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La luna flotaba en lo alto entre las estrellas cuando Roran abandonó la tienda improvisada que compartía con Baldor, se acercó al límite del campamento y reemplazó a Albriech, que montaba guardia.

—Nada de que informar —susurró Albriech, antes de irse.

Roran armó el arco y plantó boca arriba tres flechas con plumas de oca en el suelo, al alcance de su mano; luego se envolvió en una manta y se acurrucó contra la roca que quedaba a su izquierda. Aquella posición le permitía una buena visión desde arriba hacia las oscuras estribaciones del monte.

Como tenía por costumbre, Roran dividió el paisaje en cuadrantes y dedicó un minuto entero a examinar cada uno, siempre atento al fulgor de un movimiento o a un atisbo de luz que pudiera traicionar la proximidad de los enemigos. Pronto su mente empezó a deambular, pasando de un asunto a otro con la brumosa lógica de los sueños, distrayéndolo de la tarea. Se mordió los carrillos para obligarse a concentrarse. Era difícil permanecer despierto con aquel clima tan suave…

Roran estaba encantado de haberse librado de que le tocaran por sorteo las dos guardias previas al amanecer, pues en ellas uno no tenía ocasión de recuperar luego el sueño atrasado y se sentía agotado durante todo el día.

Un golpe de aire pasó junto a él, acariciándole las orejas y erizándole el vello de la nuca en un mal presagio. Aquel tacto molesto asustó a Roran y arruinó cualquier cosa que no fuera la convicción de que tanto él como los demás aldeanos corrían un peligro mortal. Se echó a temblar como si tuviera fiebre, el corazón se arrancó a latir con fuerza, y tuvo que resistirse con esfuerzo al impulso de abandonar la guardia y huir. «¿Qué me pasa?» Hasta tumbar una de aquellas flechas le costaba un esfuerzo.

Al este, una sombra se destacó en el horizonte. Visible sólo como un vacío entre las estrellas, flotaba como un velo ajado en el cielo hasta que cubrió la luna, donde permaneció suspendida, iluminada desde atrás. Roran distinguió las alas translúcidas de una de las monturas de los Ra’zac.

La criatura negra abrió el pico y soltó un aullido largo, desgarrador. Roran hizo una mueca de dolor por la frecuencia aguda de aquel grito. Le acuchillaba los tímpanos, le helaba la sangre y tornaba la alegría y la esperanza en desánimo. El sonido ululante despertó a todo el bosque. En kilómetros a la redonda, los pájaros y las bestias estallaron en un coro quejoso de pánico, incluido, para mayor alarma de Roran, lo que quedaba del ganado de los aldeanos.

Tambaleándose de un árbol a otro, Roran regresó al campamento y susurró a todos los que se encontraban con él:

—Han venido los Ra’zac. Callaos y permaneced donde estáis.

Vio a los demás centinelas moviéndose entre los asustados aldeanos, extendiendo el mismo mensaje.

Fisk salió de su tienda con una lanza en la mano y rugió:

—¿Nos atacan? ¿Qué ha provocado a esos malditos…?

Roran tiró al suelo al carpintero para silenciarlo y pronunció un quejido apagado al aterrizar sobre el hombro derecho, lo cual despertó el dolor de la vieja herida.

—Los Ra’zac —gruñó Roran a Fisk.

Fisk se quedó quieto y preguntó en voz baja:

—¿Qué debo hacer?

—Ayúdame a calmar a los animales.

Juntos se abrieron camino entre el campamento hasta el prado que se extendía a continuación, donde pasaban la noche las cabras, ovejas, asnos y caballos. Los granjeros propietarios de la mayor parte del ganado dormían con sus animales y estaban ya despiertos y trabajando para calmar a las bestias. Roran dio gracias a la paranoia que lo había llevado a insistir en que los animales estuvieran siempre esparcidos por el límite del prado, donde los árboles y la maleza contribuían a esconderlos a las miradas del enemigo.

Mientras intentaba calmar a un grupo de ovejas, Roran alzó la mirada hacia la terrible sombra negra que seguía oscureciendo la luna, como un murciélago gigante. Para su horror, empezó a moverse hacia el escondrijo. «Si esa criatura vuelve a chillar, estamos condenados.»

