07.15

Craig abrió la puerta del garaje y sacó la cabeza para echar un vistazo fuera. Había tres ventanas iluminadas en un extremo de la casa pero las cortinas estaban corridas, así que nadie podía verlo.

Se volvió un momento para mirar a Sophie. Había apagado las luces del garaje, pero sabía que ella estaba en el asiento del acompañante del Ford de Luke, con el anorak rosa cerrado hasta arriba para protegerse del frío. Alzó la mano a modo de despedida y salió al exterior.

Caminando tan deprisa como podía, levantando los pies y las rodillas para no quedarse atrapado en la profunda capa de nieve, avanzó a lo largo de la pared menos expuesta del garaje hasta alcanzar la fachada de la casa.

Iba a coger las llaves del Ferrari. Tendría que entrar en el recibidor de la cocina sin ser visto y sacarlas del pequeño armario donde se guardaban. Sophie había querido acompañarlo, pero Craig la había persuadido de que era menos peligroso si solo iba él.

Sin ella, se sentía más asustado. Para tranquilizarla, había fingido no tener miedo, y eso le había infundido valor. Pero ahora estaba al borde de un ataque de nervios. Mientras dudaba, agazapado en la esquina de la casa, las manos le temblaban y le flaqueaban las piernas. Era una presa fácil para los intrusos, y si lo cogían no sabía qué hacer. Nunca se había peleado en serio al menos desde que tenía unos ocho años. Conocía a chicos dé su misma edad que lo hacían a menudo, por lo general a la puertas de un bar el sábado por la noche, y todos sin excepción eran unos perfectos idiotas. Ninguno de los tres intrusos de la cocina parecía mucho más fuerte que él, pero aun así le inspiraban pánico. Tenía la impresión de que, en caso de pelea, sabrían qué hacer, mientras que él no tenía ni la más remota idea Y además iban armados. Podían dispararle. Se preguntó cuánto dolería una herida de arma.

Escrutó la fachada de la casa. Tendría que pasar por delante de las ventanas del salón y del comedor, cuyas cortinas no estaban corridas. La nevada había perdido intensidad, y cualquiera que mirara hacia fuera podía distinguirlo fácilmente.

Se obligó a avanzar.

Se detuvo junto a la primera ventana y miró hacia dentro. Las luces de colores parpadeaban en el árbol de Navidad, alumbrando débilmente las familiares siluetas del tresillo y las mesas, el aparato de televisión y los cuatro calcetines infantiles de tamaño descomunal que descansaban en el suelo delante de la chimenea, llenos a rebosar de cajas y paquetes.

No había nadie en la habitación.

Siguió caminando. La nieve era más profunda en aquella zona, donde se había acumulado por la acción del viento que soplaba desde el mar, y Craig hubo de emplear todas sus fuerzas para abrirse paso. Lo habría dado todo por poder acostarse un rato. Se dio cuenta de que llevaba veinticuatro horas sin pegar ojo. Se sacudió la modorra de encima y siguió avanzando. Cuando pasó por delante de la puerta principal, casi esperaba que esta se abriera de golpe y que el londinense del jersey rosado se abalanzara sobre él. Pero no ocurrió nada.

Estaba a punto de pasar por delante del comedor en penumbra cuando un suave ladrido lo sobresaltó. Se llevó un buen susto, pero enseguida se dio cuenta de que solo era Nellie. Seguramente la habrían encerrado allí. La perra reconoció la silueta de Craig y lanzó un gemido.

—Cállate, Nellie, por el amor de Dios —murmuró. No estaba seguro de que la perra pudiera oírlo, pero lo cierto es que se calló.

Craig pasó por delante de los coches aparcados, el Toyota Previa de Miranda y el Mercedes-Benz familiar de Hugo. Un manto blanco los cubría por completo, dándoles un aspecto irreal, como si fueran los coches de una familia de muñecos de nieve. Dobló la esquina de la casa. Había luz en la ventana del recibidor de las botas. Asomó la cabeza tímidamente para echar un vistazo al interior. Desde allí veía el gran vestidor donde se guardaban los anoraks y las botas. Había una acuarela de Steepfall que tenía toda la pinta de ser obra de la tía Miranda, una escoba apoyada en un rincón y el armarito metálico de las llaves, atornillado a la pared.

La puerta del recibidor estaba cerrada, lo que lo favorecía.

Aguzó el oído, pero no oyó nada.

