Eragon apenas se dio cuenta de que Saphira lo llevaba de nuevo a la agitada confusión de la batalla. Se había enterado de que Roran se echaba a la mar, pero nunca se le había ocurrido que su primo pudiera dirigirse hacia Surda, ni que se iban a reunir de aquella manera. ¡Y los ojos de Roran! Sus ojos habían taladrado a Eragon, interrogantes, aliviados, rabiosos… acusatorios. En ellos, Eragon había visto que su primo se había enterado de su papel en la muerte de Garrow y que aún no le había perdonado.
Sólo cuando una espada rebotó en los protectores de sus piernas reconcentró la atención en lo que lo rodeaba. Soltó un grito ronco y lanzó un mandoble hacia abajo, cortando al soldado que lo había atacado. Maldiciéndose por haber tenido tan poco cuidado, Eragon entró en contacto con Trianna y le dijo: En ese barco no hay ningún enemigo. Corre la voz de que no deben atacarlo. Pregúntale a Nasuada si, como favor, puede enviar un heraldo a explicar la situación y a asegurarse de que se mantengan alejados de la batalla.
Como quieras, Argetlam.
Desde el flanco oeste de la batalla, donde había aterrizado, Saphira cruzó los Llanos Ardientes con unos pocos pasos gigantescos hasta detenerse delante de Hrothgar y sus enanos. Eragon desmontó y se acercó al rey. Éste lo saludó:
—¡Ave, Argetlam! ¡Ave, Saphira! Parece que los elfos han hecho contigo más de lo que habían prometido.
Orik estaba a su lado.
—No, señor, fueron los dragones.
—¿De verdad? Tengo que oír tus aventuras cuando hayamos terminado este maldito trabajo. Me alegré de que aceptaras mi oferta de convertirte en miembro de Dûrgrimst Ingeitum. Es un honor que formes parte de mi familia.
—Y tú de la mía.
Hrothgar se rió, luego se volvió hacia Saphira y dijo:
—Aún no he olvidado tu promesa de arreglar Isidar Mithrim, dragón. Ahora mismo están nuestros artesanos montando el zafiro estrellado en el centro de Tronjheim. Ardo en deseos de verlo entero de nuevo.
Ella inclinó la cabeza.
Lo prometí, y así será.
Eragon transmitió sus palabras, y Hrothgar alargó un dedo nudoso y tocó una de las planchas metálicas del costado de la dragona.
—Veo que llevas nuestra armadura. Espero que te haya servido.
Mucho, rey Hrothgar —dijo Saphira, por medio de Eragon—. Me ha evitado muchas heridas.
Hrothgar se estiró y blandió a Volund, con una chispa en sus ojos hundidos.
—Bueno, ¿desfilamos y volvemos a probar el martillo en la forja de la batalla? —Volvió la vista hacia sus guerreros y gritó—: ¡Akh sartos oen dûrgrimst!
—¡Vor Hrothgarz korda! ¡Vor Hrothgarz korda!
Eragon miró a Orik, quien tradujo con un poderoso grito:
—¡Por el martillo de Hrothgar!
Eragon se sumó al grito y corrió con el rey enano hacia las encarnadas filas de soldados, con Saphira a su lado.
Al fin, con la ayuda de los enanos, la batalla volvía a decantarse a favor de los vardenos. Juntos empujaron a las fuerzas del Imperio, las dividieron, las aplastaron y obligaron al extenso ejército de Galbatorix a abandonar las posiciones que había conquistado desde la mañana. Sus esfuerzos contaron con la ayuda de los venenos de Angela, que seguían causando efecto. Muchos de los oficiales del Imperio se comportaban de manera irracional, dando órdenes que facilitaban a los vardenos penetrar en su ejército y sembrar el caos a su paso. Los soldados parecían darse cuenta de que ya no les sonreía la fortuna, pues cientos de ellos se rindieron o desertaron directamente y se volvieron contra sus antiguos camaradas, o tiraron las armas y huyeron.
Y el día se alargó hacia el anochecer.
Eragon estaba en plena batalla con dos soldados cuando una jabalina en llamas pasó por encima y se clavó en una de las tiendas del comando del Imperio, a unos veinte metros, incendiando la tela. Eragon se deshizo de sus oponentes, miró hacia atrás y vio que docenas de misiles en llamas se arqueaban desde el barco del río Jiet. «¿A qué estás jugando, Roran?», se preguntó Eragon, antes de cargar contra el siguiente grupo de soldados.
