____ 41 ____

La clara mañana llegó demasiado pronto.

Eragon se despertó sobresaltado por el zumbido del reloj vibrador, cogió su cuchillo de caza y saltó de la cama, esperando que alguien lo atacara. Soltó un grito ahogado cuando su cuerpo aulló para protestar por los abusos de los últimos dos días.

Pestañeando para retener las lágrimas, Eragon dio cuerda al reloj. Orik se había ido. Debía de haberse escabullido en las primeras horas del alba. Con un gemido, Eragon se desplazó hasta el baño para emprender sus abluciones matinales, como un anciano afectado de reumatismo.

Él y Saphira esperaron diez minutos junto al árbol hasta que llegó un elfo solemne de cabello negro. El elfo hizo una reverencia, se llevó dos dedos a los labios —mientras Eragon repetía el gesto— y luego se avanzó a Eragon para decirle:

—Que la buena suerte te guíe.

—Y que las estrellas cuiden de ti —replicó Eragon—. ¿Te envía Oromis?

El elfo lo ignoró y se dirigió a Saphira:

—Bienvenido, dragón. Soy Vanir, de la casa de Haldthin.

Eragon frunció el ceño, molesto.

Bienhallado, Vanir.

Sólo entonces el elfo se dirigió a Eragon:

—Te mostraré dónde puedes practicar con la espada.

Echó a andar sin esperar a que Eragon llegara a su altura.

El campo de entrenamiento estaba lleno de elfos de ambos sexos que peleaban por parejas y en grupos. Sus extraordinarios dones físicos procuraban golpes tan rápidos y repentinos que sonaban como el estallido del granizo al golpear una campana de piedra. Bajo los árboles que bordeaban el campo, algunos elfos practicaban a solas el Rimgar con más gracia y flexibilidad de la que jamás sería capaz de alcanzar Eragon.

Cuando todos los presentes en el campo se detuvieron e hicieron una reverencia a Saphira, Vanir desenfundó su estrecha espada.

—Si quieres proteger tu espada, Mano de Plata, podemos empezar.

Eragon contempló con temor la inhumana habilidad de todos los demás elfos con la espada. ¿Por qué tengo que hacer esto? —preguntó—. No sacaré más que una humillación.

Te irá bien, dijo Saphira, aunque Eragon pudo notar que estaba preocupada por él.

Ya.

Mientras preparaba a Zar’roc, las manos de Eragon temblaron de miedo. En vez de lanzarse a la refriega, luchó con Vanir desde una cierta distancia, esquivando los golpes, echándose a un lado y haciendo cuanto podía por no provocar un nuevo ataque de dolor. A pesar de las evasivas de Eragon, Vanir lo tocó cuatro veces en una rápida sucesión: en las costillas, en la espinilla y en ambos hombros.

La expresión inicial de Vanir, de estoica impasividad, se convirtió pronto en franco desprecio. Bailando hacia delante, deslizó su espada a lo largo de Zar’roc, al tiempo que trazaba con ella un círculo para forzar la muñeca de Eragon. Éste permitió que Zar’roc saliera volando para no ofrecer resistencia a la fuerza superior del elfo.

Vanir apuntó su espada hacia el cuello de Eragon y dijo:

—Muerto.

Eragon apartó la espada y caminó con dificultad para recuperar a Zar’roc.

—Muerto —dijo Vanir—. ¿Cómo pretendes derrotar a Galbatorix así? Esperaba algo mejor, incluso de un alfeñique humano.

—Entonces, ¿por qué no te enfrentas tú mismo a Galbatorix en vez de esconderte en Du Weldenvarden?

Vanir se puso rígido de indignación.

—Porque —dijo, frío y altivo— no soy un Jinete. Y si lo fuera, no sería tan cobarde como tú.

Nadie se movió o habló en todo el campo.

De espaldas a Vanir, Eragon se apoyó en Zar’roc y alzó el cuello para mirar al cielo, gruñendo por dentro. «No sabe nada. Sólo es una prueba más que superar.»

—He dicho cobarde. Tienes tan poca sangre como el resto de tu raza. Creo que Galbatorix confundió a Saphira con sus artimañas y le hizo equivocarse de Jinete.