¿Qué ocurría cuando le dabas un puñetazo a alguien? En el cine se limitaban a desplomarse en el suelo, pero Craig estaba casi seguro de que eso no ocurriría en la vida real. Y lo que era más importante aún, ¿qué ocurría si alguien te daba un puñetazo a ti? ¿Cómo de doloroso sería? ¿Y si lo hacían una y otra vez? ¿Y qué se sentía al recibir un disparo? Había oído en alguna parte que no había nada más doloroso que una bala en el estómago. Estaba completamente aterrado, pero se obligó a seguir adelante.

Asió el pomo de la puerta trasera, lo giró tan suavemente como pudo y empujó hacia dentro. La puerta se abrió y Craig entró en el recibidor. Era una estancia pequeña, de menos de dos metros de largo, acotada por una antigua e impresionante chimenea de ladrillo y el profundo armario que había junto a esta. El armarito de las llaves colgaba de la pared de la chimenea. Craig abrió la portezuela. En su interior había veinte ganchos numerados, algunos con una sola llave y otros con juego enteros, pero enseguida reconoció las del Ferrari. Las cogió y tiró hacia arriba, pero la cadenita se quedó enganchada. Craig sacudió las llaves, intentando contener la sensación de pánico que lo invadía. Entonces oyó cómo giraba el pomo de la puerta de la cocina.

El corazón le dio un vuelco en el pecho. Quienquiera que fuese, estaba intentando abrir la puerta que comunicaba la cocina con el vestíbulo. Había girado el pomo, pero era evidente que no conocía la casa, porque empujaba la puerta en lugar de tirar hacia dentro. Craig aprovechó ese breve lapso para meterse en el vestidor y cerrar la puerta.

Lo había hecho sin pensar, dejando las llaves atrás. Tan pronto como se encontró en el interior del armario, se dio cuenta de habría sido casi igual de rápido salir al jardín por la puerta trasera. Intentó recordar si la había cerrado. Creía que no. ¿Y sus botas? ¿Habrían dejado un rastro de nieve fresca en el suelo? Eso revelaría que alguien había estado allí no hacía ni un minuto, porque de lo contrario la nieve se habría derretido. Y encima había dejado abierto el armario de las llaves.

Una persona observadora se fijaría en las pistas y lo descubriría en pocos segundos.

Craig contuvo la respiración.

Nigel forcejeó con el pomo hasta que se dio cuenta de que la puerta se abría hacia dentro, no hacia fuera. Tiró del pomo con fuerza e inspeccionó el recibidor de las botas.

—Aquí, no —dijo—. Hay una puerta y una ventana. —Cruzó la cocina y abrió de un tirón la puerta de la despensa— Los meteremos aquí. No hay ninguna otra puerta y solo una ventana, que da al patio. Elton, tráelos aquí.

—Ahí hace frío —protestó Olga.

En la despensa había un aparato de aire acondicionado.

—No sigas, por Dios, que voy a llorar —se burló Nigel.

—Mi marido necesita un médico.

—Después de lo que me ha hecho, suerte tiene de no necesitar un sepulturero. —Nigel se volvió de nuevo hacia Elton—. Mételes algo en la boca para que no chillen. ¡Date prisa, que no nos sobra el tiempo!

Elton encontró un cajón repleto de paños de cocina limpios y los utilizó para amordazar a Stanley, Olga y Hugo, que había recobrado el conocimiento pero todavía estaba aturdido. Luego ordenó a los prisioneros que se levantaran y los condujo a empujones hasta la despensa.

—Escucha —empezó Nigel, dirigiéndose a Kit. Se le veía tranquilo, anticipándose a los acontecimientos e impartiendo órdenes, pero estaba pálido y en su rostro enjuto y cínico había una expresión sombría. «La procesión va por dentro», pensó Kit—. Cuando llegue la pasma, tú sales a abrir la puerta —prosiguió—. Muéstrate amable y relajado, como un ciudadano ejemplar. Diles que aquí no pasa nada extraño, que todo el mundo está durmiendo excepto tú.

Kit no sabía cómo iba a apañárselas para aparentar tranquilidad cuando estaba tan nervioso como si tuviera delante a un pelotón de fusilamiento. Se aferró al respaldo de una silla para dejar de temblar.

—¿Y si quieren entrar de todas formas?

