10.00

Ned no sabía conducir, así que Miranda se sentó al volante del Toyota Previa. Su hijo Tom iba sentado en el asiento de atrás con la Game Boy. Habían abatido la última fila de asientos para hacer sitio a una pila de regalos envueltos en papel rojo y dorado y atados con cinta verde.

Mientras se alejaban de las casas adosadas de estilo georgiano cercanas a Great Western Road donde Miranda tenía su piso, empezó a nevar ligeramente. Se había desatado una tormenta sobre el mar, hacia el norte, pero los meteorólogos aseguraban que pasaría de largo por Escocia.

Miranda se sentía satisfecha. Se dirigía a la casa paterna junto a los dos hombres de su vida para pasar la Navidad en familia. Le vino a la mente la época en que, como ahora, cogía el coche y volvía a casa desde la universidad para celebrar las fiestas soñando con la comida casera, los cuartos de baño limpios, las sabanas planchadas y el sentirse querida y cuidada.

Su primer destino era el barrio de la periferia donde vivía la exmujer de Ned. Tenían que pasar a recoger a su hija, Sophie, antes de seguir hacia Steepfall.

La consola de Tom emitía una melodía descendente, lo que seguramente indicaba que se había estrellado con su nave espacial o que un gladiador lo había decapitado. El chico suspiró:

—He visto en una revista de coches unas pantallas superguays que se ponen en los reposacabezas para que la gente que va detrás pueda ver pelis y todo eso.

—Un accesorio realmente indispensable —ironizó Ned con una sonrisa.

—Deben de costar un ojo de la cara —apuntó Miranda.

—No creas —repuso Tom.

Miranda lo miró por el espejo retrovisor.

—¿Cuánto?

—No lo sé, es solo que no parecían demasiado caras, ya sabes.

—¿Por qué no averiguas el precio, y veremos si nos podemos permitir una pantalla de esas?

—¡Vale, genial! Y si es demasiado cara para ti, se la pediré al abuelo.

Miranda sonrió. Nada como pillar al abuelo de buenas para conseguir cualquier cosa.

Miranda siempre había albergado la esperanza de que Tom heredara el talento científico de su abuelo. Por el momento, nada permitía adivinarlo. Era buen estudiante, pero no sobresaliente. Miranda tampoco estaba segura de saber en qué consistía exactamente el talento de su padre. Era un brillante microbiólogo, por supuesto, pero había algo más. En parte la imaginación para adivinar en qué dirección avanzaría el progreso, en parte la capacidad de liderazgo para ilusionar a un grupo de científicos y animarlos a trabajar en equipo. ¿Cómo saber si un chico de once años poseía ese tipo de habilidades? Mientras tanto, nada atrapaba la atención de Tom como un nuevo juego de ordenador.

Miranda puso la radio. Había un coro cantando un villancico.

—Si vuelvo a escuchar «Away in a Manger» una vez más, me veré obligado a suicidarme empalándome a mí mismo en un árbol de Navidad —rezongó Ned. Miranda cambió de emisora y dio con John Lennon cantando «War is Over». Ned gimió y dijo:

—¿Sabías que en el infierno suenan villancicos durante todo el año? Es un hecho conocido.

Miranda soltó una carcajada. Segundos después encontró una emisora de música clásica en la que sonaba un trío de piano.

—¿Qué te parece esto?

—Haydn. Perfecto.

Ned se comportaba como un cascarrabias ante todo lo relacionado con la cultura popular. Era algo que formaba parte de su pose de intelectual, como el hecho de no saber conducir. A Miranda le daba igual. Tampoco le gustaban la música pop, los culebrones y las reproducciones baratas de cuadros famosos. Pero sí los villancicos.

