Dos horas más tarde volvió Trianna con un par de guerreros que cargaban entre ambos un cuerpo inmóvil. Tras una orden de la maga, los hombres soltaron el cadáver al suelo. Luego, la bruja dijo:
—Encontramos al asesino donde ha dicho Elva. Se llamaba Drail.
Llevada por una curiosidad morbosa, Nasuada examinó el rostro del hombre que había intentado matarla. El asesino era bajo, barbudo y de aspecto llano, parecido a una incontable cantidad de hombres de la ciudad. Sintió una cierta conexión con él, como si el atentado contra su vida y el hecho de que ella hubiera decretado su muerte a cambio los vincularan de la manera más íntima posible.
—¿Cómo ha muerto? —preguntó—. No veo marcas en su cuerpo.
—Se ha suicidado con magia cuando hemos superado sus defensas y hemos entrado en su mente, pero antes de que pudiéramos controlar sus acciones.
—¿Habéis podido averiguar algo antes de que muriera?
—Sí. Drail forma parte de una red de agentes establecida aquí, en Surda, leales a Galbatorix. Se llaman la Mano Negra. Nos espían, sabotean nuestros preparativos de guerra y, hasta donde hemos podido determinar en nuestro breve atisbo de los recuerdos de Drail, son responsables de una docena de muertes entre los vardenos. Aparentemente, desde que llegamos de Farthen Dûr estaban esperando una buena ocasión para matarte.
—¿Y por qué la Mano Negra no ha asesinado todavía a Orrin?
Trianna se encogió de hombros.
—No sabría decirlo. Puede que Galbatorix considere que tú representas una amenaza mayor que Orrin. Si es así, en cuanto la Mano Negra se dé cuenta de que estás protegida de sus ataques… —Lanzó una rápida mirada a Elva—. Orrin no sobrevivirá ni un mes, salvo que esté protegido día y noche por magos. O tal vez Galbatorix haya evitado una acción tan directa porque quería que la Mano Negra pasara inadvertida. Él siempre ha tolerado la existencia de Surda. Ahora que se ha convertido en una amenaza…
—¿Puedes proteger también a Orrin? —preguntó Nasuada, volviéndose hacia Elva.
Sus ojos violetas parecían brillar.
—Tal vez, si me lo pide con amabilidad.
Los pensamientos de Nasuada se aceleraron al cavilar cómo desbaratar aquel nuevo peligro.
—¿Todos los agentes de Galbatorix pueden usar la magia?
—La mente de Drail estaba algo confusa, así que no se puede decir con exactitud —explicó Trianna—, pero diría que muchos sí pueden.
«Magia», maldijo Nasuada en silencio. El mayor peligro que los vardenos debían esperar de los magos, o de cualquier persona formada en el uso de la mente, no era el asesinato, sino más bien el espionaje. Los magos podían espiar los pensamientos de la gente y sonsacar información útil para destruir a los vardenos. Precisamente por eso Nasuada y toda la estructura de mando de los vardenos habían aprendido a detectar cuando alguien entraba en contacto con sus mentes y a protegerse de tales intenciones. Nasuada sospechaba que Orrin y Hrothgar contaban con precauciones similares en sus propios gobiernos.
Sin embargo, como no resultaba práctico que todas las personas que tenían acceso a datos potencialmente dañinos dominaran esa habilidad, una de las mayores responsabilidades de Du Vrangr Gata consistía en perseguir a cualquiera que obtuviera información de las mentes de la gente. El coste de esa vigilancia era que Du Vrangr Gata terminaba espiando a los vardenos tanto como a sus enemigos, hecho que Nasuada se aseguraba de esconder a la mayoría de sus seguidores, pues sólo podía provocar odio, disgusto y discrepancias. Le disgustaba aquella práctica, pero no veía alternativa.
Lo que acababa de saber sobre la Mano Negra reforzó la convicción de Nasuada de que, de un modo u otro, tenía que dominar a los magos.
—¿Por qué no habéis descubierto esto antes? —preguntó—. Puedo entender que se os escapara un asesino solitario, pero ¿toda una red de hechiceros dedicados a destruirnos? Explícate, Trianna.
Los ojos de la bruja brillaron de rabia ante la acusación.
—Porque aquí, al contrario que en Farthen Dûr, no podemos examinar la mente de todo el mundo en busca de dobleces. Hay simplemente demasiada gente para que los magos les sigamos la pista. Por eso no sabíamos nada de la Mano Negra hasta ahora, señora Nasuada.
Nasuada se detuvo y luego inclinó la cabeza.
—Entendido. ¿Habéis descubierto la identidad de más miembros de la Mano Negra?