Cuando el Ra’zac empezó a trazar círculos por encima de ellos, casi todos los animales se habían calmado, salvo por un asno que se empeñaba en soltar un rasposo rebuzno. Sin dudar, Roran apoyó una rodilla en el suelo, encajó una flecha en el arco y le disparó entre las costillas. Su puntería fue certera, y el animal cayó sin hacer ruido.

Demasiado tarde, sin embargo: el rebuzno había alertado al Ra’zac. El monstruo giró la cabeza en dirección al claro y descendió hacia él con las zarpas abiertas, precedido por su fétido hedor.

«Ha llegado la hora de saber si somos capaces de matar a una pesadilla», pensó Roran. Fisk, que estaba acuclillado a su lado sobre la hierba, alzó la lanza, listo para soltarla en cuanto el animal estuviera a distancia de tiro.

Justo cuando Roran preparaba el arco —con la intención de dar inicio y fin a la batalla con una flecha bien apuntada—, lo distrajo una conmoción en el bosque.

Un grupo de ciervos atravesó con un estallido la maleza y salió en estampida por el prado, ignorando a los aldeanos y al ganado en su desesperado deseo de huir del Ra’zac. Durante casi un minuto, los ciervos pasaron dando botes junto a Roran, removiendo la tierra con sus afilados cascos y captando la luz de la luna en el reborde blanco de sus ojos. Se acercaban tanto que Roran oyó las suaves bocanadas de su esforzada respiración.

La multitud de ciervos debió de esconder a los aldeanos porque, tras una última vuelta por encima del prado, el monstruo alado se volvió hacia el sur y se deslizó más allá por las Vertebradas, fundiéndose en la noche.

Roran y sus compañeros se quedaron paralizados, como conejos sorprendidos, temerosos de que la partida del Ra’zac fuera una trampa para forzarlos a salir a campo abierto, o de que la bestia gemela estuviera tras ellos. Pasaron horas esperando, tensos y ansiosos, sin apenas moverse más que para preparar sus arcos.

Cuando estaba a punto de esconderse la luna, sonó a lo lejos el escalofriante aullido del Ra’zac… Y nada más.

«Hemos tenido suerte —decidió Roran cuando se despertó a la mañana siguiente—. Y no podemos contar con que la suerte nos salve la próxima vez.»

Tras la aparición de los Ra’zac, ningún aldeano se oponía a viajar en gabarra. Al contrario, estaban tan ansiosos por partir, que muchos preguntaron a Roran si era posible zarpar aquel mismo día en vez de esperar al siguiente.

—Ojalá pudiéramos —les contestó—, pero hay demasiadas cosas que hacer.

Él, Horst y un grupo de más hombres se saltaron el desayuno y caminaron hacia Narda. Roran sabía que al acompañarlos se arriesgaba a que lo reconocieran, pero la misión era demasiado importante para fallarles. Además, estaba seguro de que su aspecto era tan distinto al del cartel del Imperio que nadie los compararía.

No tuvieron problemas para entrar porque se encontraron a otros soldados en la puerta de la ciudad, y luego fueron hasta los muelles y entregaron las doscientas coronas a Clovis, que estaba ocupado supervisando a un grupo de hombres que preparaban las gabarras para navegar.

—Gracias, Martillazos —dijo, al tiempo que se ataba la bolsa de monedas al cinturón—. No hay como el amarillo del oro para alegrarle el día a un hombre.

Los llevó hasta un banco de trabajo y desplegó un carta de navegación de las aguas que rodeaban Narda, llena de notas sobre la fuerza de diversas corrientes; la ubicación de rocas, arrecifes de arena y otros peligros; y una cantidad de medidas de sonda que habría tardado décadas en reunir. Clovis trazó una línea con un dedo desde Narda hasta una pequeña cala que quedaba al sur de la ciudad y dijo:

—Aquí es donde recogeremos el ganado. En esta época del año las mareas son suaves, pero de todos modos no nos conviene enfrentarnos a ellas, no nos andemos con tapujos. Así que tenemos que salir justo después de la marea alta.

—¿Marea alta? —preguntó Roran—. ¿No sería más fácil esperar a la marea baja y permitir que ella nos sacara de allí?

Clovis se dio un toque en la nariz y guiñó un ojo.