—Disuádelos. Si insisten, hazlos pasar a la cocina. Nosotros estaremos en ese cuartito de ahí atrás —puntualizó, señalando el recibidor de las botas—. Tú, quítatelos de encima lo antes posible.

—Toni Gallo viene con ellos —observó Kit—. Es la encargada de la seguridad en el laboratorio.

—Bueno, pues dile que se vaya por donde ha venido.

—Querrá ver a mi padre.

—Dile que no puede ser.

—No sé yo si aceptará un no por respuesta…

—¡Por el amor de Dios! —explotó Nigel, alzando la voz— ¿Qué crees que va a hacer, tumbarte de un puñetazo y entrar pisoteando tu cuerpo inconsciente? Dile que se vaya a tomar por el culo y santas pascuas.

—De acuerdo —concedió Kit—, pero tenemos que asegurarnos de que mi hermana Miranda no se va de la lengua. Está escondida en el desván.

—¿En el desván, qué desván?

—El que queda justo por encima de esta habitación. Mirad dentro del primer armario del vestidor. Detrás de los trajes colgados hay una pequeña puerta que conduce a la buhardilla.

Nigel no le preguntó cómo sabía que Miranda estaba allí. Miró a Daisy.

—Encárgate de ella.

Miranda vio cómo su hermano hablaba con Nigel y escuchó sus palabras.

Cruzó el desván a toda prisa y, franqueando la puerta a gatas, se metió en el armario de su padre. Respiraba con dificultad, el corazón parecía a punto de salírsele del pecho y notó cómo la sangre se le agolpaba en el rostro, pero no se dejó dominar por el pánico. Todavía no. Desde el armario, saltó al vestidor.

Había oído decir a Kit que la policía estaba de camino, y por un instante había creído que estaban a salvo. Lo único que tenía que hacer era esperar hasta que los hombres de uniforme azul irrumpieran por la puerta principal y detuvieran a los ladrones. Pero luego había escuchado con horror cómo Nigel pergeñaba rápidamente un plan para librarse de ellos. ¿Qué podía hacer ella si la policía se disponía a marcharse sin haber detenido a nadie? Había decidido que, llegado ese momento, abriría una ventana y empezaría a gritar.

Ahora Kit había dado al traste con su plan.

Le aterraba volver a enfrentarse a Daisy, pero se obligó a pensar fríamente, o casi. Podía esconderse en la habitación de Kit, al otro lado del rellano, mientras Daisy registraba el desván. Solo lograría entretenerla más que unos pocos segundos, pero quizá fuera suficiente para abrir una ventana y pedir socorro.

Cruzó la habitación a la carrera. Justo cuando posó la mano en el pomo de la puerta, oyó las botas de Daisy en la escalera. Demasiado tarde.

La puerta se abrió bruscamente y Miranda se escondió detrás de esta. Daisy irrumpió en la habitación y se fue directa al vestidor sin mirar atrás.

Miranda se escabulló por la puerta. Cruzó el rellano y se metió en la habitación de Kit. Corrió hasta la ventana y apartó las cortinas, esperando ver los coches de policía con sus faros destellantes.

Pero no había ni un alma allí fuera.

Miró en la dirección del camino de acceso. Empezaba a clarear, y se distinguían los árboles cubiertos de nieve en las lindes del bosque, pero ni rastro de la policía. Miranda estaba al borde de la desesperación. Daisy tardaría pocos segundos en inspeccionar el desván y darse cuenta de que no había nadie allí. Luego empezaría a buscarla en las demás habitaciones de la planta de arriba. Necesitaba ganar tiempo. La policía no podía estar muy lejos.

¿Había algún modo de encerrar a Daisy en el desván?

No se permitió el lujo de detenerse a pensar en el peligro. Volvió corriendo al dormitorio de su padre, donde la puerta del armario seguía abierta. Daisy debía de seguir allí dentro, escrutando la habitación de arriba abajo con aquellos ojos de aspecto castigado, preguntándose si no habría ningún escondrijo secreto lo bastante grande para albergar a una mujer adulta y ligeramente sobrada de carnes.

Sin pensarlo dos veces, cerró la puerta del armario.

No había cerradura, pero la puerta era de madera maciza. Si lograba atrancarla, Daisy no lo tendría fácil para abrirla por la fuerza, pues dentro del armario apenas había espacio para maniobrar.

