Los primeros rayos horizontales del alba cruzaron la tierra cuando Trianna le decía a Eragon: Ha llegado la hora.
Una oleada de energía borró el sueño de Eragon. Se puso en pie de un salto y dio la voz a todos los que lo rodeaban mientras montaba en la silla de Saphira y sacaba el arco de la aljaba. Los kull y los enanos rodearon al dragón y salieron corriendo por el parapeto hasta llegar a la apertura que se había despejado durante la noche.
Los vardenos salían por aquel agujero en el mayor silencio posible. Fila tras fila de guerreros marchaban con las armaduras y las armas envueltas en trapos para que ningún ruido alertara al Imperio de su acercamiento. Saphira se estaba sumando a la procesión cuando apareció Nasuada montada en un ruano entre los hombres. Arya y Trianna iban a su lado. Se saludaron los cinco con miradas silenciosas, nada más.
Durante la noche, los apestosos vapores se habían acumulado sobre la tierra, y ahora la tenue luz de la mañana doraba las nubes crecidas, volviéndolas opacas. Así, los vardenos lograron cruzar tres cuartas partes de la tierra de nadie antes de que los vieran los centinelas del Imperio. En cuanto sonaron los cuernos de alarma ante ellos, Nasuada gritó:
—¡Ahora, Eragon! Dile a Orrin que ataque. ¡A mí, vardenos! ¡Luchad para destronar a Galbatorix! ¡Atacad y bañad vuestras espadas en la sangre de nuestros enemigos! ¡Al ataque!
Espoleó a su caballo y, con un gran rugido, los hombres la siguieron, agitando las armas sobre sus cabezas.
Eragon transmitió la orden de Nasuada a Barden, el hechicero que montaba junto al rey Orrin. Un instante después, oyó el tamborileo de los cascos cuando Orrin y su caballería —acompañados por el resto de los kull, capaces de correr tanto como los caballos— galoparon hacia el este. Cargaron contra el flanco del Imperio, atrapando a los soldados contra el río Jiet y distrayéndolos lo suficiente para que los vardenos cruzaran sin oposición la distancia que los separaba.
Los dos ejércitos entrechocaron con un estruendo ensordecedor. Picas entrecruzadas con lanzas, martillos contra escudos, espadas contra yelmos, mientras por encima revoloteaban los hambrientos cuervos rapaces soltando sus ásperos graznidos, en un frenesí desatado por el olor de la carne fresca.
A Eragon, el corazón le dio un vuelco en el pecho. «Ahora debo matar o morir.» Casi de inmediato, notó que las barreras mágicas le absorbían las fuerzas para desviar los ataques que recibían Arya, Orik, Nasuada y Saphira.
La dragona evitó la primera línea de batalla para no quedar expuestos a los magos del frente de Galbatorix. Eragon respiró hondo y empezó a buscar a los magos con su mente, sin dejar de disparar flechas al mismo tiempo.
Du Vrangr Gata encontró al primer hechicero enemigo. En cuanto recibió la alerta, Eragon contactó con la mujer que lo había descubierto y luego pasó al enemigo que forcejeaba con ella. Eragon puso en juego todo el poder de su voluntad, demolió la resistencia del mago, tomó control de su conciencia —esforzándose por ignorar el terror de aquel hombre—, determinó a qué tropas protegía y lo asesinó con una de las doce palabras de muerte. Sin pausa, Eragon localizó las mentes de todos los soldados que habían quedado sin protección y los mató también. Los vardenos vitorearon al ver que un grupo entero de hombres caía sin vida.
A Eragon le asombró la facilidad con que los había matado. Aquellos soldados no habían tenido la menor oportunidad de escaparse o de ofrecer pelea. «Qué distinto de Farthen Dûr», pensó. Aunque le maravillaba el perfeccionamiento de sus habilidades, aquellas muertes lo asqueaban. Pero no había tiempo para pensar en eso.
Recuperado del asalto inicial de los vardenos, el Imperio empezó a usar sus máquinas de guerra: catapultas que lanzaban misiles de cerámica endurecida, trabucos armados con barriles de fuego líquido y lanzadoras que bombardeaban a los asaltantes con una lluvia de flechas de seis metros. Las bolas de cerámica y el fuego líquido causaban un terrible daño allí donde aterrizaran. Una bola estalló en el suelo a menos de diez metros de Saphira. Mientras Eragon se escondía tras el escudo, un fragmento dentado saltó hacia su cabeza y se detuvo en el aire gracias a una de sus protecciones mágicas. Eragon pestañeó al notar la repentina pérdida de energía.