—Sí, sería mejor. Y así he empezado muchos viajes. Sin embargo, lo que no quiero es encontrarme embarrancado en la playa, cargando vuestros animales, cuando venga la marea empujando y nos meta tierra adentro. Así no correremos peligro, pero tendremos que darnos prisa para no quedarnos secos cuando se retire el agua. Si lo conseguimos, el mar trabajará a nuestro favor, ¿eh?

Roran asintió. Se fiaba de la experiencia de Clovis.

—¿Y cuántos hombres necesitarás para completar las tripulaciones?

—Bueno, he conseguido juntar a siete tipos; todos ellos fuertes, buenos marineros de verdad, dispuestos a sumarse a esta empresa, por rara que parezca. La verdad, casi todos estaban en plena curda cuando los arrinconé anoche, bebiéndose la paga del último viaje, pero cuando llegue la mañana, estarán sobrios como una solterona; eso te lo prometo. Viendo que sólo he podido conseguir siete, me gustaría disponer de otros cuatro.

—Pues cuatro serán —dijo Roran—. Mis hombres no saben mucho de navegar, pero están en buena forma y con ganas de aprender.

Clovis gruñó:

—Suelo llevar un grupo de principiantes en todos los viajes. Mientras cumplan las órdenes, les irá bien; si no, terminarán con una cabilla en la cabeza, eso te lo aseguro. En cuanto a los guardas, me gustaría disponer de nueve: tres en cada barco. Y será mejor que no estén tan verdes como los marinos, porque si no, no salgo del muelle ni por todo el whisky del mundo.

Roran se permitió mostrar una sonrisa amarga.

—Todos los hombres que viajan conmigo han participado en muchas batallas.

—Y todos responden ante ti, ¿eh, Martillazos? —dijo Clovis. Se rascó la barbilla, mirando a Gedric, Delwin y los demás, que acudían a Narda por primera vez—. ¿Cuántos sois?

—Los suficientes.

—Así que los suficientes. Vaya. —Agitó una mano en el aire—. No me hagas caso. Mi lengua va muy por delante de mi sentido común, o al menos eso solía decir mi padre. Mi primer oficial, Torson, está en el proveedor, supervisando la compra de provisiones y equipamiento. ¿Entiendo que lleváis alimento para el ganado?

—Entre otras cosas.

—Entonces será mejor que lo preparéis. Podemos cargarlo en las bodegas cuando estén instalados los mástiles.

Durante el resto de la mañana y toda la tarde, Roran y los aldeanos que lo acompañaban trabajaron para trasladar las provisiones que habían comprado los hijos de Loring desde el almacén en que estaban guardadas hasta los galpones de las gabarras.

Cuando Roran cruzó la plancha para montar en la Edeline y pasó un saco de harina al marinero que lo esperaba en la bodega, Clovis comentó:

—Casi nada de esto es comida para animales, Martillazos.

—No —dijo Roran—. Pero es necesario.

Le agradó que Clovis tuviera el sentido común de no seguir preguntando.

Cuando hubieron cargado el último bulto, Clovis habló con Roran:

—Ya os podéis ir. Yo me encargaré de lo demás con los muchachos. Pero acuérdate de estar en los muelles tres horas después del amanecer con todos los hombres que me has prometido, o se nos escapará la marea.

—Estaremos aquí.

De nuevo en las estribaciones, Roran ayudó a Elain y los demás a prepararse para partir. No les llevó mucho tiempo, pues estaban acostumbrados a desmontar el campamento cada mañana. Luego escogió a doce hombres para que lo acompañaran a Narda al día siguiente. Todos eran buenos guerreros, pero pidió a los mejores, como Horst y Delwin, que se quedaran con los aldeanos por si acaso los descubrían los soldados o volvían a aparecer los Ra’zac.

Los dos grupos partieron al caer la noche. Roran se acuclilló en una roca y vio a Horst dirigir a la columna ladera abajo hacia la cala donde esperarían a las gabarras.

Orval se le acercó por detrás y se cruzó de brazos.

—¿Crees que estarán a salvo, Martillazos?

La ansiedad dominaba su voz como un arco tensado.

Aunque también él estaba preocupado, Roran dijo:

—Creo que sí. Te apuesto un barril de sidra a que mañana, cuando lleguemos a la costa, aún estarán durmiendo. Tendrás el placer de despertar a Nolla. ¿Qué te parece?

