La máquina quitanieves avanzaba despacio por la carretera de dos carriles, abriéndose paso en la oscuridad. El Jaguar de Carl Osborne la seguía. Toni iba al volante del Jaguar, aguzando la vista mientras los limpiaparabrisas se afanaban en despejar la nieve que caía profusamente sobre el cristal. Ante ellos se extendía un paisaje inmutable: justo delante, los faros destellantes de la máquina quitanieves; a la derecha, un montículo de nieve recién formado por esta; a la izquierda, la nieve virgen que cubría la calzada y las llanuras aledañas hasta donde alumbraban los faros del coche.
La señora Gallo iba dormida con el cachorro en su regazo. Carl iba en el asiento del acompañante y guardaba silencio, ya fuera porque se había quedado dormido o porque estaba enfurruñado. Le había dicho lo mucho que detestaba que otros condujeran su coche, pero Toni había insistido en hacerlo y él se había visto obligado a consentírselo, puesto que ella tenía las llaves.
—Eres incapaz de ceder aunque sea un milímetro, ¿verdad? —había refunfuñado antes de enmudecer.
—Por eso soy tan buena poli —había replicado ella.
—Por eso no tienes marido —había apostillado su madre desde el asiento trasero.
De aquello había pasado más de una hora. Toni luchaba por seguir despierta pese al efecto hipnótico de los limpiaparabrisas, el amodorramiento que producía la calefacción del coche y la monotonía del paisaje. Casi deseó haber dejado que Carl fuera conduciendo. Pero tenía que conservar el control de la situación. Habían encontrado el vehículo de la fuga en el aparcamiento del hotel Dew Drop. En su interior había varias pelucas, bigotes falsos y gafas sin graduación que los ladrones habrían utilizado para disfrazarse, pero ni una sola pista sobre la dirección que pudo haber tomado la banda. El coche de la policía se había quedado en el hotel mientras los agentes interrogaban a Vincent, el joven recepcionista con el que Toni había hablado por teléfono. La máquina quitanieves había seguido hacia el norte por orden de Frank.
Por una vez, Toni estaba de acuerdo con él. Era de esperar que los ladrones cambiaran de vehículo en algún punto de su ruta en lugar de retrasar la huida dando un rodeo innecesario. Siempre cabía la posibilidad de que previeran el modo de pensar de la policía y eligieran deliberadamente un lugar que pusiera a sus perseguidores en la pista equivocada, pero según la experiencia de Toni, los delincuentes no eran tan precavidos. Una vez que tenían el botín en las manos, lo que querían era escapar lo más deprisa posible.
La máquina quitanieves no se detenía ante los coches que encontraba parados a su paso. En la cabina del conductor, además de este, iban dos agentes de policía, pero tenían órdenes estrictas de limitarse a observar a los ocupantes de los vehículos atrapados en la nieve, pues a diferencia de los ladrones, ellos no iban armados. Algunos de los vehículos estaban abandonados, otros tenían uno o dos ocupantes en su interior, pero de momento no habían visto ninguno en el que viajaran dos hombres y una mujer. La mayoría de los coches ocupados arrancaban al paso de la máquina quitanieves y la seguían. Detrás del Jaguar se había formado ya una pequeña caravana.
Toni empezaba a dejarse vencer por el pesimismo. Ya tenían que haber encontrado a la banda. Al fin y al cabo, habían salido del Dew Drop en un momento en que las carreteras eran poco menos que intransitables. No podían haber ido muy lejos.
¿Tendrían algún tipo de escondrijo en los alrededores? No parecía probable. Los ladrones no solían esconderse cerca de la escena del crimen, más bien todo lo contrario. Mientras la caravana avanzaba hacia el norte, Toni se preguntaba con creciente inquietud si no se habría equivocado al suponer que habían partido en esa dirección.
Entonces avistó un letrero familiar que ponía «Playa» y se dio cuenta de que debían de estar cerca de Steepfall. Había llegado el momento de poner en práctica la segunda parte de su plan. Tenía que llegar a la casa e informar a Stanley de lo sucedido.
