07.00

Hugo yacía en el suelo embaldosado, inconsciente pero vivo.

Olga sollozaba desesperadamente. El pecho se le agitaba con cada nueva e incontrolable convulsión. Estaba al borde de la histeria.

Stanley Oxenford estaba pálido como la cera. Parecía un hombre al que acabaran de diagnosticar una enfermedad mortal. Miraba a Kit fijamente, y en su rostro se mezclaban la desesperación, la perplejidad y una rabia apenas contenida. «¿Cómo has podido?», decían sus ojos. Kit evitaba mirarlo.

Estaba que se lo llevaban los demonios. Todo le salía mal. Ahora su familia sabía que estaba compinchado con los ladrones y no se molestarían en encubrirlo, lo que significaba que la policía acabaría descubriendo toda la historia. Estaba condenado a vivir huyendo de la justicia. Apenas podía contener su ira. También tenía miedo. La muestra del virus descansaba sobre la mesa de la cocina en su frasco de perfume, protegida tan solo por dos delgadas bolsas de plástico transparente. El temor alimentaba su furia.

Nigel ordenó a Stanley y Olga que se acostaran boca abajo junto a Hugo, amenazándolos con la pistola. Estaba tan enfurecido por la paliza que Hugo le había propinado que no habría dudado en apretar el gatillo a la menor excusa. Kit no habría intentado detenerlo. También él se sentía capaz de matar a alguien.

Elton buscó algo con lo que atarlos y encontró cable eléctrico, una cuerda de tender y una soga resistente.

Daisy ató a Olga, a Stanley y a Hugo, que seguía inconsciente, anudándoles los pies y las manos a la espalda. Tensó bien las cuerdas para que laceraran la carne al menor movimiento y tiró de los nudos para asegurarse de que no podrían deshacerlos fácilmente. En sus labios se había dibujado aquella sonrisita sádica que esbozaba cuando hacía daño a otras personas.

—Necesito el teléfono —dijo Kit a Nigel.

—¿Por qué?

—Por si tengo que interceptar alguna llamada al Kremlin.

Nigel dudaba.

—¡Por el amor de Dios! —explotó Kit—. ¡Te he devuelto la pistola!

Nigel se encogió de hombros y le tendió el teléfono.

—¿Cómo puedes hacer esto, Kit? —le espetó Olga mientras Daisy se arrodillaba sobre la espalda de su padre—. ¿Cómo puedes consentir que traten así a tu familia?

—¡Yo no tengo la culpa! —replicó él en tono airado—. Si os hubierais portado bien conmigo, nada de esto habría pasado.

—¿Que tú no tienes la culpa? —preguntó Stanley, sin salir de su asombro.

—Primero me echaste a la calle y luego te negaste a ayudarme, así que acabé debiendo dinero a unos matones.

—¡Te eché porque me estabas robando!

—¡Soy tu hijo, tendrías que haberme perdonado!

—Y te perdoné.

—Demasiado tarde.

—Por el amor de Dios…

—¡Me he visto obligado a hacerlo!

Stanley habló con un tono en el que se mezclaban la autoridad y el desprecio, un tono que Kit recordaba de su infancia:

—Nadie se ve obligado a hacer algo así.

Kit detestaba aquel tonillo. Su padre solía utilizarlo cuando quería hacerle saber que había hecho algo especialmente estúpido.

—Tú no lo entiendes.

—Me temo que sí lo entiendo, demasiado bien. «Típico de ti», pensó Kit. Siempre creyéndose más listo que los demás. Pero en aquel preciso instante, mientras Daisy le ataba las manos a la espalda, parecía bastante idiota.

—¿De qué va todo esto, por cierto? —preguntó Stanley.

—Cierra el pico —ordenó Daisy.

Stanley hizo caso omiso de sus palabras.

—¿Qué demonios estáis tramando, Kit? ¿Y qué hay en ese frasco de perfume?

—¡Te he dicho que te calles! —Daisy le asestó un puntapié en la cara.

Stanley gruñó de dolor, y la sangre empezó a manar de su boca.

«Te está bien empleado», pensó Kit con un regocijo salvaje.

—Pon la tele, Kit —ordenó Nigel—. A ver si dicen cuándo coño dejará de nevar.

