Craig giró la llave en el contacto del Ferrari. El enorme motor trasero de doce cilindros arrancó pero no tardó en calarse.
Craig cerró los ojos.
—Ahora no —suplicó en voz alta—. Por favor, no me falles ahora.
Volvió a girar la llave en el contacto. El motor arrancó con un carraspeo y finalmente rugió como un toro enfurecido. Craig pisó el acelerador, solo para estar seguro, y el rugido se hizo ensordecedor.
Miró el teléfono del coche. «Buscando red», ponía en la pantalla. Marcó el 999 aporreando las teclas numéricas con frenesí, aunque sabía que era inútil hacerlo hasta que el teléfono se hubiera conectado a la red.
—¡Venga, no tengo mucho tiempo!
Entonces la puerta lateral del garaje se abrió de golpe y, para su sorpresa, Sophie entró precipitadamente.
Craig no daba crédito a sus ojos. Creía que Sophie estaba en las manos de la temible Daisy. Había visto cómo la sacaba a rastras del garaje y había tenido que reprimir el impulso de salir en su auxilio, pero sabía que no podía ganar a Daisy en un combate cuerpo a cuerpo, aunque no fuera armada. Se había esforzado por mantener la calma mientras la veía arrastrando a Sophie por el pelo, y se había repetido una y otra vez que lo mejor que podía hacer era evitar que lo cogieran y llamar a la policía.
Pero al parecer Sophie había logrado escapar sin la ayuda de nadie. Estaba llorando y parecía aterrada. Craig supuso que Daisy le pisaba los talones.
El otro lado del coche estaba tan pegado a la pared que era imposible abrir la puerta del acompañante. Craig abrió su puerta Y dijo:
—¡Métete en el coche, deprisa! ¡Salta por encima de mí!
Sophie se acercó al coche con paso tambaleante y se lanzó en plancha al interior de la cabina.
Craig cerró dando un portazo.
No sabía cómo se ponía el seguro, y tenía demasiada prisa para detenerse a averiguarlo. Daisy no tardaría más de unos segundos en llegar, supuso mientras Sophie pasaba atropelladamente por encima de él. No tenía tiempo de llamar a nadie, había que salir de allí cuanto antes. Mientras Sophie se desplomaba en el asiento del acompañante, Craig hurgó en la repisa que había debajo del salpicadero hasta encontrar el mando a distancia de la puerta del garaje. Apretó el botón del mando y oyó un chirrido metálico a su espalda, señal de que el mecanismo se había puesto en marcha. Miró por el espejo retrovisor y vio cómo la persiana metálica empezaba a subir lentamente.
Entonces llegó Daisy.
Tenía el rostro encendido a causa del esfuerzo y en sus ojos desorbitados había una expresión de puro odio. La nieve se había depositado en los pliegues de su chaqueta de piel. Se quedó un momento en el umbral, escrutando el garaje en penumbra. Luego sus ojos descubrieron una silueta en el asiento del conductor del Ferrari.
Craig pisó el embrague y puso la marcha atrás. Nunca le resultaba fácil, con la caja de seis velocidades del Ferrari. La palanca se resistió a obedecerle y los engranajes chirriaron hasta que, de pronto, algo pareció encajar.
Daisy cruzó el garaje a la carrera hasta la puerta del conductor. Su mano enguantada se cerró en torno al picaporte.
La puerta del garaje aún no estaba abierta del todo, pero Craig no podía esperar ni un segundo más. En el preciso instante en que Daisy abrió la puerta del coche, levantó el pie del embrague y pisó el acelerador.
El coche saltó hacia delante como si lo hubieran propulsado con una catapulta. El techo del vehículo golpeó el borde inferior de la puerta automática del garaje y se oyó un estruendo metálico. Sophie gritó de miedo.
El coche salió disparado como el corcho de una botella de champán. Craig pisó el freno. La máquina quitanieves había despejado la gruesa capa de nieve que había caído durante la noche, pero desde entonces había vuelto a nevar y el acceso de hormigón estaba resbaladizo. El Ferrari derrapó hacia atrás y se detuvo bruscamente al chocar con un banco de nieve.
