Dos hombres de aspecto cansado miraban a Antonia Gallo con rencor y hostilidad. Querían irse a casa pero ella se lo impedía, y sabían que tenía buenos motivos para hacerlo, lo que solo servía para que se sintieran peor.
Pertenecían los tres al departamento de personal de Oxenford Medical. Antonia, más conocida como Toni, era la subdirectora de los laboratorios, y su principal función consistía en garantizar la seguridad en las instalaciones. Oxenford era una pequeña empresa farmacéutica —una «empresa boutique», en el argot bursátil— que se dedicaba a la investigación de virus letales. La seguridad era un asunto de vida o muerte.
Toni había hecho una inspección aleatoria de las existencias y había descubierto que faltaban dos dosis de un fármaco experimental. La noticia en sí era nefasta: el fármaco en cuestión, un agente antiviral, se mantenía en el mayor de los secretos y su composición poseía un valor incalculable. Era posible que alguien lo hubiera robado para venderlo a una empresa de la competencia pero otra posibilidad, más terrorífica aún, había dejado un pozo de angustia en el rostro pecoso de Toni y había dibujado profundas ojeras bajo sus ojos verdes. El ladrón también podía haber robado el fármaco para uso personal, pero en ese caso solo cabía una explicación: alguien se había infectado con uno de los virus letales que se almacenaban en los laboratorios Oxenford.
Los laboratorios se hallaban en una enorme mansión construida en el siglo XIX como casa de veraneo de un millonario de la época victoriana. El edificio recibía el apodo de «el Kremlin» debido a la doble valla, la alambrada, los guardias uniformados y el avanzado sistema electrónico de seguridad que la custodiaba, pero en realidad se parecía más a una iglesia, con sus arcos apuntados, la torre y las hileras de gárgolas que asomaban en el tejado.
La oficina de personal ocupaba lo que en tiempos había sido uno de los dormitorios principales de la casa y todavía conservaba sus ventanas góticas y paneles de madera tallada, aunque ahora había archivadores en lugar de armarios roperos y escritorios con ordenadores y teléfonos donde antes había tocadores repletos de frascos de cristal y cepillos con mango de plata.
Toni y los dos hombres se afanaban en llamar a todo aquel que tuviera permiso para acceder al laboratorio de alta seguridad. En Oxenford Medical había cuatro niveles de bioseguridad. En el más elevado, conocido como NBS4, los científicos trabajaban enfundados en trajes aislantes y manipulaban virus para los que no existía vacuna o antídoto. Aquel era el lugar más seguro de todo el edificio, por lo que las muestras de fármacos experimentales se almacenaban allí.
No todo el mundo podía acceder al NBS4. Para hacerlo, era obligatorio poseer formación específica en materia de peligro biológico, condición que debían cumplir incluso los empleados de mantenimiento que entraban a revisar los filtros de aire o a reparar los autoclaves. La propia Toni había tenido que someterse a un curso de preparación para poder entrar en el laboratorio a realizar comprobaciones de seguridad.
Solo veintisiete de los ochenta empleados de la empresa tenían acceso al laboratorio. Sin embargo, muchos de estos se habían marchado ya de vacaciones de Navidad, y el lunes dio paso al martes mientras las tres personas al frente del laboratorio trataban de localizarlos por todos los medios a su alcance.
Toni se puso en contacto con un complejo turístico de las Barbados llamado Le Club Beach y, tras mucho insistir, convenció al subdirector del centro para que fuera en busca de una joven técnica de laboratorio que atendía al nombre de Jenny Crawford.
Mientras esperaba,Toni observó fugazmente su reflejo en la ventana. Estaba aguantando el tipo bastante bien, teniendo en cuenta lo avanzado de la hora. Su traje marrón a rayas blancas conservaba un aspecto pulcro, su gruesa melena se veía limpia, el rostro no delataba fatiga. El padre de Toni era español, pero ella había heredado la tez pálida y el pelo rubio rojizo de su madre escocesa. Era alta y de constitución atlética. «No está mal —pensó— para mis treinta y ocho tacos.»
—¡Ahí deben de ser las tantas de la madrugada! —exclamó Jenny cuando por fin se puso al teléfono.
—Hemos encontrado una discrepancia en el registro del NBS4 —explicó Toni.
