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Después de revisar la propuesta de Jeod desde todos los ángulos posibles y acceder a atenerse a ella con unas pocas modificaciones, Roran envió a Nolfavrell en busca de Gertrude y Mandel al Green Chestnut, pues Jeod había ofrecido su hospitalidad a todo el grupo.

—Ahora, si me perdonáis —dijo Jeod, al tiempo que se levantaba—, debo revelar a mi esposa lo que nunca debí esconderle y preguntarle si está dispuesta a acompañarme a Surda. Escoged las habitaciones que queráis en la segunda planta. Rolf os convocará cuando esté lista la cena.

Abandonó el estudio con pasos largos y lentos.

—¿Es inteligente dejar que se lo cuente a esa ogra? —preguntó Loring.

Roran se encogió de hombros.

—Lo sea o no, no podemos evitarlo. Y no creo que se quede en paz hasta que se lo haya contado.

En vez de irse a una habitación, Roran se paseó por la mansión, evitando inconscientemente a los sirvientes mientras cavilaba lo que había dicho Jeod. Se detuvo ante una ventana salediza de la parte trasera de la casa, que daba a los establos, y llenó los pulmones con el aire fresco y humeante, cargado con el olor familiar del estiércol.

—¿Lo odias?

Se dio un susto y, al volverse, vio a Birgit silueteada en el umbral de la puerta. Ella se envolvió el chal en torno a los hombros mientras se acercaba a él.

—¿A quién? —preguntó Roran, aunque lo sabía de sobras.

—A Eragon. ¿Lo odias?

Roran contempló el cielo oscurecido.

—No lo sé. Lo odio por causar la muerte de mi padre, pero sigue siendo parte de mi familia y por eso lo quiero… Supongo que si no necesitara a Eragon para salvar a Katrina, no querría saber nada de él durante un buen tiempo.

—Igual que yo te necesito y te odio a ti, Martillazos.

Roran resopló con expresión irónica.

—Sí, estamos unidos por la cadera, ¿no? Tú me has de ayudar a encontrar a Eragon para poder vengar la muerte de Quimby a manos de los Ra’zac.

—Y para luego vengarme de ti.

—Eso también.

Roran miró fijamente sus ojos firmes durante un rato, reconociendo el vínculo que los unía. Le resultaba extrañamente reconfortante saber que compartían el mismo impulso, el mismo ardor airado que aceleraba sus pasos cuando los demás titubeaban. Reconocía en ella un espíritu gemelo.

Al cruzar de vuelta la casa, Roran se detuvo junto al comedor al oír la cadencia de la voz de Jeod. Curioso, pegó un ojo a una grieta que había junto a la bisagra que quedaba a media altura. Jeod estaba de pie ante una mujer rubia y delgada. Roran dio por hecho que era Helen.

—Si lo que dices es verdad, ¿cómo puedes esperar que me fíe de ti?

—No lo espero —respondió Jeod.

—¿Y sin embargo, me pides que me convierta en fugitiva por ti?

—Una vez te ofreciste a dejar tu familia y vagar por la tierra conmigo. Me suplicaste que te sacara de Teirm.

—Una vez. Entonces me parecías terriblemente gallardo con tu espada y tu cicatriz.

—Aún las tengo —dijo él, en tono suave—. He cometido muchos errores contigo, Helen; ahora lo entiendo. Pero sigo amándote y quiero que estés a salvo. Aquí no tengo futuro. Si me quedo, sólo aportaré dolor a tu familia. Puedes volver con tu padre o venir conmigo. Haz lo que te haga más feliz. De todos modos, te suplico que me des una segunda oportunidad, que tengas el coraje de abandonar este lugar y deshacerte de los amargos recuerdos de nuestra vida aquí. Podemos volver a empezar en Surda.

Ella guardó silencio un largo rato.

—¿Aquel joven que estuvo aquí es un Jinete de verdad?

—Lo es. Están soplando vientos de cambios, Helen. Los vardenos están a punto de atacar, los enanos se reúnen, y hasta los elfos se agitan en sus escondrijos antiguos. Se acerca la guerra y, si tenemos suerte, también la caída de Galbatorix.

—¿Eres importante entre los vardenos?

—Me deben cierta consideración por haber participado en la obtención del huevo de Saphira.

—Entonces, ¿te concederán algún cargo en Surda?

