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Por debajo de Saphira, el bosque sin senderos se extendía a ambos lados del horizonte blanco, pasando, a medida que se alejaba, del más denso verde a un morado brumoso y desleído. Vencejos, grajos y otros pájaros del bosque revoloteaban sobre los pinos retorcidos y soltaban aullidos de alarma al ver a Saphira. Ella volaba bajo sobre el dosel de ramas para proteger a sus dos pasajeros de las temperaturas árticas de las capas más altas del cielo.

Aparte de cuando Saphira echó a los Ra’zac hacia las Vertebradas, era la primera vez que ella y Eragon tenían la ocasión de volar juntos una larga distancia sin necesidad de detenerse o esperar a algún compañero que se desplazara por tierra. Saphira estaba especialmente contenta con el viaje y se deleitó en enseñarle a Eragon en qué medida las enseñanzas de Glaedr habían aumentado su fuerza y su resistencia.

Cuando superó su incomodidad inicial, Orik dijo a Eragon:

—Dudo que nunca llegue a sentirme cómodo en el aire, pero entiendo que a Saphira y a ti os guste tanto. Volar te hace sentir libre y carente de límites, como un halcón de mirada fiera al perseguir a sus presas. Me acelera el corazón, eso sí.

Para reducir el tedio del trayecto, Orik jugaba a las adivinanzas con Saphira. Eragon se excusó para no participar en el concurso, pues nunca había sido especialmente experto en adivinanzas; el giro de pensamientos necesario para resolverlas siempre parecía escapársele. En eso, Saphira lo superaba con mucho. Como a la mayoría de dragones, le fascinaban los enigmas y le resultaba bastante fácil resolverlos.

Orik dijo:

—Las únicas adivinanzas que conozco proceden del idioma de los enanos. Haré cuanto pueda por traducirlas bien, pero tal vez el resultado sea burdo y poco flexible.

Luego, propuso:

De joven soy alta,

de mayor soy baja;

en vida tengo brillo,

el aliento de Urûr es mi enemigo.

No es justo —gruñó Saphira—. Casi no sé nada de vuestros dioses. No hizo falta que Eragon repitiera sus palabras, pues Orik le había concedido permiso para que las proyectara directamente hacia su mente. El enano se rió.

—¿Te rindes?

Nunca. Durante unos minutos no sonó más que el batir de alas, hasta que ella preguntó: ¿Es una vela?

—Has acertado.

Ella resopló, y una nubecilla de humo caliente subió hasta las caras de Eragon y Orik. No se me da muy bien esa clase de adivinanzas. Desde mi incubación, no he vuelto a estar dentro de una casa, y me resultan difíciles los enigmas relacionados con objetos domésticos.

A continuación, propuso: ¿Qué hierba cura todas las dolencias?

El dilema resultó terrible para Orik. Gruñó, rugió y rechinó los dientes de frustración. Tras él, Eragon no pudo evitar una sonrisa, pues él veía claramente la respuesta en la mente de Saphira. Al fin, Orik dijo:

—Bueno, ¿qué es? Con ésta me has superado.

Por el bien del cuervecillo

y porque no es amarillo

la respuesta ha de ser tomillo.

Le tocó el turno de protestar a Orik.

—¡No es justo! No es mi lengua natal. No puedes esperar que se me ocurran esas rimas.

Así son las cosas. La rima está bien buscada.

Eragon vio que los músculos de la espalda de Orik se contraían y se tensaban al tiempo que el enano asomaba la cabeza hacia delante.

—Ya que te pones así, Dientes de Hierro, te haré resolver esta adivinanza que conocen todos los niños enanos:

Me llaman forja de Morgothal y vientre de Helzvog.

Oculto a la hija de Nordvig y provoco la muerte gris,

y renuevo el mundo con la sangre de Helzvog.

¿Qué soy?

Y así seguían, intercambiando adivinanzas cada vez más difíciles mientras Du Weldenvarden se deslizaba bajo ellos a toda velocidad. A menudo, algún hueco entre las ramas entrelazadas revelaba manchas plateadas, fragmentos de los muchos ríos que recorrían el bosque. En torno a Saphira, las nubes se inflaban en una arquitectura fantástica: arcos de bóveda, cúpulas y columnas; murallas almenadas; torres grandes como montañas; picos y valles cargados de una luz refulgente que provocaba a Eragon la sensación de estar volando en un sueño.

Saphira era tan rápida que, cuando llegó el crepúsculo, ya habían dejado atrás Du Weldenvarden y habían entrado en los campos castaños que separaban el gran bosque del desierto de Hadarac. Acamparon entre la hierba y se agacharon junto a la pequeña fogata, rematadamente solos sobre la lisa extensión de la tierra. Tenían el rostro severo y hablaron poco, pues las palabras no hacían más que reforzar su insignificancia en aquella tierra desnuda y vacía.

