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Roran se apoyó en una rodilla y se rascó la barba recién crecida mientras bajaba la mirada hacia Narda.

El pequeño pueblo era oscuro y compacto como un mendrugo de pan de cebada encajado en una grieta a lo largo de la costa. Más allá, un mar del color del vino brillaba bajo los últimos rayos del agonizante crepúsculo. El agua lo fascinaba: era totalmente distinta del paisaje al que estaba acostumbrado.

«Lo hemos conseguido.»

Roran abandonó el promontorio y regresó andando a su tienda improvisada, disfrutando de las profundas bocanadas de aire salado. Habían acampado en lo alto de las estribaciones de las Vertebradas para evitar ser detectados por cualquiera que pudiera anunciar su paradero al Imperio.

Mientras paseaba entre los grupos de aldeanos apiñados bajo los árboles, Roran supervisó con pena y rabia la condición en que se encontraban. La excursión desde el valle de Palancar había dejado a la gente enferma, maltrecha y agotada; tenían los rostros descarnados por falta de comida y la ropa harapienta. Casi todos llevaban andrajos atados en torno a las manos para evitar la congelación en las gélidas noches de la montaña. Después de acarrear pesadas cargas durante semanas, los hombros, antes alzados con orgullo, parecían ahora caídos. La peor visión era la de los niños: delgados y tan callados que no parecía natural.

«Merecen algo mejor —pensó Roran—. Si no me hubieran protegido, ahora estaría entre las zarpas de los Ra’zac.»

Muchos se acercaban a Roran, y la mayoría sólo quería una palmada en la espalda o una palabra de consuelo. Algunos le ofrecían algo de comida, que él rechazaba o, si le insistían, aceptaba para dársela a alguien. Los que guardaban la distancia lo miraban con ojos abiertos y pálidos. Sabía lo que decían de él: que estaba loco, que lo habían poseído los espíritus, que ni siquiera los Ra’zac podían derrotarlo.

Cruzar las Vertebradas había sido incluso más duro de lo que Roran esperaba. En el bosque no había más senderos que las pistas de caza, demasiado estrechas, empinadas y serpenteantes para el grupo. En consecuencia, los aldeanos se veían obligados a abrirse paso a machetazos entre los árboles y la maleza, un doloroso esfuerzo que todos despreciaban, entre otras cosas porque facilitaba al Imperio la tarea de seguirles la pista. La única ventaja de la situación era que el hombro herido de Roran recuperó la fortaleza anterior, aunque seguía teniendo problemas para alzar el brazo en según qué ángulo.

Otras penurias les pasaron factura. Una tormenta repentina los atrapó en un paso abierto, más allá de los árboles. Tres personas se congelaron en la nieve: Hida, Brenna y Nesbit, todos ellos bastante mayores. Ésa fue la primera noche en que Roran se convenció de que todo el pueblo moriría por haberlo seguido. Poco después, un niño se partió un brazo en una caída, y luego Southwell se ahogó en el arroyo de un glaciar. Los lobos y los osos atacaban al ganado con frecuencia, ignorando las fogatas de vigilancia que los aldeanos empezaron a encender cuando dejaron de estar a la vista del valle de Palancar y de los odiados soldados de Galbatorix. El hambre se pegaba a ellos como un parásito implacable, les mordisqueaba las entrañas, les devoraba las fuerzas y socavaba su voluntad de seguir adelante.

Y sin embargo, habían sobrevivido, mostrando la misma obstinación y fortaleza que había mantenido a sus antepasados en el valle de Palancar pese a la hambruna, las guerras y las pestes. A la gente de Carvahall podía costarle una era y media tomar una decisión, pero una vez la tomaban, nada los apartaba de su camino.

Ahora que habían llegado a Narda, una sensación de triunfo y esperanza impregnó el campo. Nadie sabía qué pasaría a continuación, pero el hecho de haber llegado tan lejos les daba confianza.

«No estaremos a salvo hasta que salgamos del Imperio —pensó Roran—. Y a mí me corresponde asegurarme de que no nos atrapen. Me he vuelto responsable de toda esta gente…» Una responsabilidad que había aceptado sin reservas porque le permitía proteger a los aldeanos de Galbatorix y al mismo tiempo perseguir su objetivo de rescatar a Katrina. «Hace tanto tiempo que la capturaron… ¿Cómo va a estar viva todavía?» Se estremeció y apartó aquellos pensamientos. Si se permitía inquietarse por el destino de Katrina, lo esperaba la auténtica locura.