—Imagino que sí.

Jeod puso las manos en los hombros de su mujer, y ella no se apartó.

—Jeod, Jeod, no me presiones —murmuró—. Aún no me puedo decidir.

—¿Te lo vas a pensar?

Ella se estremeció.

—Ah, sí. Me lo voy a pensar.

Cuando Roran se alejó, le dolía el corazón.

«Katrina.»

Aquella noche, durante la cena, Roran notó que Helen a menudo clavaba los ojos en él para estudiarlo y medirlo; para compararlo, sin duda, con Eragon.

Después de comer, Roran llamó a Mandel y lo llevó al patio trasero de la casa.

—¿Qué pasa, señor? —preguntó Mandel.

—Quería hablar contigo en privado.

—¿Acerca de qué?

Roran pasó los dedos por el borde mellado de su martillo y pensó que se sentía en gran medida como Garrow cuando éste le soltaba algún sermón sobre la responsabilidad; Roran sentía incluso que las mismas frases brotaban de su garganta. «Y así una generación pasa a la siguiente», pensó.

—Últimamente, te has hecho muy amigo de los soldados.

—No son enemigos nuestros —objetó Mandel.

—A estas alturas, todo el mundo es nuestro enemigo. Clovis y sus hombres podrían entregarnos en cualquier momento. De todas formas, no sería un problema si no fuera porque al estar con ellos has abandonado tus obligaciones. —Mandel se tensó y el color brotó en sus mejillas, pero no se rebajó en la estima de Roran negando la acusación. Complacido, Roran le preguntó—: ¿Qué es lo más importante que podemos hacer ahora, Mandel?

—Proteger a nuestras familias.

—Sí. ¿Y qué más?

Mandel dudó, inseguro, y al fin confesó:

—No lo sé.

—Ayudarnos mutuamente. Es la única manera de que algunos de los nuestros sobrevivan. Me decepcionó especialmente enterarme de que te habías jugado comida con los marineros, pues eso pone en peligro a toda la aldea. Sería mucho más útil que pasaras el tiempo cazando, en vez de jugar a los dados o aprender a tirar el cuchillo. En ausencia de tu padre, te corresponde a ti cuidar de tu madre y de tus hermanos. Ellos confían en ti. ¿Está claro?

—Muy claro, señor —respondió Mandel, con la voz ahogada.

—¿Volverá a pasar?

—Nunca más, señor.

—Bien. Bueno, no te he traído aquí sólo para reñirte. Tienes un talento prometedor, y por eso te voy a encargar una tarea que no confiaría a nadie más que a mí mismo.

—¡Sí, señor!

—Mañana por la mañana, necesito que vuelvas al campamento y le entregues un mensaje a Horst. Jeod cree que el Imperio tiene espías que vigilan esta casa, de modo que es vital que te asegures de que no te sigue nadie. Espérate hasta que hayas salido de la ciudad y luego despistas a quien te haya seguido al campo. Mátalo si tienes que hacerlo. Cuando encuentres a Horst, dile que…

Mientras repartía sus instrucciones, Roran vio que la expresión de Mandel pasaba de la sorpresa a la impresión y finalmente al asombro.

—¿Y si Clovis se niega? —preguntó Mandel.

—Esa noche, parte las barras de los timones de las barcazas, para que no puedan dirigirlas. Es un truco sucio, pero sería desastroso que Clovis o cualquiera de sus hombres llegara a Teirm antes que tú.

—No permitiré que eso ocurra —prometió Mandel.

Roran sonrió.

—Bien.

Satisfecho por haber resuelto el asunto del comportamiento de Mandel y porque el joven parecía dispuesto a hacer cuanto pudiera por llevar su mensaje a Horst, Roran volvió a la casa y dio las buenas noches al anfitrión antes de acostarse.

Con la única excepción de Mandel, Roran y sus compañeros se confinaron en la mansión durante todo el día siguiente, aprovechando el retraso para descansar, afinar sus armas y revisar sus estratagemas.

Entre el alba y el anochecer vieron alguna vez a Helen, pues ésta iba ajetreada de una habitación a otra. Vieron más a Rolf, con sus dientes como perlas barnizadas, y en absoluto a Jeod, pues el mercader de cabellos grises había salido a pasear por la ciudad y —aparentemente, por casualidad— encontrarse con los pocos hombres de mar que le merecían confianza para la expedición.