Eragon aprovechó la parada para almacenar algo de energía en el rubí que adornaba la empuñadura de Zar’roc. La gema absorbía toda la energía que él quisiera darle, así como la de Saphira cuando ésta le prestaba sus fuerzas. Eragon concluyó que harían falta unos cuantos días para saturar las reservas del rubí y los doce diamantes escondidos en el cinturón de Beloth el Sabio.

Debilitado por ese ejercicio, se envolvió en las mantas, se tumbó junto a Saphira y se deslizó a su soñar despierto, en el que los fantasmas de la noche se enfrentaban al mar de estrellas que brillaban en lo alto.

Poco después de reiniciar el viaje a la mañana siguiente, la marea de hierba dio paso a una maleza oscura que se fue volviendo cada vez más escasa hasta que también fue reemplazada por una tierra calcinada por el sol en la que sólo sobrevivían las plantas más resistentes. Aparecieron las dunas de un dorado rojizo. Desde su atalaya en la grupa de Saphira, a Eragon le parecían hileras de olas que se encaminaban eternamente hacia una costa distante.

Cuando el sol empezó a descender, Eragon descubrió un grupo de montañas a lo lejos, hacia el este, y entendió que contemplaba Du Fells Nángoröth, adonde acudieran antaño los dragones salvajes a aparearse, a criar a sus retoños y, finalmente, a morir. Tenemos que visitarlo algún día, le dijo a Saphira, que seguía su mirada.

Sí.

Esa noche Eragon sintió su soledad con mayor intensidad todavía, pues habían acampado en las regiones más desoladas del desierto de Hadarac, donde había tan poca humedad en el aire que pronto se le agrietaron los labios por mucho que se los untara de nalgask cada pocos minutos. Percibió poca vida en la tierra, apenas un puñado de plantas miserables intercaladas con unos pocos insectos y algunos lagartos.

Igual que cuando cruzaron el desierto para huir de Gil’ead, Eragon sacó agua del suelo para rellenar sus botas y, antes de permitir que el líquido restante se secara, invocó a Nasuada en el reflejo del charco para ver si los vardenos habían sido atacados ya. Comprobó con alivio que no era así.

Al tercer día de su partida de Ellesméra, el viento se alzó tras ellos y llevó en volandas a Saphira hasta más allá de donde podría haber llegado por sus propias fuerzas, ayudándolos a cruzar por completo el desierto de Hadarac.

Cerca del límite del desierto pasaron por encima de unos nómadas a caballo, ataviados con ropas largas y sueltas para defenderse del calor. Los hombres gritaron en su burdo idioma y agitaron sus lanzas y espadas en dirección a Saphira, aunque ninguno se atrevió a lanzarle una flecha.

Eragon, Saphira y Orik acamparon esa noche en el límite sur del Bosque Plateado, que se extendía junto al lago Tüdosten y se llamaba así porque estaba compuesto casi por completo de hayas, sauces y álamos blancos. En contraste con el crepúsculo infinito que se instalaba bajo los melancólicos pinos de Du Weldenvarden, el Bosque Plateado quedaba invadido por una luz brillante, las alondras y el amable susurro de las hojas verdes. A Eragon los árboles le parecieron jóvenes y alegres, y se alegró de estar allí. A pesar de que había desaparecido hasta el último rastro del desierto, el clima era más caluroso de lo que tenía por costumbre en esa época del año. Parecía más verano que primavera.

Desde allí volaron directamente a Aberon, capital de Surda, guiados por señas que Eragon sonsacaba de los recuerdos de pájaros que se encontraban por el camino. Saphira no hizo el menor intento de esconderse durante el camino, y a menudo oían gritos de asombro y de alarma, procedentes de los aldeanos que quedaban abajo.

Estaba ya avanzada la tarde cuando llegaron a Aberon, una ciudad baja y amurallada, levantada en torno a un acantilado en una tierra por otra parte lisa. El castillo Borromeo ocupaba la parte alta del acantilado. La intrincada ciudadela estaba protegida por tres hileras concéntricas de murallas, numerosas torres y, según percibió Eragon, cientos de catapultas diseñadas para derribar dragones. La rica luz ambarina del sol descendente silueteaba los edificios de Aberon con un marcado relieve e iluminaba un penacho de polvo que se alzaba desde la puerta oeste de la ciudad, por donde se disponía a entrar una hilera de soldados.