Los expectantes elfos soltaron un grito sordo al oír las palabras de Vanir y se pusieron a murmurar para desaprobar su atroz insulto al protocolo.

Eragon rechinó los dientes. Podía soportar que lo insultaran, pero no a Saphira. Ella empezaba a moverse cuando la frustración acumulada, el miedo y el dolor estallaron en el interior de Eragon y lo empujaron a revolverse, con la punta de Zar’roc hendiendo el aire.

El golpe hubiera matado a Vanir si no lo llega a bloquear en el último segundo. Parecía sorprendido por la ferocidad del ataque. Sin contenerse, Eragon llevó a Vanir al centro del campo, lanzando estocadas y tajos como un loco, decidido a herir como pudiera al elfo. Le golpeó en una cadera con tanta fuerza que llegó a sangrar, pese a que el filo de Zar’roc estaba protegido.

En ese instante, la espalda de Eragon se quebró en una explosión de agonía tan intensa que la experimentó con los cinco sentidos: como una ensordecedora cascada de sonido; un sabor metálido que le forraba la lengua; un hedor agrio, avinagrado, que le llegaba a la nariz y le aguaba los ojos; colores palpitantes; y sobre todo, la sensación de que Durza acababa de rajarle la espalda.

Vio a Vanir plantado ante él con una sonrisa desdeñosa. Se le ocurrió pensar que era muy joven.

Después del ataque, Eragon se secó la sangre de la boca con una mano, se la mostró a Vanir y le preguntó:

—¿Te parece poca sangre?

Sin dignarse responder, Vanir enfundó la espada y se alejó.

—¿Adónde vas? —preguntó Eragon—. Tú y yo tenemos un asunto pendiente.

—No estás en condiciones de entrenar —replicó el elfo.

—Compruébalo.

Eragon podía ser inferior a los elfos, pero se negaba a darles la satisfacción de demostrarles que sus escasas expectativas con respecto a él eran acertadas. Pensaba ganarse su respeto por pura insistencia, si no había otro modo.

Insistió en agotar la hora entera que había prescrito Oromis. Luego Saphira se acercó a Vanir y le tocó el pecho con la punta de uno de sus talones de marfil. Muerto, le dijo. Vanir empalideció. Los demás elfos se alejaron de él.

Cuando ya estaban en lo alto, Saphira dijo:

Oromis tenía razón.

¿Acerca de qué?

Rindes más cuando tienes un contrincante.

En la cabaña de Oromis, el día recuperó el patrón habitual: Saphira acompañó a Glaedr para instruirse, mientras que Eragon se quedó con Oromis.

Le horrorizó descubrir que Oromis esperaba que, después de todo el ejercicio anterior, practicara además el Rimgar. Tuvo que reunir todo su coraje para obedecer. Su aprensión resultó equivocada, sin embargo, pues la Danza de la Serpiente y la Grulla era demasiado suave para hacerle daño.

Eso, sumado a su meditación en el claro recluido, concedió a Eragon la primera oportunidad, desde el día anterior, de ordenar sus pensamientos y dar vueltas a la pregunta que le había planteado Oromis.

Mientras lo hacía, observó que sus hormigas rojas invadían un hormiguero rival, más pequeño, imponiéndose a sus habitantes y robándoles los recursos. Cuando terminó la masacre, apenas un puñado de las hormigas rivales permanecían con vida, solas y sin propósito en las vastas y hostiles planicies de pinaza.

«Como los dragones en Alagaësia», pensó Eragon. Al plantearse el triste destino de los dragones, su conexión con las hormigas se desvaneció. Poco a poco, se le fue revelando una respuesta al problema, una respuesta en la que podía creer y con la que podía convivir.

Terminó sus meditaciones y regresó a la cabaña. Esta vez Oromis pareció razonablemente satisfecho con los logros de Eragon.

Mientras Oromis le servía la comida, Eragon dijo:

—Sé por qué merece la pena luchar contra Galbatorix aunque mueran miles de personas.

—Ah. —Oromis se sentó—. Pues dímelo.