Se acercaba el momento que tanto temía. Su trabajo consistía en impedir que algo así llegara a ocurrir. Había tenido varios aciertos: gracias a su insistencia, el robo se había descubierto más pronto que tarde, había obligado a la policía a tomarse en serio la amenaza biológica y salir en persecución de los ladrones, y Stanley no podía sino quitarse el sombrero por cómo se las había arreglado para llegar hasta él en medio de una fuerte ventisca. Pero Toni deseaba poder decirle que los ladrones habían sido detenidos y que la situación de emergencia había pasado, y en lugar de eso se disponía a comunicarle su propio fracaso. No sería, desde luego, el encuentro gozoso que había previsto.
Frank se había quedado en el Kremlin. Usando el teléfono del coche de Osborne, Toni lo llamó al móvil.
La voz de Frank resonó en los altavoces del Jaguar.
—Comisario Hackett.
—Soy Toni. La máquina quitanieves se acerca al desvío de la casa de Stanley Oxenford. Me gustaría informarle de lo sucedido.
—No necesitas mi permiso para hacerlo.
—No logro comunicarme con él por teléfono, pero la casa está a un kilómetro y medio de la carretera principal.
—Olvídalo. Ha llegado la unidad de respuesta. Vienen armados hasta los dientes y se mueren de ganas de entrar en acción. No voy a retrasar la búsqueda de la banda.
—Solo necesito la máquina quitanieves durante cinco o seis minutos, lo suficiente para despejar el camino de acceso, y después puedes olvidarte de mí, y de mi madre.
—Suena tentador, pero no estoy dispuesto a interrumpir la búsqueda durante cinco minutos.
—Es posible que Stanley pueda contribuir a la investigación. Al fin y al cabo, él es la víctima.
—La respuesta es no —insistió Frank, y colgó. Osborne había escuchado toda la conversación.
—Este coche es mío —dijo—. No pienso ir a Steepfall. Quiero seguir a la máquina quitanieves. De lo contrario, podría perderme algo.
—Puedes seguir al quitanieves. Nos dejas a mi madre y a mí en Steepfall y lo sigues de vuelta a la carretera principal. En cuanto haya informado a Stanley, le pediré un coche prestado y os alcanzaré.
—Me parece que Frank te acaba de frustrar los planes.
—Todavía no me he rendido —repuso Toni, y volvió a marcar el número de Frank.
Esta vez, la respuesta fue tajante:
—¿Qué quieres?
—Acuérdate de Johnny el Granjero.
—Vete a la mierda.
Estoy usando un manos libres y Carl Osborne está sentado a mi lado, escuchándonos a ambos. ¿Dónde has dicho que me vaya?
—Descuelga el puto teléfono.
Toni se acercó el auricular al oído para que Carl no pudiera oír a Frank.
—Llama al conductor de la máquina quitanieves, Frank. Por favor.
—Pero mira que eres hija de puta. Siempre me sales con el caso de Johnny el Granjero cuando sabes perfectamente que era culpable.
—Eso lo sabe todo el mundo. Pero solo tú y yo sabemos lo que hiciste para conseguir que lo declararan culpable.
—No serías capaz de decírselo a Carl.
—Está escuchando todas y cada una de mis palabras.
—Supongo que no serviría de nada apelar a tu lealtad —replicó Frank en tono de moralina.
—No, desde que te fuiste de la lengua con lo de Fluffy, el hámster.
Había dado en el blanco. Frank se puso a la defensiva.
—Carl no se rebajaría a sacar lo de Johnny. Somos amigos.
—Tu confianza en él es conmovedora —repuso Toni—, teniendo en cuenta que estamos hablando de un periodista.
Hubo una larga pausa.
—Decídete, Frank —dijo Toni al fin—. Faltan pocos metros para el desvío. O haces que la máquina quitanieves se aparte de la carretera o me paso la siguiente hora explicándole a Carl todo lo que sé sobre Johnny el Granjero.
Se oyó un clic, y luego un zumbido. Frank había colgado.
—¿De qué iba todo eso? —inquirió Carl.
—Si pasamos de largo por la próxima salida, te lo cuento.
Minutos después, la máquina quitanieves tomó la carretera secundaria que conducía a Steepfall.