Jenny parecía algo achispada.
—No es la primera vez que pasa —repuso, restándole importancia—. Pero hasta ahora nadie había puesto el grito en el cielo por algo así.
—Eso es porque hasta ahora yo no trabajaba aquí —replicó Toni con sequedad—. ¿Cuándo entraste en el NBS4 por última vez?
—El martes, creo. ¿El ordenador no te lo dice?
Se lo diría, pero Toni quería saber si la versión de Jenny coincidía con la del ordenador.
—¿Y cuándo fue la última vez que abriste la cámara?
Se refería a una cámara refrigeradora con cerradura de seguridad que había en el interior del NBS4.
Jenny contestó, esta vez en un tono más desabrido:
—La verdad es que no me acuerdo, pero habrá quedado grabado en el vídeo.
Cada vez que alguien accionaba el panel digital de la cerradura de combinación de la cámara de seguridad, se encendía una cámara de televisión que grababa cuanto ocurría mientras la puerta permanecía abierta.
—¿Recuerdas la última vez que usaste el Madoba-2? —Era el virus en el que estaban trabajando los científicos en aquel momento.
Jenny no daba crédito a sus oídos.
—Joder, no me digas que es eso lo que ha desaparecido.
—No, no es eso. Pero, por si acaso…
—Creo que nunca he manipulado un virus propiamente dicho. Trabajo sobre todo en el laboratorio de cultivo de tejidos.
Aquello casaba con la información que obraba en poder de Toni.
—¿Recuerdas que alguno de tus compañeros se comportara de un modo extraño o poco habitual en estas últimas semanas?
—Suenas como la Gestapo —repuso Jenny.
—Puede, pero dime: recuerdas que…
—No, no lo recuerdo.
—Solo una pregunta más: ¿tienes fiebre?
—Me cago en todo, ¿me estás diciendo que puedo tener el Madoba-2?
—¿Tienes fiebre o síntomas de resfriado?
—¡No!
—Entonces estás bien. Te fuiste del país hace once días, así que si algo fuera mal tendrías síntomas similares a los de la gripe. Gracias, Jenny. Seguramente no es más que un error en el libro de registro, pero tenemos que asegurarnos.
—Pues me has dado la noche. —Jenny colgó.
—Lo siento —se disculpó Toni, aunque ya no había nadie al otro lado de la línea. Sostuvo el auricular contra el pecho y anunció—: Jenny Crawford está limpia. Es una borde, pero dice la verdad.
El director del laboratorio era Howard McAlpine. Su poblada barba gris se extendía hasta los pómulos, de modo que la piel alrededor de sus ojos semejaba una mascarilla de color rosa. Era meticuloso sin llegar a ser maniático y por lo general Toni disfrutaba trabajando con él, pero en aquel momento estaba de un humor de perros. Se recostó en la silla y cruzó las manos detrás de la cabeza.
—Lo más probable es que el material desaparecido haya sido usado con toda legitimidad por alguien que sencillamente se olvidó de crear las entradas correspondientes en el registro. —Se notaba la crispación en su voz; era la tercera vez que repetía lo mismo.
—Espero que estés en lo cierto —repuso Toni en tono evasivo.
Se levantó y se asomó a la ventana. La oficina de personal daba al edificio anexo, que albergaba el laboratorio NBS4. La nueva construcción era muy similar al resto del Kremlin, con sus mismas chimeneas victorianas de formas fantasiosas y una torre del reloj, para que ninguna persona ajena a la empresa pudiese deducir, a simple vista y a cierta distancia, en qué parte del complejo se encontraba el laboratorio de alta seguridad. Pero los cristales de sus ventanas ojivales eran opacos, las puertas de roble tallado no se podían abrir y las cámaras del circuito cerrado de televisión barrían los alrededores con su mirada tuerta desde las monstruosas cabezas de las gárgolas. Era un bunker de hormigón disfrazado de mansión victoriana. El edificio de nueva planta tenía tres pisos. Los laboratorios estaban en la planta baja. Allí, además de espacios dedicados a la investigación y el almacenaje, había una unidad de aislamiento preparada para administrar cuidados médicos intensivos a cualquier persona infectada por un virus peligroso. En la planta superior estaba el equipo de tratamiento del aire, mientras que en el sótano una compleja maquinaria se encargaba de esterilizar todos los desperdicios del laboratorio. Nada salía de allí con vida, excepto los seres humanos.