—Porque Galbatorix ha causado ya más sufrimiento en los últimos cien años del que podríamos causar nosotros en una sola generación. Y al contrario que los tiranos normales, no podemos esperar a que se muera. Podría gobernar durante siglos o milenios sin dejar de perseguir y atormentar al pueblo, si no lo detenemos. Si alcanzara la fuerza suficiente, marcharía contra los enanos y contra vosotros, aquí en Du Weldenvarden, y mataría o esclavizaría a ambas razas. Y… —Eragon frotó una muñeca en el borde de la mesa— porque rescatar los dos huevos que tiene Galbatorix es la única manera de salvar a los dragones.

Lo interrumpió el estridente gorgorito de la pava de Oromis, cuyo volumen creció hasta saturar los oídos de Eragon. El elfo se levantó, sacó la pava del fogón y sirvió agua para un té de arándanos. Las arrugas que rodeaban sus ojos se suavizaron.

—Ahora —dijo— ya lo has entendido.

—Lo entiendo, pero no me da ningún placer.

—No tiene por qué dártelo. Pero ahora podemos estar seguros de que no te apartarás del camino cuando te enfrentes a las injusticias y atrocidades que los vardenos deberán cometer inevitablemente. No podemos permitirnos que te consuman las dudas cuando más necesarias sean tu fuerza y tu concentración. —Oromis juntó los dedos y miró el espejo oscuro de su té, contemplando lo que fuera que veía en su tenebroso reflejo—. ¿Crees que Galbatorix es el mal?

—¡Por supuesto!

—¿Crees que él se considera el mal?

—No, lo dudo.

Oromis apretó las yemas de los dedos.

—Entonces también creerás que Durza era el mal.

Los recuerdos que Eragon había cosechado de Durza cuando se enfrentaron en Tronjheim regresaron a él, recordándole que, de joven, Sombra —entonces llamado Carsaib— había sido esclavizado por los espectros convocados para vengar la muerte de su mentor, Haeg.

—Él no era malo por sí mismo, pero sí lo eran los espíritus que lo controlaban.

—¿Y los úrgalos? —preguntó Oromis, bebiendo un sorbo de té—. ¿Son malos?

Los nudillos de Eragon se blanquearon por la fuerza con que agarraba la cuchara.

—Cuando pienso en la muerte, veo el rostro de un úrgalo. Son peores que las bestias. Las cosas que han hecho… —Meneó la cabeza, incapaz de continuar.

—Eragon, ¿qué opinión tendrías de los humanos si sólo conocieras de ellos las acciones de sus guerreros en el campo de batalla?

—Eso no es… —Respiró hondo—. Es distinto. Los úrgalos merecen ser arrasados, que no quede ni uno.

—¿Incluso sus hembras y sus hijos? ¿Los que nunca os han hecho daño, ni es probable que lo hagan? ¿Los inocentes? ¿Los matarías y condenarías a toda una raza a la desaparición?

—Si ellos tuvieran esa oportunidad, no nos perdonarían la vida.

—¡Eragon! —exclamó Oromis, en tono brusco—. No quiero volverte a oír usar esa excusa, como si lo que ha hecho alguien, o lo que haría, significara que tú también debes hacerlo. Es indolente, repugnante y revelador de una mente inferior. ¿Está claro?

—Sí, Maestro.

El elfo se llevó la taza a la boca y bebió, con sus ojos brillantes fijos en Eragon en todo momento.

—¿Qué sabes realmente de los úrgalos?

—Conozco su fuerza, sus debilidades, y sé cómo matarlos. No necesito saber más.

—Y sin embargo, ¿por qué odian a los humanos y luchan contra ellos? ¿Qué pasa con su historia y sus leyendas, o con su modo de vivir?

—¿Eso importa?

Oromis suspiró.

—Recuerda —dijo con amabilidad— que en cierto momento tus enemigos pueden convertirse en aliados. Así es la naturaleza de la vida.

Eragon se resistió a las ganas de discutir. Removió su té en la taza, acelerando el líquido hasta que se convirtió en un remolino negro con una lente blanca de espuma en el fondo del vértice.

—¿Por eso enroló Galbatorix a los úrgalos?

—Yo no hubiera escogido ese ejemplo, pero sí.

—Parece extraño que se ganara su amistad. Al fin y al cabo, ellos fueron quienes mataron a su dragón. Mira lo que nos hizo a los Jinetes, y eso que ni siquiera éramos responsables de su pérdida.