Al amanecer, Roran, Horst, Baldor, los tres hijos de Loring y Gertrude salieron hacia Narda. Descendieron de las estribaciones hasta la calle principal de la ciudad, asegurándose de permanecer ocultos hasta llegar a la calzada. En aquellas tierras bajas a Roran el aire le parecía espeso; era como intentar respirar bajo el agua.

Roran se aferró al martillo que llevaba al cinto a medida que se acercaban a las puertas de Narda. Dos soldados guardaban la entrada. Examinaron con duras miradas al grupo, fijándose en sus ropas andrajosas, y luego bajaron sus hachas para cortarles el paso.

—¿De dónde sois? —preguntó el hombre de la derecha. No podía tener más de veinticinco años, pero tenía el pelo blanco por completo.

Inflando el pecho, Horst cruzó los brazos y dijo:

—De la zona de Teirm, si no te importa.

—¿Qué os trae por aquí?

—El comercio. Nos han enviado los tenderos que quieren comprar productos directamente en Narda, en vez de usar a los mercaderes habituales.

—Ah, ¿sí? ¿Qué productos?

Como Horst titubeaba, Gertrude apuntó:

—Por mi parte, hierbas y medicamentos. Las plantas que he recibido de aquí eran demasiado viejas, o estaban mohosas y estropeadas. Necesito provisiones frescas.

—Y mis hermanos y yo —dijo Darmmen— venimos a negociar con vuestros zapateros. Los zapatos al estilo del norte están de moda en Dras–Leona y Urû’baen. —Hizo una mueca—. O al menos lo estaban cuando salimos.

Horst asintió con renovada confianza.

—Sí. Y yo vengo a recoger un cargamento de piezas de hierro para mi maestro.

—Eso dices. ¿Y qué pasa con ése? ¿A qué se dedica? —preguntó el soldado, señalando a Roran con su hacha.

—A la alfarería —dijo Roran.

—¿Alfarería?

—Alfarería.

—¿Y el martillo?

—¿Cómo crees que se parte el vidriado de una botella o de un jarrón? No se rompe solo, ¿sabes? Hay que darle un golpe.

Roran se enfrentó a la mirada incrédula del hombre del cabello blanco con rostro inexpresivo, retándolo a que negara su afirmación.

El soldado gruñó y lo repasó de nuevo con la mirada.

—Sea como fuere, a mí no me parecéis comerciantes. Más bien gatos callejeros muertos de hambre.

—Hemos pasado dificultades en el camino.

—Eso sí me lo creo. Si venís de Teirm, ¿dónde están vuestros caballos?

—Los hemos dejado en el campamento —apuntó Hamund.

Señaló hacia el sur, en dirección contraria a donde estaban en realidad los demás aldeanos.

—Y no lleváis ni una moneda para quedaros en la ciudad, ¿eh? —Con una risa burlona, el soldado alzó el hacha y señaló por gestos a su compañero que hiciera lo mismo—. Bueno, podéis pasar, pero no creéis problemas, o acabaréis con grilletes, o algo peor.

Una vez traspuesta la entrada, Horst se llevó a Roran a un lado de la calle y le gruñó al oído:

—Menuda tontería inventarte algo tan ridículo. ¡Partir el vidriado! ¿Tienes ganas de pelea? No podemos…

Se calló porque Gertrude le estaba tirando de la manga.

—Mirad… —murmuró Gertrude.

A la izquierda de la entrada había un tablero de mensajes de dos metros de altura con un tejadillo para proteger el amarillento pergamino que sostenía. Medio tablero estaba dedicado a noticias y nombramientos oficiales. En la otra mitad había una serie de carteles con bocetos de diversos delincuentes. El más visible de todos era un retrato de Roran sin barba.

Asustado, Roran echó un vistazo alrededor para asegurarse de que no hubiera nadie en la calle tan cerca como para comparar su cara y el dibujo, y luego concentró su atención en el cartel. Ya contaba con que el Imperio los persiguiera, pero no dejó de impresionarlo encontrarse con aquella prueba. «Galbatorix debe de estar destinando un montón de recursos a perseguirnos.» Mientras estaban en las Vertebradas, había sido fácil olvidar que existía el mundo exterior. «Seguro que hay carteles colgados por todo el Imperio.» Sonrió, encantado de haber dejado de afeitarse y de que tanto él como los demás se hubieran puesto de acuerdo para usar nombres falsos mientras estuvieran en Narda.