Al regresar, dijo a Roran:

—Podemos contar con otros cinco hombres. Espero que sea suficiente.

Jeod se quedó en su estudio el resto de la tarde, escribiendo algunos documentos legales y ocupándose de diversos asuntos.

Tres horas antes del amanecer, Roran, Loring, Birgit, Gertrude y Nolfavrell se levantaron y, reprimiendo unos bostezos prodigiosos, se congregaron en la entrada de la mansión, donde se enfundaron en largas capas para oscurecer sus rostros. Cuando se les unió Jeod, llevaba un estoque colgado de un lado, y Roran pensó que de algún modo aquella espada estrecha encajaba con el hombre escuálido, como si sirviera para recordarle a Jeod quién era en realidad.

Jeod encendió una lámpara de aceite y la sostuvo ante ellos.

—¿Estamos listos? —preguntó.

Asintieron. Luego el mercader soltó el pestillo de la puerta y salieron todos en fila a la vacía calle adoquinada. Tras ellos, Jeod se quedó parado en la entrada y dirigió una anhelante mirada a las escaleras que quedaban a la derecha, pero Helen no apareció. Jeod se encogió de hombros, cerró la puerta y abandonó la casa.

Roran le apoyó una mano en un brazo.

—A lo hecho, pecho.

—Ya lo sé.

Trotaron por la oscura ciudad, reduciendo el paso cuando se cruzaban con algún guardia o con cualquier otro habitante de la noche, la mayoría de los cuales desaparecían enseguida de la vista. En una ocasión escucharon pasos en lo alto de un edificio cercano.

—El diseño de la ciudad —explicó Jeod— facilita a los ladrones pasar de un tejado a otro.

Volvieron a caminar despacio al llegar a la puerta este de Teirm. Como aquella entrada daba al puerto, sólo estaba cerrada cuatro horas cada noche para minimizar las molestias causadas al comercio. De hecho, pese a la hora, unos cuantos hombres pasaban ya bajo la puerta.

Aunque Jeod les había advertido que eso podía suceder, Roran sintió el brote del miedo cuando los guardias bajaron sus lanzas y les preguntaron qué querían. Se humedeció la boca y se esforzó por no temblar mientras el soldado mayor examinaba un pergamino que le dio Jeod. Al cabo de un largo minuto, el guardia asintió y le devolvió el pergamino.

—Podéis pasar.

Cuando estuvieron en el muelle, lejos del alcance de los muros de la ciudad, Jeod dijo:

—Suerte que no sabía leer.

Los seis esperaron en el húmedo embarcadero hasta que, de uno en uno, los hombres de Jeod fueron emergiendo de la bruma gris que se tendía sobre la orilla. Eran solemnes y silenciosos, llevaban el pelo trenzado hasta la mitad de la espalda, las manos untadas de brea y una serie de cicatrices que provocaron respeto incluso a Roran. Le gustó lo que veía y se dio cuenta de que también ellos lo aprobaban a él. Sin embargo, no les gustó la presencia de Birgit.

Uno de los marineros, un gran bruto, la señaló con el pulgar y acusó a Jeod:

—No nos dijiste que habría una mujer en la pelea. ¿Cómo se supone que me voy a concentrar si tengo delante a una vagabunda de los bosques?

—No hables así de ella —dijo Nolfavrell, rechinando los dientes.

—¿Y su crío también?

Con voz tranquila, Jeod dijo:

—Birgit se ha enfrentado a los Ra’zac. Y su hijo ya ha matado a uno de los mejores soldados de Galbatorix. ¿Puedes decir tú lo mismo, Uthar?

—No es correcto —intervino otro hombre—. Con una mujer a mi lado no me siento a salvo; sólo traen mala suerte. Una mujer no debería…

Lo que iba a decir quedó en el aire porque en ese instante Birgit hizo algo bien poco femenino. Dio un paso adelante, le pegó una patada entre las piernas a Uthar y luego agarró al segundo hombre y le puso la punta del cuchillo en el cuello. Lo sostuvo así un momento para que todos pudieran ver lo que había hecho, y luego lo soltó. Uthar rodó a sus pies por el muelle, con las manos en la entrepierna y mascullando un sinfín de maldiciones.

—¿Alguien más tiene alguna objeción? —quiso saber Birgit.