Estaban poniendo anuncios: de las rebajas de enero, de las vacaciones de verano, de créditos baratos. Elton cogió a Nellie del collar y la encerró en el comedor. Hugo se removió en el suelo, como si volviera en sí. Olga le habló en voz baja. En la pantalla apareció un presentador tocado con un sombrero de Papá Noel. Kit pensó con amargura en todas las familias que estarían a punto de iniciar un día de celebración.

—Anoche, una inesperada ventisca azotó Escocia —anunció el presentador—. Hoy, la mayor parte del país se ha levantado cubierta por un manto blanco.

—Me cago en todo —maldijo Nigel, recalcando cada palabra—. ¿Hasta cuándo vamos a quedarnos aquí atrapados? —Se espera que la tormenta, que ha obligado a decenas de conductores a detenerse en la carretera durante la noche, amaine con la salida del sol. Según las últimas previsiones, a media mañana ya se habrá producido el deshielo.

Kit se animó. Aún podían llegar a tiempo a la cita con el cliente.

Nigel pensó lo mismo.

—¿A qué distancia está el todoterreno, Kit?

—A poco más de un kilómetro.

—Nos iremos al alba. ¿Tienes el diario de ayer?

—Debe de haber uno por aquí… ¿para qué lo quieres?

—Para ver a qué hora sale el sol.

Kit entró en el estudio de su padre y encontró un ejemplar de The Scotsman sobre un atril. Se lo llevó a la cocina.

—El sol sale a las ocho y cuatro minutos —anunció.

Nigel consultó su reloj de muñeca.

—Falta menos de una hora.—Parecía preocupado—.Tenemos que hacer más de un kilómetro a pie por la nieve, y luego otros dieciséis en coche. Vamos a llegar por los pelos.—Nigel sacó un teléfono del bolsillo. Empezó a marcar un número, pero se detuvo—. Se ha quedado sin batería —dijo—. Elton, dame tu móvil.—Volvió a marcar el mismo número desde el teléfono de éste—. Sí, soy yo, ¿qué vais a hacer con este tiempo? —Kit supuso que estaba hablando con el piloto del cliente—. Sí, debería empezar a amainar dentro de una hora más o menos… yo sí puedo llegar, pero ¿y vosotros? —Nigel fingía estar más seguro de sí mismo de lo que realmente estaba. Una vez que la nieve hubiera dejado de caer, el helicóptero podría despegar y volar a donde quisiera, pero ellos no lo tenían tan fácil porque viajaban por carretera—. Bien. Nos veremos a la hora acordada, entonces. Cerró la solapa del teléfono. En ese instante, el presentador dijo:

—Anoche, en plena tormenta, una banda de ladrones asaltó los laboratorios de Oxenford Medical, en las inmediaciones de Inverburn.

Un silencio sepulcral se instaló en la cocina. «Ya está.—pensó Kit—. Se ha descubierto el pastel.» —Los sospechosos se han dado a la fuga con varias muestras de un peligroso virus.

—Así que eso es lo que hay en el frasco de perfume… —dedujo Stanley, hablando con dificultad a causa del labio partido—. ¿Os habéis vuelto locos?

—Carl Osborne nos informa desde el lugar de los hechos.

En pantalla apareció una foto de Osborne sosteniendo el teléfono. Su voz sonaba a través de una línea telefónica.

—El virus mortal que ayer mismo acabó con la vida del técnico de laboratorio Michael Ross se encuentra ahora en manos de una banda de delincuentes. Stanley no daba crédito a sus oídos.

—Pero ¿por qué? ¿De veras creéis que podréis venderlo?

—Sé que puedo —replicó Nigel.

Osborne prosiguió:

—En una acción meticulosamente planeada, dos hombres y una mujer lograron burlar el sofisticado sistema de seguridad del laboratorio y acceder al nivel cuatro de bioseguridad, donde la empresa conserva muestras de virus letales para los que no existe cura.

—Pero, Kit… no les habrás ayudado a hacer algo así, ¿verdad? —preguntó Stanley.

Olga se le adelantó.

—Por supuesto que lo hizo. —Había un profundo desprecio en su voz.

—La banda redujo por la fuerza a los guardias de seguridad, dos de los cuales han resultado heridos, uno de ellos gravemente. Pero muchos más morirán si el virus Madoba-2 se propaga entre la población.

