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Roran iba en la proa del Ala de Dragón y escuchaba el ruido de los remos al deslizarse por el agua. Acababa de cumplir con su turno de remo, y un dolor frío y dentado invadía su hombro derecho. «¿Tendré que cargar siempre con este recuerdo de los Ra’zac?» Se secó el sudor de la cara e ignoró la molestia para concentrarse en el río, oscurecido por una masa de nubes de hollín.

Elain se unió a él junto a la regala. Apoyó una mano en su vientre hinchado.

—El agua parece diabólica —dijo—. Quizá deberíamos habernos quedado en Dauth, en vez de arrastrarnos en busca de más problemas.

Roran temió que tuviera razón. Después del Ojo de Jabalí, habían navegado hacia el este desde las islas del Sur, de vuelta hacia la costa y luego por la embocadura del río Jiet hasta la ciudad portuaria de Dauth. Cuando llegaron a tierra, se habían agotado las provisiones y los aldeanos estaban enfermos.

Roran tenía toda la intención de quedarse en Dauth, sobre todo después de recibir la entusiasta bienvenida de su gobernadora, Lady Alarice. Pero eso era antes de que le hablaran del ejército de Galbatorix. Si los vardenos caían derrotados, nunca volvería a ver a Katrina. Así que, con la ayuda de Jeod, había convencido a Horst y otros muchos aldeanos de que si querían vivir en Surda, a salvo del Imperio, tenían que remar por el Jiet arriba y ayudar a los vardenos. La tarea había sido difícil, pero al final había vencido Roran. Y cuando le contaron sus planes a Lady Alarice, ella les dio todas las provisiones que quisieron.

Desde entonces, Roran se había preguntado a menudo si había sido una decisión acertada. A esas alturas todo el mundo odiaba vivir en el Ala de Dragón. La gente estaba tensa y malhumorada, situación que no hacía sino agravarse por la noción de que estaban navegando hacia una batalla. «¿Fue egoísta por mi parte? —se preguntaba Roran—. ¿De verdad lo hice por el bien de los aldeanos, o sólo porque esto me acercará un paso más al encuentro de Katrina?»

—Quizá sí —contestó a Elain.

Contemplaron juntos la gruesa capa de humo que se reunía en las alturas, oscureciendo el cielo y filtrando la luz restante de tal modo que todo quedaba coloreado por un nauseabundo halo naranja. Eso producía un crepúsculo fantasmagórico que Roran jamás había imaginado. Los marineros de cubierta miraban alrededor asustados, murmuraban refranes de protección y sacaban sus amuletos de piedra para alejar el mal de ojo.

—Escucha —dijo Elain. Inclinó la cabeza—. ¿Qué es eso?

Roran aguzó los oídos y captó el lejano chasquido de metales entrechocados.

—Eso —dijo— es el sonido de nuestro destino. —Miró hacia atrás y gritó por encima del hombro—: ¡Capitán, ahí delante están peleando!

—¡Los hombres, a las catapultas! —rugió Uthar—. Redobla el ritmo de los remeros, Bonden. Y que todos los hombres en condiciones se preparen, si no quieren usar sus tripas de almohada.

Roran permaneció en su sitio mientras el Ala de Dragón estallaba de actividad. Pese al aumento del ruido, aún oía el chasquido de espadas y escudos a lo lejos. Los gritos de los hombres eran ya audibles, así como los rugidos de alguna bestia gigantesca.

Miró a Jeod, que se unía a ellos en la proa. El mercader tenía el rostro pálido.

—¿Has tomado parte en alguna batalla? —le preguntó Roran.

Jeod negó con la cabeza y tragó saliva, y el nudo que tenía en la garganta se movió.

—Participé en muchas peleas con Brom, pero nunca en una de este tamaño.

—Entonces, los dos nos estrenamos.

La masa de humo se aclaró por la derecha y les permitió atisbar la tierra oscura que escupía fuego y un pútrido vapor naranja, cubierta por masas de hombres en plena lucha. Era imposible distinguir quién pertenecía al Imperio y quién a los vardenos, pero a Roran le pareció que, con el adecuado empujón, la batalla podía decantarse en cualquiera de las dos direcciones. «El empujón lo daremos nosotros.»

Entonces el agua les trajo el eco del grito de un hombre:

—¡Un barco! ¡Viene un barco por el río Jiet!

—Tendrías que irte bajo cubierta —dijo Roran a Elain—.

Aquí no estarás a salvo.

Ella asintió, se fue corriendo a la escotilla de proa, descendió la escala y cerró la apertura tras ella. Un instante después Horst saltó a la proa y pasó a Roran uno de los escudos de Fisk.

—Me ha parecido que podía hacerte falta.

