10.00

Toni había subido a lo alto de la torre de control de la academia de aviación. Junto a ella en la exigua habitación estaban también Frank Hackett, Kit Oxenford y un agente de la policía regional escocesa. El helicóptero militar que los había transportado hasta allí permanecía oculto en el hangar. Les había ido de un pelo, pero habían llegado a tiempo.

Kit se aferraba al maletín de piel granate como si le fuera la vida en ello. Estaba pálido, el rostro convertido en una máscara inexpresiva. Obedecía órdenes como un autómata.

Todos escrutaban el cielo más allá de los grandes ventanales. Empezaban a abrirse claros entre las nubes y el sol brillaba en la pista de aterrizaje cubierta de nieve, pero no había rastro del helicóptero del cliente.

Toni sostenía el móvil de Nigel Buchanan, esperando a que sonara. La batería se le había acabado en algún momento de la noche, pero era muy similar al teléfono de Hugo, así que le había cogido prestado el cargador, que estaba ahora enchufado a la pared.

—El piloto ya debería haber llamado —comentó Toni, impaciente.

—Puede que lleve unos minutos de retraso —apuntó Frank.

Toni pulsó algunos botones del móvil para averiguar el último número que Nigel había marcado. La última llamada se había hecho a las 23.45 de la noche anterior, al parecer a un teléfono móvil.

—Kit —dijo—, ¿sabes si Nigel llamó al cliente poco antes de la medianoche?

—Sí, a su piloto.

Toni se volvió hacia Frank.

—Tiene que ser este número. Creo que deberíamos llamar.

—De acuerdo.

Toni pulsó el botón de llamada y le pasó el móvil al agente de policía, que se lo acercó al oído. Al cabo de unos segundos, dijo:

—Sí, soy yo. ¿Dónde estáis? —Hablaba con un acento londinense similar al de Nigel, motivo por el que Frank se lo había llevado consigo—. ¿Tan cerca? —preguntó, escrutando el cielo a través del ventanal—. Desde aquí no se ve nada…

Mientras hablaba, un helicóptero descendió entre las nubes.

Toni notó cómo se le tensaban todos los músculos.

El agente colgó el teléfono. Toni sacó su propio móvil y llamó a Odette, que estaba en la sala de control de operaciones de Scotland Yard.

—Cliente a la vista.

Odette no podía ocultar su emoción.

—Dame el número de la matrícula.

—Espera un segundo… —Toni escudriñó la cola del aparato hasta distinguir la matrícula, y entonces leyó en alto la secuencia de letras y números. Odette los repitió y luego colgaron.

El helicóptero descendió, produciendo un torbellino de nieve con las palas del rotor, y aterrizó a unos cien metros de la torre de control.

Frank miró a Kit y asintió.

—Ahora te toca a ti.

Kit pareció dudar.

—Solo tienes que seguir el plan al pie de la letra —le recordó Toni—. Dices «hemos tenido algún problemilla por culpa del mal tiempo, pero nada grave». Todo irá bien, ya verás. Kit bajó las escaleras con el maletín en la mano. Toni no tenía ni idea de si Kit seguiría las instrucciones que le había dado. Llevaba más de veinticuatro horas sin pegar ojo, había sobrevivido a un aparatoso accidente de coche y estaba emocionalmente destrozado. Su comportamiento era imprevisible.

Había dos hombres en la cabina de mando del helicóptero. Uno de ellos, supuestamente el copiloto, abrió una puerta y se apeó del aparato, cargando una gran maleta. Era un hombre fornido de estatura mediana y llevaba gafas de sol. Se alejó del helicóptero con la cabeza agachada.

Instantes después, Kit salió de la torre y echó a caminar por la nieve en dirección al helicóptero.

—Tranquilo, Kit —dijo Toni en voz alta. Frank emitió un gruñido.

Los dos hombres se encontraron a medio camino. Intercambiaron algunas palabras. ¿Le estaría preguntando el copiloto dónde se había metido Nigel? Kit señaló la torre de control. ¿Qué estaría diciendo? Quizá algo del tipo «Nigel me ha enviado a hacer la entrega». Pero también podía estar diciendo «La pasma está allá arriba, en la torre de control». El desconocido formuló más preguntas, a las que Kit contestó encogiéndose de hombros.

El móvil de Toni empezó a sonar. Era Odette.

—El helicóptero está registrado a nombre de Adam Hallan, un banquero de Londres —dijo—, pero él no va a bordo.

—Lástima.

—No te preocupes, tampoco esperaba que lo hiciera. El piloto y el copiloto trabajan para él. En el plan de vuelo pone que su destino es el helipuerto de Battersea, justo enfrente de la casa que el señor Hallan posee en Cheyne Walk, al otro lado del río.

—Entonces ¿es nuestro hombre?

—Me jugaría el cuello a que sí. Llevamos mucho tiempo detrás de él.

El copiloto señaló el maletín granate. Kit lo abrió y le enseñó un frasco de Diablerie que descansaba sobre una capa de perlas de poliestireno expandido. El copiloto dejó la maleta en el suelo y la abrió. En su interior se apilaban, estrechamente alineados, gruesos fajos de billetes de cincuenta libras envueltos en cintas de papel. Allí tenía que haber por lo menos un millón de libras, pensó Toni, quizás dos. Tal como se le había ordenado, Kit sacó uno de los fajos y lo inspeccionó pasando los billetes rápidamente con el dedo.

—Han hecho el intercambio —informó Toni a Odette—. Kit está comprobando los billetes.

Los dos hombres se miraron, asintieron y se estrecharon la mano. Kit hizo entrega del maletín granate y luego cogió la maleta, que parecía pesar lo suyo. El copiloto echó a andar hacia el helicóptero y Kit volvió a la torre de control.

Tan pronto como el copiloto subió a bordo, el helicóptero despegó.

Toni seguía al teléfono.

—¿Recibes la señal del transmisor que hemos puesto en el frasco? —le preguntó a Odette.

—Perfectamente —contestó esta—. Ya tenemos a esos cabrones.