08.45

—Se acabó —dijo Nigel—. Están limpiando las carreteras. Tenemos que largarnos ahora mismo.

—Me preocupa Toni Gallo —repuso Kit.

—Pues lo siento por ti. Si seguimos esperando, no llegaremos a tiempo.

Kit consultó su reloj de muñeca. Nigel tenía razón.

—Mierda —masculló.

—Cogeremos el Mercedes que está aparcado fuera. Ve a por las llaves.

Kit salió de la cocina y subió corriendo al piso de arriba. Entró en la habitación de Olga y revolvió los cajones de ambas mesillas de noche sin dar con las llaves. Cogió la maleta de Hugo y vació su contenido en el suelo, pero no oyó el característico tintineo de un juego de llaves. Respirando aceleradamente, hizo lo mismo con la maleta de Olga, en vano. Solo entonces se fijó en la americana de Hugo, colgada en el respaldo de una silla. Encontró las llaves del Mercedes en uno de sus bolsillos.

Volvió corriendo a la cocina. Nigel estaba mirando por la ventana.

—¿Por qué tarda tanto Elton? —preguntó, y en su voz había ahora una nota de alarma.

—No lo sé —contestó Nigel—. Procura no perder la calma.

—¿Y qué coño le ha pasado a Daisy?

—Sal fuera y arranca el motor —ordenó Nigel—. Y limpia la nieve del parabrisas.

—Vale.

Mientras se daba la vuelta, Kit vio por el rabillo del ojo el frasco de perfume, que descansaba sobre la mesa en su doble envoltorio. Instintivamente, lo cogió y se lo metió en el bolsillo de la chaqueta.

Luego salió fuera.

Toni se asomó furtivamente por la esquina de la casa y vio a Kit saliendo por la puerta trasera. Le dio la espalda y se encaminó a la fachada principal. Toni lo siguió y vio cómo abría el Mercedes familiar de color verde.

Aquella era la oportunidad que estaba esperando.

Sacó la pistola de Elton de la cinturilla de los vaqueros y le quitó el seguro. El cargador estaba lleno, lo había comprobado antes. Sostuvo el arma dirigiéndola hacia arriba, tal como le habían enseñado en la academia.

Respiró hondo. Sabía lo que estaba haciendo. El corazón le latía como si fuera a salírsele del pecho, pero tenía el pulso firme. Entró en la casa.

La puerta trasera conducía a un pequeño recibidor. Desde allí, una segunda puerta permitía acceder a la cocina propiamente dicha. La abrió de golpe e irrumpió en la habitación. Nigel estaba asomado a la ventana, mirando hacia fuera.

—¡Quieto ahí! —gritó.

Nigel se dio la vuelta.

Toni le apuntó directamente con el arma.

—¡Manos arriba!

Él parecía dudar.

Llevaba una pistola en el bolsillo de los pantalones. Toni reconoció el bulto que sobresalía con tamaño y forma idénticos al de la automática que ella sostenía.

—Ni se te ocurra sacar la pistola —le advirtió.

Lentamente, Nigel alzó las manos.

—¡Al suelo, boca abajo! ¡Venga!

Nigel se arrodilló, con las manos todavía en alto. Luego se tendió en el suelo y abrió los brazos en cruz.

Toni tenía que quitarle el arma. Se acercó a él, empuñó la pistola con la mano izquierda y pegó el cañón a su nuca.

—Le he quitado el seguro y estoy un poquito nerviosa, así que no hagas tonterías —avisó. Luego se apoyó sobre una rodilla y alargó la mano hacia el bolsillo de sus pantalones.

Nigel se movió muy deprisa.

Rodó hacia un lado al tiempo que levantaba el brazo derecho para golpearla. Toni se lo pensó una milésima de segundo antes de apretar el gatillo, y para entonces ya era tarde. Nigel la hizo perder el equilibrio y cayó de lado. Para frenar el golpe, apoyó la mano izquierda en el suelo y dejó caer el arma.