Daisy salió del garaje. Craig la veía con claridad a la luz grisácea del alba. Parecía no saber muy bien qué hacer.
De pronto, se oyó una voz de mujer. Era el teléfono del coche.
—Tiene un mensaje nuevo.
Craig desplazó la palanca de cambios hasta lo que rezó para que fuera la primera marcha. Soltó el embrague y, para su alivio, los neumáticos encontraron agarre y el coche se movió hacia delante. Giró el volante, buscando la salida. Si tan solo pudiera llegar a la carretera, se largaría de allí con Sophie e iría en busca de ayuda.
Daisy debió de pensar lo mismo, pues hurgó en el bolsillo de la chaqueta y sacó un arma.
—¡Agáchate! —gritó Craig—. ¡Va a dispararnos!
Mientras Daisy empuñaba el arma, Craig pisó el acelerador y dio un volantazo, desesperado por salir de allí.
Los neumáticos patinaron sobre el hormigón helado. Junto con el temor y el pánico, Craig experimentó la extraña sensación de haber vivido aquello antes. El coche había derrapado en aquel mismo lugar el día anterior, pero era como si hubieran pasado siglos. Intentó recuperar el control del vehículo, pero el suelo estaba aún más resbaladizo que la víspera tras una noche de nevada ininterrumpida y temperaturas bajo cero.
Giró en la dirección opuesta y por un momento los neumáticos recuperaron su adherencia, pero se le fue la mano con el volante. El coche patinó hacia el otro lado y giró sobre sí mismo. Sophie daba bandazos en el asiento del acompañante. Craig esperaba oír en cualquier momento el estruendo de un disparo, pero los segundos pasaban y nada ocurría. Lo único bueno de todo aquello, se dijo una parte de su aterrada mente, era que Daisy no podría apuntar a un vehículo que se movía de forma tan errática.
Milagrosamente, el coche se detuvo en medio de la carretera, de espaldas a la casa y encarado hacia el bosque. Era evidente que la máquina quitanieves había despejado los accesos. Tenía ante sí el camino hacia la libertad.
Craig pisó el acelerador, pero nada ocurrió. El coche se había calado.
Por el rabillo del ojo, vio cómo Daisy empuñaba el arma y apuntaba en su dirección.
Giró la llave en el contacto y el coche dio una brusca sacudida hacia delante. Se había olvidado de poner el punto muerto. Su error le salvó la vida, pues en ese preciso instante oyó el inconfundible estrépito de un disparo, ligeramente amortiguado por la mullida capa de nieve que todo lo cubría. Luego, una de las ventanillas traseras del coche se resquebrajó en mil pedazos. Sophie soltó un grito.
Craig puso el coche en punto muerto y volvió a girar la llave en el contacto. El gutural rugido del motor resonó en la nieve. Mientras pisaba el embrague y ponía la primera, vio a Daisy apuntando de nuevo en su dirección. Se agachó involuntariamente, y menos mal que lo hizo, pues esta vez fue su ventanilla la que quedó hecha añicos.
La bala atravesó el parabrisas, abriendo un pequeño agujero redondo en él mismo y haciendo que todo el cristal se resquebrajara. Ahora Craig no veía nada ante sí a no ser contornos borrosos de luz y sombra. No obstante, siguió pisando el acelerador e intentando no salirse de la calzada, consciente de que moriría si no se alejaba de Daisy y su pistola. Sophie estaba hecha un ovillo en el asiento del acompañante y se había tapado la cabeza con las manos.
Mirando de soslayo por el espejo retrovisor, Craig vio a Daisy corriendo detrás del coche. Se oyó otro disparo. El buzón de voz del teléfono seguía sonando:
—Stanley, soy Toni. Malas noticias: han entrado a robar en el laboratorio. Por favor, llámame al móvil en cuanto puedas.
Craig supuso que aquella gente debía de estar relacionada de algún modo con el asalto al laboratorio, pero no podía detenerse a pensar en eso. Intentó guiarse por lo poco que podía ver al otro lado del cristal hecho trizas, pero de nada sirvió. Al cabo de unos segundos, el coche se apartó de la calzada y Craig notó una repentina resistencia al avance. La forma de un árbol se perfiló en el parabrisas resquebrajado y Craig pisó el freno con todas sus fuerzas, pero era demasiado tarde, y el Ferrari se empotró contra el árbol con un estruendo ensordecedor.
