Murtagh sonrió. Luego dijo:
—Thrysta vindr.
Y una dura bola de aire ardió en llamas entre ellos y golpeó a Eragon en el centro del pecho, lanzándolo seis metros por el aire en la meseta.
Mientras caía de espaldas, Eragon oyó que Saphira rugía. Su visión se tiñó de rojo y negro, y luego se arrebujó formando una pelota mientras esperaba que pasara el dolor. Cualquier placer que hubiera sentido por la reaparición de Murtagh quedó anulado por las macabras circunstancias del reencuentro. Una inestable mezcla de impresión, confusión y rabia hervía en su interior.
Murtagh bajó la espada y señaló a Eragon con su mano envuelta en hierro, cerrando todos los dedos menos el índice para formar un puño espinoso.
—Nunca supiste rendirte.
Un escalofrío recorrió la columna vertebral de Eragon, pues acababa de reconocer una escena de la premonición que había experimentado mientras remaba por el Az Ragni hacia Hedarth: Había un hombre tumbado en el barro revuelto, con el yelmo partido y la malla ensangrentada… Su rostro se escondía detrás de un brazo alzado. Una mano con guante de hierro entró en la visión de Eragon y señaló al hombre caído con la autoridad del mismísimo destino. El pasado y el futuro acababan de converger. Ahora se decidiría la condena de Eragon.
Eragon se levantó a trompicones, tosió y dijo:
—Murtagh… ¿cómo puede ser que estés vivo? Vi cómo los úrgalos te llevaban bajo tierra. Intenté invocarte, pero sólo veía oscuridad.
Murtagh soltó una risa triste.
—No veías nada, como yo cuando intentaba invocarte durante los días que pasé en Urû’baen.
—¡Pero estabas muerto! —gritó Eragon, casi incoherente—. Moriste bajo Farthen Dûr. Arya encontró tu ropa ensangrentada en los túneles.
Una sombra oscureció el rostro de Murtagh.
—No, no morí. Fue cosa de los gemelos, Eragon. Tomaron el control de un grupo de úrgalos y prepararon una emboscada para matar a Ajihad y capturarme. Luego me embrujaron para que no pudiera escapar y me trasladaron a Urû’baen.
Eragon meneó la cabeza, incapaz de entender lo que había pasado.
—Pero ¿por qué aceptaste servir a Galbatorix? Me dijiste que lo odiabas. Me dijiste…
—¿Aceptar? —Murtagh se echó de nuevo a reír; esta vez su estallido contenía un toque de locura—. No acepté nada. Primero Galbatorix me castigó por haber estropeado sus años de protección cuando me criaba en Urû’baen, por desafiar su voluntad y escaparme. Luego me sonsacó todo lo que sabía de ti, de Saphira y de los vardenos.
—¡Nos traicionaste! Yo lloraba tu pérdida, y tú nos traicionaste.
—No tenía otra opción.
—Ajihad tenía razón cuando te encerró. Tendría que haber dejado que te pudrieras en tu celda, y nada de esto…
—¡No tenía otra opción! —gruñó Murtagh—. Y cuando Espina prendió para mí, Galbatorix nos obligó a los dos a jurarle lealtad en el idioma antiguo. Ahora no podemos desobedecerle.
La pena y el asco crecieron en el interior de Eragon.
—Te has convertido en tu padre.
Un extraño brillo asomó a los ojos de Murtagh.
—No, en mi padre no. Soy más fuerte que Morzan. Galbatorix me ha enseñado cosas de la magia que tú ni siquiera has soñado. Hechizos tan poderosos que los elfos no se atreven a pronunciarlos, porque son unos cobardes. Palabras del idioma antiguo que se perdieron hasta que Galbatorix las descubrió. Maneras de manipular la energía… Secretos, secretos terribles que pueden destruir a los enemigos y cumplir cualquier deseo.
Eragon recordó algunas lecciones de Oromis y replicó:
—Cosas que deberían seguir siendo secretas.
—Si las conocieras, no lo dirías. Brom era un diletante, sólo eso. ¿Y los elfos? Bah… Lo único que saben hacer es esconderse en su fortaleza y esperar a que los conquisten.
—Murtagh recorrió a Eragon con la mirada—. Ahora pareces un elfo. ¿Eso te lo ha hecho Islanzadí? —Al ver que Eragon guardaba silencio, Murtagh sonrió y se encogió de hombros—. No importa. Lo voy a saber bien pronto.
