pero sé que algunos de ustedes todavía tienen que cerrar la edición de mediodía —observó—. Se les entregará un dossier de prensa a cada uno, y Cynthia dispone de más ejemplares en caso de que los necesiten.
—Una última pregunta —apuntó Clive Brown, del Record—. ¿Qué opinión les merece la manifestación de ahí fuera?
Toni cayó en la cuenta de que aún no se le había ocurrido nada interesante que ofrecer a los cámaras del exterior.
Fue Stanley quien contestó:
—Proponen una respuesta simple a un problema ético complejo. Como la mayoría de las respuestas simples, la suya es equivocada.
Era la réplica correcta, pero sonaba un poco despiadada, así que Toni añadió:
—Y esperamos que no cojan la gripe.
Los periodistas todavía se reían cuando Toni se levantó para poner fin a la rueda de prensa. Entonces tuvo una idea. Llamó a Cynthia Creighton por señas y, dando la espalda a los presentes, le susurró en tono urgente:
—Necesito que bajes enseguida al comedor. Haz que dos o tres empleados salgan con bandejas de café y té caliente y las repartan entre los manifestantes.
—Qué amable por tu parte —comentó Cynthia.
Toni no estaba siendo amable. De hecho, estaba siendo cínica, pero no había tiempo para explicárselo.
—Tienen dos minutos para hacerlo —añadió—. ¡Venga, date prisa!
Cynthia se fue.
Toni se volvió hacia Stanley.
—Muy bien. Lo has hecho estupendamente.
Stanley sacó del bolsillo de la chaqueta un pañuelo rojo de lunares y se secó la frente con discreción.
—Espero que haya funcionado.
—Lo sabremos cuando veamos el telediario del mediodía. Ahora tendrías que irte, porque si no intentarán arrinconarte por todos los medios para conseguir una entrevista exclusiva. —Stanley estaba sometido a mucha presión, y ella quería protegerlo.
—Buena idea. De todas formas, tengo que irme a casa. —Stanley vivía en una antigua casa de campo levantada al borde de un precipicio, a unos ochos kilómetros del laboratorio—. Me gustaría llegar a tiempo para recibir a mi familia.
Toni se sintió decepcionada. Había dado por sentado que verían juntos la retransmisión de la rueda de prensa.
—De acuerdo —dijo—. Yo me encargo de comprobar el resultado.
—Por lo menos nadie me ha hecho la pregunta que más temía.
—¿Qué pregunta es esa?
—La tasa de supervivencia del Madoba-2.
—¿A qué te refieres?
—Por muy grave que sea una infección, normalmente hay unos pocos individuos que logran sobreviviría. La tasa de supervivencia indica la peligrosidad de un virus.
—¿Y cuál es la tasa de supervivencia del Madoba-2?
—Cero —contestó Stanley.
Toni se lo quedó mirando fijamente, alegrándose de haber ignorado aquel dato hasta entonces.
Stanley miró por encima del hombro de Toni y asintió con la cabeza.
—Ahí viene Osborne.
—Yo me encargo de él. —Se volvió para cortarle el paso al periodista, y Stanley salió por una puerta lateral—. Hola, Carl. Confío en que tengas toda la información que necesitas.
Eso creo. Me preguntaba cuál había sido el primer éxito de Stanley.
Formaba parte del equipo que desarrolló el aciclovir.
—¿Qué es?
Una crema para los herpes. Se comercializa con el nombre de Zovirax. Es un fármaco antiviral.
—¿De veras? Interesante.
Toni no creía que Carl estuviera realmente interesado en lo que ella le estaba explicando. Se preguntó qué tendría en mente.
—¿Podemos confiar en que harás un artículo sensato, que refleje la realidad sin exagerar el peligro?
—¿Quieres saber si hablaré de los cuatro jinetes del Apocalipsis?
Toni hizo una mueca.
—Fue una tontería por mi parte dar un ejemplo del tipo de hipérbole que pretendía evitar.
—No te preocupes, no pienso citarte.
—Gracias.
—No se merecen. Lo haría encantado, pero mis espectadores no tendrían ni la más remota idea de lo que significa. —Osborne cambió de tono—. Apenas te he visto desde que rompiste con Frank. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
—Por Navidad hará dos años.
—¿Qué tal lo llevas?
—Ha habido momentos duros, la verdad. Pero las cosas empiezan a remontar, o al menos eso creía hasta hoy.
—Tendríamos que quedar un día de estos, y ponernos al día.
Toni no tenía ningunas ganas de intimar con Osborne, pero optó por la respuesta más cortés:
—Claro, por qué no.
Para su sorpresa, Carl Osborne le tomó la palabra. —¿Te apetece salir a cenar?
—¿A cenar? —repuso ella.
—Sí.
—¿Te refieres a una cita?
—Sí.
Aquello era lo último que hubiera esperado de él.
—¡No! —contestó sin pensarlo. Entonces recordó lo peligroso que aquel hombre podía llegar a ser y trató de suavizar su rechazo—. Lo siento, Carl. Me has pillado por sorpresa. Te conozco desde hace tanto tiempo que sencillamente no puedo pensar en ti de ese modo.
—Podría hacer que cambiaras de opinión. —Parecía vulnerable como un adolescente—. Dame una oportunidad.
La respuesta seguía siendo no, pero Toni dudó un momento. Carl era guapo, encantador, solvente, una celebridad local. Cualquier soltera que rondara los cuarenta se arrojaría a sus brazos sin pestañear. Pero daba la casualidad de que no la atraía lo más mínimo. Aunque no se hubiera enamorado de Stanley, no se habría sentido tentada a salir con Carl. ¿Por qué?
