07.00

Kit Oxenford se despertó temprano, sintiéndose expectante y angustiado a la vez. Era una sensación extraña.

Se disponía a asaltar Oxenford Medical.

La sola idea lo llenaba de euforia. Sería su mejor jugada de todos los tiempos. Pasaría a la posteridad bajo titulares del tipo «El crimen perfecto». Mejor aún, le permitiría vengarse de su padre. La empresa se vendría abajo y Stanley Oxenford acabaría arruinado. De algún modo, la certeza de que el viejo nunca llegaría a enterarse de quién le había hecho aquello le generaba más placer aún. Sería una satisfacción secreta que Kit podría saborear durante el resto de su vida.

Pero Kit también se notaba angustiado, algo poco habitual en él. No era muy dado a las cavilaciones. Fuera cual fuese el lío en que estuviera metido, por lo general le bastaba con un poco de labia para salir indemne. Rara vez hacía planes.

Aquello sí lo había planeado. Quizá fuera ese el problema.

Se quedó en la cama con los ojos cerrados, pensando en los obstáculos que debía superar.

Primero, estaban los elementos físicos de seguridad que rodeaban el Kremlin: la doble valla, el alambre de espino, las luces, las alarmas contra intrusos. Esas alarmas estaban protegidas por interruptores antisabotaje, sensores de impactos y complejas redes eléctricas capaces de detectar el menor cortocircuito.

Las alarmas estaban directamente conectadas con el cuartel general de la policía regional, situado en Inverburn, a través de una línea telefónica que el sistema comprobaba de forma rutinaria para asegurar su correcto funcionamiento.

Ninguna de todas esas medidas de seguridad iba a impedir que Kit y sus compinches entraran en los laboratorios.

Luego estaban los guardias, que supervisaban las zonas más importantes a través de un circuito cerrado de cámaras de televisión que barrían el recinto cada hora. Los monitores estaban equipados con interruptores polarizados de alta seguridad capaces de detectar cualquier cambio en el equipo, como por ejemplo si alguien reemplazara la señal de una de las cámaras por la de un aparato de vídeo.

Kit también había pensado en la manera de sortear ese obstáculo.

Por último, estaba el complejo sistema de control de acceso, que incluía tarjetas magnéticas con la foto del usuario autorizado y un chip con pormenores de su huella digital.

Burlar el sistema no era tarea sencilla, pero Kit sabía cómo hacerlo.

Era analista de sistemas y había sido el primero de su promoción, pero contaba con una ventaja todavía más importante: había diseñado el software que controlaba todo el sistema de seguridad del Kremlin. Era obra suya de principio a fin. Había hecho un trabajo magnífico para el ingrato de su padre, y el sistema era prácticamente inexpugnable para cualquier intruso, pero Kit conocía sus secretos.

Hacia la medianoche de aquel día, entraría en el templo sagrado, el laboratorio NBS4, el lugar más seguro de toda Escocia. Con él entrarían su cliente, un londinense discretamente amenazador llamado Nigel Buchanan, y dos colaboradores. Una vez dentro, Kit abriría la cámara refrigerada con un sencillo código de cuatro dígitos. Entonces Nigel podría robar las muestras del nuevo y precioso fármaco antiviral de Stanley Oxenford.

Las muestras no seguirían en su poder mucho tiempo. Nigel tenía un plazo de entrega muy ajustado. A las diez de la mañana del día siguiente, día de Navidad, tenía que hacérselas llegar al cliente. Kit no conocía el motivo del plazo límite. Tampoco sabía quién era el cliente, aunque lo suponía. Tenía que ser alguna multinacional farmacéutica. Disponer de una muestra para analizar les ahorraría años de investigación. Podían fabricar su propia versión del fármaco en cuestión en lugar de pagar millones a Oxenford a cambio de una licencia de patente. Era un fraude en toda regla, pero cuando había tanto dinero en juego eran pocos los que conservaban sus escrúpulos. Kit imaginaba al distinguido presidente de la multinacional en cuestión, con su pelo plateado y su traje de raya diplomática, preguntando con la mayor de las hipocresías: «¿Puede usted asegurarme sin sombra de duda que ningún empleado de nuestra empresa ha violado la ley para obtener esta muestra?».

En opinión de Kit, lo mejor de su plan era que la intrusión pasaría desapercibida hasta mucho después de que Nigel y él hubieran abandonado el Kremlin. Estaban a martes, día de Nochebuena. Los dos días siguientes serían festivos. Como muy pronto, la alarma saltaría el viernes, cuando uno o dos científicos adictos al trabajo se presentaran en el laboratorio. Pero había bastantes probabilidades de que nadie se percatara del robo entonces, y menos durante el fin de semana, lo que significaba que Kit y su banda tenían hasta el lunes de la semana siguiente para borrar las huellas de su paso por el Kremlin. Era más que suficiente.