En la parte baja del cartel habían anotado la recompensa. Garrow no había enseñado a leer a Roran y Eragon, pero sí les había enseñado los números porque, según decía: «Hay que saber cuánto tienes, cuánto vale lo que tienes, y cuánto te pagan, para que no te engañe cualquier truhán mentiroso». Así, Roran pudo ver que el Imperio había ofrecido diez mil coronas por él, lo suficiente para vivir con comodidad durante décadas. De un modo perverso lo complació el tamaño de la recompensa, pues le hizo sentirse importante.

Luego pasó la mirada al siguiente cartel.

Era Eragon.

A Roran se le retorcieron las tripas como si acabara de recibir un golpe y, durante unos segundos, se olvidó de respirar.

«¡Está vivo!»

Cuando pasó el alivio inicial, Roran notó que ocupaba su lugar la vieja rabia por el papel de Eragon en la muerte de Garrow y en la destrucción de su granja, acompañado por un deseo ardiente de saber por qué el Imperio perseguía a Eragon. «Ha de tener alguna relación con aquella piedra azul y con la primera visita de los Ra’zac a Carvahall.» Una vez más, Roran se preguntó en qué clase de endemoniadas maquinaciones se habían visto envueltos él y los demás habitantes de Carvahall.

En vez de una recompensa, en el cartel de Eragon había dos líneas de runas.

—¿De qué crimen se le acusa? —preguntó a Gertrude.

El contorno de los ojos de Gertrude se llenó de arrugas cuando entrecerró los ojos para leer el cartel.

—De traición, a los dos. Dice que Galbatorix otorgará un condado a quien capture a Eragon, pero que quienes lo intenten deben tomar precauciones porque es extremadamente peligroso.

Roran pestañeó, asombrado. «¿Eragon?» Le pareció inconcebible hasta que se paró a pensar cuánto había cambiado él mismo en las últimas semanas. «Tenemos la misma sangre en las venas. Quién sabe, Eragon puede haber conseguido las mismas cosas que yo, o muchas más, desde que se fue.»

En voz baja, Baldor dijo:

—Si matar a los hombres de Galbatorix y enfrentarte a los Ra’zac sólo te hace valer diez mil coronas, por mucho que sea… ¿Qué hay que hacer para valer un condado?

—Molestar al mismísimo rey —sugirió Larne.

—Ya basta —intervino Horst—. Mantén la boca cerrada, Baldor, o terminaremos todos con grilletes. Y tú, Roran, no vuelvas a llamar la atención. Con semejante recompensa, la gente estará mirando a los de fuera en busca de alguien que encaje con tu descripción. —Se pasó una mano por el pelo, se apretó el cinto y añadió—: Bueno. Todos tenemos cosas que hacer. Volved aquí a mediodía para informar de vuestros progresos.

Entonces el grupo se dividió en tres. Darmmen, Larne y Hamund se fueron juntos a comprar comida para los aldeanos, tanto para surtir sus necesidades actuales como para mantenerlos en la siguiente etapa del viaje. Gertrude —tal como había anunciado al guarda— fue a rellenar su provisión de hierbas, ungüentos y tinturas. Y Roran, Horst y Baldor bajaron por las calles empinadas hacia los muelles, donde esperaban contratar un barco que pudiera transportar a los aldeanos a Surda o, como mínimo, hasta Teirm.

Cuando llegaron a la maltrecha pasarela de tarima que cubría la playa, Roran se detuvo y miró el océano, gris por las nubes y moteado de crestas blancas por el errático viento. Nunca había imaginado que el horizonte pudiera trazar una recta tan perfecta. El hueco restallido del agua contra las columnas que tenía bajo los pies le hacía sentirse como si estuviera plantado en la superficie de un tambor gigantesco. El olor a pescado —fresco, destripado y podrido— se imponía a todos los demás.

Mirando a Roran y a Baldor, que también estaba hipnotizado, Horst dijo:

—Menuda visión, ¿eh?

—Sí —contestó Roran.

—Te hace sentir pequeño, ¿verdad?

—Sí —dijo Baldor.

Horst asintió.

—Recuerdo que la primera vez que vi el océano me causó el mismo efecto.

—¿Y eso cuándo fue? —preguntó Roran.

Además de las bandadas de gaviotas que revoloteaban sobre la cala, vio una extraña clase de pájaros que se posaban en los muelles. Aquellos animales tenían un cuerpo desgarbado con el pico a rayas que mantenían pegado al pecho, como un viejo pomposo, la cabeza y el cuello blancos y el torso del color del hollín. Uno de aquellos pájaros alzó el pico y mostró una bolsa pellejuda debajo.