—De algunos.
—Bien. Usadlo para husmear los nombres de los demás agentes. Quiero que destruyas esa organización para mí, Trianna. Erradícalos como harías con una plaga de gusanos. Te daré a tantos hombres como te hagan falta.
La bruja hizo una reverencia.
—Como tú quieras, señora Nasuada.
Alguien llamó a la puerta; los guardias sacaron las espadas y tomaron posición a ambos lados de la entrada, y luego el capitán abrió la puerta de golpe sin previo aviso. Fuera había un joven paje, con el puño alzado para llamar de nuevo. Se quedó asombrado mirando el cadáver que había en el suelo y luego recuperó la atención cuando el capitán preguntó:
—¿Qué pasa, muchacho?
—Tengo un mensaje del rey Orrin para la señora Nasuada.
—Pues habla, y hazlo rápido —dijo la reina.
El paje se tomó un momento para recuperarse.
—El rey Orrin solicita que lo atienda de inmediato en su cámara del consejo, pues ha recibido informes del Imperio que exigen su atención inmediata.
—¿Eso es todo?
—Sí, señora.
—Debo atenderlo. Trianna, ya tienes tus órdenes. Capitán, ¿dejará a uno de sus hombres para que se deshaga de Drail?
—Sí, señora.
—Y también, por favor, localiza a Farica, mi doncella. Ella se encargará de que limpien mi estudio.
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Elva, inclinando la cabeza.
—Tú —dijo Nasuada— me acompañarás. Suponiendo que tengas suficientes fuerzas para hacerlo.
La niña echó atrás la cabeza, y de su boca pequeña y redonda emanó una fría risa:
—Sí tengo fuerzas, Nasuada. ¿Y tú?
Ignorando la pregunta, Nasuada echó a andar por el pasillo, rodeada por sus guardias. Las piedras del castillo exudaban un olor terroso por el calor. Tras ella, oyó el golpeteo de los pasos de Elva y experimentó un perverso placer al ver que la espantosa niña tenía que correr para avanzar al ritmo de los pasos de los adultos, más largos.
Los guardias se quedaron atrás en el vestíbulo anterior a la sala del consejo, mientras entraban Nasuada y Elva. La sala era austera hasta el extremo de la severidad y reflejaba la naturaleza combativa de la existencia de Surda. Los reyes del país habían dedicado sus recursos a proteger a su gente y a derrotar a Galbatorix, no a decorar el castillo Borromeo con riquezas inútiles como habían hecho los enanos en Tronjheim.
En la sala principal había una mesa de burdo tallado, sobre la que aparecía un mapa abierto de Alagaësia, sostenido con dagas en las cuatro esquinas. Como de costumbre, Orrin estaba sentado a la cabeza de la mesa, mientras que sus diversos consejeros —muchos de los cuales, como bien sabía Nasuada, se oponían a ella— ocupaban las sillas más lejanas. El Consejo de Ancianos también estaba presente. Nasuada notó la preocupación en el rostro de Jörmundur cuando éste la miró y dedujo que Trianna le había contado ya lo de Drail.
—Señor, ¿has preguntado por mí?
Orrin se levantó.
—Sí. Hemos recibido… —Se detuvo a media frase al percatarse de la presencia de Elva—. Ah, sí, Frente Luminosa. No he tenido ocasión de recibirte en audiencia antes, aunque el relato de tus gestas ha llegado a mis oídos y, debo confesarlo, tenía mucha curiosidad por conocerte. ¿Encuentras satisfactorios los aposentos que te he concedido?
—Están bastante bien, señor. Gracias.
Al oír su voz fantasmagórica, propia de un adulto, todos los presentes en la mesa dieron un respingo.
Irwin, el primer ministro, se puso en pie de un salto y señaló a Elva con un dedo tembloroso.
—¿Por qué has traído a esta… abominación?
—Eso no son maneras, señor —replicó Nasuada, aunque entendía sus sentimientos.
Orrin frunció el ceño.
—Sí, contente, Irwin. De todos modos, tiene algo de razón, Nasuada; esta niña no puede estar presente en nuestras deliberaciones.
—El Imperio —anunció ella— acaba de intentar asesinarme. —Sonaron en la sala las exclamaciones de sorpresa—. Si no llega a ser por la rápida actuación de Elva, estaría muerta. En consecuencia, la he tomado bajo mi confianza; donde voy yo, va ella.
«Que se pregunten qué es capaz de hacer Elva exactamente.»
—Pues sí que son inquietantes tus noticias —exclamó el rey—. ¿Has atrapado al villano?
Viendo las ansiosas expresiones de los consejeros, Nasuada dudó.