Pero entonces, ¿por qué se sentía tan asustado? Le vino a la mente el rostro de Toni Gallo, la jefa de seguridad nombrada por su padre. Era una pelirroja pecosa, muy atractiva si a uno le iban las mujeres atléticas, aunque tenía demasiada personalidad para el gusto de Kit. ¿Era ella el motivo de sus temores? En el pasado la había subestimado, y el resultado había sido nefasto.

Pero ahora tenía un plan perfecto.

—Genial —dijo en voz alta, intentando convencerse a sí mismo.

—¿Qué es genial? —preguntó una voz femenina a su lado.

Kit se sobresaltó. Había olvidado que no estaba solo. Abrió los ojos. El piso estaba oscuro como boca de lobo.

—¿Qué es genial? —insistió la misma voz.

—Tu forma de bailar —contestó él, improvisando. La había conocido la noche anterior en una discoteca.

—Tú tampoco lo haces nada mal —repuso ella con un fuerte acento de Glasgow—. Mueves los pies que da gusto.

Kit se estrujó la sesera intentando recordar su nombre.

—Maureen… —dijo. Con semejante nombre, solo podía ser católica. Se volvió sobre un costado y la rodeó con el brazo mientras trataba de recordar su aspecto. Tenía buenas curvas. No le gustaban las chicas demasiado delgadas. Maureen se pegó a él de buen grado. ¿Rubia o morena?, se preguntó. Tenía su morbo, montárselo con una chica sin saber qué aspecto tenía. Se disponía a acariciarle los senos cuando recordó qué día era, y las ganas se le pasaron de golpe—. ¿Qué hora es? —preguntó.

—Es hora de follar —contestó Maureen, expectante.

Kit se apartó de ella. El reloj digital del aparato de música señalaba las 07.10.

—Tengo que levantarme —dijo—. Me espera un día movidito.

Quería llegar a casa de su padre a tiempo para almorzar. Iba a verlo con el pretexto de celebrar el día de Navidad, pero en realidad lo hacía para robar algo que necesitaba para ejecutar su plan aquella misma noche.

—¿Cómo puedes estar tan ocupado en Nochebuena?

—A lo mejor es que soy Santa Claus.

Kit se sentó en el borde de la cama y encendió la luz.

Maureen no ocultó su decepción:

—Bueno, pues este duende va a seguir durmiendo un poco más, si a Santa Claus no le importa —replicó, malhumorada.

Kit se volvió para mirarla, pero la chica se había tapado la cabeza con el edredón. Seguía sin saber qué aspecto tenía.

Se encaminó desnudo a la cocina y empezó a preparar café.

Su loft estaba dividido en dos grandes zonas. Por un lado se hallaba el salón con cocina americana y por el otro la habitación. El salón estaba repleto de aparatos electrónicos: una gran pantalla plana de televisión, un avanzado sistema de sonido y una pila de ordenadores y accesorios conectados entre sí por una maraña de cables. Kit siempre había disfrutado descubriendo el modo de burlar los sistemas de seguridad de los ordenadores ajenos. Sabía que la única forma de llegar a ser un experto en seguridad de software era convertirse primero en un hacker.

Mientras trabajaba para su padre en el diseño e instalación del sistema de seguridad del NBS4, había puesto en marcha uno de sus mejores chanchullos. Con la ayuda de Ronnie Sutherland, a la sazón jefe de seguridad de Oxenford Medical, había ideado una forma de desviar dinero de la compañía. Había manipulado el software de contabilidad para que, al sumar una serie de facturas de los proveedores habituales, el ordenador añadiera un uno por ciento al total, y luego hiciera una transferencia de esa cantidad a la cuenta de Ronnie mediante una transacción que no constaba en ningún informe o extracto. El plan dependía de que a nadie se le ocurriera comprobar los cálculos del ordenador, y nadie lo había hecho hasta que un día Toni Gallo había visto a la mujer de Ronnie aparcando un flamante Mercedes cupé delante del Marks & Spencer’s de Inverburn.