—Bartram, el herrero anterior a mí —dijo Horst—, murió cuando yo tenía quince años, uno antes de que terminara mi aprendizaje. Tenía que conseguir un herrero dispuesto a terminar un trabajo ajeno, así que viajé a Ceunon, que se alza en el mar del Norte. Allí conocí a Kelton, un anciano malvado, pero bueno en su trabajo. Accedió a enseñarme. —Horst se rió—. Cuando terminamos, no sabía si debía darle las gracias o maldecirlo.

—Yo diría que debías darle las gracias —dijo Baldor—. Si no fuera por él, no habrías conocido a mamá.

Roran frunció el ceño mientras escrutaba los muelles.

—No hay muchos barcos —observó.

Había dos naves atracadas en el extremo sur del puerto y una tercera al otro lado; entre ellas, nada más que barcos de pesca y pequeños botes. De los dos del sur, uno tenía el mástil roto. Roran no tenía ninguna experiencia con barcos, pero ninguno de aquellos le parecía suficientemente grande como para cargar con casi trescientos pasajeros.

Tras ir de un barco a otro, Roran, Horst y Baldor pronto descubrieron que todos estaban ya contratados. Llevaría un mes, o más, arreglar el que tenía el mástil roto. La nave que descansaba a su lado, el Waverunner, llevaba velas de piel y estaba a punto de aventurarse hacia el norte, a las traicioneras islas donde crecía la planta del Seithr. Y el Albatros, el último barco, acababa de llegar de la lejana Feinster y lo estaban calafateando antes de partir con su carga de lana.

Un estibador se rió de las preguntas de Horst:

—Llegáis demasiado tarde y demasiado pronto al mismo tiempo. Casi todos los barcos de la primavera vinieron y se fueron ya hace dos o tres semanas. Dentro de un mes, empezarán a soplar los vientos del noroeste, y entonces volverán los cazadores de morsas y llegarán barcos de Teirm y de todo el Imperio para comprar pieles, carne y grasa. Entonces podéis tener la ocasión de contratar a un capitán con el barco vacío. Mientras tanto, no habrá más tráfico que éste.

Desesperado, Roran preguntó:

—¿No hay otro modo de llevar provisiones de aquí a Teirm? No hace falta que sea rápido ni cómodo.

—Bueno —dijo el hombre, al tiempo que se echaba al hombro una caja—, si no ha de ser rápido y sólo vais a Teirm, podrías probar allá, con Clovis. —Señaló una hilera de galpones que flotaban entre dos muelles de atraque.— Tiene unas gabarras con las que transporta grano en otoño. Durante el resto del año se gana la vida pescando, como casi todo el mundo en Narda. —Luego frunció el ceño—. ¿Qué clase de provisiones lleváis? Las ovejas ya están trasquiladas, y aún no hay ninguna cosecha.

—Un poco de todo —dijo Horst.

Lanzó al hombre una moneda de cobre. El estibador se la metió en el bolsillo con un guiño y un codazo cómplice.

—Tiene toda la razón, señor. Un poco de todo. Soy capaz de reconocer una evasiva. Pero no tema al viejo Ulric; no diré ni esta boca es mía. Bueno, ya nos veremos, señor. —Y se alejó silbando.

Resultó que Clovis no estaba en los muelles. Tras averiguar su dirección, les costó media hora andar hasta su casa, al otro lado de Narda, donde lo encontraron plantando bulbos de lirio en el sendero que llevaba a la puerta. Era un hombre fornido, con las mejillas quemadas por el sol y una barba salpicada de canas. Pasó otra hora hasta que consiguieron convencer al marinero de que estaban verdaderamente interesados en sus gabarras a pesar de la temporada, y luego tuvieron que desplazarse de vuelta hasta los galpones, que Clovis abrió para mostrar tres gabarras idénticas: la Merrybell, la Edeline y el Jabalí Rojo.

Cada barcaza medía unos veintitrés metros, por seis de anchura, y todas estaban pintadas de rojo óxido. Tenían bodegas abiertas que podían cubrirse con lonas, se podía instalar un mástil en el centro para una sola vela cuadrada, y quedaba espacio para unas cuantas cabinas en cubierta en la parte trasera, o popa, como la llamaba Clovis.