Se detuvo, frunció el ceño y luego miró hacia el este.
Eragon siguió la dirección de su mirada y vio a los gemelos en el frente del Imperio, lanzando bolas de energía hacia las filas de vardenos y enanos. Las cortinas de humo dificultaban la visión, pero Eragon estaba seguro de que los magos calvos sonreían y reían mientras destrozaban a los hombres a quienes en otro tiempo habían jurado solemne amistad.
Pero de lo que los gemelos no se habían dado cuenta —mientras que Eragon y Murtagh sí lo veían con claridad desde su ventajosa atalaya— era que Roran se estaba acercando a ellos por un lado.
El corazón de Eragon dio un vuelco al reconocer a su primo. «¡No seas tonto! ¡Aléjate de ellos! Te van a matar.»
Justo cuando Eragon abría la boca para lanzar un hechizo que alejara a Roran del peligro —por muy caro que le costara—, Murtagh dijo:
—Espera. Quiero ver qué hace.
—¿Por qué?
Una sombría sonrisa cruzó el rostro de Murtagh.
—Los gemelos disfrutaron torturándome cuando me tenían cautivo.
Eragon lo miró con suspicacia:
—¿No le vas a hacer daño? ¿No vas a avisar a los gemelos?
—Vel eïnradhin iet ai Shur’tugal. —Palabra de Jinete.
Vieron juntos cómo Roran se escondía tras un montón de cadáveres. Eragon se tensó al ver que los gemelos miraban hacia el montón. Por un instante pareció que lo habían detectado, pero luego se dieron la vuelta y Roran saltó. Blandió el martillo y golpeó a uno de los gemelos en la cabeza, partiéndole el cráneo. El otro gemelo cayó al suelo entre convulsiones y emitió un grito hasta que encontró el fin de sus días bajo el martillo de Roran. Luego éste plantó un pie sobre los cadáveres de sus enemigos, alzó el martillo por encima de la cabeza y soltó un rugido victorioso.
—¿Y ahora qué? —quiso saber Eragon, apartando la mirada del campo de batalla—. ¿Has venido a matarme?
—Claro que no. Galbatorix te quiere vivo.
—¿Para qué?
Murtagh retorció los labios.
—¿No lo sabes? ¡Ja! ¡Menuda broma! No es por ti; es por ella. —Señaló con un dedo a Saphira—. El dragón del último huevo de Galbatorix, el último huevo de dragón del mundo, es macho. Saphira es la única hembra que existe. Si procrea, será la madre de toda su raza. ¿Lo entiendes ahora? Galbatorix no quiere erradicar a los dragones. Quiere usar a Saphira para reconstruir a los Jinetes. No puede matarte, no puede matar a ninguno de los dos si quiere que su visión se convierta en realidad… Y menuda visión, Eragon. Tendrías que oírsela describir y entonces tal vez no tendrías tan mala opinión de él. ¿Está mal que quiera unir Alagaësia bajo una sola bandera, eliminar la necesidad de guerrear y restablecer los Jinetes?
—Para empezar, fue él quien los destruyó.
—Y tuvo sus buenas razones —afirmó Murtagh—. Estaban viejos, gordos y corrompidos. Los elfos los controlaban y los usaban para subyugar a los humanos. Había que deshacerse de ellos para volver a empezar.
Los rasgos de Eragon se contorsionaron de furia. Echó a caminar arriba y abajo por la meseta, con la respiración pesada, y luego señaló la batalla y dijo:
—¿Cómo puedes justificar que se cause tanto sufrimiento por los desvaríos de un loco? Galbatorix no ha hecho más que quemar, matar y amasar poder. Miente. Asesina. Manipula. ¡Y tú lo sabes! Por eso te negaste a trabajar para él de entrada. —Eragon se detuvo y adoptó un tono más amable—:
Entiendo que te vieras obligado a actuar en contra de tu voluntad y que no eres responsable de haber matado a Hrothgar. Pero puedes intentar escapar. Estoy seguro de que Arya y yo podríamos inventar una manera de neutralizar los lazos que te ha echado encima Galbatorix… Únete a mí, Murtagh. Podrías hacer tanto por los vardenos… Con nosotros, serías alabado y admirado, en vez de maldecido, temido y odiado.