—Sería mejor esperar hasta que pueda contártelo en privado, señor.
Orrin pareció decepcionado por su respuesta, pero no prosiguió con el asunto.
—Muy bien. Pero… siéntate, siéntate. Acabamos de recibir un informe muy preocupante. —Cuando se hubo sentado Nasuada frente a él, con Elva merodeando tras ella, el rey siguió hablando—: Parece que nuestros espías de Gil’ead estaban engañados al respecto del tamaño del ejército de Galbatorix.
—¿Y eso?
—Ellos creen que el ejército está en Gil’ead, mientras que aquí tenemos una misiva de uno de nuestros hombres de Urû’baen, quien afirma que vio a una gran hueste marchar hacia el sur desde la capital hace una semana y media. Era de noche, de modo que no pudo asegurarse del número de soldados, pero estaba seguro de que la tropa era mucho mayor que los dieciséis mil soldados que forman el grueso de las tropas de Galbatorix. Puede que fueran cien mil soldados, o más.
«¡Cien mil!» Un pozo frío de miedo se instaló en el estómago de Nasuada.
—¿Podemos fiarnos de esa fuente?
—Sus datos siempre han sido fiables.
—No lo entiendo —dijo Nasuada—. ¿Cómo puede desplazar Galbatorix a tantos hombres sin que nos hayamos dado cuenta antes? Sólo las caravanas de provisiones ya se extenderían durante kilómetros. Era obvio que el ejército se estaba movilizando, pero el Imperio no estaba ni mucho menos a punto de desplegarse.
Entonces habló Falberd, golpeando la mesa con su pesada mano para dar mayor énfasis a sus palabras:
—Han sido más listos que nosotros. Habrán engañado a nuestros espías con magia para que creyeran que el ejército seguía en sus cuarteles de Gil’ead.
Nasuada sintió que la sangre se le retiraba de la cara.
—La única persona dotada de la suficiente fuerza para mantener una ilusión tan fuerte durante tanto tiempo…
—Es el propio Galbatorix —terminó Orrin—. Hemos llegado a la misma conclusión. Eso significa que Galbatorix ha abandonado al fin su madriguera en busca del combate abierto. Ahora mismo, mientras hablamos, el enemigo negro se acerca.
Irwin se inclinó hacia delante.
—Ahora, la cuestión es cómo debemos responder. Hemos de reaccionar ante esa amenaza, sin duda, pero ¿de qué manera? ¿Dónde, cuándo y cómo? Nuestras fuerzas no están preparadas para una campaña de esa magnitud, señora Nasuada, mientras que las tuyas (los vardenos) ya están acostumbradas al feroz clamor de la guerra.
—¿Qué insinúas?
«¿Que hemos de morir por vosotros?»
—Sólo he hecho una observación. Tómala como quieras.
Entonces, Orrin dijo:
—Si nos quedáramos solos, un ejército de ese tamaño nos aplastaría. Hemos de buscar aliados y necesitamos especialmente a Eragon, sobre todo si nos vamos a enfrentar a Galbatorix. Nasuada, ¿enviarás a alguien en su busca?
—Lo haría si pudiera, pero hasta que regrese Arya no tengo modo de entrar en contacto con los elfos, ni de convocar a Eragon.
—En ese caso —dijo Orrin, con la voz grave—, hemos de tener la esperanza de que llegue antes de que sea demasiado tarde. Supongo que no podemos contar con la ayuda de los elfos en este asunto. Así como un dragón puede atravesar las leguas que separan Aberon y Ellesméra con la velocidad de un halcón, sería imposible que los propios elfos marcharan y recorrieran la misma distancia antes de que nos alcance el Imperio. Eso deja sólo a los enanos. Sé que Hrothgar y tú sois amigos desde hace muchos años. ¿Le enviarás de parte nuestra una súplica para que nos ayude? Los enanos siempre han prometido que lucharían cuando llegara el momento.
Nasuada asintió.
—Du Vrangr Gata tiene un acuerdo con algunos magos enanos que nos permite pasar mensajes de modo instantáneo. Les trasladaré tu… nuestra petición. Y pediré que Hrothgar envíe un emisario a Ceris para informar a los elfos de la situación, de modo que por lo menos estén sobre aviso.
—Bien. Estamos bastante lejos de Farthen Dûr, pero si conseguimos retrasar al Imperio, aunque sólo sea una semana, tal vez los enanos consigan llegar a tiempo.