Nigel le asestó una violenta patada que la alcanzó en la cadera. Toni recuperó el equilibrio y se levantó lo más deprisa que pudo, adelantándose a Nigel, que acababa de ponerse de rodillas. Le propinó un puntapié en la cara y su adversario cayó de espaldas, llevándose ambas manos a la mejilla, pero no tardó en recuperarse. Ahora la miraba con una mezcla de ira y odio, como si no acabara de creer que le hubiera devuelto el golpe.

Toni cogió rápido la pistola y le apuntó. Nigel frenó en seco.

—Vamos a intentarlo de nuevo —dijo—. Esta vez, saca tú el arma… muy despacito.

Nigel hundió la mano en el bolsillo.

Toni alargó el brazo con el que sostenía el arma.

—Y, por favor, dame una excusa para volarte la tapa de los sesos.

Nigel sacó el arma.

—Tírala al suelo.

Nigel sonrió.

—¿Alguna vez has disparado a alguien?

—Que la tires al suelo, he dicho.

—No creo que lo hayas hecho.

Estaba en lo cierto. Toni había recibido el entrenamiento necesario para utilizar armas de fuego y las había llevado encima en determinadas operaciones, pero nunca había disparado a nada que no fuera una diana. La mera idea de abrir un agujero en el cuerpo de otro ser humano le resultaba repugnante.

—No vas a dispararme —insistió él.

—Ponme a prueba y verás.

En ese instante, la señora Gallo entró en la cocina, sosteniendo al cachorro.

—Este pobre bicho aún no ha desayunado —dijo la anciana.

Nigel alzó el arma.

Toni le disparó en el hombro derecho.

Estaba a solo dos metros de él y tenía buena puntería, así que no le costó herirle exactamente donde quería. Apretó el gatillo dos veces, tal como le habían enseñado. El doble disparo resonó en la cocina con un estruendo ensordecedor. Dos orificios redondos aparecieron en el jersey rosado, uno junto al otro en el punto donde se unían el brazo y el hombro. La pistola cayó a los pies de Nigel, que gritó de dolor y retrocedió con paso tambaleante hasta la nevera.

La propia Toni estaba perpleja. En el fondo, no se creía capaz de hacerlo. Era algo completamente abyecto, y la convertía en un monstruo. Sintió náuseas.

—¡Hija de la gran puta! —chilló Nigel.

Como por arte de magia, aquellas palabras le devolvieron el aplomo perdido.

—Da gracias de que no te he disparado al estómago —replicó ella—. ¡Al suelo, venga!

Nigel se dejó caer al suelo y rodó hasta quedarse boca abajo, sin apartar la mano de la herida.

—Pondré agua a calentar —anunció la señora Gallo.

Toni cogió la pistola de Nigel y le puso el seguro. Luego envainó ambas armas en la cinturilla de los vaqueros y abrió la puerta de la despensa.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Stanley—. ¿Hay alguien herido?

—Sí, Nigel —respondió Toni con serenidad. Cogió unas tijeras de cocina y las usó para cortar la cuerda de tender que envolvía las manos y los pies de Stanley. En cuanto lo hubo liberado, este la rodeó con los brazos y la estrechó con fuerza.

—Gracias —le susurró al oído.

Toni cerró los ojos. La pesadilla de las últimas horas no había cambiado los sentimientos de Stanley. Lo abrazó con fuerza, deseando poder alargar aquel momento, y luego se apartó suavemente.

—Ten —dijo, tendiéndole las tijeras—. Libera a los demás. —Entonces sacó una de las pistolas—. Kit no puede andar muy lejos, y seguro que ha oído los disparos. ¿Sabes si va armado?

—No creo —contestó Stanley.

Toni se sintió aliviada. Eso simplificaría las cosas.

—¡Sacadnos de esta habitación helada, por favor! —suplicó Olga.

Stanley se dio la vuelta para cortarle las ataduras.

Entonces se oyó la voz de Kit:

—¡Que nadie se mueva!