Poco después sonó una trompa en la retaguardia del ejército del Imperio y después otra y aún otra más. Alguien empezó a redoblar un sonoro tambor, cuyos retumbos acallaban el campo porque todo el mundo miraba alrededor para descubrir el origen de aquel latido. Mientras Eragon miraba, una figura de mal agüero se destacó en el horizonte hacia el norte y se alzó en el refulgente cielo por encima de los Llanos Ardientes. Los cuervos rapaces se dispersaron ante la sombra negra dentada, que se balanceaba inmóvil en las corrientes térmicas. Al principio Eragon pensó que sería un Lethrblaka, una de las monturas de los Ra’zac. Luego, un rayo de luz se escapó de las nubes e iluminó de lado la figura desde el oeste.
Un dragón rojo flotaba encima de ellos, brillante y chispeante bajo el rayo de sol, como un lecho de ascuas al rojo vivo. Las membranas de sus alas eran del color del vino sostenido ante una antorcha. Sus garras, sus dientes y las púas de la columna eran blancos como la nieve. En sus ojos bermellones brillaba un terrible regocijo. Llevaba una silla atada a la grupa, y en la silla iba un hombre vestido con una armadura de hierro pulido y armado con una espada corta.
El miedo se apoderó de Eragon. «¡Galbatorix ha conseguido que incube otro dragón!»
Entonces el hombre de hierro alzó la mano izquierda y un rayo de crujiente energía rubí saltó desde su palma y golpeó a Hrothgar en el pecho. Los hechiceros enanos soltaron un grito de agonía al consumirse su energía en el intento de bloquear el ataque. Cayeron muertos al suelo, y luego Hrothgar se llevó una mano al corazón y se desplomó. Los enanos soltaron un gran grito de desánimo al ver caer a su rey.
—¡No! —gritó Eragon, al tiempo que Saphira protestaba con un rugido. Fulminó con una mirada de odio al Jinete enemigo. Te mataré por esto.
Eragon sabía que, en aquella situación, Saphira y él estaban demasiado cansados para enfrentarse a un enemigo tan poderoso. Miró a su alrededor y distinguió a un caballo tumbado en el lodo, con una lanza clavada en el costado. El semental seguía vivo. Eragon le puso una mano en el cuello y murmuró: «Duérmete, hermano». Luego transfirió a sí mismo y a Saphira la energía que le quedaba. No era la suficiente para recuperar todas sus fuerzas, pero calmó sus músculos adoloridos y detuvo los temblores de las piernas.
Rejuvenecido, Eragon montó de un salto en Saphira y gritó:
—¡Orik, toma el mando de los tuyos!
Vio que Arya lo miraba desde el otro lado del campo con preocupación. La eliminó de su mente mientras tensaba las correas de la silla en torno a sus piernas. Luego Saphira se lanzó hacia el dragón rojo, agitando las alas a un ritmo furioso para obtener la velocidad necesaria.
Espero que recuerdes las lecciones de Glaedr, le dijo Eragon. Agarró bien el escudo.
En vez de contestarle, Saphira envió sus pensamientos con un rugido al otro dragón: ¡Traidor! ¡Ladrón de huevos, perjuro, asesino! Luego, como un solo cuerpo, ella y Eragon asaltaron las mentes de la otra pareja con la intención de superar sus defensas. A Eragon le pareció extraña la conciencia del Jinete, como si contuviera multitudes; abundantes voces distintas susurradas en la caverna de su mente, como espíritus encarcelados que suplicaran su liberación.
En cuanto entablaron contacto, el Jinete contraatacó con un estallido de pura energía superior al que era capaz de generar el mismísimo Oromis. Eragon se retiró en las profundidades de sus barreras, recitando frenéticamente unos ripios que Oromis le había enseñado a usar en circunstancias como ésa:
Bajo un frío y vacío cielo invernal
había un hombre minúsculo con una espada de plata.
Saltaba y lanzaba golpes con un frenesí febril
luchando contra las fuerzas reunidas ante él…
El asedio de la mente de Eragon amainó cuando Saphira y el dragón rojo colisionaron, como dos meteoros incandescentes chocando de cabeza. Forcejearon, se dieron mutuas patadas en el vientre con las patas traseras. Sus talones provocaban chirridos horrendos al rozar la armadura de Saphira y las escamas lisas del dragón rojo. Éste era más pequeño que Saphira, pero tenía las piernas y los hombros más gruesos. Consiguió deshacerse de ella por un instante con una patada, pero luego volvieron a acercarse, luchando ambos por agarrar el cuello del contrario entre las mandíbulas.