Stanley rodó sobre un costado y se sentó con dificultad. Tenía el rostro magullado, apenas podía abrir un ojo y la pechera de su pijama estaba manchada de sangre, pero seguía pareciendo la persona con más autoridad de toda la habitación.

—Escuchad lo que dice ese hombre —les advirtió.

Daisy hizo amago de acercarse a él, pero Nigel la detuvo alzando la mano.

—Solo conseguiréis mataros —continuó Stanley—. Si lo que hay en ese frasco de perfume es realmente el Madoba-2, no existe antídoto. Si lo dejáis caer y el frasco se rompe, estáis muertos. Aunque se lo vendáis a otro y ese alguien se espere a que os hayáis marchado para liberar el virus, el Madoba-2 se propaga tan deprisa que podríais contagiaros y morir de todas formas.

La voz de Osborne lo interrumpió:

—Se cree que el Madoba-2 es más peligroso que la Peste Negra, que arrasó Gran Bretaña en… tiempos remotos.

Stanley alzó la voz para hacerse oír por encima de sus palabras.

—Tiene razón, aunque no sepa de qué siglo está hablando. En el año 1348, la Peste Negra mató a una de cada tres personas en Gran Bretaña. Esto podría ser peor. Ninguna cantidad de dinero puede valer ese riesgo, ¿no creéis?

—Pienso estar muy lejos de Gran Bretaña cuando suelten el virus —reveló Nigel.

Kit se sorprendió. Nigel no le había comentado nada al respecto. ¿Tendría Elton un plan similar? ¿Y qué pasaba con Daisy y Harry Mac? Kit había previsto marcharse a Italia, pero ahora se preguntaba si sería lo bastante lejos.

Stanley se volvió hacia Kit.

—No puedo creer que formes parte de esta locura.

Tenía razón, pensó Kit. Todo aquello era de locos. Pero el mundo no era un lugar muy cuerdo.

—Me moriré de todas formas si no pago el dinero que debo.

—Venga ya, no te van a matar por una deuda.

—Por supuesto que sí —aseveró Daisy.

—¿Cuánto dinero debes?

—Doscientas cincuenta mil libras.

—¡Por el amor de Dios!

—Ya te dije que estaba desesperado. Te lo dije hace tres meses, cabrón, pero no me escuchaste.

—¿Cómo demonios te las has arreglado para acumular una deuda tan…? No, déjalo, prefiero no saberlo.

—Apostando a crédito. Tengo un buen sistema, pero he pasado una mala racha.

—¿Mala racha? —intervino Olga—. ¡Kit, despierta de una vez! ¡Te han tendido una trampa! ¡Esos tíos te prestaron el dinero y luego se aseguraron de que perdías porque necesitaban que les ayudaras a asaltar el laboratorio!

Kit no concedió ningún crédito a sus palabras.

—¿Y tú cómo lo sabes? —preguntó en tono desdeñoso.

—Soy abogada, me las tengo que ver con esta clase de gentuza, oigo sus ridículas excusas cuando los pillan. Sé más de ellos de lo que me gustaría.

Stanley volvió a tomar la palabra.

—Escucha, Kit. Alguna forma habrá de solucionar todo esto sin matar a personas inocentes, ¿no crees?

—Demasiado tarde. He tomado una decisión y no puedo echarme atrás.

—Piénsalo bien, hijo. ¿Sabes cuántas personas van a morir por tu culpa? ¿Decenas, miles, millones?

—Claro, que yo me muera te da igual. Harías lo que fuera por salvar a un montón de desconocidos, pero no moviste un dedo por salvarme a mí.

Stanley gimió de exasperación.

—Solo Dios sabe lo mucho que te quiero, y lo último que deseo es verte muerto, pero ¿estás seguro de querer pagar un precio tan alto por salvar tu propia vida?

Kit abrió la boca para decir algo, pero en ese momento empezó a sonar su móvil.

Lo sacó del bolsillo, preguntándose si Nigel le dejaría con testar. Pero nadie hizo el menor movimiento, así que se acercó el aparato al oído. Oyó la voz de Hamish McKinnon al otro lado de la línea.

—Toni va siguiendo a los de la máquina quitanieves, y los ha convencido para que se desvíen hasta tu casa. Llegará en cualquier momento. Y en el quitanieves van dos agentes de policía.

Kit colgó el teléfono y miró a Nigel.

—La policía viene hacia aquí.