Orval sonrió ante la mención de su esposa y asintió, aparentemente tranquilizado.

«Ojalá tenga razón.» Roran se quedó en la roca, agachado como una gárgola sombría, hasta que la oscura hilera de aldeanos desapareció de su vista.

Se despertaron una hora antes de salir el sol, cuando el cielo apenas empezaba a aclararse con una pálida luz verde y el húmedo aire de la noche les entumecía los dedos. Roran se echó agua a la cara y luego se armó con el arco y la aljaba, su ubicuo martillo, un escudo de Fisk y una lanza de Horst. Los demás hicieron lo mismo, sumando también las espadas que habían conseguido durante las escaramuzas de Carvahall.

Corriendo tanto como se atrevían por la pronunciada colina, los trece hombres llegaron pronto a la carretera de Narda y, poco después, a la puerta principal de la ciudad. Para desánimo de Roran, los mismos dos soldados que les habían puesto problemas la primera vez mantenían la guardia en la entrada. Igual que en la ocasión anterior, los soldados cruzaron sus hachas para cortar el paso.

—Esta vez sois unos pocos más —observó el hombre de cabello blanco—. Y además no sois los mismos. Salvo tú. —Se concentró en Roran—. Supongo que querrás hacerme creer que la lanza y el escudo también son para hacer jarrones.

—No. Nos ha contratado Clovis para proteger sus gabarras de cualquier ataque en su viaje a Teirm.

—¿Vosotros? ¿Mercenarios? —Los soldados se echaron a reír—. Dijiste que erais comerciantes.

—Esto se paga mejor.

El del cabello blanco puso mala cara.

—Mientes. Yo quise ser caballero de fortuna en una época. Pasé muchas noches sin cenar. Además, ¿cuántos sois? Ayer siete y hoy doce, trece contándote a ti. Parece demasiada gente para una expedición de tenderos. —Achinó los ojos para escrutar el rostro de Roran—. Me resultas familiar. Cómo te llamas, ¿eh?

—Martillazos.

—No será que te llamas Roran, ¿verdad…?

Roran soltó la lanza hacia delante y acertó en el cuello del soldado de pelo blanco. Como de una fuente, brotó la sangre escarlata. Soltó la lanza, sacó el martillo y se dio la vuelta para bloquear con el escudo el golpe de hacha del otro soldado. Trazó una curva hacia arriba con el martillo y le aplastó el yelmo.

Se quedó entre los dos cuerpos con la respiración entrecortada. «Ya he matado a diez.»

Orval y los demás hombres miraron a Roran, impresionados. Incapaz de sostener sus miradas, Roran les dio la espalda y señaló con un gesto la acequia que pasaba por debajo del camino.

—Esconded los cuerpos antes de que los vea alguien —ordenó, brusco y severo.

Mientras se apresuraban a obedecerle, examinó el parapeto superior del muro, en busca de centinelas. Por suerte, no se veía a nadie allí ni en la calle, al otro lado de la entrada. Se agachó, arrancó su lanza y limpió el filo en un brote de hierba.

—Listo —dijo Mandel, saliendo de la acequia. Pese a su barba, se notaba que el joven estaba pálido.

Roran asintió y, haciendo acopio de fuerzas, se encaró a la banda:

—Escuchadme. Iremos caminando hasta los muelles a paso rápido pero razonable. No vamos a correr. Cuando suene la alarma, y puede que ahora mismo alguien haya oído la refriega, comportaos como si estuvierais sorprendidos e interesados, no asustados. Hagáis lo que hagáis, no deis razones a nadie para sospechar de nosotros. Las vidas de nuestros parientes y amigos dependen de eso. Si nos atacan, nuestro único deber es conseguir que zarpen las gabarras. No importa nada más. ¿Está claro?

—Sí, Martillazos —contestaron.

—Pues seguidme.

Mientras caminaban por Narda, Roran se sentía tan tenso que temía quebrarse y estallar en un millar de piezas. «¿En qué me he convertido?», se preguntaba. Miraba a los hombres, mujeres, niños y perros con la intención de identificar a cualquier enemigo potencial. A su alrededor todo parecía tener un brillo supernatural, lleno de detalles; parecía como si pudiera distinguir cada hilo de la ropa de la gente.