No tardó más de un segundo en averiguar la respuesta. Carl carecía de integridad moral. Un hombre capaz de distorsionar la verdad con tal de conseguir un titular sensacionalista podía ser igual de mentiroso en otros aspectos de la vida. Eso no lo convertía en un monstruo; había bastantes hombres como él, y unas cuantas mujeres también. Pero Toni no se imaginaba manteniendo una relación íntima con alguien tan superficial. ¿Cómo podía nadie besar, confesar sus secretos, olvidar sus inhibiciones y abrir su cuerpo a una persona en la que no podía confiar? La sola idea le parecía repugnante.
—Me halagas —mintió—, pero la respuesta es no.
Osborne no parecía dispuesto a rendirse fácilmente.
—La verdad es que siempre me has gustado. No me digas que no lo sabías.
—Solías coquetear conmigo, pero lo hacías con la mayoría de las chicas.
—No era lo mismo.
—¿No estabas saliendo con aquella chica del tiempo? Creo que he visto alguna foto vuestra en el diario.
—¿Te refieres a Marnie? Lo nuestro nunca fue en serio. Lo hice más que nada por la publicidad.
El recuerdo pareció molestarlo, y Toni dedujo que la tal Marnie le había dado calabazas.
—Vaya, sí que lo siento —dijo Toni, intentando ser amable.
—Pues demuéstralo cenando conmigo esta noche. Tengo mesa reservada en La Chaumiére.
Se refería a un restaurante de lo más selecto. Tendría la reserva hecha desde hacía tiempo, seguramente desde que salía con Marnie.
—Esta noche no puedo.
—No seguirás colgada de Frank, ¿verdad?
Toni rió con amargura.
—Lo hice durante un tiempo, tonta de mí, pero ya lo he superado. Completamente.
—¿Hay otra persona, entonces?
—No estoy saliendo con nadie.
—Pero hay alguien que te hace tilín. No será el bueno del profesor, ¿verdad?
—No seas ridículo —replicó Toni.
—No te estarás sonrojando, ¿verdad?
—Espero que no, aunque cualquier mujer lo haría si la sometieran a semejante interrogatorio.
—¡Dios santo, te gusta Stanley Oxenford! —Carl no sabía encajar el rechazo, y su rostro se torció en una mueca de rencor—. Stanley es viudo, ¿verdad? Sus hijos ya son mayores, y tendríais todo ese dinero solo para vosotros dos…
—Te estás poniendo desagradable, Carl.
—La verdad lo es a menudo. Te van los peces gordos, ¿eh? Primero fue Frank, el agente de policía con la carrera más prometedora de la historia de la policía escocesa, y ahora un científico y millonario. ¡Menuda cazafortunas!
Toni tenía que poner fin a aquella conversación antes de que Carl la sacara de sus casillas.
—Gracias por haber venido a la rueda de prensa —dijo, alargando la mano, que él estrechó con gesto mecánico—. Adiós.
Se dio la vuelta y se alejó.
Estaba temblando de rabia. Carl Osborne había hecho que sus sentimientos más profundos sonaran indignos. Le apetecía estrangularlo, no salir con él. Intentó tranquilizarse. Tenía una crisis profesional entre manos, y no podía consentir que sus emociones interfirieran con el trabajo.
Se dirigió al mostrador de recepción situado junto a la puerta y habló con el jefe de seguridad, Steve Tremlett.
—Quédate aquí hasta que todos se hayan marchado, y asegúrate de que ninguno de ellos intenta visitar las instalaciones por su cuenta.
Un fisgón lo bastante determinado podría intentar acceder a las zonas de alta seguridad esperando a que pasara alguien con un pase para colarse sin ser visto.
—Descuida —dijo Steve.
Toni empezó a tranquilizarse. Se puso la chaqueta y salió fuera. La nieve caía con más fuerza, pero no le impedía ver la manifestación. Se acercó a la garita del guardia que custodiaba la verja. Tres empleados de la cantina repartían bebidas calientes. Los manifestantes habían dejado de corear consignas y agitar pancartas para charlar unos instantes entre sonrisas.
Y las cámaras los estaban enfocando.
«Todo ha salido a pedir de boca», pensó. Pero entonces ¿por qué se sentía tan abatida?
Volvió a su despacho. Cerró la puerta y se quedó inmóvil, saboreando aquel momento a solas. Había llevado bien la rueda de prensa, pensó. Había protegido a su jefe de Osborne, y la idea de repartir bebidas calientes entre los manifestantes había funcionado a la perfección. No sería prudente celebrarlo hasta haber visto las imágenes que retransmitían los telediarios, por supuesto, pero tenía la impresión de haber tomado las decisiones correctas.
Y entonces ¿por qué se sentía tan mal?
En parte se debía a Osborne. Un encuentro con él podía deprimir a cualquiera. Pero sobre todo, se dio cuenta, era por Stanley. Después de todo lo que había hecho por él aquella mañana, se había marchado sin apenas darle las gracias. En eso consistía ser el jefe, supuso. Y hacía mucho tiempo que sabía lo importante que era la familia para él. Ella, en cambio, no era más que una compañera de trabajo, valorada, apreciada, respetada… pero no querida.
El teléfono sonó. Toni se lo quedó mirando unos segundos, molesta por su alegre tintineo. No le apetecía hablar. Luego descolgó.
Era Stanley, que llamaba desde el coche.
—¿Por qué no te pasas por casa dentro de una hora, más o menos? Podríamos ver las noticias y conocer nuestro destino juntos.
El estado de ánimo de Toni cambió al instante. Se sentía como si de pronto hubiera salido el sol.
—Claro —contestó—. Me encantaría.
—Ya puestos, que nos crucifiquen juntos —añadió él.
—Sería un honor.