Aceptaba las rarezas de Ned, pero la conversación de aquella mañana con Olga le había dado que pensar. ¿Era Ned una persona débil? A veces desearía que se mostrara más firme y enérgico. Su exmarido, Jasper, lo era en exceso, pero a veces Miranda añoraba el tipo de relación sexual que había tenido con él. Jasper era egoísta en la cama, la poseía sin delicadeza alguna, sin pensar en otra cosa que en su propio placer; y para su vergüenza, Miranda había descubierto que eso la hacía sentirse liberada y le permitía disfrutar a sus anchas. Con el tiempo, la pasión de aquellos encuentros se había ido apagando y ella había terminado harta de su egoísmo y su nula consideración por nada que no fuera él mismo. No obstante, deseaba que Ned pudiera comportarse así de vez en cuando.

Sus pensamientos se volvieron hacia Kit. Estaba desolada por el hecho de que se hubiera echado atrás. Se había esforzado mucho para convencerlo de que se uniera al resto de la familia en Navidad. Había acabado cediendo tras negarse en un principio, así que tampoco le sorprendía demasiado que hubiera vuelto a cambiar de idea. De todas formas era un golpe duro, pues Miranda deseaba con todas sus fuerzas ver a la familia reunida, como ocurría casi siempre en Navidad hasta la muerte de la mamma. El distanciamiento entre papá y Kit la asustaba. El que hubiera ocurrido tan poco tiempo después de la muerte de su madre hacía que la familia pareciera peligrosamente frágil. Y si su familia era vulnerable, ¿de qué podía estar segura?

Tomó una calle flanqueada por pequeñas casas de piedra adosadas, construidas en la era industrial para albergar a los obreros, y aparcó delante de una vivienda algo más grande que las demás que bien podía haber pertenecido a un capataz de la época. Ned había vivido allí con Jennifer hasta que se habían separado, dos años antes. Habían reformado la casa con gran sacrificio, y Ned aún seguía pagando las obras. Cada vez que Miranda pasaba por aquella calle se enfurecía al recordar la cantidad de dinero que le pasaba a su exmujer.

Puso el freno de mano pero dejó el motor en marcha. Tom y ella se quedaron en el coche mientras Ned enfilaba el camino de acceso a la casa. Miranda nunca había estado en aquella casa. Aunque Ned había abandonado el hogar conyugal antes de conocerla, Jennifer se comportaba como si ella fuera la culpable de que su matrimonio se viniera abajo. Evitaba verla, le hablaba en un tono cortante por teléfono y según su hija Sophie, que no conocía el significado de la palabra discreción, se refería a ella como «esa vaca burra» delante de sus amigas. Jennifer, por su parte, era delgada como un palillo y tenía una gran nariz aguileña.

Sophie, una adolescente de catorce años ataviada con vaqueros y un jersey ajustado, salió a abrir la puerta. Ned la besó y pasó al interior de la casa.

En la radio del coche sonaba una de las Danzas eslavas de Dvorak. En el asiento trasero, la Game Boy de Tom pitaba a intervalos irregulares. Fuera, las ráfagas de nieve azotaban el coche. Miranda subió la calefacción. Ned salió de la casa con cara de pocos amigos.

Se acercó a la ventanilla de Miranda.

—Jennifer ha salido —dijo—. Sophie ni siquiera ha empezado a preparar la maleta. ¿Puedes venir y echarle una mano?

—Francamente, Ned, no creo que deba —contestó Miranda contrariada. No le apetecía lo más mínimo entrar en la casa en ausencia de Jennifer.

Ned parecía desesperado.

—Si quieres que te diga la verdad, no estoy seguro de saber qué necesita una chica cuando se va de viaje.

Miranda no lo puso en duda. Para Ned, hacer su propia maleta era todo un reto. Nunca lo había hecho mientras vivía con Jennifer. Cuando Miranda y él estaban a punto de irse de vacaciones juntos por primera vez —una visita a los museos de Florencia— ella se había negado por principio a hacerle la maleta y él se había visto obligado a aprender. Sin embargo, en los viajes siguientes —un fin de semana en Londres, cuatro días en Viena—, ella se había encargado de revisar su equipaje, y siempre descubría que había olvidado algo importante. Hacer la maleta de otra persona era algo que estaba más allá de sus posibilidades.

Miranda suspiró y apagó el motor.