Llegaron a los muelles sin ningún incidente, y Clovis le dijo:

—Llegas pronto, Martillazos, y eso me gusta. Así podemos dejar todo listo y bien preparado antes de partir.

—¿Podemos irnos ya? —preguntó Roran.

—Ya deberías saber que no. Hay que esperar a que termine de subir la marea. —Clovis hizo una pausa, miró a los trece hombres por primera vez y dijo—: ¿Por qué? ¿Qué pasa, Martillazos? Parece que todos acabéis de ver el fantasma de Galbatorix.

—No pasa nada que no se cure con unas pocas horas de aire del mar —contestó Roran.

En aquel estado no podía sonreír, pero sí permitió que sus rasgos adquiriesen una expresión más agradable para tranquilizar al capitán.

Clovis llamó con un silbido a los dos marinos de las barcas. Ambos estaban bronceados como avellanas.

—Éste es Torson, mi primer oficial —dijo Clovis, señalando al hombre que quedaba a su derecha. Torson llevaba en el hombro un tatuaje retorcido de un dragón volador—. Será el piloto de la Merrybell. Y ese perro negro es Flint. Él llevará la Edeline. Mientras estéis a bordo, su palabra es la ley, como lo es la mía en el Jabalí Rojo. Responderéis ante él y ante mí, no ante Martillazos. Bueno, si me habéis oído, ya podéis decir que sí.

—Sí, sí —contestaron los hombres.

—Bueno, ¿quiénes son los ayudantes y quiénes los guardas? Por mi vida que no os distingo.

Ignorando el aviso de Clovis de que era él quien mandaba y no Roran, los aldeanos miraron a éste para asegurarse de que debían obedecer. Él mostró su aprobación asintiendo, y el grupo se dividió en dos, que Clovis procedió a repartir en grupos aun menores a medida que iba asignando unos cuantos aldeanos a cada gabarra.

Durante la siguiente media hora, Roran trabajó con los marineros para terminar de preparar el Jabalí Rojo para zarpar, con los oídos atentos a cualquier señal de alarma. «Si seguimos aquí, nos capturarán o nos matarán», pensó mientras controlaba el nivel de crecida del agua en los muelles. Se secó el sudor de la frente.

Roran se llevó un susto cuando Clovis le agarró por el antebrazo.

Incapaz de detenerse, sacó el martillo a medias del cinto. El aire espeso le tapó la garganta.

Clovis enarcó una ceja al ver su reacción.

—Te he estado mirando, Martillazos; me interesa saber cómo te has ganado la lealtad de estos hombres. He trabajado con tantos capitanes que ya no sabría contarlos, y ni uno solo de ellos obtenía este nivel de obediencia sin abrir siquiera la boca.

Roran no lo pudo evitar: se echó a reír.

—Te diré cómo lo he conseguido: los salvé de la esclavitud y evité que se los comieran.

Clovis enarcó tanto las cejas que casi le llegaban a las entradas del pelo.

—Ah, ¿sí? Me gustaría oír esa historia.

—No, no te gustaría.

Al cabo de un momento, Clovis concedió:

—No, quizá no me gustaría. —Miró por encima de la borda—. Vaya, que me aspen. Creo que ya podemos zarpar. Y ahí está mi pequeña Galina, puntual como siempre.

El corpulento hombre salió a la plancha y, por encima de ella, pasó al muelle, donde abrazó a una chica de cabello oscuro, de unos trece años, y a una mujer que Roran supuso sería la madre. Clovis agitó el pelo de la muchacha y dijo:

—Bueno, te portarás bien mientras estoy fuera, ¿verdad, Galina?

—Sí, padre.

Mientras veía a Clovis despedirse de su familia, Roran pensó en los dos soldados de la entrada. «A lo mejor también tenían familias. Esposas e hijos que los amaban y un hogar al que regresar cada día.» Notó el sabor de la bilis y tuvo que obligar a su mente a regresar al muelle para no marearse.

En las gabarras, los hombres parecían ansiosos. Temeroso de que pudieran perder el temperamento, Roran se paseó ostentosamente por la cubierta, estiró los músculos e hizo cuanto pudo con tal de parecer relajado. Al fin, Clovis saltó al Jabalí Rojo y exclamó:

—¡Empujad, compañeros! Nos espera el profundo mar.