Pronto las máquinas estancaron el avance de los vardenos y sembraron un tumulto con su puntería. «Si hemos de aguantar lo suficiente para debilitar al Imperio, hay que destruirlas», entendió Eragon. Desmantelar aquellas máquinas hubiera sido fácil para Saphira, pero no se atrevía a volar entre los soldados por miedo a un ataque de los magos.
Ocho soldados se abrieron paso entre las filas de vardenos y se echaron encima de Saphira, intentando clavarle sus picas. Antes de que Eragon pudiera desenfundar a Zar’roc, los enanos y los kull eliminaron a todo el grupo.
—¡Buena pelea! —rugió Garzhvog.
—¡Buena pelea! —accedió Orik, con una sonrisa sanguinaria.
Eragon no usaba hechizos contra sus enemigos. Debían de estar protegidos contra cualquier embrujo imaginable. «Salvo que…» Expandió su mente y entró en contacto con la de uno de los soldados que manejaban las catapultas. Aunque estaba seguro de que lo defendía alguna clase de magia, Eragon logró dominarlo y dirigir sus acciones desde lejos. Guió al hombre hacia el arma, que alguien estaba cargando, y luego le hizo golpear con su espada la madeja de cuerdas retorcidas que la disparaban. La cuerda era tan gruesa que no pudo cortarla antes de que se lo llevaran a rastras sus camaradas, pero el daño ya estaba hecho. Con un poderoso crujido, la cuerda cortada a medias se partió y el brazo de la catapulta saltó hacia atrás, hiriendo a varios hombres. Con los labios curvados en una amarga sonrisa, Eragon pasó a la siguiente catapulta y, en poco rato, incapacitó todas las máquinas que quedaban.
Vuelto en sí, Eragon se dio cuenta de que, en torno a Saphira, docenas de hombres se desplomaban; alguien había superado a un miembro de Du Vrangr Gata. Soltó una terrible maldición y se lanzó por el rastro de magia en busca del hombre que había lanzado aquel hechizo fatal, dejando el cuidado de su cuerpo en manos de Saphira y sus guardianes.
Durante una hora, Eragon persiguió a los magos de Galbatorix, mas con poco acierto, pues eran astutos y taimados y no lo atacaban directamente. Sus reticencias desconcertaban a Eragon, hasta que arrancó de la mente de uno de los hechiceros, justo antes de que éste se suicidara, el pensamiento: …órdenes de no matarte a ti ni al dragón… No matarte a ti ni al dragón.
Eso responde a mi pregunta —dijo a Saphira—. Pero ¿por qué nos quiere vivos todavía Galbatorix? Hemos dejado claro que apoyamos a los vardenos.
Antes de que Saphira pudiera responder, apareció ante ellos Nasuada, con la cara manchada de sangre y entrañas, el escudo lleno de abolladuras, y un rastro de sangre que brotaba de una herida en el muslo y se derramaba por la pierna izquierda.
—Eragon —lo llamó con la voz entrecortada—. Te necesito. Necesito que los dos peleéis, que os mostréis y seáis un estímulo para nuestros hombres. Que asustéis a los soldados.
Eragon estaba impresionado por su estado.
—Déjame curarte antes —exclamó, temeroso de que fuera a desmayarse.
«La tendría que haber protegido con más defensas.»
—No. Yo puedo esperar. En cambio, si no consigues frenar la marea de soldados, estamos perdidos. —Tenía los ojos vidriosos y vacíos, como dos agujeros en la cara—. Necesitamos… un Jinete. —Se balanceó en la silla.
Eragon le mostró a Zar’roc.
—Lo tienes, mi señora.
—Ve —dijo Nasuada—, y si existe algún dios, que él te proteja.
Eragon iba demasiado alto en el lomo de Saphira para golpear a los enemigos que quedaban por abajo, así que desmontó por la pierna derecha de delante. Se dirigió a Orik y Garzhvog:
—Proteged el lado izquierdo de Saphira. Y en ningún caso os interpongáis en nuestro camino.
—Te superarán, Espada de Fuego.
—No. No lo harán. ¡Ocupad vuestro lugar!
Mientras lo obedecían, apoyó una mano en la pierna de Saphira y le miró el ojo cristalino de zafiro.
¿Bailamos, amiga de mi corazón?
Bailemos, pequeñajo.
Entonces ambos fundieron sus identidades en un grado mayor que nunca, venciendo todas las diferencias para convertirse en una sola identidad. Soltaron un rugido, saltaron hacia delante y se abrieron camino hasta la línea del frente. Una vez allí, Eragon no hubiera sabido decir de qué boca emanaba el fuego devorador que consumía a docenas de soldados, calcinándolos en sus mallas, ni de quién era el brazo que blandía a Zar’roc en un arco y partía en dos el yelmo de un soldado.