—Hemos aprendido mucho con este ejercicio —comentó Toni en tono apaciguador. Se encontraba en una posición delicada, pensó con inquietud. Los dos hombres la aventajaban en categoría profesional y en edad, ya que ambos pasaban de los cincuenta. Aunque no tenía ningún derecho a darles órdenes, había insistido en tratar aquella discrepancia como una crisis en toda regla. Ambos la apreciaban, pero su buena voluntad tenía un límite y ella parecía empeñada en rebasarlo. Aun así, estaba convencida de que debía seguir adelante. Estaban en juego la salud pública, la reputación de la empresa y su carrera—. En el futuro, habrá que tener perfectamente localizadas a todas las personas que tienen acceso al NBS4, aunque estén en la otra punta del mundo, para poder ponernos en contacto con ellas enseguida en caso de emergencia. Y habrá que auditar el libro de registro más de una vez al año.
McAlpine emitió un gruñido. Como director del laboratorio, era el responsable del libro de registro, y la verdadera razón de su mal humor era que lamentaba no haber descubierto él mismo la discrepancia. La eficiencia de Toni le hacía quedar mal.
Toni se volvió hacia el otro hombre, que era el director de recursos humanos.
—¿Cuántos llevamos de tu lista, James? James Elliot apartó los ojos de la pantalla del ordenador. Vestía como un corredor de bolsa, con traje de raya diplomática y corbata a topos, como si quisiera distinguirse de los científicos y su característico desaliño indumentario. Daba la impresión de que para él las reglas de seguridad no eran más que tediosos trámites burocráticos, quizá porque nunca había trabajado directamente con virus peligrosos. Toni lo encontraba pedante y ridículo.
—Hemos hablado con veintiséis del total de veintisiete personas que tienen acceso al NBS4 —contestó. Se expresaba con una precisión exagerada, como un maestro fatigado tratando de explicar algo al alumno más obtuso de la clase—. Todos han dicho la verdad sobre la última vez que accedieron al laboratorio y abrieron la cámara. Ninguno recuerda haber observado nada extraño en el comportamiento de sus compañeros. Y ninguno de ellos tiene fiebre.
—¿Quién nos falta?
—Michael Ross, un técnico de laboratorio.
—Conozco a Michael —comentó Toni. Ross era un hombre tímido e inteligente, unos diez años más joven que ella—. De hecho, he estado en su casa. Vive en un chalet a unos veinticinco kilómetros de aquí.
—Lleva ocho años trabajando en la empresa y tiene un expediente inmaculado.
McAlpine deslizó un dedo por la hoja impresa que tenía ante sí y anunció:
—La última vez que entró en el laboratorio fue hace tres domingos, para hacer una comprobación rutinaria de los animales.
—¿Qué ha estado haciendo desde entonces?
—Está de vacaciones.
—¿Desde hace cuánto, tres semanas?
Elliot intervino:
—Debería haber vuelto hoy. —Consultó su reloj de muñeca—. Mejor dicho, ayer. El lunes por la mañana. Pero no se ha presentado.
—¿Ha llamado?
—No.
Toni arqueó las cejas.
—¿Y no podemos localizarlo?
—No contesta al teléfono de casa, ni al móvil.
—¿Y no os parece un poco raro?
—¿Que un joven soltero decida alargar sus vacaciones sin avisar al jefe? Tan raro como la lluvia en Escocia.
Toni se volvió hacia McAlpine.
—Pero acabas de decir que Michael resulta un empleado ejemplar.
El director del laboratorio parecía preocupado.
—Es muy responsable. Me sorprende que no haya avisado de que no iba a venir.
—¿Quién acompañó a Michael cuando entró por última vez en el laboratorio? —preguntó Toni. Sabía que tenía que haber alguien más con él, pues había una regla según la cual solo era posible acceder al NBS4 en grupos de dos. Era demasiado peligroso para que nadie trabajara a solas allí dentro.
McAlpine consultó su lista.
—Ansari.
—A ese creo que no lo conozco.
—A esa. Es una mujer, bioquímica. Se llama Mónica, Mónica Ansari.
Toni descolgó el auricular.
—¿Me das su número?