—Tom, tú también tendrás que venir.

La decoración de la casa era todo un acierto, pensó Miranda mientras entraba en el vestíbulo. Jennifer tenía buen ojo. Había combinado muebles rústicos sencillos con telas coloridas, tal como lo habría hecho cien años atrás la hacendosa esposa de un capataz. Las tarjetas de Navidad se alineaban sobre la repisa de la chimenea, pero al parecer no habían puesto árbol.

Le resultaba extraño pensar que Ned había vivido allí y que había vuelto a aquella casa día tras día al finalizar la jornada laboral, tal como ahora volvía a su propio piso. Había escuchado las noticias en la radio, se había sentado a cenar, había leído novelas rusas, se había lavado los dientes con gesto ausente y se había metido en la cama del mismo modo maquinal para estrechar a otra mujer entre sus brazos.

Sophie estaba en el salón, tumbada en un sofá delante de la televisión. Lucía un piercing de bisutería barata en el ombligo. Miranda reconoció el olor a tabaco.

—Sophie —dijo Ned—, Miranda te ayudará a hacer la maleta, ¿vale, tesoro? —Había en su voz un tono de súplica que hizo que Miranda sintiera vergüenza ajena.

—Estoy viendo una peli —replicó la joven, enfurruñada.

Miranda sabía que Sophie no reaccionaría con súplicas, sino con firmeza. Cogió el mando a distancia y apagó la televisión.

—Enséñame tu habitación, por favor —dijo en un tono que no admitía réplica.

Sophie parecía indignada.

—Date prisa, no tenemos mucho tiempo.

Sophie se levantó a regañadientes y se encaminó lentamente a la habitación. Miranda la siguió escaleras arriba hasta un dormitorio de aspecto caótico decorado con pósters de adolescentes que lucían extraños cortes de pelo y pantalones ridículamente anchos.

—Vamos a pasar cinco días en Steepfall, así que para empezar necesitas diez bragas.

—No tengo tantas.

Miranda no se lo creía, pero le dijo:

—Entonces nos llevaremos las que tengas, y podrás ir lavándolas tú misma.

Sophie estaba de pie en medio de la habitación, y había un aire desafiante en su hermoso rostro.

—Venga —dijo Miranda—. Yo no soy tu criada. Saca unas cuantas bragas.

La miró a los ojos. Sophie no pudo sostener su mirada. Bajó la vista, se dio la vuelta y abrió el cajón superior de una cómoda. Estaba repleto de ropa interior.

—Saca también cinco sostenes —ordenó Miranda.

Sophie empezó a sacar las prendas.

«Crisis superada», pensó Miranda. Abrió la puerta del armario.

—Vas a necesitar un par de vestidos para cenar. —Sacó un vestido rojo con tirantes finos, demasiado sexy para una adolescente de catorce años—. Este es bonito —mintió.

Sophie se relajó un poco.

—Es nuevo.

—Deberíamos envolverlo para que no se arrugue. ¿Sabes si hay papel de seda?

—En un cajón de la cocina, creo.

—Yo iré a por él. Tú, mientras, busca un par de vaqueros limpios.

Miranda bajó las escaleras, sintiendo que empezaba a encontrar el punto justo entre la amabilidad y la autoridad en su relación con Sophie. Ned y Tom estaban en el salón, viendo la tele. Miranda entró en la cocina y le preguntó elevando la voz:

—Ned, ¿sabes dónde está el papel de seda?

—Lo siento, no tengo ni idea.

—No sé por qué me molesto en preguntártelo —farfulló Miranda, y empezó a abrir cajones.

Al final encontró un poco de papel de seda en el fondo de un aparador, junto con varios objetos de costura. Tuvo que arrodillarse en el suelo embaldosado para sacar el fajo de papel de debajo de una caja de cintas. Le costó trabajo hurgar en el interior del mueble, y notó como la sangre se le agolpaba en la cabeza. «Esto es ridículo —pensó—. Solo tengo treinta y cinco años, debería poder agacharme sin esfuerzo. Tengo que perder cinco kilos. Adiós a las patatas asadas con el pavo de Navidad.»