El olor metálico de la sangre invadía el aire, y se alzaban cortinas de humo sobre los Llanos Ardientes, escondiendo y mostrando alternativamente los grupos, las alas, los flancos, los batallones de cuerpos apalizados. En lo alto, las aves carroñeras esperaban su comida y el sol escalaba el firmamento hacia el mediodía.
Por las mentes de quienes los rodeaban, Eragon y Saphira recibieron un atisbo de su apariencia. Siempre veían primero a Saphira: una gran criatura voraz con los colmillos y las garras teñidas de rojo, que lo arrasaba todo en su camino con sus zarpazos y los latigazos de la cola, y con las oleadas de llamas que envolvían a secciones enteras de soldados. Sus escamas brillantes refulgían como estrellas y casi cegaban a sus enemigos al reflejar la luz. Luego veían a Eragon corriendo junto al dragón. Se movía con tal velocidad que los soldados no podían reaccionar a tiempo y, con una fuerza sobrehumana, les astillaba los escudos de un solo golpe, rasgaba sus armaduras y rajaba las espadas de quienes se oponían a él. Los dardos y los disparos que le lanzaban caían al pestilente suelo a tres metros de distancia, detenidos por sus barreras mágicas.
A Eragon —y, por extensión, a Saphira— le costaba más pelear contra su propia raza que contar los úrgalos en Farthen Dûr. Cada vez que veía un rostro aterrado o que captaba la mente de un soldado, pensaba: «Podría ser yo». Pero él y Saphira no podían permitirse la piedad: si un soldado se plantaba ante ellos, moría.
Hicieron tres incursiones, y las tres veces Eragon y Saphira mataron a todos los hombres de la línea del frente del Imperio antes de retirarse entre el grueso de los vardenos para no ser rodeados. Al final del último ataque, Eragon tuvo que reducir o eliminar algunas barreras que había establecido en torno a Arya, Orik, Nasuada, Saphira y él mismo para que los hechizos no lo agotaran demasiado rápido. Aunque eran muchas sus fuerzas, también lo eran las exigencias de la batalla.
¿Lista?, preguntó a Saphira, tras un breve descanso. Ella gruñó afirmativamente.
Una nube de flechas silbó hacia Eragon en cuanto se zambulló de nuevo en el combate. Rápido como un elfo, esquivó la mayoría —pues su magia ya no lo protegía de esa clase de proyectiles—, detuvo doce con el escudo y se tambaleó cuando una de ellas le acertó en el abdomen y otra en el costado. Ninguna de las dos rasgó la armadura, pero lo dejaron sin aire y le provocaron morados grandes como manzanas. «¡No te pares! Has soportado dolores más fuertes que éste», se dijo.
Eragon se enfrentó a un grupo de ocho soldados y saltó de uno a otro, ladeando a golpes sus picas y blandiendo a Zar’roc como un relámpago mortal. Sin embargo, la pelea había reducido sus reflejos, y un soldado consiguió deslizar la pica entre su malla y rajarle el tríceps izquierdo.
Los soldados se encogieron ante el rugido de Saphira.
Eragon se aprovechó de la distracción para reforzarse con la energía almacenada en el rubí de la empuñadura de Zar’roc y matar luego a los tres soldados que quedaban.
Saphira agitó la cola por encima de él y echó del camino a un grupo de hombres. En la pausa siguiente, Eragon se miró el latiente brazo y dijo:
—Waíse heill.
Se curó también los morados, con la ayuda del rubí de Zar’roc, así como de los diamantes del cinturón de Beloth el Sabio.
Luego los dos siguieron avanzando.
Eragon y Saphira amontonaban los cuerpos de sus enemigos sobre los Llanos Ardientes, pero el Imperio no flojeaba ni cedía terreno. Por cada hombre que mataban, otro daba un paso adelante y ocupaba su lugar. Una sensación de desespero envolvía a Eragon a medida que la masa de soldados forzaba a los vardenos a retirarse gradualmente hacia su campamento. Vio la desesperanza reflejada en los rostros de Nasuada, Arya, el rey Orrin e incluso Angela cuando pasó junto a ellos en la batalla.
A pesar de toda nuestra formación no podemos detener al Imperio —dijo Eragon con rabia—. ¡Hay demasiados soldados! No podemos seguir así para siempre. Y Zar’roc y mi cinturón ya casi se han gastado.
Si te hace falta, puedes sacar energía de lo que te rodea.
No quiero hacerlo, salvo que mate a otro mago de Galbatorix y pueda sacarla de sus soldados. Si no, no haré más que herir a los vardenos, pues aquí no puedo recurrir a la ayuda de ninguna planta o animal.