Enseguida retiraron las planchas, soltaron las amarras e izaron las velas en las tres gabarras. En el aire vibraban los gritos de órdenes y los cantos de ánimo con que los marineros manejaban las escotas.

Tras ellos, Galina y su madre se quedaron mirando mientras se alejaban las gabarras, quietas y en silencio, solemnes y tapadas con sus capuchas.

—Estamos de suerte, Martillazos —dijo Clovis, al tiempo que le daba una palmada en un hombro—. Hoy tendremos algo de viento. Tal vez no tengamos que remar para llegar a la cala antes de que cambie la marea, ¿eh?

Cuando el Jabalí Rojo estaba en medio de la bahía de Narda y quedaban todavía diez minutos para alcanzar la libertad del mar abierto, ocurrió lo que temía Roran: el sonido de las campanas y las trompetas flotó sobre el agua y entre los edificios de piedra.

—¿Qué es eso? —preguntó.

—No estoy seguro —dijo Clovis. Frunció el ceño mientras miraba hacia la ciudad, con las manos en las caderas—. Podría ser un fuego, pero no hay humo en el aire. Tal vez hayan descubierto úrgalos en la zona… —La preocupación asomó a su rostro—. ¿No habréis visto a nadie por casualidad esta mañana en el camino?

Roran negó con la cabeza, pues no se fiaba de su voz.

Flint se acercó y gritó desde la cubierta de la Edeline:

—¿Tenemos que volver, señor?

Roran se aferró a la borda con tanta fuerza que se clavó unas astillas bajo las uñas; estaba listo para intervenir, pero no quería parecer demasiado ansioso.

Clovis dejó de mirar hacia Narda y contestó con un rugido:

—No. Se nos escaparía la marea.

—Está bien, señor. Pero daría la paga de un día a cambio de saber qué ha provocado ese clamor.

—Yo también —murmuró Clovis.

Cuando las casas y los edificios de la ciudad empezaron a encogerse tras ellos, Roran se agachó en la popa de la gabarra, se rodeó las rodillas con los brazos y apoyó la espalda en la cabina. Miró al cielo, sorprendido por su profundidad, claridad y color, y luego fijó la vista en la temblorosa estela del Jabalí Rojo, en la que flotaban cintas de algas. El balanceo de la gabarra le provocaba sueño, como si fuera una cuna. «Qué hermoso día», pensó, dando las gracias por poder contemplarlo.

Cuando salieron de la bahía, Roran subió aliviado las escaleras del castillo de popa que quedaba detrás de las cabinas, donde Clovis manejaba el timón con una mano para mantener el rumbo. El capitán dijo:

—Ah, hay algo emocionante en el primer día de un viaje, cuando aún no te has dado cuenta de lo mala que es la comida y de lo mucho que añoras tu casa.

Consciente de la necesidad de aprender cuanto pudiera de la gabarra, Roran preguntó a Clovis los nombres y las funciones de diversos objetos que veía a bordo. Eso le valió un sermón entusiasta sobre el funcionamiento de las gabarras, los barcos y el arte de navegar en general.

Dos horas después, Clovis señaló una estrecha península de tierra que se extendía ante ellos.

—La cala queda al otro lado de eso.

Roran se asomó por la borda y estiró el cuello, ansioso por confirmar que los aldeanos estaban a salvo.

Cuando el Jabalí Rojo dobló la punta rocosa de tierra, apareció una playa blanca en el vértice de la cala, en la que estaban reunidos los refugiados del valle de Palancar. La muchedumbre vitoreó y agitó los brazos cuando las gabarras aparecieron tras las rocas.

Roran se relajó.

A su lado, Clovis pronunció una horrible maldición.

—Supe que pasaba algo desde el momento en que te puse la vista encima, Martillazos. Así que ganado. ¡Bah! Me has engañado como a un estúpido, sí señor.

—Me juzgas mal —respondió Roran—. No mentí. Ellos son mi rebaño, y yo, su pastor. ¿No puedo decir que son ganado si quiero?

—Llámalos como quieras, pero yo no acepté llevar gente a Teirm. ¿Por qué no me dijiste la verdad sobre la carga, me pregunto? Y la única respuesta que aparece en el horizonte es que, sea cual sea la empresa en que andas metido, traerá problemas… Problemas para ti y problemas para mí. Debería echaros por la borda y volver a Narda.