Cuando Saphira descendió hacia la zona interior del castillo, Eragon pudo entrar en contacto con la combinación de pensamientos de la gente de la capital. Al principio lo abrumó el ruido. ¿Cómo se suponía que podía prestar atención a la posible presencia de enemigos y funcionar con normalidad al mismo tiempo? Luego se dio cuenta de que, como siempre, se estaba concentrando demasiado en los detalles. Sólo tenía que percibir las intenciones generales de la gente. Amplió el foco, y las voces individuales que reclamaban su atención cedieron paso a un continuo de emociones que lo rodeaban. Era como una lámina de agua que permaneciera arrebujada sobre el paisaje cercano, ondulándose al son de los sentimientos ajenos y soltándose cuando alguien experimentaba alguna pasión extrema.

Así, Eragon percibió la alarma que se apoderaba de la gente allá abajo a medida que corría la voz de la presencia de Saphira. Ten cuidado —le dijo—. No queremos que nos ataquen.

El polvo ascendía por el aire cada vez que Saphira agitaba sus poderosas alas para instalarse en el centro del patio, con las zarpas bien clavadas en la tierra pelada para mantener el equilibrio. Los caballos atados en el patio relincharon de miedo y provocaron tal alboroto que Eragon terminó por colarse en sus mentes y calmarlos con palabras del idioma antiguo.

Eragon desmontó tras Orik, mirando a los muchos soldados que se habían reunido en los parapetos y los apuntaban con las catapultas. No tuvo miedo de sus armas, pero no tenía el menor deseo de involucrarse en una pelea con sus aliados.

Un grupo de doce hombres, algunos de los cuales eran soldados, salieron corriendo de la muralla hacia Saphira. Los dirigía un hombre alto con la piel tan oscura como Nasuada; Eragon sólo había conocido a otros dos con esa complexión. El hombre se detuvo a unos diez pasos, hizo una reverencia —imitada por quienes lo seguían— y dijo:

—Bienvenido, Jinete. Soy Dahwar, hijo de Kedar. Soy el senescal del rey Orrin.

Eragon inclinó la cabeza.

—Y yo soy Eragon Asesino de Sombra, hijo de nadie.

—Y yo, Orik, hijo de Thrifk.

Y yo, Saphira, hija de Vervada, dijo Saphira, usando a Eragon de portavoz.

Dahwar hizo otra reverencia.

—Te pido perdón porque no haya nadie de mayor rango que yo para recibir a un invitado tan noble como tú, pero el rey Orrin, la señora Nasuada y todos los vardenos se fueron hace tiempo para enfrentarse al ejército de Galbatorix. —Eragon asintió. Ya contaba con ello—. Dejaron órdenes de que si venías en su busca, te unieras a ellos con la mayor brevedad, pues se requiere tu destreza para que venzamos.

—¿Puedes mostrarnos en un mapa dónde encontrarlos? —preguntó Eragon.

—Por supuesto, señor. Mientras lo mando a buscar, ¿quieres alejarte del calor y disfrutar de unos refrescos?

Eragon negó con la cabeza.

—No hay tiempo que perder. Además, el mapa no tengo que verlo sólo yo, sino también Saphira, y dudo que quepa en vuestros salones.

Eso pareció pillar al senescal con la guardia baja. Pestañeó, recorrió a Saphira con la mirada y luego dijo:

—Muy cierto, señor. En cualquier caso, cuenta con nuestra hospitalidad. Si hay algo que deseéis tú o tus compañeros, no tenéis más que pedirlo.

Por primera vez, Eragon se dio cuenta de que podía dar órdenes y contar con que se cumplieran.

—Necesitamos provisiones para una semana. Para mí, sólo fruta, vegetales, harina, queso, pan, cosas por el estilo. También necesitamos recargar nuestras botas de agua.

Le llamó la atención que Dahwar no se extrañara por no haber mencionado la carne. Orik añadió cecina, panceta y otros productos similares.

Dahwar chasqueó los dedos para enviar a dos sirvientes a la carrera hacia el interior del castillo en busca de provisiones. Mientras todos los presentes en el patio esperaban el regreso de los hombres, preguntó:

—¿Puedo deducir por tu presencia aquí, Asesino de Sombra, que has completado tu formación con los elfos?

—Mi formación no terminará mientras viva.

—Ya entiendo. —Al cabo de un rato, Dahwar dijo—: Por favor, perdona mi impertinencia, señor, pues ignoro las costumbres de los Jinetes, pero ¿tú no eres humano? Me habían dicho que sí lo eras.

—Sí que lo es —gruñó Orik—. Experimentó un… cambio. Y debes dar las gracias por eso, pues de lo contrario nuestra situación sería mucho peor de lo que es.

Dahwar tuvo el tacto suficiente para no seguir preguntando, pero Eragon dedujo por sus pensamientos que el senescal hubiera pagado lo que fuera por conocer más detalles: cualquier información sobre Eragon y Saphira tenía mucho valor en el gobierno de Orrin.