—Ah —dijo Oromis—, puede que Galbatorix esté loco, pero sigue siendo astuto como un zorro. Supongo que pretendía usar a los úrgalos para destruir a los vardenos y a los enanos, y a otros, si hubiera triunfado en Farthen Dûr. Así habría conseguido liquidar a dos enemigos y, simultáneamente, debilitar a los úrgalos para poder disponer de ellos según su voluntad.

El aprendizaje del idioma antiguo consumió la tarde, y luego retomaron la práctica de la magia. Gran parte de las lecciones de Oromis se referían a la manera idónea de controlar diversas formas de energía como la luz, el calor, la electricidad e incluso la gravedad. Le explicó que como aquellas energía consumían su fuerza más rápido que cualquier otra clase de hechizo, era más seguro encontrarlas allá donde existieran por naturaleza y luego darles forma con la gramaticia, en vez de intentar crearlas desde la nada.

Oromis cambió de tema y le preguntó:

—¿Cómo matarías con magia?

—Lo he hecho de muchas maneras distintas —dijo Eragon—. He cazado con una piedra, moviéndola y dirigiéndola por medio de la magia. También he usado la palabra «jierda» para partirle el cuello y las piernas a los úrgalos. Una vez, detuve el corazón de un hombre con la palabra «thrysta».

—Hay métodos más eficientes —reveló Oromis—. ¿Qué hace falta para matar a un hombre, Eragon? ¿Atravesar su pecho con una espada? ¿Partirle el cuello? ¿Que pierda sangre? Basta con que una sola arteria del cerebro reviente, o con que se corten ciertos nervios. Con el hechizo adecuado podrías destruir a todo un ejército.

—Tendría que haber pensado en eso en Farthen Dûr —dijo Eragon, disgustado consigo mismo. «No sólo en Farthen Dûr, sino también cuando los kull nos echaron del desierto de Hadarac»—. Otra vez la misma pregunta: ¿por qué no me lo enseñó Brom?

—Porque no esperaba que te enfrentaras a un ejército durante los siguientes meses, o incluso años; no es un arma que se entregue a los Jinetes que aún no han pasado las pruebas.

—Si es tan fácil matar a la gente, de todos modos, ¿qué sentido tiene que nosotros, o Galbatorix, armemos un ejército?

—Para ser sucintos: táctica. Los magos son vulnerables al ataque físico mientras están enfrascados en sus luchas mentales. Por lo tanto, hacen falta guerreros para protegerlos. Y los guerreros deben estar protegidos, al menos parcialmente, de los ataques de la magia, porque si no, morirían en cuestión de minutos. Sus limitaciones implican que cuando dos ejércitos se enfrentan, los magos quedan diseminados entre el bulto de sus fuerzas, cerca de la primera línea pero no tanto como para correr peligro. Los magos de ambos lados abren sus mentes y tratan de percibir si alguien está usando la magia, o a punto de usarla. Como los enemigos podrían quedar más allá de su alcance mental, los magos también erigen protecciones en torno a ellos mismos y a los guerreros para impedir, o reducir, los ataques desde lejos, como por ejemplo una piedra que se les dirija volando desde más de un kilómetro.

—Pero seguro que ningún hombre puede defender a todo un ejército —dijo Eragon.

—Solo, no; pero con suficientes magos se puede conseguir una cantidad razonable de protección. El mayor peligro en esa clase de conflicto es que a un mago listo se le puede ocurrir un ataque original que sobrepase las protecciones sin despertar las alarmas. Eso bastaría para decidir una batalla.

»Además —siguió Oromis—, debes recordar que la capacidad de usar la magia es exageradamente escasa entre todas las razas. Los elfos tampoco somos una excepción, aunque tenemos mayor provisión de hechiceros que los demás, como consecuencia de juramentos que nos atan desde hace siglos. La mayoría de los bendecidos con la magia tienen un talento reducido, o no muy apreciable; con esfuerzo, consiguen curar tanto como dañan.

Eragon asintió. Había conocido magos así entre los vardenos.

—Aun así, les cuesta la misma cantidad de energía cumplir con la tarea.