A medida que se iban arrastrando las largas horas, Eragon se sentía cada vez más débil y dolorido, desprovisto de muchas de sus defensas arcanas… Había acumulado docenas de heridas menores. Tenía el brazo izquierdo insensible de tantos golpes como había recibido el escudo abollado. Llevaba una herida en la frente que no hacía más que cegarlo con el goteo de sangre mezclada con sudor. Creía que podía tener un dedo roto.
Saphira no salía mejor parada. Las armaduras de los soldados le herían la boca por dentro, docenas de espadas y flechas habían cortado sus alas desprotegidas, y una jabalina había agujereado una plancha de su armadura, hiriéndole un hombro. Eragon había visto llegar la lanza y había intentado desviarla con un hechizo, pero había sido lento. Cada vez que se movía, Saphira salpicaba la tierra con cientos de gotas de sangre.
A su lado, habían caído tres guerreros de Orik y dos kull.
Y el sol empezaba su descenso hacia el anochecer.
Mientras Eragon y Saphira se preparaban para el séptimo y último asalto, sonó una trompeta por el este, fuerte y clara, y el rey Orrin gritó:
—¡Han llegado los enanos! ¡Han llegado los enanos!
«¿Enanos?» Eragon pestañeó y miró alrededor, confundido. No veía más que soldados. Luego lo recorrió un estallido de emoción cuando lo entendió. «¡Los enanos!» Montó en Saphira, y ella alzó el vuelo y se quedó un momento suspendida con sus alas destrozadas mientras supervisaban el campo de batalla.
Era cierto: un gran grupo marchaba hacia el este por los Llanos Ardientes. A la cabeza iba el rey Hrothgar, vestido con su malla de oro, tocado con el yelmo enjoyado y con Volund, su antiguo martillo de guerra, aferrado en el puño de hierro. El rey enano alzó a Volund para saludar cuando vio a Eragon y Saphira.
Eragon rugió a pleno pulmón y devolvió el gesto, blandiendo a Zar’roc en el aire. Una oleada de renovado vigor le hizo olvidar las heridas y sentirse de nuevo furibundo y decidido. Saphira sumó su voz, y los vardenos alzaron la mirada con esperanza, mientras que los soldados del Imperio, asustados, titubeaban.
—¿Qué has visto? —exclamó Orik cuando Saphira volvió a posarse en la tierra—. ¿Es Hrothgar? ¿Con cuántos guerreros viene?
Aliviado hasta el éxtasis, Eragon se alzó en los estribos y gritó:
—¡Ánimo! ¡Ha llegado el rey Hrothgar! ¡Y parece que se ha traído a todos los enanos! ¡Aplastaremos al Imperio! —Cuando los hombres dejaron de vitorear, añadió—: Ahora, sacad las espadas y recordad a estos piojosos cobardes por qué nos han de tener miedo. ¡Al ataque!
Justo cuando Saphira saltaba hacia los soldados, Eragon oyó un segundo grito, esta vez del oeste:
—¡Un barco! ¡Viene un barco por el río Jiet!
—Maldita sea —gruñó.
«No podemos permitir que llegue ese barco si trae refuerzos para el Imperio.» Contactó con Trianna y le dijo: Dile a Nasuada que de eso nos encargamos Saphira y yo. Si el barco es de Galbatorix, lo hundiremos.
Como quieras, Argetlam, respondió la bruja.
Sin dudar, Saphira alzó el vuelo y trazó un círculo sobre el llano pisoteado y humeante. Cuando el implacable fragor de la batalla se desvaneció en sus oídos, Eragon respiró hondo y sintió que su mente se despejaba. Abajo, le sorprendió ver lo desparramados que estaban los dos ejércitos. El Imperio y los vardenos se habían desintegrado en una serie de grupos menores que luchaban entre sí por todo lo ancho y largo de los Llanos Ardientes. En ese confuso tumulto se insertaron los enanos, pillando por el flanco al Imperio, tal como había hecho Orrin con la caballería.
Eragon perdió de vista la batalla cuando Saphira giró a la izquierda y se lanzó en picado entre las nubes, en dirección al río Jiet. Una ráfaga de aire despejó el humo de la turba y desveló un gran barco de tres mástiles que navegaba por las aguas anaranjadas, remando contra la corriente con dos filas de remeros. El barco estaba lastimado y destrozado y no llevaba ningún estandarte que identificara sus lealtades. Aun así, Eragon se preparó para destruirlo. Mientras Saphira descendía hacia él, alzó a Zar’roc y soltó su salvaje grito de guerra.