A su lado, Nolfavrell miraba boquiabierto a su madre.

Roran se tapó con la capucha para ocultar su sonrisa. «Suerte que no se han fijado en Gertrude», pensó.

Viendo que nadie más retaba a Birgit, Jeod preguntó:

—¿Habéis traído lo que quería?

Todos los soldados echaron mano a sus camisas y sacaron palos gruesos y maromas de distinta longitud.

Así armados, echaron a andar muelle abajo hacia el Ala de Dragón, haciendo lo posible por no ser detectados. Jeod mantenía la lámpara tapada en todo momento. Cerca del embarcadero, se escondieron tras un almacén y vieron cómo se agitaban en torno al muelle del barco las luces que llevaban los centinelas. Habían retirado la pasarela durante la noche.

—Recordad —susurró Jeod— que lo más importante es evitar que suene la alarma antes de que estemos listos para zarpar.

—Dos hombres abajo, dos arriba, ¿sí? —preguntó Roran.

Uthar respondió:

—Es lo habitual.

Roran y Uthar se quedaron en bombachos, se ataron la ropa y los palos a la cintura —Roran se desprendió del martillo— y luego fueron corriendo hasta más abajo por el muelle, lejos de la vista de los centinelas, donde se metieron en el agua helada.

—Garr, odio hacer esto —dijo Uthar.

—¿Lo habías hecho alguna vez?

—Es la cuarta. No dejes de moverte, o te congelarás.

Agarrándose a los escuálidos pilares que sostenían el muelle, nadaron de vuelta hacia el punto de partida, hasta que llegaron al embarcadero de piedra que llevaba al Ala de Dragón. Uthar acercó los labios al oído de Roran.

—Yo me encargo del ancla de estribor.

Roran asintió para mostrarse de acuerdo.

Se zambulleron los dos bajo el agua negra y se separaron. Uthar nadó como una rana bajo la proa del barco, mientras que Roran fue directo al ancla de babor y se agarró a la gruesa cadena. Desató el palo que llevaba a la cintura, lo sujetó entre los dientes —tanto por liberar las manos como para evitar el castañeteo— y se dispuso a esperar. El burdo metal le arrancaba el calor de los brazos, como si fuera hielo.

En menos de tres minutos, Roran oyó por arriba el roce de las botas de Birgit encima, cuando ella echó a andar hasta el extremo del embarcadero, que llegaba a la mitad del Ala de Dragón, y luego el tenue sonido de su voz cuando se puso a dar conversación a los centinelas. Si todo iba bien, conseguiría mantener su atención alejada de la proa.

«¡Ahora!»

Mano tras mano, Roran fue escalando la cadena. Le ardía el hombro derecho, donde le había mordido el Ra’zac, pero siguió subiendo. Desde la portilla por la que la cadena del ancla entraba en el barco, se agarró a los caballetes que sostenían el mascarón pintado, luego pasó a la borda y de ahí a la cubierta. Uthar ya estaba allí, boqueando y goteando.

Palo en mano, caminaron de puntillas hacia la popa del barco, escondiéndose donde podían. Se detuvieron a menos de tres metros de los centinelas. Los dos hombres estaban apoyados en la borda, charlando con Birgit.

Como un relámpago, Roran y Uthar abandonaron sus escondites y golpearon a los centinelas en la cabeza antes de que pudieran desenfundar los sables. Abajo, Birgit hizo señales a Jeod y al resto del grupo, y entre todos alzaron la pasarela y cruzaron uno de sus extremos hasta el barco, donde Uthar la ató a la borda.

Cuando Nolfavrell subió corriendo abordo, Roran le pasó su cuerda y le dijo:

—Ata a esos dos y amordázalos.

Luego, todos menos Gertrude bajaron a los camarotes a buscar a los demás centinelas. Encontraron a otros cuatro hombres: el sobrecargo, el contramaestre, el cocinero y su pinche. A todos los sacaron de la cama, golpearon en la cabeza a quienes se resistían y luego los ataron firmemente. También en esa tarea demostró Birgit su valía, pues ella sola atrapó a dos hombres.

Jeod dispuso a los infelices prisioneros en una fila a lo largo de la cubierta para poder vigilarlos en todo momento y luego declaró:

—Tenemos mucho que hacer y muy poco tiempo. Roran, ahora Uthar es el capitán del Ala de Dragón. Tú y los demás aceptaréis sus órdenes.