Murtagh miró un momento su espada llena de muescas, y Eragon confió en que aceptaría. Luego, en voz baja, dijo:
—No puedes ayudarme, Eragon. Sólo Galbatorix puede liberarnos de nuestro juramento, y no lo hará jamás… Conoce nuestros verdaderos nombres, Eragon… Somos sus esclavos para siempre.
Por mucho que quisiera, Eragon no podía negar la compasión que sentía por la situación de Murtagh. Con la mayor gravedad, contestó:
—Entonces, déjanos mataros a los dos.
—¡Matarnos! ¿Por qué iba a permitirlo?
Eragon escogió sus palabras con cuidado:
—Te liberaría del control de Galbatorix. Y salvaría la vida de cientos o miles de personas. ¿No te parece una causa suficientemente noble para sacrificarte por ella?
Murtagh negó con la cabeza.
—Tal vez lo sea para ti, pero yo aún encuentro la vida demasiado dulce para despedirme de ella tan fácilmente. Ninguna vida ajena es más importante que la de Espina o la mía.
Por mucho que lo odiara —de hecho, por mucho que odiara toda aquella situación—, Eragon sabía lo que debía hacer. Renovando su ataque a la mente de Murtagh, saltó hacia delante, perdiendo el contacto del suelo con los dos pies al lanzarse hacia su enemigo con la intención de clavarle una estocada en el corazón.
—¡Letta! —ladró Murtagh.
Eragon cayó al suelo, y unas cintas invisibles anudaron sus brazos y sus piernas, inmovilizándolo. A su derecha, Saphira soltó un chorro de fuego rizado y saltó contra Murtagh como un gato que se abalanzara sobre un ratón.
—¡Rïsa! —ordenó Murtagh, extendiendo una mano como una zarpa, como si pretendiera atraparla.
Saphira soltó un grito ahogado de sorpresa cuando el hechizo de Murtagh la detuvo en el aire y la sostuvo allí, flotando unos palmos por encima de la meseta. Por mucho que se retorciera, no conseguía tocar el suelo, ni alzar el vuelo.
«¿Cómo puede seguir siendo humano y tener la fuerza necesaria para hacer eso? —se preguntó Eragon—. A pesar de mis nuevas habilidades, si emprendiera esa tarea, me quedaría sin respiración y no podría ni caminar.» Confiando en la experiencia que había adquirido al contrarrestar los hechizos de Oromis, Eragon dijo:
—¡Brakka du vanyalí sem huildar Saphira un eka!
Murtagh no intentó detenerlo y se limitó a mirarlo con ojos apagados, como si la resistencia de Eragon le pareciera una inútil molestia. Eragon rechinó los dientes y redobló sus esfuerzos. Sentía las manos frías, le dolían los huesos y se le frenaba el pulso a medida que la magia absorbía sus energías. Sin necesidad de pedírselo, Saphira sumó sus fuerzas y le concedió el acceso a los formidables recursos de su cuerpo.
Pasaron cinco segundos…
Veinte segundos… Una gruesa vena latía en el cuello de Murtagh.
Un minuto…
Un minuto y medio… Temores involuntarios recorrían a Eragon. Sus cuádriceps y sus corvas temblaban, y si hubiera llegado a tener libertad de movimientos, las piernas habrían flaqueado.
Pasaron dos minutos…
Al fin Eragon se vio obligado a abandonar la magia, pues se arriesgaba a perder la conciencia y caer en el vacío. Se quedó doblado, gastado por completo.
Antes tenía miedo, pero sólo porque pensaba que podía fracasar. Ahora lo tenía porque no sabía de qué era capaz Murtagh.
—No puedes competir conmigo —dijo éste—. Nadie puede, aparte de Galbatorix. —Se acercó a Eragon y apuntó a su cuello con la espada, rasgándole la piel. Eragon resistió el impulso de apartarse—. Qué fácil sería llevarte a Urû’baen.
Eragon lo miró al fondo de los ojos.
—No. Déjame ir.
—Acabas de intentar matarme.
—Y tú hubieras hecho lo mismo en mi situación. —Al ver que Murtagh permanecía callado e inmutable, Eragon añadió—: En otro tiempo fuimos amigos. Luchamos juntos. No puede ser que Galbatorix te haya cambiado tanto como para olvidar… Si lo haces, Murtagh, estarás perdido para siempre.