—Tienen más calado que los esquifes de las islas —explicó Clovis—, así que no hay temor de que vuelquen con mal tiempo, aunque harían bien en evitar una tempestad de verdad. Estas gabarras no están pensadas para navegar en alta mar. Han de mantenerse a la vista de la costa. Y ahora es la peor época para flotarlas. Por mi honor, llevamos un mes en que no hay más que tormentas de rayos.

—¿Tienes tripulación para las tres? —preguntó Roran.

—Bueno, verás… Eso es un problema. Casi todos los hombres que suelo emplear se fueron hace semanas a cazar focas, como suelen hacer. Como yo sólo los necesito después de las cosechas, pueden ir y venir libremente durante el resto del año. Estoy seguro de que ustedes, caballeros, entienden mi situación.

Clovis intentó sonreír, luego paseó la mirada de Roran a Horst, y después a Baldor, como si no estuviera seguro de a quién tenía que dirigirse.

Roran recorrió la Edeline y la examinó en busca de algún daño. La barcaza parecía vieja, pero la madera era sólida y estaba recién pintada.

—Si reemplazáramos a los que faltan de su tripulación, ¿cuánto costaría llegar a Teirm con las tres gabarras?

—Eso depende —dijo Clovis—. Los marineros ganan quince monedas de cobre al día, más todo lo que puedan comer y una copita de whisky. Lo que ganen sus hombres es cosa de ustedes. No los pagaré yo. Normalmente contratamos también guardias para cada barcaza, pero están…

—Ya, están cazando —dijo Roran—. Pondremos nosotros a los guardias.

El nudo que atenazaba el cuello bronceado de Clovis dio un salto cuando éste tragó saliva.

—Eso sería más que razonable…, sí, señor. Además de la paga de la tripulación, yo cobro una tarifa de doscientas coronas, más la compensación de cualquier daño que puedan sufrir las gabarras por culpa de sus hombres, más un doce por ciento que gano, en mi doble condición de dueño y capitán, sobre los beneficios totales por la venta de la carga.

—Nuestro viaje no aportará beneficios.

Eso pareció poner a Clovis más nervioso que ningún otro detalle. Se frotó el hueco de la barbilla con el pulgar de la mano izquierda, arrancó a hablar dos veces, se detuvo y al fin dijo:

—En ese caso, otras cuatrocientas coronas al terminar el viaje. ¿Qué desean transportar, si es que puedo atreverme a preguntárselo?

«Nos tiene miedo», pensó Roran.

—Ganado.

—¿Son ovejas, vacas, caballos, cabras, bueyes…?

—Nuestros rebaños contienen un surtido de animales distintos.

—¿Y por qué quieren llevarlos a Teirm?

—Tenemos nuestras razones. —Roran casi sonrió ante la confusión de Clovis—. ¿Se plantearía navegar más allá de Teirm?

—¡No! En Teirm está mi límite. No conozco las aguas más allá, ni tampoco quiero estar tanto tiempo lejos de mi mujer y mi hija.

—¿Cuándo podría estar listo?

Clovis dudó y dio dos pasitos.

—Tal vez cinco o seis días. No… No, mejor que sea una semana; antes de salir, debo atender algunos asuntos.

—Pagaríamos otras diez coronas por salir pasado mañana.

—Yo no…

—Doce coronas.

—Pues pasado mañana será —prometió Clovis—. Ya veré cómo me las arreglo para estar listo.

Pasando una mano por la borda de la barcaza, Roran asintió sin mirar a Clovis y dijo:

—¿Puedo quedarme un minuto a solas con mis socios para hablar con ellos?

—Como desee, señor. Daré una vuelta por los muelles hasta que terminen. —Clovis se acercó deprisa a la puerta. Cuando iba a salir del galpón, preguntó—: Perdón, ¿me vuelve a decir su nombre? Me temo que antes se me ha escapado, y tengo una memoria terrible.

—Martillazos. Me llamo Martillazos.

—Ah, claro. Qué buen nombre.

Cuando se cerró la puerta, Horst y Baldor se acercaron a Roran. Baldor dijo:

—No podemos contratarlo.

—No podemos dejar de contratarlo —replicó Roran—. No tenemos dinero para comprarle las gabarras, ni me apetece aprender a manejarlas mientras dependa de eso la vida de todos los demás. Será más rápido y seguro contratar una tripulación.

—Sigue siendo demasiado caro —dijo Horst.

Roran tamborileó en la superficie de la borda.