Durante las dos horas siguientes hubo un frenesí de actividad en el barco. Los marineros se encargaron de la jarcia y las velas, mientras Roran y los de Carvahall se encargaban de vaciar la bodega de provisiones superfluas, como algunas balas de lana cruda. Las echaron por la borda, sostenidas por cuerdas para que nadie oyera la salpicadura desde el muelle. Si tenía que caber todo el pueblo en el Ala de Dragón, había que despejar el mayor espacio posible.

Roran estaba enganchando un cable a un barril cuando oyó una ronca exclamación:

—¡Viene alguien!

Todos los que estaban en cubierta, menos Jeod y Uthar, se tumbaron boca abajo y cogieron las armas. Los dos hombres que quedaban en pie caminaron arriba y abajo por el barco como si fueran centinelas. A Roran le estallaba el corazón mientras permanecía inmóvil, preguntándose qué iba a suceder. Contuvo la respiración al ver que Jeod se dirigía al intruso… Y luego sonó en la pasarela el eco de sus pasos.

Era Helen.

Llevaba un vestido sencillo, el pelo recogido con un pañuelo y un saco de yute al hombro. No dijo ni una palabra, pero instaló sus cosas en la cabina principal y, al salir, se quedó junto a Jeod. Roran pensó que nunca había visto a un hombre tan feliz.

Por encima de las lejanas Vertebradas, el cielo apenas empezaba a aclararse cuando uno de los marineros encargados de la jarcia señaló hacia el norte y silbó para advertir que había visto a los aldeanos.

Roran se movió aún más deprisa. Se les había ido el poco tiempo que tenían. Subió corriendo a la cubierta y escrutó la oscura fila de gente que avanzaba por la costa. Aquella parte del plan dependía del hecho de que, al contrario que en otras ciudades costeras, en Teirm los muros no quedaban abiertos al mar, sino que encerraban por completo toda la extensión de la ciudad para evitar los frecuentes ataques de los piratas. Eso implicaba que quedaban expuestos los edificios que bordeaban el puerto… Y que los aldeanos podían llegar caminando hasta el Ala de Dragón.

—¡Deprisa! ¡Vamos, deprisa! —dijo Jeod.

Tras una orden de Uthar, los marineros cargaron brazadas de jabalinas para los grandes arcos que había en cubierta, así como toneles de una brea apestosa; los volcaron y usaron la brea para pintar la mitad superior de las jabalinas. Luego empujaron y cargaron las catapultas a la amura de estribor; hizo falta que dos hombres tiraran de la cuerda de lanzamiento para encajarla en su gancho.

A los aldeanos les quedaban dos tercios del camino para llegar al barco cuando los soldados que patrullaban por las almenas de Teirm los vieron e hicieron sonar la alarma. Antes incluso de que dejara de sonar la primera nota, Uthar gritó:

—¡Cargad y disparadles!

Nolfavrell destapó la lámpara de Jeod y corrió de una catapulta a otra, acercando la llama a las jabalinas hasta que ardía la brea. En cuanto se prendía un proyectil, un hombre apostado tras el arco tiraba de la cuerda y la jabalina desaparecía con un pesado zunc. En total, doce proyectiles en llamas salieron del Ala de Dragón y rasgaron los barcos y edificios de la bahía como meteoros rugientes al rojo vivo que cayeran del cielo.

—¡Cargadlas de nuevo! —gritó Uthar.

El crujido de la madera al flexionarse llenaba el aire mientras tiraban entre todos de las cuerdas retorcidas. Dispusieron las jabalinas en su sitio. De nuevo, Nolfavrell echó a correr. Roran notó en los pies la vibración cuando la catapulta que tenía delante envió su letal proyectil volando hacia su destino.

El fuego se extendió enseguida por todo el frente marítimo, formando una barrera impenetrable que impedía a los soldados llegar al Ala de Dragón por la puerta este de Teirm. Roran había contado con que la columna de humo escondiera el barco a los arqueros de las almenas, y así fue, pero por poco. Una nube de flechas chocó con las jarcias, y una de ellas se clavó en la cubierta, al lado de Gertrude, antes de que los soldados perdieran el barco de vista.

Desde la proa, Uthar gritó:

—¡Disparad a discreción!