—Energía sí, pero a los magos menores les cuesta más que a ti o a mí sentir el fluido de la magia y sumergirse en él. Pocos magos tienen la suficiente fuerza para convertirse en una amenaza para un ejército entero. Y los que sí la tienen suelen pasarse casi toda la batalla esquivando a sus oponentes, persiguiéndolos o luchando contra ellos; lo cual supone una ventaja para los guerreros normales, pues en caso contrario morirían todos pronto.

Preocupado, Eragon comentó:

—Los vardenos no tienen muchos magos.

—Es una de las razones por las que tú eres tan importante.

Pasó un momento mientras Eragon reflexionaba sobre lo que le había dicho Oromis.

—Y esas protecciones… ¿sólo te consumen la energía cuando las activas?

—Sí.

—Entonces, con el tiempo suficiente, se podrían preparar incontables capas de protección. Podrías volverte… —luchaba con el idioma antiguo para conseguir expresarse— ¿intocable? ¿Impermeable?… Impermeable a cualquier asalto, ya fuera mágico o físico.

—Las protecciones —contestó Oromis— dependen de la fuerza de tu cuerpo. Si alguien supera esa fuerza, te mueres. Por muchas protecciones que tengas, sólo podrás resistir los ataques mientras tu cuerpo consiga mantener la producción de energía.

—Y la energía de Galbatorix ha ido creciendo año tras año… ¿Cómo puede ser?

Era una pregunta retórica, pero Oromis guardó silencio y fijó sus ojos almendrados en un trío de gorriones que trazaban piruetas en lo alto. Eragon se dio cuenta de que el elfo estaba pensando en cómo contestarle. Los pájaros se persiguieron unos cuantos minutos. Cuando desaparecieron de la vista, Oromis dijo:

—No es oportuno mantener esta conversación en este momento.

—¿O sea que lo sabes? —preguntó Eragon, asombrado.

—Sí. Pero esa información debe esperar hasta más adelante en tu formación. No estás listo para recibirla.

Oromis miró a Eragon como si esperara que objetase.

Eragon agachó la cabeza.

—Como tú quieras, Maestro.

No podría obtener aquella información de Oromis mientras el elfo no estuviera dispuesto a compartirla, así que ¿para qué intentarlo? Aun así, se preguntó qué clase de información podía ser tan peligrosa como para que Oromis no se atreviera a contársela y por qué los elfos se la habían escondido a los vardenos. Se le ocurrió otra idea y dijo:

—Si las batallas con magos se plantean como dices, ¿por qué Ajihad me dejó pelear sin protección en Farthen Dûr? Ni siquiera sabía que debiera mantener la mente abierta para detectar a los enemigos. ¿Y por qué no mató Arya a casi todos los úrgalos? No había magos que pudieran oponerse a ella, salvo Durza, y él no podía defender a sus tropas mientras estaba en el subsuelo.

—¿Ajihad no mandó a Arya o a alguien del Du Vrangr Gata que te rodeara de defensas? —preguntó Oromis.

—No, Maestro.

—¿Y peleaste sin ellas?

—Sí, Maestro.

Oromis desvió la mirada y se concentró en su interior, inmóvil sobre la hierba. Volvió a hablar sin previo aviso:

—He consultado con Arya, y ella dice que los gemelos tenían órdenes de examinar tus habilidades. Le dijeron a Ajihad que eras competente en todos los terrenos de la magia, incluidas las protecciones. Ni Ajihad ni Arya pusieron en duda sus afirmaciones al respecto.

—Esos aduladores, con sus calvas, infestados de garrapatas como perros traidores… —maldijo Eragon—. ¡Querían que me mataran!

Eragon pasó a su idioma nativo y se permitió otra serie de insultos poderosos.

—No contamines el aire —dijo Oromis con suavidad—. Te sienta mal… En cualquier caso, sospecho que los gemelos permitieron que pelearas sin protección no para que te mataran, sino para que Durza pudiera capturarte.

—¿Qué?

—Según cuentas tú mismo, Arya sospechó que los vardenos habían sido traicionados cuando Galbatorix empezó a perseguir a sus aliados en el Imperio con una eficacia cercana a la perfección. Los gemelos sabían quiénes eran los colaboradores de los vardenos. Además, los gemelos te llevaron al corazón de Tronjheim para separarte de Saphira y ponerte al alcance de Durza. La explicación lógica es que son unos traidores.