—Podemos pagar la tarifa inicial de Clovis, de doscientas coronas. Cuando lleguemos a Teirm, sin embargo, sugiero que robemos las gabarras gracias a las habilidades que habremos aprendido durante el viaje, o que incapacitemos a Clovis y a sus hombres hasta que encontremos otro medio para escapar. Así nos ahorramos pagar las cuatrocientas coronas extras, además del sueldo de los marinos.

—No me gusta engañar a un hombre que trabaja honestamente —dijo Horst—. Va contra mis principios.

—A mí tampoco me gusta, pero ¿se te ocurre alguna alternativa?

—¿Cómo meterías a toda la gente en las gabarras?

—Que los recoja Clovis una legua más allá, en la costa, fuera de la vista de Narda.

Horst suspiró.

—Muy bien. Así lo haremos, aunque me deja mal sabor de boca. Baldor, llama a Clovis, y sellemos este pacto.

Aquella tarde los aldeanos se reunieron en torno a una hoguera para escuchar lo que había ocurrido en Narda. Arrodillado en el suelo, Roran miraba el palpitar de las brasas mientras escuchaba a Gertrude y los tres hermanos contar sus respectivas aventuras. La noticia de los carteles de Roran y Eragon provocó murmullos de inquietud entre la audiencia.

Cuando Darmmen terminó, Horst ocupó su lugar y, con frases cortas y enérgicas, les contó la carencia de barcos adecuados en Narda, explicó que el estibador les había recomendado a Clovis y relató el acuerdo cerrado a continuación. Sin embargo, en cuanto Horst mencionó la palabra «gabarras», los gritos de ira y disgusto de los aldeanos ahogaron su voz.

Loring caminó para plantarse delante del grupo y alzó los brazos para llamar la atención.

—¿Gabarras? —dijo el zapatero—. ¿Gabarras? ¡No queremos unas gabarras apestosas!

Escupió a sus pies mientras la gente se mostraba de acuerdo con gran clamor.

—¡Callaos todos! —dijo Delwin—. Si seguimos así, nos van a oír. —Cuando el sonido más alto fue el crujir del fuego, siguió hablando en voz más baja—. Estoy de acuerdo con Loring. Las gabarras son inaceptables. Son lentas y vulnerables. Y estaríamos hacinados sin la menor intimidad y sin ningún refugio en el que hablar durante nadie sabe cuánto tiempo. Horst, Elain está de seis meses. No puedes esperar que ella y los demás enfermos se pasen semanas seguidas sentados bajo un sol abrasador.

—Podemos tirar lonas sobre las bodegas —replicó Horst—. No es mucho, pero nos protegerán del sol y de la lluvia.

La voz de Birgit se impuso al grave ronroneo de la muchedumbre:

—A mí me preocupa otra cosa. —La gente se echó a un lado para dejarla llegar hasta el fuego—. Con las doscientas coronas que se le deben a Clovis y el dinero que se han gastado Darmmen y sus hermanos, habremos agotado casi todas nuestras monedas. Al contrario que para la gente de las ciudades, para nosotros la riqueza no está en el oro, sino en los animales y las propiedades. Nuestras propiedades desaparecieron y nos quedan pocos animales. Incluso si nos convertimos en piratas y robamos esas gabarras, ¿cómo compraremos provisiones en Teirm para seguir el viaje hacia el sur?

—De entrada, lo importante —rugió Horst— es llegar a Teirm. Cuando estemos allí, ya nos preocuparemos de qué hacer a continuación… Es posible que debamos recurrir a más medidas drásticas.

El rostro huesudo de Loring se replegó en una masa de arrugas.

—¿Drásticas? ¿Qué quieres decir? Lo que hemos hecho ya es drástico. Toda esta empresa es drástica. Me da igual lo que digas; no montaré en esas malditas gabarras; no después de todo lo que hemos pasado en las Vertebradas. Las gabarras son para el grano y los animales. Lo que queremos es un barco con camarotes y catres en los que podamos dormir con comodidad. ¿Por qué no esperamos otra semana, más o menos, y vemos si llega algún barco en el que podamos negociar el pasaje? ¿Qué hay de malo en eso, eh? ¿O por qué no…?

Siguió clamando más de quince minutos, amasando una montaña de objeciones antes de ceder la palabra a Thane y Ridley, quienes elaboraron aun más sus argumentos.

La conversación se detuvo cuando Roran estiró las piernas y se puso en pie, silenciando a los aldeanos con su presencia. Se callaron, con el aliento contenido, en espera de otro de sus discursos visionarios.

—O eso, o vamos a pie —dijo.

Y se fue a la cama.