Quedaba una estrecha rendija entre el umbral y la puerta Si pudiera calzarla de algún modo no habría manera de abrirla, al menos durante unos segundos. ¿Qué podía usar? Necesitaba un trozo de madera o cartón, o incluso un fajo de papel Abrió el cajón de la mesilla de noche de su padre y encontró un libro de Proust.

Empezó a arrancar páginas.

Kit oyó a la perra ladrar en la habitación de al lado.

Eran ladridos fuertes, agresivos, de los que solía emitir cuando un extraño llamaba a la puerta. Venía alguien. Kit empujó la puerta de vaivén que conducía al comedor. La perra estaba de pie sobre las patas traseras y apoyaba las delanteras sobre el alféizar de la ventana.

Kit se acercó y miró hacia fuera. La nevada había remitido, y ya solo caían algunos copos de nieve dispersos. Kit dirigió la mirada hacia el bosque y vio asomar entre los árboles un gran camión con un lanzadestellos naranja en el techo y una pala quitanieves delante.

—¡Ya están aquí! —gritó.

Nigel entró en la habitación. La perra lo recibió con un gruñido y Kit la mandó callar. Nellie se retiró a un rincón. Nigel se pegó a la pared de la ventana y asomó la cabeza para mirar hacia fuera.

La máquina quitanieves avanzaba despejando a su paso una franja de ocho o diez metros de ancho. Pasó por delante de la puerta principal y se acercó todo lo que pudo a los coches aparcados. En el último momento giró a un lado, barriendo la nieve que se había acumulado delante del Mercedes de Hugo y el Toyota de Miranda. Luego dio marcha atrás hasta el edificio del garaje. Mientras lo hacía, un Jaguar tipo «S» de color claro la adelantó por el camino recién despejado y se detuvo frente a la puerta principal.

Alguien se apeó del coche, una mujer alta y delgada con el pelo largo que lucía una chaqueta de aviador forrada de piel de borrego. A la luz de los faros del coche, Kit reconoció a Toni Gallo.

—Deshazte de ella —ordenó Nigel.

—¿Qué pasa con Daisy? Está tardando mucho en…

—Ella se encargará de tu hermana.

—Más vale.

—Confío en Daisy más de lo que confío en ti. Ve a abrir la puerta. —Nigel se fue al recibidor de las botas con Elton.

Kit se dirigió a la puerta principal y la abrió.

Toni estaba ayudando a alguien a apearse del asiento trasero del coche. Kit frunció el ceño. Era una anciana con un largo abrigo de lana y un sombrero de piel.

—Pero ¿qué coño…? —masculló.

Toni tomó a la anciana del brazo y se dieron la vuelta. El rostro de la primera se ensombreció en cuanto vio quién había salido a abrir.

—Hola, Kit —saludó, mientras acompañaba a la anciana hasta la puerta.

—¿Qué quieres? —le espetó este.

—He venido a ver a tu padre. Ha habido problemas en el laboratorio.

—Papá está durmiendo.

—No le importará que lo despiertes, créeme.

—¿Quién es la vieja?

—Esta señora es mi madre. Se llama Kathleen Gallo.

—Y no soy ninguna vieja —replicó la anciana—.Tengo setenta y un años y estoy en perfecta forma física, así que cuidadito con lo que dice, joven.

—Tranquila, madre. Estoy segura de que no era su intención ofenderte.

Kit no se dio por aludido.

—¿Qué está haciendo aquí?

—Se lo explicaré a tu padre.

La máquina quitanieves había dado la vuelta delante del garaje y volvía por el camino que acababa de despejar, cruzando el bosque para regresar a la carretera principal. El Jaguar la seguía.

El pánico se apoderó de Kit. ¿Qué se suponía que debía hacer? Los vehículos se marchaban pero Toni seguía allí.

El Jaguar se detuvo bruscamente. Kit deseó con todas sus fuerzas que el conductor no hubiera visto algo sospechoso. El coche volvió hasta la casa dando marcha atrás. La puerta del conductor se abrió y un pequeño fardo cayó en la nieve. Kit pensó que casi parecía un cachorro.

El conductor cerró dando un portazo y arrancó.

Toni volvió sobre sus pasos y recogió el fardo. Era, en efecto, un cachorro de pastor inglés que no tendría más de ocho semanas de vida.

Kit no salía de su asombro, pero decidió no hacer ninguna pregunta.

—No puedes entrar —le dijo a Toni.

—No digas tonterías —replicó ella—. Esta casa no es tuya, sino de tu padre, y él querrá recibirme.