Mientras sacaba el papel de seda del aparador, se abrió la puerta trasera y se oyeron pasos de mujer. Miranda levantó los ojos y se encontró con Jennifer.

—¿Qué demonios crees que estás haciendo? —preguntó esta.

Era una mujer menuda, pero se las arreglaba para parecer temible, con su ancha frente y la prominente nariz. Iba muy elegante, con un traje sastre entallado y botas de tacón.

Miranda se incorporó, jadeando ligeramente. Para su vergüenza, notó que una gota de sudor le resbalaba por el cuello.

—Estaba buscando papel de seda.

—Eso ya lo veo. Quiero saber qué haces en mi casa para empezar.

Ned apareció en el umbral de la puerta.

—Hola, Jenny. No te he oído entrar.

—Salta a la vista que no te ha dado tiempo de hacer sonar la alarma —replicó con sarcasmo.

—Lo siento —dijo él—, pero le he pedido a Miranda que entrara y…

—¡Pues no tendrías que haberlo hecho! —interrumpió Jennifer—. No quiero a tus mujeres en mi casa.

Lo había dicho como si Ned tuviera un harén, cuando lo cierto era que solo había salido con dos mujeres desde que había roto con ella. Con la primera solo había quedado una vez, y la segunda había sido Miranda. Pero habría parecido infantil recordárselo en aquel momento. En lugar de eso, Miranda dijo:

—Solo intentaba ayudar a Sophie.

—Mi hija es cosa mía. Por favor, vete de mi casa.

Ned intervino:

—Lo siento si te hemos asustado, Jenny, pero…

—No te molestes en pedir disculpas, solo sácala de aquí.

Miranda se puso roja como un tomate. Nadie había sido tan grosero con ella en toda su vida.

—Será mejor que me vaya —musitó.

—Eso es —repuso Jennifer.

—Saldré con Sophie tan pronto como pueda —dijo Ned.

Miranda estaba tan enfurecida con él como con Jennifer, aunque todavía no sabía muy bien por qué. Se encaminó al vestíbulo.

—Puedes usar la puerta de atrás —le espetó Jennifer.

Para su vergüenza, Miranda dudó un segundo. Miró a Jenifer y vio en su rostro un amago de sonrisa. Eso le dio el valor que necesitaba.

—No lo creo —respondió serenamente. Y siguió caminando hasta la puerta delantera.

—Tom, nos vamos —dijo, alzando la voz.

—Un segundo! —contestó el niño a voz en grito.

Miranda entró en el salón, donde su hijo estaba viendo la televisión. Lo cogió por la muñeca, lo obligó a levantarse y lo sacó a rastras.

—Me haces daño! —protesto.

Miranda salió dando un portazo.

—La próxima vez, ven cuando te llame.

Cuando se subió al coche, tenía ganas de llorar. Ahora tenía que quedarse allí esperando, como una criada, mientras Ned estaba en la casa con su exmujer. ¿Habría planeado Jennifer aquella escenita solo para humillarla? Era posible. Ned se había comportado como un verdadero calzonazos. Ahora sabía por qué estaba tan furiosa con él. Había consentido que Jennifer la insultara sin decir una sola palabra en su defensa. Lo único que hacía era disculparse una y otra vez. ¿Y por qué? Si Jennifer se hubiera molestado en prepararle el equipaje a su hija, o si por lo menos la hubiera puesto a ella a hacerlo, Miranda no habría tenido que entrar en la casa. Y lo peor de todo era que se había desquitado con su hijo. Debería haberle gritado a Jennifer, no a Tom.

Lo miró por el espejo retrovisor.

—Tommy, siento haberte hecho daño —dijo.

No pasa nada —contestó el chico sin apartar los ojos de la Game Boy. —Siento no haber venido cuando me has llamado.

—Entonces estamos en paz —concluyó Miranda.

Una lágrima rodó por su mejilla, y la secó rápidamente.