La discusión que siguió fue extraordinariamente amarga. Existían diversas tácticas para derrotar a un ejército más numeroso —aunque no necesariamente superior—, pero en aquella mesa nadie era capaz de imaginar cómo podían vencer a Galbatorix, sobre todo si tenían en cuenta que Eragon aún parecía impotente en comparación con el viejo rey. La única trama que podía brindarles el éxito consistía en rodear a Eragon con la mayor cantidad posible de magos, humanos y enanos, y luego tratar de obligar a Galbatorix a enfrentarse solo contra ellos. «El problema de ese plan —pensó Nasuada— es que Galbatorix se impuso a enemigos mucho más formidables en la destrucción de los Jinetes, y desde entonces su fuerza no ha hecho más que crecer.» Estaba segura de que a los demás se les ocurría lo mismo. «Si al menos contáramos con los hechiceros élficos para aumentar nuestras filas, entonces la victoria estaría a nuestro alcance. Sin ellos… Si no podemos vencer a Galbatorix, la única salida que nos quedaría sería huir de Alagaësia por los mares bravíos y encontrar nuevas tierras en las que reconstruir nuestras vidas. Allí podríamos esperar hasta que Galbatorix deje de existir. Ni siquiera él puede vivir para siempre. Lo único cierto es que, al fin, todo pasa.»
Pasaron de la táctica a la logística, y entonces el debate se volvió mucho más enconado, pues los miembros del Consejo de Ancianos discutían con los consejeros de Orrin acerca del reparto de responsabilidades entre los vardenos y Surda: quién debía pagar esto y aquello, aportar raciones para los peones que trabajaban en ambos grupos, gestionar las provisiones para sus respectivos guerreros, y cómo debían solucionarse otras muchas cuestiones relacionadas.
En mitad de la refriega verbal, Orrin sacó un pergamino que llevaba en el cinto y dijo a Nasuada:
—Ahora que hablamos de finanzas, ¿serías tan amable de explicar un asunto bastante curioso que me ha llamado la atención?
—Haré cuanto pueda, señor.
—Tengo en mis manos una queja del gremio de tejedoras, que afirma que sus miembros en toda Surda han perdido una buena porción de sus beneficios porque se ha inundado el mercado textil con unos encajes extraordinariamente baratos; encajes que, según juran, proceden de los vardenos. —Una mirada de dolor cruzó su cara—. Parece absurdo incluso preguntarlo, pero ¿tiene su queja algo que ver con los hechos? Y en ese caso, ¿por qué habrían de hacer algo así los vardenos?
Nasuada no intentó esconder su sonrisa.
—Tal vez recuerdes, señor, que cuando te negaste a prestar más oro a los vardenos, me aconsejaste que encontrase otra manera de manteneros.
—Así fue. ¿Y qué? —preguntó Orrin, entrecerrando los ojos.
—Bueno, se me ocurrió que, como lleva mucho tiempo hacer los encajes a mano y por eso son tan caros, sería en cambio mucho más fácil hacerlos por medio de la magia, pues exigen muy poco gasto de energía. Tú más que nadie, filósofo por naturaleza, deberías apreciarlo. Vendiendo encajes aquí y allá por todo el Imperio hemos conseguido financiar por completo nuestros esfuerzos. Los vardenos ya no piden comida ni refugio.
Pocas cosas en la vida habían dado tanto placer a Nasuada como la incrédula expresión de Orrin en ese instante. El pergamino, congelado a medio camino entre su barbilla y la mesa, la boca ligeramente abierta y la incomprensión con que fruncía el ceño conspiraron para darle el aspecto aturdido de un hombre que acabara de ver algo que no era capaz de entender. Nasuada disfrutó de aquella visión.
—¿Encajes? —masculló.
—Sí, señor.
—¡No puedes enfrentarte a Galbatorix con encajes!
—¿Por qué no, señor?
Orrin titubeó un momento y luego gruñó:
—Porque… porque no es respetable. Por eso. ¿Qué bardo compondría una epopeya sobre nuestras gestas, escribiendo sobre encajes?
—No luchamos para que nos escriban epopeyas de alabanza.
—¡Pues al diablo las epopeyas! ¿Cómo se supone que tengo que contestar al gremio de tejedoras? Al vender tan baratos vuestros encajes, lastimáis los negocios del pueblo y dañáis nuestra economía. No puede ser, de ninguna manera.
Nasuada permitió que su sonrisa se volviera dulce y cálida y, en su tono más amistoso, dijo:
—Ah, querido. Si la carga es excesiva para tu tesorería, los vardenos estarían más que dispuestos a ofrecerte un crédito a cambio de lo amable que has sido con nosotros… Con el apropiado interés, por supuesto.
El Consejo de Ancianos consiguió mantener el decoro, pero detrás de Nasuada, Elva soltó una rápida risotada de diversión.