Eragon no pudo más que sostener a Zar’roc mientras los dragones se desplomaban hacia el suelo, atacándose mutuamente con terribles patadas y coletazos. Apenas a cincuenta metros de los Llanos Ardientes, Saphira y el dragón rojo se soltaron y lucharon por recuperar altura. En cuanto hubo detenido la caída, Saphira echó el cuello atrás como una serpiente a punto de atacar y soltó un grueso torrente de fuego.
No llegó a su destino; a cuatro metros del dragón rojo, el fuego se bifurcó y pasó por sus costados sin causar el menor daño. «Maldita sea», pensó Eragon. Justo cuando el dragón rojo abría la boca para contraatacar, Eragon gritó:
—¡Skölir nosu fra brisingr!
Justo a tiempo. El estallido giró en torno a ellos, pero ni siquiera abrasó las escamas de Saphira.
Luego Saphira y el dragón rojo aceleraron entre las estrías de humo hacia el cielo claro y gélido que quedaba más allá, lanzándose adelante y atrás mientras intentaban montar encima de su oponente. El dragón rojo dio un mordisco a la cola de Saphira, y ella y Eragon gritaron de dolor compartido. Boqueando por el esfuerzo, Saphira ejecutó una tensa voltereta hacia atrás y terminó detrás del otro dragón, que entonces pivotó hacia la izquierda e intentó trazar una espiral para quedar encima de ella.
Mientras los dragones libraban su duelo con acrobacias cada vez más complejas, Eragon se dio cuenta de una molestia que se producía en los Llanos Ardientes: los hechiceros de Du Vrangr Gata eran acosados por dos magos nuevos del Imperio. Éstos eran mucho más poderosos que los anteriores. Ya habían matado a un miembro de Du Vrangr Gata y estaban destrozando las barreras del segundo. Eragon oyó que Trianna gritaba en su mente: ¡Eragon! ¡Tienes que ayudarnos! No podemos detenerlos. Matarán a todos los vardenos. Ayúdanos, son los…
La voz se desvaneció cuando el Jinete atacó su conciencia.
—Esto ha de terminar —espetó Eragon entre dientes mientras se esforzaba por soportar el ataque. Por encima del cuello de Saphira, vio que el dragón rojo se lanzaba hacia ellos desde abajo. Eragon no se atrevió a abrir su mente para hablar con ella, así que lo dijo en voz alta—: ¡Cógeme!
Con dos golpes de Zar’roc, cortó las correas que sujetaban sus piernas y abandonó de un salto la grupa de Saphira.
«Es una locura», pensó Eragon. Se rió de pura excitación mareada al notar que la sensación de levedad se apoderaba de él. El roce del aire le quitó el yelmo, y los ojos, aguados, empezaron a picarle. Eragon soltó el escudo y abrió los brazos y las piernas, tal como le había enseñado Oromis, para estabilizar el vuelo. Abajo, el Jinete de la armadura de hierro se había percatado de la acción de Eragon. El dragón rojo se desvió hacia la izquierda de Eragon, pero no pudo esquivarlo. Éste lanzó una estocada con Zar’roc cuando el flanco del dragón pasaba a su lado y sintió que el filo se hundía en la corva de la criatura antes de que la inercia se lo llevara.
El dragón soltó un rugido de agonía.
El impacto del golpe dejó a Eragon girando en el aire, arriba, abajo, en todas las direcciones. Cuando consiguió detener la rotación, se había desplomado ya a través de las nubes y se encaminaba a un rápido y fatal aterrizaje en los Llanos Ardientes. Podía detenerse por medio de la magia si era necesario, pero habría agotado sus reservas de energía. Miró por encima de los dos hombros.
Vamos, Saphira, ¿dónde estás?
Como si quisiera responderle, ella apareció entre el humo apestoso, con las alas bien pegadas al cuerpo. Trazó una curva por debajo de él y abrió un poco las alas para detener la caída. Con cuidado de no empalarse en una de sus púas, Eragon maniobró para volver a instalarse en la silla y agradeció el regreso de la sensación de gravedad cuando ella cortó el descenso.
Nunca me vuelvas a hacer eso, dijo ella bruscamente.
Eragon comprobó que la sangre corría por el filo de Zar’roc.
Ha salido bien, ¿no?
Su satisfacción desapareció al darse cuenta de que su estratagema había dejado a Saphira a merced del otro dragón. La estaba sobrevolando, apurándola hacia un lado y hacia el otro para obligarla a descender al suelo. Saphira trataba de maniobrar para salir de debajo de él, pero cada vez que lo hacía, el otro dragón se le echaba encima y la abofeteaba con las alas para obligarla a cambiar de dirección.