Los aldeanos corrían en tropel por la playa. Llegaron al extremo norte del embarcadero, y un puñado de hombres se tambalearon y cayeron cuando los soldados de Teirm afinaron la puntería. Los niños gritaban de terror. Luego los aldeanos recuperaron la inercia. Caminaron sobre la madera, pasaron ante un almacén envuelto en llamas y llegaron al muelle. Aquel grupo boqueante cargó hacia el barco en una confusa masa de cuerpos a empujones.

Birgit y Gertrude guiaron a la riada de gente hacia las escotillas de proa y popa. En pocos minutos, los distintos niveles del barco estaban atestados hasta el límite, desde la bodega de carga hasta la cabina del capitán. Los que no encontraban sitio bajo cubierta permanecieron en superficie, sosteniendo los escudos de Fisk sobre sus cabezas.

Tal como había pedido Roran en su mensaje, todos los hombres de Carvahall que se encontraban en buena forma se reunieron en torno al palo mayor, en espera de instrucciones. Roran vio a Mandel entre ellos y le dirigió un saludo lleno de orgullo.

Luego Uthar señaló a un marinero y ladró:

—¡Tú, Bonden! Lleva esos lampazos a los cabrestantes, sube las anclas y prepara los remos. ¡A toda prisa! —Luego dirigió sus órdenes a los que permanecían junto a las catapultas—: La mitad de vosotros, salid de ahí e id a la catapulta de babor. Alejad a cualquier grupo que pretenda embarcar.

Roran fue uno de los que cambiaron de lado. Mientras preparaba la catapulta, unos cuantos rezagados salieron del agrio humo y subieron al barco. A su lado, Jeod y Helen alzaron a los seis prisioneros de uno en uno hasta la pasarela y los enviaron rodando al muelle.

Sin que Roran pudiera apenas darse cuenta, habían subido las anclas, habían cortado la maroma que sujetaba la pasarela, y un tambor resonaba bajo sus pies para marcar el ritmo a los remeros. Muy, muy despacio, el Ala de Dragón giró a babor, hacia el mar abierto, y luego, con velocidad creciente, se alejó del muelle.

Roran acompañó a Jeod al alcázar, desde donde contemplaron el infierno encarnado que devoraba cualquier cosa inflamable entre Teirm y el océano. A través del filtro de humo, el sol parecía un disco naranja, liso, inflado y ensangrentado, al alzarse sobre la ciudad.

«¿A cuántos he matado ya?», se preguntó Roran.

Como si repitiera sus pensamientos, Jeod observó:

—Esto dañará a mucha gente inocente.

El sentido de culpa hizo que Roran respondiera con más fuerza de la que pretendía:

—¿Preferirías estar en las prisiones de Lord Risthart? Dudo que el incendio lastime a mucha gente, y quienes se salven no tendrán que enfrentarse a la muerte, como nosotros si nos atrapa el Imperio.

—No hace falta que me des lecciones, Roran. Conozco bien los argumentos. Hemos hecho lo que teníamos que hacer. Pero no me pidas que disfrute del sufrimiento que hemos causado para asegurarnos de seguir a salvo.

Hacia el mediodía estaban recogidos los remos y el Ala de Dragón navegaba por sus propias fuerzas, impulsado por los vientos favorables del norte. Las ráfagas de aire arrancaban un grave zumbido a las jarcias en lo alto.

El barco estaba desgraciadamente sobrecargado, pero Roran confiaba en que, con una cuidadosa planificación, llegarían a Surda con pocas incomodidades. El peor inconveniente era la escasez de alimentos; si no querían morir de hambre, tendrían que racionar la comida en míseras porciones. Y al estar tan amontonados, la posibilidad de que llegaran las enfermedades era demasiado cierta.

Tras un breve discurso de Uthar, en el que habló de la importancia de la disciplina en un barco, los aldeanos se aplicaron a las tareas que requerían su atención inmediata, como atender a los heridos, desempacar sus exiguas pertenencias y decidir la manera más eficaz de establecer turnos para dormir en cada cubierta. También tenían que escoger quién iba a ocupar los diferentes puestos necesarios en el Ala de Dragón: quién cocinaría, quiénes se formarían como marineros con las enseñanzas de los hombres de Uthar, etcétera.