Mónica Ansari tenía acento de Edimburgo y sonaba como si acabara de despertarse.
—Howard McAlpine me ha llamado antes, no sé si lo sabes.
—Lamento molestarte de nuevo.
—¿Ha pasado algo?
—Se trata de Michael Ross. No podemos localizarlo. Tengo entendido que estuviste con él en el NBS4 hace un par de semanas, el domingo.
—Sí. Un momento, que enciendo la luz. —Hubo una pausa—. Por Dios, ¿sabes qué hora es?
Toni hizo caso omiso de la pregunta.
—Michael se fue de vacaciones al día siguiente.
—Me dijo que se iba a Devon, a visitar a su madre.
Al oír aquello, Toni recordó de pronto qué la había llevado a casa de Michael Ross. Cerca de seis meses atrás, mientras conversaban en el comedor de la empresa, ella le había mencionado lo mucho que le gustaban los retratos de ancianas de Rembrandt, en los que cada arruga y cada pliegue parecían dibujados con amorosa precisión. Toni le había dicho que se notaba que Rembrandt quería mucho a su madre, y entonces el rostro de Michael se había iluminado de puro regocijo y le había revelado que tenía copias de varios grabados de Rembrandt, recortados de revistas y catálogos de casas de subastas. Aquella tarde, Toni lo había acompañado hasta su casa para contemplar los retratos bellamente enmarcados, todos ellos de ancianas, que cubrían una pared de la pequeña sala de estar. Toni había temido que Michael fuera a pedirle una cita —le caía bien, pero no le atraía lo más mínimo— pero aquella tarde comprobó con alivio que solo quería presumir de su colección y concluyó que seguía apegado a las faldas de mamá.
—Eso nos puede ser útil —le dijo a Mónica—. Espera un segundo. —Se volvió hacia James Elliot—. ¿Tenemos los datos de contacto de su madre?
Elliot movió el ratón y clicó una vez.
—Sí, me sale en parientes cercanos —dijo, y descolgó el auricular.
Toni volvió a dirigirse a Mónica.
—¿Recuerdas si Michael se comportó de un modo extraño aquella tarde?
—No que yo recuerde.
—¿Entrasteis juntos en el NBS4?
—Sí. Después nos cambiamos en vestuarios separados, claro.
—Cuando entraste en el laboratorio propiamente dicho, ¿él ya estaba allí?
—Sí, terminó de cambiarse antes que yo.
—¿Estuviste trabajando cerca de él?
—No. Yo estaba en una zona anexa, manipulando cultivos de tejidos. Él estaba con los animales.
—¿Os fuisteis juntos?
—Él salió unos minutos antes que yo.
—A mí me da la impresión de que él pudo acceder a la cámara refrigeradora sin que tú te dieras cuenta.
—Sí, es posible.
—¿Qué opinión te merece Michael?
—Es un buen chico… inofensivo, supongo.
—Sí, es una buena palabra para definirlo. ¿Sabes si tiene novia?
—No creo.
—¿Lo encuentras atractivo?
—Es guapo, pero no sexy.
Toni sonrió.
—Exacto. ¿Dirías que hay algo raro en él?
—No.
Toni notó cierta vacilación en su tono de voz y guardó silencio, dándole tiempo. A su lado, Elliot hablaba con alguien, preguntando por Michael Ross o por su madre.
Al cabo de unos segundos, Mónica añadió:
—Quiero decir… que alguien viva solo no significa que esté como para encerrarlo, ¿verdad?
Mientras tanto, Elliot comentaba:
—Qué extraño. Perdone que le haya molestado a estas horas.
Lo poco que había logrado oír de aquella conversación telefónica despertó la curiosidad de Toni, que decidió poner fin a su propia llamada.
—Gracias de nuevo, Mónica. Espero que puedas volver a dormirte.
—Mi marido es médico de familia —repuso—. Estamos acostumbrados a recibir llamadas a horas intempestivas.
Toni colgó.
—Michael Ross tuvo tiempo de sobra para abrir la cámara refrigeradora —afirmó—. Y vive solo. —Miró a Elliot—. ¿Has podido localizar a su madre?
—El número que tenemos es de una residencia de la tercera edad —contestó Elliot. Parecía asustado—. La señora Ross murió el invierno pasado.
—Mierda —dijo Toni.