Toni se dio la vuelta, al tiempo que empuñaba el arma. Kit estaba parado en el umbral de la puerta. No llevaba pistola, pero sostenía un vulgar frasco de perfume como si se tratara de un arma. Toni reconoció el frasco que había visto llenar de Madoba-2 en la grabación de las cámaras de seguridad.

—Llevo el virus aquí dentro —anunció—. Una gota bastaría para mataros.

Nadie se movió.

Kit miraba directamente a Toni, que le apuntaba con la pistola. Él, a su vez, le apuntaba con el pulverizador.

—Si me disparas, dejaré caer el frasco y se romperá.

—Si nos atacas con eso, tú también morirás.

—Me da igual —replicó él—. Me lo he jugado todo en esto. He planeado el robo, he traicionado a mi familia y he participado en una conspiración para matar a cientos, quizá miles, de personas. Ahora que he llegado hasta aquí no pienso echarme atrás. Antes muerto.

Mientras lo decía, se dio cuenta de que era cierto. Ni siquiera el dinero parecía tener para él la misma importancia que antes. Lo único que realmente deseaba era salir victorioso.

—¿Cómo hemos podido llegar a esto, Kit? —preguntó Stanley.

Kit le sostuvo la mirada. Encontró ira en sus ojos, tal como esperaba, pero también dolor. Stanley tenía la misma expresión que cuando mamma Marta había muerto. «Tú te lo has buscado», pensó Kit con rabia.

—Es demasiado tarde para las disculpas —retrucó con brusquedad.

—No pensaba disculparme —repuso Stanley con gesto desolado.

Kit miró a Nigel, que estaba sentado en el suelo, sujetándose el hombro herido con la mano contraria. Aquello explicaba los dos disparos que lo habían llevado a coger el frasco de perfume a modo de arma antes de volver a entrar en la cocina.

Nigel se levantó con dificultad.

—Joder, cómo duele! —se quejó.

—Pásame las pistolas, Toni —ordenó Kit—. Y date prisa si no quieres que suelte esta mierda.

Toni dudó.

—Creo que lo dice en serio —apuntó Stanley.

—Déjalas sobre la mesa —ordenó Kit.

Toni depositó las pistolas sobre la mesa de la cocina, junto al maletín en el que los ladrones habían transportado el frasco de perfume.

—Nigel, recógelas —dijo Kit.

Con la mano izquierda, Nigel cogió una pistola y se la metió en el bolsillo. Luego cogió la segunda, la tanteó unos segundos como si tratara de calcular su peso y, con pasmosa velocidad, la estrelló contra el rostro de Toni. Esta soltó un grito y cayó hacia atrás.

Kit montó en cólera.

—¿Qué coño haces? —gritó—. No hay tiempo para eso. ¡Tenemos que largarnos!

—No me des órdenes —replicó Nigel con aspereza—. Esta zorra me ha disparado.

Kit no tuvo más que mirar a Toni para saber que ya se daba por muerta. Pero no había tiempo para disfrutar de la venganza.

—Esta zorra me ha destrozado la vida, pero no pienso echarlo todo a perder con tal de vengarme —replicó Kit—. ¡Venga, déjalo ya!

Nigel dudaba, mirando a Toni con un odio visceral.

—¡Vámonos de una vez! —gritó Kit.

Finalmente, Nigel dio la espalda a Toni.

—¿Y qué pasa con Elton y Daisy?

—Que les den por el culo.

—Ojalá tuviéramos tiempo para atar a tu viejo y a su querida.

—Pero ¿tú eres idiota o qué? ¿Todavía no te has dado cuenta de que no llegamos?

El interpelado miró a Kit con furia asesina.

—¿Qué me has llamado?

Nigel necesitaba matar a alguien, comprendió Kit al fin, y en aquel preciso instante estaba considerando la posibilidad de convertirlo en su chivo expiatorio. Fue un momento aterrador. Kit alzó el frasco de perfume en el aire y le sostuvo la mirada, esperando que su vida se acabara de un momento a otro.

Finalmente, Nigel bajó la mirada y dijo:

—Venga, larguémonos de aquí.