—Que lo eran —puntualizó Eragon—. Eso ya no importa; hace tiempo que murieron.

Oromis inclinó la cabeza.

—Aun así. Arya dijo que los úrgalos sí tenían magos en Farthen Dûr y que ella se enfrentó a muchos. ¿Ninguno te atacó?

—No, Maestro.

—Más pruebas de que Saphira y tú estabais reservados para que os capturase Durza y os llevara ante Galbatorix. La trampa estaba bien dispuesta.

Durante la hora siguiente, Oromis enseñó a Eragon doce maneras de matar, ninguna de las cuales exigía más energía que levantar una pluma cargada de tinta. Cuando terminó de memorizar la última, a Eragon se le ocurrió una idea que le hizo sonreír.

—La próxima vez que me cruce con los Ra’zac, no tendrán ni para empezar.

—Aun así, debes cuidarte de ellos —le advirtió Oromis.

—¿Por qué? Con tres palabras estarán muertos.

—¿Qué comen las águilas pescadoras?

Eragon pestañeó.

—Pescado, claro.

—Y si un pez fuera algo más rápido e inteligente que los demás, ¿conseguiría huir de un águila pescadora?

—Lo dudo —contestó Eragon—. Al menos, no mucho tiempo.

—Igual que las águilas están diseñadas para ser las mejores cazadoras de peces, los lobos están diseñados para ser los mejores cazadores de ciervos y otras piezas de caza mayor, y todos los animales tienen las habilidades necesarias para cumplir mejor su propósito. También los Ra’zac están diseñados para depredar a los humanos. Son los monstruos de la oscuridad, las pesadillas húmedas que persiguen a tu raza.

A Eragon se le erizó de terror el vello de la nuca.

—¿Qué clase de criaturas son?

—Ni elfos, ni humanos, ni enanos, ni dragones; no son bestias de piel, escamas ni plumas; ni reptiles, ni insectos, ni ninguna otra categoría animal.

Eragon forzó una risotada.

—Entonces, ¿son plantas?

—Tampoco. Ponen huevos para reproducirse, como los dragones. Al nacer, a las crías, o larvas, les crecen exoesqueletos negros que imitan la forma de los humanos. Es una imitación grotesca, pero lo suficientemente convincente para permitir que los Ra’zac se acerquen a sus víctimas sin despertar la alarma. En todas las zonas en que los humanos son débiles, los Ra’zac son fuertes. Pueden ver en una noche lluviosa, seguir un olor como perros de caza, saltan más alto y se mueven más deprisa. Sin embargo, les duele la luz fuerte y tienen un miedo morboso al agua profunda, porque no saben nadar. Su mayor arma es su fétido aliento, que niebla las mentes de los humanos, incapacitándolos en muchos casos, aunque es menos poderosa con los enanos, y los elfos son totalmente inmunes.

Eragon se estremeció al recordar la primera vez que vio a los Ra’zac en Carvahall y cómo se había visto incapaz de huir una vez ellos detectaron su presencia.

—Me sentía como si fuera un sueño en el que quisiera correr, pero no pudiera moverme por mucho que me esforzara.

—Una descripción tan buena como cualquier otra —dijo Oromis—. Aunque los Ra’zac no saben usar la magia, no conviene minusvalorarlos. Si saben que los persigues, en vez de revelarse se mantendrán en las sombras, donde son fuertes, y tramarán para emboscarte como hicieron en Dras–Leona. Ni siquiera la experiencia de Brom le protegió de ellos. Nunca peques de exceso de confianza, Eragon. Nunca te vuelvas arrogante porque en ese momento te descuidarás y tus enemigos se aprovecharán de tu debilidad.

—Sí, Maestro.

Oromis clavó una mirada firme en Eragon.

—Los Ra’zac permanecen como larvas durante veinte años, mientras maduran. En la primera luna llena del vigésimo año, se libran de los exoesqueletos, abren las alas y emergen como adultos para perseguir a todas las criaturas, no sólo a los humanos.

—Entonces, las monturas de los Ra’zac, las que usan para volar, en realidad son…

—Sí, son sus padres.