—Pero no lo harás —respondió Roran, con un tono letal.

—Ah, ¿no? ¿Y por qué?

—Porque necesito estas gabarras, Clovis, y haré cualquier cosa por conservarlas. Cualquier cosa. Cumple con nuestro trato y tendrás un viaje pacífico y volverás a ver a Galina. Si no…

La amenaza sonó peor de lo que era; Roran no tenía ninguna intención de matar a Clovis, aunque si se veía obligado, estaba dispuesto a abandonarlo en la costa.

El rostro de Clovis se enrojeció, pero sorprendió a Roran al contestar con un gruñido:

—Está bien, Martillazos.

Satisfecho, Roran centró la atención en la playa.

A su espalda sonó un snic.

Por puro instinto, Roran se apartó, se agachó, se dio la vuelta y se tapó la cabeza con el escudo. El brazo vibró cuando una cabilla se partió contra el escudo. Lo bajó y miró a un desanimado Clovis, que se retiraba por la cubierta.

Roran meneó la cabeza, sin apartar la mirada de su oponente.

—No puedes batirme, Clovis. Te lo vuelvo a preguntar: ¿cumplirás con tu parte del acuerdo? Si no, te dejaré en la costa, tomaré el mando de tus gabarras y obligaré a tus tripulantes a trabajar. No quiero arruinaros la vida, pero si me obligas… Ven. Si decides ayudarnos, éste puede ser un viaje normal, sin incidentes. Recuerda que ya te hemos pagado.

Levantándose con gran dignidad, Clovis dijo:

—Si lo acepto, tendrás la cortesía de explicarme por qué era necesario este engaño, qué hace esta gente aquí y de dónde vienen. Por mucho oro que me ofrezcas, no puedo cumplir una promesa que contradiga mis principios. Y no lo haré. ¿Sois bandidos? ¿O siervos del maldito rey?

—Saber eso puede ponerte en una situación aun más peligrosa.

—Insisto.

—¿Has oído hablar de Carvahall, en el valle de Palancar? —preguntó Roran.

—Una o dos veces —Clovis agitó una mano—. ¿Qué tiene que ver?

—La estás viendo en la playa. Los soldados de Galbatorix nos atacaron sin previa provocación. Nos defendimos y, cuando nuestra posición se volvió insostenible, cruzamos las Vertebradas y seguimos la costa hasta Narda. Galbatorix ha prometido que todos los hombres, mujeres y niños de Carvahall serán asesinados o esclavizados. Nuestra única esperanza de salvación está en llegar a Surda.

Roran evitó mencionar a los Ra’zac; no quería asustar demasiado a Clovis.

El avezado marinero se había vuelto gris.

—¿Todavía os persiguen?

—Sí, pero el Imperio aún no nos ha descubierto.

—¿Y la alarma ha sonado por vosotros?

Con mucha suavidad, Roran dijo:

—He matado a dos soldados que me habían reconocido. —La revelación asustó a Clovis; abrió mucho los ojos, dio un paso atrás y los músculos de sus antebrazos se abultaron al apretar los puños—. Escoge, Clovis. La costa está cada vez más cerca.

Supo que había ganado cuando el capitán bajó los hombros y la bravuconería desapareció de su rostro.

—Ah, así se te lleve una plaga, Martillazos. No soy amigo del rey; os llevaré a Teirm. Pero luego no quiero saber más de vosotros.

—¿Me das tu palabra de que no intentarás escaparte por la noche, o alguna trampa parecida?

—Sí, tienes mi palabra.

La arena y las piedras rasgaron el fondo del casco del Jabalí Rojo cuando la gabarra encaró la playa, flanqueada por sus dos compañeras. El implacable y rítmico empujón del agua al lanzarse contra la tierra sonaba como la respiración de un monstruo gigantesco. En cuanto arriaron las velas y tendieron las planchas, Torson y Flint pasaron al Jabalí Rojo, se acercaron a Clovis y quisieron saber qué estaba pasando.

—Ha habido un cambio de planes —dijo Clovis.

Roran le dejó que explicara la situación —saltándose las verdaderas razones por las que aquella gente había abandonado el valle de Palancar—, saltó a la arena y se puso a buscar a Horst entre el grupo de gente apretujada. Cuando vio al herrero, se acercó a su lado y le contó las muertes de Narda.