Pronto dos pajes con los ojos bien abiertos trajeron la comida, el agua y un mapa. Siguiendo las instrucciones de Eragon, depositaron todo junto a Saphira, afectados por un miedo terrible, y luego se retiraron detrás de Dahwar. Éste se arrodilló en el suelo, desenrolló el mapa —que representaba Surda y las tierras vecinas— y trazó una linea al noroeste de Aberon, hasta Cithrí.

—Según lo último que he sabido, el rey Orrin y la señora Nasuada se detuvieron aquí para recoger provisiones. No tenían la intención de quedarse ahí, sin embargo, porque el Imperio avanza hacia el sur por el río Jiet y querían estar listos para enfrentarse al ejército de Galbatorix cuando llegara allí. Los vardenos pueden estar en cualquier lugar entre Cithrí y el río Jiet. No es más que mi humilde opinión, pero yo diría que el mejor lugar para buscarlos será los Llanos Ardientes.

—¿Los Llanos Ardientes?

Dahwar sonrió.

—Quizá los conozcas por su viejo nombre, el que usan los elfos: Du Völlar Eldrvarya.

—Ah, sí.

Eragon se acordó entonces. Había leído acerca de ellos en una de las historias que le había mandado estudiar Oromis. Los llanos —que contenían gigantescos depósitos de turba— se extendían al este del río Jiet, hasta donde llegaba la frontera de Surda y donde se habían producido escaramuzas entre los Jinetes y los Apóstatas. Durante la pelea, los dragones habían incendiado la turba sin darse cuenta con las llamas de sus fauces, y el fuego había escarbado hasta cobijarse bajo tierra, donde seguía ardiendo desde entonces. La tierra se había vuelto inhabitable por los humos tóxicos que exhalaban las fumarolas ardientes de la tierra calcinada.

Un escalofrío recorrió el costado izquierdo de Eragon cuando recordó su premonición: hileras de soldados que se enfrentaban en un campo anaranjado y amarillo, acompañados por los violentos gritos de los cuervos y el silbido de las flechas negras. Se estremeció de nuevo. Se nos echa el destino encima —dijo a Saphira. Luego, señalando el mapa—: ¿Lo das por visto?

Sí.

Eragon y Orik empacaron las provisiones de inmediato, volvieron a montar en Saphira y desde su grupa agradecieron a Dahwar sus servicios. Cuando Saphira estaba a punto de alzar de nuevo el vuelo, Eragon frunció el ceño; una leve discrepancia había tomado cuerpo en las mentes que supervisaba.

—Dahwar, dos mozos de cuadra de los establos han iniciado una discusión, y uno de ellos, Tathal, pretende cometer un asesinato. Sin embargo, puedes evitarlo si envías a tus hombres de inmediato.

Dahwar abrió mucho los ojos con cara de asombro, e incluso Orik se dio la vuelta para mirar a Eragon.

—¿Cómo lo sabes, Asesino de Sombra? —preguntó el senescal.

Eragon se limitó a responder:

—Porque soy un Jinete.

Entonces Saphira desplegó las alas, y todos los presentes corrieron para evitar que un golpe los tumbara cuando las batió hacia abajo y alzó el vuelo hacia el cielo. Cuando el castillo Borromeo se empequeñeció tras ellos, Orik dijo:

—¿Puedes oír mis pensamientos, Eragon?

—¿Quieres que lo intente? Ya sabes que no lo he probado.

—Inténtalo.

Eragon frunció el ceño y concentró su atención en la conciencia del enano, pero le sorprendió encontrar la mente de Orik bien protegida tras gruesas barreras. Notaba la presencia de Orik, pero no sus pensamientos, ni lo que sentía.

—Nada.

Orik sonrió.

—Bien. Quería asegurarme de que no había olvidado mis viejas lecciones.

Se pusieron tácitamente de acuerdo en no detenerse aquella noche para seguir avanzando por el cielo oscuro. No vieron señales de la luna y las estrellas, ningún resplandor, ni un pálido brillo que quebrara la opresiva oscuridad. Las horas muertas se hinchaban y combaban, y a Eragon le parecía que se aferraban a cada segundo, reticentes a entregarse al pasado.

Cuando al fin regresó el sol —trayendo consigo su bienvenida luz—, Saphira aterrizó al borde de un pequeño lago para que Eragon y Orik pudieran estirar las piernas, aliviar sus necesidades y tomar un desayuno sin el movimiento constante que experimentaban a su grupa.

Acababan de despegar de nuevo cuando apareció en el horizonte una gran nube marrón, como un borrón de tinta castaña en una hoja de papel blanco. La nube fue creciendo a medida que Saphira se acercaba a ella, hasta que, a última hora de la mañana, oscureció por completo la tierra bajo una cortina de vapores hediondos.

Habían llegado a los Llanos Ardientes de Alagaësia.