Roran estaba ayudando a Elain a colgar una hamaca cuando se vio envuelto en una acalorada disputa entre Odele, su familia, y Frewin, que al parecer había abandonado a la tripulación de Torson para estar con Odele. Los dos querían casarse, a lo que se oponían de modo vehemente los padres de Odele con el argumento de que el joven marinero no tenía familia, ni una profesión respetable, ni medios para aportar siquiera un mínimo de comodidades a su hija. Roran creía que era mejor que el par de enamorados permanecieran juntos, pues no parecía muy práctico intentar separarlos mientras estuvieran confinados en el mismo barco, pero los padres de Odele se negaban a dar crédito a sus argumentos.

Frustrado, Roran preguntó:

—Entonces, ¿qué haríais vosotros? No podéis encerrarla, y creo que Frewin ha demostrado su dedicación más que…

—¡Ra’zac!

El grito llegaba desde la cofa.

Sin pensárselo dos veces, Roran sacó el martillo del cinto, se dio la vuelta y subió por la escala que llevaba a la escotilla de proa, dándose un golpe en la espinilla. Corrió hacia el grupo de gente que se apiñaba en el alcázar y se detuvo junto a Horst.

El herrero señaló.

Uno de los terribles corceles de los Ra’zac planeaba como una sombra desgarbada sobre el borde de la costa, con un Ra’zac en su grupa. Ver a aquellos dos monstruos a plena luz del día no disminuyó de ningún modo el escalofriante horror que inspiraban a Roran. Se estremeció cuando la criatura alada soltó su aullido aterrador. Luego, la voz de insecto del Ra’zac se deslizó sobre el agua, distante pero clara:

—¡No escaparás!

Roran miró hacia la catapulta, pero no tenía tanto alcance como para acertar al Ra’zac en su montura.

—¿Alguien tiene un arco?

—Yo —contestó Baldor. Hincó una rodilla en el suelo y empezó a encordar su arma—. No dejéis que me vean.

Todos los presentes en el alcázar formaron un prieto círculo en torno a Baldor, escudándolo con sus cuerpos de la malévola mirada del Ra’zac.

—¿Por qué no atacan? —gruñó Horst.

Sorprendido, Roran buscó una explicación, pero no la encontró. Fue Jeod quien sugirió:

—Tal vez haya demasiada luz para ellos. Los Ra’zac cazan de noche y, que yo sepa, no se aventuran a salir de sus madrigueras por su propia voluntad mientras esté el sol en el cielo.

—No es sólo eso —dijo lentamente Gertrude—. Creo que le tienen miedo al océano.

—¿Miedo al océano? —se mofó Horst.

—Míralos; no vuelan más que un metro por encima del agua en ningún momento.

—¡Tiene razón! —dijo Roran.

«Por fin, una debilidad que podré usar contra ellos.»

Unos pocos segundos después, Baldor dijo:

—¡Listo!

Al oírlo, los que estaban delante de él saltaron a un lado, despejando el camino para su flecha. Baldor se puso en pie de un salto y, con un solo movimiento, se llevó la pluma a la mejilla y soltó la flecha de junco.

Fue un disparo heroico. El Ra’zac estaba lejos del alcance de cualquier arco, más allá de la marca que Roran jamás había visto alcanzar a ningún arquero, pero la puntería de Baldor era certera. La flecha golpeó a la criatura voladora en el flanco diestro, y la bestia soltó un grito de dolor tan desgarrador que el hielo de la cubierta se cuarteó y se astillaron las piedras de la orilla. Roran se tapó los oídos con ambas manos para protegerse del odioso estallido. Sin dejar de chillar, el monstruo se encaró hacia la tierra y se deslizó tras la línea de brumosas colinas.

—¿Lo has matado? —preguntó Jeod, con el rostro pálido.

—Me temo que no —respondió Baldor—. Sólo ha sido una herida superficial.

Loring, que acababa de llegar, observó con satisfacción:

—Sí, pero al menos lo has herido, y juraría que se lo van a pensar dos veces antes de volver a molestarnos.

A Roran lo invadió la pesadumbre.

—Guárdate la celebración para más adelante, Loring. Eso no ha sido ninguna victoria.

—¿Por qué no? —quiso saber Horst.

—Porque ahora el Imperio sabe exactamente dónde estamos.

El alcázar quedó en silencio mientras todos cavilaban las implicaciones de lo que Roran acababa de decir.