La empecinada insistencia con la que Toni había investigado el asunto había asombrado y aterrado a Kit. Una vez descubierta la discrepancia, no pararía hasta dar con la causa. Sencillamente nunca se rendía. Peor aún, cuando averiguara lo que estaba pasando, nada en el mundo le impediría contárselo al jefe, que no era otro que su padre. Kit le había suplicado que no le diera semejante disgusto al viejo. Había intentado convencerla de que, en su ira, Stanley Oxenford la despediría a ella, no a su propio hijo. Como último recurso, había apoyado una mano en su cadera, le había dedicado su mejor sonrisa de chico malo y le había dicho en un tono explícitamente sexual: «Tú y yo deberíamos ser amigos, no enemigos». Pero todo había sido en vano.

Kit no había encontrado otro empleo desde que su padre lo había despedido. Por desgracia, tampoco había abandonado el juego. Ronnie le había abierto las puertas de un casino ilegal donde había conseguido que le concedieran un crédito ilimitado, sin duda porque su padre era un científico famoso y millonario. Kit intentaba no pensar en la cantidad de dinero que ahora debía. La cifra lo hacía temblar de pánico y despreciarse a sí mismo hasta el punto de que lo único que quería era tirarse desde el Forth Bridge. Pero la recompensa por el trabajo de aquella noche le permitiría saldar totalmente su deuda y volver a empezar de cero.

Se llevó la taza de café al cuarto de baño y se miró en el espejo. Años atrás había formado parte del equipo olímpico británico de deportes de invierno, y se pasaba todos los fines de semana esquiando o entrenando. Entonces estaba en perfecta forma y no le sobraba un solo gramo, pero ahora se notaba las carnes un poco blandas. «Estás echando barriga», se dijo a sí mismo. Pero seguía conservando su grueso pelo negro, que le caía sobre la frente prestándole un indudable atractivo. Su rostro acusaba la tensión del momento. Ensayó su expresión a lo Hugh Grant: con la cabeza ligeramente baja en señal de timidez, miró hacia arriba por el rabillo de los ojos azules al tiempo que esbozaba una sonrisa irresistible. Sí, todavía sabía hacerlo. Toni Gallo quizá fuera inmune a sus encantos, pero la noche anterior Maureen había caído rendida ante ellos.

Mientras se afeitaba, encendió la tele del cuarto de baño. Estaban poniendo un informativo local. El primer ministro británico había llegado a su distrito electoral escocés para pasar la Navidad. El Glasgow Rangers había pagado nueve millones de libras por un delantero llamado Giovanni Santangelo. «Nada como un escocés de pura cepa», ironizó Kit para sus adentros. El tiempo iba a seguir frío pero despejado. Una fuerte tormenta de nieve procedente del mar de Noruega se desplazaba hacia el sur, pero se esperaba que pasara de largo frente a la costa occidental de Escocia. Entonces vino la noticia local que heló la sangre de Kit.

Oyó la voz familiar de Carl Osborne, célebre presentador de la televisión escocesa conocido por su estilo sensacionalista. Kit volvió los ojos hacia la pantalla y vio el mismo edificio que pensaba robar aquella noche. Osborne informaba en directo desde el exterior de Oxenford Medical. Aún no había amanecido, pero los poderosos focos de seguridad iluminaban la recargada arquitectura victoriana. «¿Qué demonios ha pasado?», se preguntó Kit.

Entonces Osborne dijo:

—Justo aquí, en el edificio que ven ustedes a mis espaldas, al que los lugareños se refieren como «el castillo de Frankenstein», los científicos experimentan con algunos de los virus más peligrosos del mundo.

Kit nunca había oído a nadie referirse así a los laboratorios. Osborne se lo estaba inventando. El apodo del edificio era «el Kremlin».

—Pero hoy, en lo que algunos observadores no dudan en calificar como una venganza de la madre naturaleza ante la osadía del hombre, un joven técnico del laboratorio ha muerto a causa de uno de esos virus.

Kit dejó a un lado la maquinilla de afeitar. Aquello supondría un serio revés para Oxenford Medical, se percató al instante. En otras circunstancias se habría regocijado con las desgracias de su padre, pero en aquel momento estaba más preocupado por el efecto que aquella noticia podía tener en sus propios planes.

—Michael Ross, un técnico de treinta y un años, ha caído fulminado por un virus conocido como Ébola, nombre de la aldea africana donde se cree que empezó a propagarse. Esta terrible enfermedad causa la aparición de dolorosos forúnculos purulentos por todo el cuerpo de las víctimas.

Kit estaba bastante seguro de que Osborne no sabía de qué hablaba, pero los telespectadores se lo creerían a pies juntillas. Así era el sensacionalismo televisivo. Pero ¿podía la muerte de Michael Ross perjudicar los planes de Kit?

—Oxenford Medical siempre ha asegurado que sus investigaciones no suponen amenaza alguna para la población ni para su entorno natural, pero la muerte de Michael Ross pone esa afirmación en entredicho.