Craig salió disparado hacia delante. Se golpeó la cabeza con el parabrisas, haciendo saltar esquirlas de cristal que se le clavaron en la frente. El volante se hundió en su pecho. Sophie también se había visto propulsada hacia delante, se había dado contra el salpicadero y había caído hacia atrás. Tenía el trasero en el suelo y los pies hacia arriba, pero soltaba toda clase de improperios y trataba de incorporarse, por lo que Craig supo que estaba bien.
El coche había vuelto a calarse.
Craig miró por el espejo retrovisor. Daisy estaba a diez metros de distancia del Ferrari, avanzando con paso firme por la nieve y empuñando la pistola con la mano enguantada. Craig tuvo la certeza instintiva de que solo se acercaba para poder disparar sin errar el tiro. Iba a matarlos a ambos.
Solo le quedaba una salida. Tenía que matarla.
Volvió a arrancar el coche. Daisy, que ahora estaba a tan solo cinco metros de distancia y se había situado justo detrás del coche, alzó el brazo que sostenía el arma. Craig puso la marcha atrás y cerró los ojos.
Oyó un disparo en el preciso instante en que pisó el acelerador. La luna trasera quedó hecha añicos. El coche arrancó bruscamente, derecho hacia Daisy. Se oyó un golpe seco, como si alguien hubiera dejado caer un saco de patatas en el maletero.
Craig levantó el pie del acelerador y el coche se detuvo. ¿Dónde estaba Daisy? Apartó de un manotazo los cristales rotos del parabrisas y la vio. El impacto la había arrojado a un lado de la calzada, y yacía en el suelo con una pierna completamente torcida. Craig se la quedó mirando fijamente, horrorizado por lo que había hecho.
Entonces Daisy se movió.
—¡Dios, no! —gritó—. ¿Por qué no te mueres de una vez?
Daisy alargó uno de los brazos y recogió el arma, que había caído en la nieve.
Craig puso la primera marcha.
El buzón de voz dijo:
—Para borrar este mensaje, pulse «tres».
Daisy lo miró a los ojos y le apuntó con la pistola.
Craig soltó el embrague y pisó a fondo el acelerador.
Oyó el estruendo del disparo, amortiguado por el rugido del motor, pero no levantó el pie del acelerador. Daisy se arrastró hacia un lado, intentando apartarse de su trayectoria, pero Craig giró el volante en su dirección. Un instante antes del impacto vio su rostro, mirándolo con gesto aterrorizado, la boca abierta en un grito inaudible. El coche la golpeó con un ruido seco. Daisy desapareció debajo del curvilíneo morro del Ferrari. El chasis del coche se restregó contra una forma abultada. Craig se dio cuenta de que se iba derecho al mismo árbol con el que había chocado antes. Frenó, pero era demasiado tarde. Una vez más, el coche se empotró contra el grueso tronco.
El buzón de voz, que estaba explicando cómo guardar los mensajes recibidos, se interrumpió a media frase. Craig intentó arrancar el coche, pero fue en vano. Ni siquiera se oyó el clic del motor de arranque. Los mandos no funcionaban, y no había ninguna luz encendida en el salpicadero. Se había cargado el sistema eléctrico. No era de extrañar, teniendo en cuenta la cantidad de veces que lo había estrellado.
Pero eso significaba que no podía usar el teléfono.
¿Y dónde se había metido Daisy?
Craig se apeó del coche.
Sobre la calzada había un amasijo de carne blanca, reluciente sangre roja y jirones de cuero negro.
Daisy no se movía.
Sophie salió del coche y se acercó a Craig.
—Dios mío… ¿es ella?
Craig sintió ganas de devolver. No podía hablar, así que se limitó a asentir.
—¿Crees que está muerta? —preguntó Sophie en un susurro.
Craig volvió a asentir, y entonces las náuseas pudieron más que él. Se apartó y vomitó sobre la nieve.