Toni seguía caminando despacio hacia la casa, con su madre colgada de un brazo y el cachorro en el otro, pegado al pecho.

Kit estaba paralizado. Esperaba ver llegar a Toni en su propio coche, y su plan consistía en decirle que volviera más tarde. Por un momento, consideró la posibilidad de echar a correr detrás del Jaguar y pedirle al conductor que volviera. Pero seguramente este querría saber por qué, y los policías que iban en la máquina quitanieves podrían preguntarse a qué venía tanto jaleo. Era demasiado peligroso, así que optó por no hacer nada.

Toni se detuvo delante de Kit, que le cerraba el paso.

—¿Ha pasado algo? —preguntó ella.

Kit se dio cuenta de que estaba en un callejón sin salida. Si se empeñaba en obedecer las órdenes de Nigel, Toni podía hacer que los policías volvieran, y resultaría más fácil de manejar estando sola.

—Será mejor que pases —repuso él.

—Gracias. Por cierto, el perro se llama Osborne. —Toni y su madre pasaron al vestíbulo—. ¿Tienes que ir al baño, mamá? —preguntó Toni—. Está aquí mismo.

Kit vio desaparecer entre los árboles las luces de la máquina quitanieves y del Jaguar. Se relajó un poco. No había podido quitarse a Toni de encima, pero por lo menos la policía se había largado. Cerró la puerta.

Entonces se oyó un sonoro golpe en el piso de arriba, como si alguien hubiera aporreado la pared con un martillo.

—¿Qué demonios ha sido eso? —inquirió Toni.

Miranda había arrancado un grueso fajo de hojas del libro, las había doblado en forma de cuña y las había metido en la rendija de la puerta del armario. Pero sabía que eso no retendría a Daisy durante mucho tiempo. Necesitaba una barrera más resistente. Junto a la cama había una antigua cómoda que hacía las veces de mesilla de noche. Con gran esfuerzo, empujó el pesado mueble de caoba maciza desrizándolo sobre la moqueta. Luego la inclinó un poco hacia atrás y la empotró contra la puerta. Casi al instante, oyó a Daisy empujando desde el otro lado. Cuando se dio cuenta de que empujar no serviría de nada, pasó a los golpes.

Miranda supuso que Daisy tenía la cabeza en el desván y los pies en el armario, y que golpeaba la puerta con las suelas de las botas. La puerta se estremeció pero no cedió a sus patadas. Daisy era fuerte y acabaría abriéndola, pero mientras tanto Miranda había ganado unos preciosos segundos.

Corrió hasta la ventana. Ante su mirada incrédula, dos vehículos —un camión y un turismo— se alejaban de la casa.

—¡Nooo! —exclamó. Los vehículos ya estaban muy lejos para que sus ocupantes la oyeran gritar. ¿Sería demasiado tarde? Salió de la habitación.

Se detuvo en lo alto de la escalera y miró hacia abajo. En el vestíbulo, una anciana a la que nunca había visto se dirigía al aseo.

¿Qué estaba pasando?

Entonces reconoció a Toni Gallo, que se estaba quitando la chaqueta para colgarla del perchero.

Un pequeño cachorro blanquinegro olisqueaba los paraguas.

Entonces vio a su hermano. Se oyó otro golpe procedente del vestidor.

—Parece que los chicos se han despertado —dijo Kit.

Miranda no salía de su asombro. ¿Cómo podía ser? Kit se comportaba como si nada hubiera pasado.

Estaba tratando de engañar a Toni, concluyó. Esperaba poder convencerla de que todo iba bien. Si no lograba persuadirla de que se marchara, la reduciría por la fuerza y la ataría junto con los demás.

Mientras tanto, la policía se alejaba.

Toni cerró la puerta del aseo en el que había entrado su madre. Nadie se había percatado de la presencia de Miranda.

—Será mejor que pases a la cocina —dijo Kit.

Ahí era donde la atacarían, supuso Miranda. Nigel y Elton la estarían esperando.

Se oyó un estruendo procedente de la habitación de Stanley. Daisy había logrado salir del armario.

Miranda actuó sin pensar.

—¡Toni! —gritó.

Toni miró hacia arriba y la vio.

—¡Mierda, no!… —farfulló Kit.

—¡Los ladrones están aquí, han atado a papá y van armados…

Daisy irrumpió en el descansillo y arrolló a Miranda, que cayó rodando escaleras abajo.