Osborne llevaba puesto un grueso anorak y un gorro de lana, y daba la impresión de no haber dormido demasiado la noche anterior. Alguien lo había despertado en plena madrugada con una primicia, supuso Kit.

—Es posible que Ross fuera mordido por un animal que robó del laboratorio y se llevó a su casa, a pocos kilómetros de aquí —prosiguió Osborne.

—Oh, no —se lamentó Kit. Aquello iba de mal en peor. No quería ni pensar en lo que pasaría si se viera obligado a abandonar su plan. No lo soportaría.

—¿Trabajaba Michael Ross a solas o formaba parte de un grupo organizado que puede intentar robar más animales infectados de los laboratorios de alta seguridad de Oxenford Medical? ¿Nos enfrentamos a la posibilidad de que perros y conejos aparentemente inofensivos campen a sus anchas por Escocia propagando un virus mortal? De momento, no hay respuesta oficial por parte de Oxenford Medical.

Al margen de lo que pudieran o no decir, Kit sabía perfectamente qué estarían haciendo los responsables del Kremlin: redoblando las medidas de seguridad a toda prisa. Toni Gallo ya estaría allí, asegurándose de que los procedimientos se seguían a rajatabla, comprobando alarmas y cámaras, impartiendo órdenes a los guardias de seguridad. Aquello era lo peor que podía pasarle a Kit en aquel momento. Estaba indignado.

—¿Por qué tengo tan mala pata? —se preguntó en voz alta.

—Sea como fuere —añadió Carl Osborne—, todo apunta a que Michael Ross perdió su vida por defender la de un hámster llamado Fluffy.

Su tono de voz era tan trágico que Kit casi esperaba ver a Osborne secándose una lagrimita, pero no llegó a tanto.

Entonces intervino la presentadora del informativo, una atractiva rubia con el pelo cardado:

—Carl, ¿ha hecho Oxenford algún comentario en torno a este lamentable suceso?

—Sí. —Carl consultó un cuaderno de notas—. Han dicho que lamentan profundamente la muerte de Michael Ross, pero afirman que nadie más se verá afectado por el virus. No obstante, han manifestado interés por hablar con cualquier persona que haya visto a Ross en los últimos quince días.

—Es posible que las personas que han estado en contacto con él hayan contraído el virus.

—Sí, y quizá hayan infectado a otros. Así que la afirmación de la empresa de que nadie más está infectado suena más a una esperanza bienintencionada que a una aseveración con base científica.

—Se trata, sin duda, de una noticia inquietante —concluyó la presentadora, volviéndose de nuevo hacia la cámara—. Nos la ha contado Carl Osborne. Y ahora, el fútbol.

Enfurecido, Kit cogió el mando a distancia e intentó apagar la tele, pero estaba tan nervioso que aporreaba los botones equivocados. Al final tiró del cable y arrancó la clavija del enchufe. Tenía ganas de arrojar el aparato por la ventana. Aquello era un desastre.

Los apocalípticos augurios de Osborne sobre la posible propagación del virus podían no ser ciertos, pero de lo que no cabía duda era que las medidas de seguridad serían más estrictas que nunca. Aquella noche era el peor momento imaginable para intentar asaltar Oxenford Medical. Kit tendría que cancelar la operación. Era un jugador nato: si tenía una buena mano, se lanzaba al todo o nada, pero sabía que cuando las cartas no le favorecían lo mejor que podía hacer era retirarse.

«Por lo menos no tendré que pasar la Navidad con mi padre», pensó con amargura.

Quizá pudiera llevar a cabo su plan más adelante, cuando las aguas hubieran vuelto a su cauce y la seguridad en Oxenford Medical a su nivel normal. Tal vez lograra convencer a su cliente de que lo mejor era posponer el plazo de entrega. Kit se estremeció al pensar en la enorme suma de dinero que seguía debiendo. Pero no tenía sentido seguir adelante cuando las posibilidades de fracaso eran tan abrumadoras.

Salió del cuarto de baño. El reloj del aparato de música señalaba las 07.28. Era pronto para llamar, pero se trataba de algo urgente. Descolgó el auricular y marcó un número.

Contestaron enseguida.

—¿Sí? —se limitó a decir una voz masculina.

—Soy Kit. ¿Está el jefe?

—¿Qué quieres?

—Necesito hablar con él. Es importante.

—Aún no se ha levantado.

—Mierda. —Kit no quería dejar recado. Y, pensándolo bien, tampoco quería que Maureen oyera lo que tenía que decir—. Dile que voy a ir a verle —anunció, y colgó sin esperar respuesta.