Los dragones siguieron retorciéndose y lanzándose hasta que les empezó a colgar la lengua, se les caían las colas y dejaron de aletear para limitarse a planear.
Con la mente cerrada de nuevo a cualquier contacto, por amistoso que fuera, Eragon habló en voz alta:
—Aterriza, Saphira; no sirve de nada. Me enfrentaré a él en tierra.
Con un gruñido de débil resignación, Saphira descendió sobre la zona despejada más cercana, una pequeña meseta de piedra en la orilla oeste del río Jiet. El agua se había vuelto roja de tanta sangre derramada en la batalla. Eragon saltó de Saphira en cuanto ésta aterrizó en la meseta y comprobó la firmeza del suelo. Era liso y duro, sin nada en que tropezar. Asintió complacido.
Unos pocos segundos después, el dragón rojo pasó volando sobre sus cabezas y se detuvo en el extremo opuesto de la meseta. No apoyaba la pierna izquierda de atrás para no agravar la herida: un tajo largo que casi cortaba el músculo. El dragón temblaba de arriba abajo, como un perro herido. Intentó saltar hacia delante, pero luego se detuvo y gruñó a Eragon.
El Jinete enemigo se desató las piernas y se deslizó por la pata ilesa de su dragón. Luego lo rodeó y examinó su pierna. Eragon lo dejó: sabía el dolor que le causaría ver la herida que había sufrido el compañero al que estaba vinculado. Sin embargo, esperó demasiado, pues el Jinete musitó unas pocas palabras indescifrables y, en menos de tres segundos, la herida del dragón estaba curada.
Eragon temblaba de miedo. «¿Cómo ha podido hacerlo tan rápido y con un hechizo tan corto?» Sin embargo, fuera quien fuese, no se trataba de Galbatorix, cuyo dragón era negro.
Eragon se aferró a esa noción mientras daba un paso adelante para enfrentarse al Jinete. Cuando se juntaron en el centro de la meseta, Saphira y el dragón rojo trazaron círculos tras ellos.
El Jinete agarró su espada con las dos manos y la giró por encima de la cabeza, apuntando a Eragon, quien alzó a Zar’roc para defenderse. Sus filos chocaron con un estallido de chispas encarnadas. Luego Eragon empujó a su oponente y empezó una serie compleja de golpes. Lanzaba y esquivaba estocadas, bailando sobre los pies ligeros mientras forzaba al Jinete de armadura de hierro a retirarse hacia el límite de la meseta.
Cuando llegaron al borde, el Jinete defendió su terreno, esquivando los ataques de Eragon por muy inteligentes que fueran. «Es como si fuera capaz de anticipar todos mis movimientos», pensó Eragon, frustrado. Si hubiera podido descansar, le habría resultado más fácil batir al Jinete; pero tal como estaba, no conseguía tomar ventaja. El Jinete no tenía la velocidad y la fuerza de un elfo, pero su habilidad técnica era mayor que la de Vanir y tan buena como la de Eragon.
Éste sintió un toque de pánico cuando su golpe inicial de energía empezó a desvanecerse sin que hubiera conseguido nada más que un leve rasguño en la brillante pechera de la armadura del Jinete. Las últimas reservas de energía almacenadas en el rubí de Zar’roc y en el cinturón de Beloth el Sabio apenas bastaban para mantener sus esfuerzos un minuto más. Entonces el Jinete dio un paso adelante. Y luego otro. Y antes de que Eragon se diera cuenta, habían regresado al centro de la meseta, donde se quedaron cara a cara, intercambiando golpes.
Zar’roc pesaba tanto en su mano, que Eragon apenas podía alzarla. Le ardía el hombro, necesitaba boquear para respirar y el sudor le bañaba la cara. Ni siquiera su deseo de vengar a Hrothgar podía ayudarle a superar el agotamiento.
Al fin Eragon resbaló y cayó al suelo. Decidido a que no lo mataran en el suelo, rodó para ponerse de nuevo en pie y lanzó una estocada al Jinete, que desvió a Zar’roc a un lado con un leve giro de la muñeca.
La floritura que el Jinete trazó a continuación con la espada —describiendo un rápido círculo lateral— sonó de repente a Eragon, como ya le había ocurrido con todos sus movimientos anteriores. Miró fijamente con un creciente horror la espada corta de su enemigo y luego las ranuras para los ojos de su yelmo espejeado y gritó:
—¡Te conozco!
Se lanzó contra el Jinete, con las espadas atrapadas entre ambos cuerpos, clavó los ojos por debajo del yelmo y lo arrancó. Y allí, en el centro de la meseta, a un lado de los Llanos Ardientes de Alagaësia, estaba Murtagh.