—Gracias. Yo…

Roran se calló al notar que el aire vibraba en torno a ellos, como si lo agitara un golpe brutal. Rechinó los dientes. Zum. Le dolían los oídos por la presión. Zum. El tercer zumbido le pisó los talones al segundo —zum—, seguido por un grito salvaje que Roran reconoció, pues lo había oído muchas veces en su infancia. Alzó la mirada y vio un gigantesco dragón del color de los zafiros que descendía desde las nubes agitadas. Y a lomos del dragón, donde se unían el cuello y los hombros, iba sentado su primo Eragon.

No era el Eragon que él recordaba, sino más bien como si un artista hubiera tomado los rasgos básicos de su primo y los hubiera reforzado, estilizándolos, para volverlos al mismo tiempo más nobles y más felinos. Aquel Eragon iba ataviado como un príncipe, con finas ropas y armadura —aunque manchada por la mugre de la guerra— y llevaba en la mano izquierda una espada de rojo incandescente. Aquel Eragon era poderoso e implacable… Aquel Eragon podía matar a los Ra’zac y a sus monturas y ayudarle a rescatar a Katrina.

Agitando sus alas translúcidas, el dragón ascendió bruscamente y se quedó suspendido delante del barco. Entonces Eragon cruzó su mirada con la de Roran.

Hasta ese momento Roran no había terminado de creerse la historia de Jeod sobre Eragon y Brom. Ahora, al mirar a su primo, lo recorrió una oleada de emociones confusas. «¡Eragon es un Jinete!» Parecía impensable que el muchacho esbelto, malhumorado y ansioso con el que se había criado se hubiese convertido en aquel temible guerrero. Verlo vivo de nuevo llenó a Roran de una alegría inesperada. Sin embargo, al mismo tiempo, una rabia terrible y familiar creció en su interior por el papel de Eragon en la muerte de Garrow y el asedio de Carvahall. Durante esos pocos segundos, Roran no supo si odiaba o amaba a Eragon.

Se tensó asustado al notar que un ser enorme y ajeno entraba en contacto con su mente. De aquella conciencia emanó la voz de Eragon: ¿Roran?

—Sí.

Piensa tus respuestas y así podré oírlas. ¿Están todos los de Carvahall contigo?

Casi todos.

¿Cómo habéis…? No, ya entraremos en eso; ahora no hay tiempo. Quedaos donde estáis hasta que se decida la batalla. Aun mejor, volved hacia atrás por el río hasta donde no pueda atacaros el Imperio.

Tenemos que hablar, Eragon. Has de contestar a muchas cosas.

Eragon dudó con expresión preocupada y luego dijo: Ya lo sé. Pero ahora no, luego.

Sin ninguna orden aparente, el dragón se alejó del barco, voló hacia el este y desapareció entre la bruma que cubría los Llanos Ardientes.

Con voz de asombro, Horst dijo:

—¡Un Jinete! ¡Un Jinete de verdad! Nunca pensé que vería llegar este día, y mucho menos que sería Eragon.

—Meneó la cabeza—. Parece que nos dijiste la verdad, ¿eh, Pataslargas?

Jeod sonrió por toda respuesta, con pinta de niño encantado.

Sus palabras llegaron apagadas a Roran, que se había quedado mirando la cubierta, sintiendo que estaba a punto de estallar de tensión. Una multitud de preguntas sin respuesta lo asaltaban. Se obligó a ignorarlas. «Ahora no puedo pensar en Eragon. Hemos de luchar. Los vardenos han de vencer al Imperio.»

Una ola creciente de furia lo consumía. Ya lo había experimentado antes, un frenesí enloquecido que le permitía superar prácticamente cualquier obstáculo, mover objetos que normalmente se le resistirían, enfrentarse al enemigo en combate sin sentir miedo. Ahora lo atenazó esa sensación, una fiebre en las venas que le aceleraba la respiración y aumentaba los latidos de su corazón.

Abandonó la jarcia de un salto, recorrió el barco hasta el alcázar, donde Uthar permanecía ante el timón, y dijo:

—Atraca el barco.

—¿Qué?

—Te digo que atraques el barco. Quédate aquí con los demás soldados, y usad las catapultas para armar tanto caos como podáis, evitad que asalten el Ala de Dragón y defended a nuestras familias con vuestras vidas. ¿Lo has entendido?

Uthar le dirigió una mirada llana, y Roran temió que no aceptara sus órdenes. Luego el curtido marinero gruñó y dijo:

—Sí, sí, Martillazos.

Los pesados pasos de Horst precedieron su llegada al alcázar.

—¿Qué pretendes hacer, Roran?

—¿Hacer? —Roran se echó a reír y se dio la vuelta bruscamente para quedar cara a cara con el herrero—. ¿Hacer? ¡Vaya, pretendo cambiar el destino de Alagaësia!