—Si descubren que he salido con Clovis, podrían enviar soldados a caballo en pos de nosotros. Hemos de meter a la gente en las gabarras lo antes posible.

Horst lo miró a los ojos durante un largo rato.

—Te has convertido en un hombre duro, Roran. Más duro de lo que yo seré jamás.

—No tenía otro remedio.

—Pero no olvides quién eres.

Roran se pasó las tres horas siguientes cargando y cambiando de sitio las pertenencias de los aldeanos en el Jabalí Rojo hasta que se mostró satisfecho. Había que asegurar los fardos para que no se desplazasen inesperadamente e hiriesen a alguien, además de distribuirlos de tal modo que la gabarra navegase plana, cosa que no era fácil porque todos los bultos eran distintos en tamaño y densidad. Luego cargaron a los animales en contra de su voluntad y los inmovilizaron con sogas atadas a las anillas de hierro de la bodega.

Lo último en montar fue la gente, que, como el resto de la carga, tuvo que disponerse simétricamente dentro de las gabarras para evitar que volcaran. Clovis, Torson y Flint terminaron plantados en las proas de sus gabarras, gritando órdenes a la masa de aldeanos que se instalaba en la parte baja.

«¿Y ahora qué pasa?», pensó Roran al oír que se iniciaba una disputa en la playa. Se abrió paso hasta el origen del ruido y vio a Calitha arrodillada junto a su padrastro, Wayland, intentando calmarlo.

—¡No! No voy a montar en esa bestia. ¡No me podéis obligar! —exclamaba Wayland. Agitaba los mustios brazos y pataleaba con la intención de librarse del abrazo de Calitha. Echaba saliva por la boca—. ¡Suéltame! ¡Te digo que me sueltes!

Esquivando los golpes, Calitha dijo:

—Desde que acampamos anoche, ha perdido la razón.

«Hubiera sido mejor para todos que se muriera en las Vertebradas, con todos los problemas que nos causó», pensó Roran. Se unió a Calitha, y entre los dos trataron de calmar a Wayland para que dejara de gritar y golpear. Como premio por su buen comportamiento, Calitha le dio un trozo de cecina, que ocupó su atención por completo. Mientras Wayland se concentraba en mordisquear la carne, ella y Roran consiguieron llevarlo a la Edeline e instalarlo en un rincón solitario en el que no molestara a nadie.

—Moved los riñones, vagos —gritó Clovis—. Está a punto de cambiar la marea. Vamos, vamos.

Tras un último revoloteo de actividad, se retiraron las planchas y quedó un grupo de veinte hombres en la playa delante de cada gabarra. Los tres grupos se reunieron en torno a las proas y se prepararon para empujar las embarcaciones hacia el agua.

Roran lideró el esfuerzo en el Jabalí Rojo. Cantando todos a la vez, él y sus hombres empujaron el peso de la enorme barcaza, mientras cedía la arena gris bajo sus pies, crujían la madera y los cables, y el olor a sudor impregnaba el aire. Durante un momento, sus esfuerzos parecieron vanos, pero luego el Jabalí Rojo dio una sacudida y avanzó un palmo hacia atrás.

—¡Otra vez! —gritó Roran.

Palmo a palmo avanzaron hacia el mar, hasta que la gélida agua les llegó a la cintura. Una ola rompió por encima de Roran y le llenó la boca de agua, que escupió con vigor, disgustado por el sabor de la sal; era más intenso de lo que esperaba.

Cuando la gabarra se liberó del lecho de arena, Roran flotó junto al Jabalí Rojo y escaló por una de las cuerdas atadas a la borda. Mientras tanto, los marineros sacaron largas pértigas y las usaron para empujar la embarcación hacia aguas más profundas, igual que hacían las tripulaciones de la Merrybell y la Edeline.

En cuanto estuvieron a una distancia razonable de la costa, Clovis ordenó que guardaran las pértigas y sacaran los remos, con los que los marineros apuntaron la proa del Jabalí Rojo hacia la entrada de la cala. Izaron la vela, la alinearon para que captara el viento y, a la vanguardia del trío de barcazas, enfilaron hacia Teirm por la incierta extensión de un mar interminable.