Pasó un largo minuto en el que el único sonido fue el clamor y los gritos de los ejércitos enfrentados. La sangre goteaba por el cuello de Eragon, donde le había cortado la punta de la espada. Saphira dio un coletazo de pura rabia desesperada.
Al fin, Murtagh dijo:
—Me ordenaron que intentara capturaros a ti y a Saphira. —Hizo una pausa—. Lo he intentado… Asegúrate de que nuestros caminos no vuelvan a cruzarse. Galbatorix me hará pronunciar nuevos juramentos en el idioma antiguo que me impedirán tener piedad contigo la próxima vez que nos encontremos.
Bajó la espada.
—Estás haciendo lo que debes —dijo Eragon.
Intentó dar un paso atrás, pero seguía inmovilizado.
—Tal vez. Antes de que te deje ir… —Murtagh arrancó a Zar’roc del puño de Eragon y soltó la funda que éste llevaba prendida al cinturón de Beloth el Sabio—. Si me he convertido en mi padre, tendré que usar su espada. Espina es mi dragón y será una espina para todos nuestros enemigos. Entonces, parece justo que lleve la espada Suplicio. Suplicio y Espina, buen equipo. Además, Zar’roc tenía que haber pasado al hijo mayor de Morzan, no al menor. Es mía por derecho de nacimiento.
Un pozo frío se formó en el estómago de Eragon. «No puede ser.»
Una sonrisa cruel apareció en el rostro de Murtagh.
—Nunca te dije el nombre de mi madre, ¿verdad? Y tú no me dijiste el de la tuya. Lo diré ahora: Selena. Selena era mi madre, y la tuya. Morzan era nuestro padre. Los gemelos adivinaron la conexión mientras hurgaban en tu mente. A Galbatorix le interesó mucho conocer esa información particular.
—¡Mientes! —exclamó Eragon.
No podía soportar la idea de ser hijo de Morzan. «¿Lo sabía Brom? ¿Lo sabía Oromis?… ¿Por qué no me lo dijo nadie?» Entonces recordó que Angela había predicho que alguien de su familia lo traicionaría. «Tenía razón.»
Murtagh se limitó a menear la cabeza, repitió sus palabras en el idioma antiguo y luego acercó los labios al oído de Eragon y susurró:
—Tú y yo somos lo mismo, Eragon. La misma imagen reflejada. No puedes negarlo.
—Te equivocas —gruñó Eragon, luchando contra el hechizo—. No nos parecemos. Yo ya no tengo la cicatriz en la espalda.
Murtagh se echó hacia atrás como si le hubieran pinchado, y su rostro se endureció y se volvió frío. Alzó a Zar’roc y la sostuvo delante del pecho.
—Pues así sea. Te cojo mi legado, hermano. Adiós.
Luego recogió el yelmo del suelo y montó en Espina. No miró a Eragon ni una sola vez mientras el dragón se agachaba, alzaba las alas y sobrevolaba la meseta hacia el norte. Sólo cuando Espina había desaparecido por el horizonte se soltó la red mágica que retenía a Eragon y Saphira.
Los talones de Saphira golpearon la piedra al aterrizar. Se arrastró hasta Eragon y le tocó un brazo con el morro. ¿Estás bien, pequeñajo?
Estoy bien. Pero no estaba bien, y lo sabía.
Eragon caminó hasta el borde de la meseta y supervisó los Llanos Ardientes y el campo tras la batalla, pues ésta había terminado. Con la muerte de los gemelos, los vardenos y los enanos habían recuperado el terreno perdido y se habían visto capaces de derrotar a las formaciones de soldados confundidos, arreándolos en manada hacia el río, o forzándolos a irse por donde habían venido.
Aunque el grueso de sus fuerzas permanecía ileso, el Imperio había tocado a retirada, sin duda para reagruparse y preparar un segundo intento de invadir Surda. Tras su estela quedaban montones de cadáveres enmarañados de ambas partes del conflicto, una cantidad de hombres y enanos suficiente para poblar una ciudad entera. El espeso humo negro consumía los cuerpos que habían caído en las fumarolas de la turba.
Ahora que había cesado la lucha, los halcones, las águilas, los grajos y los cuervos descendían como una mortaja sobre el campo.
Eragon cerró los ojos, y las lágrimas desbordaron los párpados.
Habían ganado, pero él había perdido.