Nasuada cruzó los brazos sin preocuparse de disimular su impaciencia mientras examinaba a los dos hombres que tenía delante.
El de la derecha tenía un cuello tan grueso que la cabeza se veía obligada a permanecer adelantada, casi en ángulo recto con los hombros, lo cual le daba aspecto de hombre terco y de escasas luces. La gruesa frente y los dos peñascos de pelo apelmazado —tan largo que casi llegaba a taparle los ojos— intensificaban esa sensación, así como sus labios abultados, que adoptaban la forma de una seta rosada, incluso mientras hablaba. Sin embargo, ella sabía que no debía tener en cuenta su aspecto repulsivo. Aunque se alojara en un entorno burdo, la lengua de aquel hombre era hábil como la de un bufón.
El único rasgo identificador del segundo hombre era la palidez de su piel, que ni siquiera se oscurecía bajo el sol de Surda, a pesar de que los vardenos llevaban ya unas cuantas semanas en Aberon, la capital. Por aquel color de piel Nasuada intuyó que el hombre era originario de los límites norteños del Imperio. Sostenía en sus manos una gorra de punto de lana y, de tanto retorcerla, casi la había convertido en una cuerda.
—Tú —le dijo, al tiempo que lo señalaba—. ¿Cuántos pollos dices que te ha matado?
—Trece, señora.
Nasuada fijó de nuevo su atención en el hombre feo.
—Una desgracia, se mire como se mire, maestro Gamble. Y también lo es para ti. Eres culpable de robo y destrucción de la propiedad ajena, y no has ofrecido una recompensa apropiada.
—Nunca lo he negado.
—Sólo me pregunto cómo has podido comerte trece pollos en cuatro días. ¿Nunca tienes bastante, maestro Gamble?
El hombre mostró una sonrisa jocosa y se rascó un lado de la cara. El rasguido de sus uñas sin cortar sobre el rastrojo de barba molestó a Nasuada, quien tuvo que hacer un esfuerzo para no pedirle que parase.
—Bueno, no pretendo faltarle al respeto, señora, pero llenar mi estómago no sería un problema si usted nos alimentara como debe ser, con lo mucho que trabajamos. Soy un hombre grande y necesito llevarme algo de carne a las tripas después de pasarme medio día partiendo piedras con una maza. Hice cuanto pude por resistir a la tentación, sí. Pero tres semanas de raciones pequeñas mientras veía a estos granjeros pasear sus ganados sin compartirlos por mucho que uno se muera de hambre… Bueno, reconozco que eso pudo conmigo. No soy un hombre fuerte en lo que respecta a la comida. Me gusta caliente y me gusta que haya mucha. Y me parece que no soy el único dispuesto a servirse de lo que haya.
«Y ése es el núcleo del problema», reflexionó Nasuada. Los vardenos no podían permitirse alimentar a sus miembros, ni siquiera con la ayuda de Orrin, el rey de Surda. Orrin les había abierto sus erarios, pero se había negado a hacer lo mismo que Galbatorix cuando desplazaba a su ejército por el Imperio: apropiarse de las provisiones de los paisanos sin pagar por ellas. Sin embargo, Nasuada sabía que eran esa clase de actos los que diferenciaban a ella, Orrin, Hrothgar e Islanzadí del despotismo de Galbatorix. «Qué fácil sería cruzar esa frontera sin darse cuenta.»
—Entiendo tus razones, maestro Gamble. Sin embargo, aunque los vardenos no conformamos un país y no respondemos a otra autoridad que la nuestra, eso no te da, ni a ti ni a nadie, derecho a ignorar el imperio de la ley que establecieron mis predecesores y que se observa en Surda. Por lo tanto, te ordeno que pagues una moneda de cobre por cada uno de los pollos que robaste.
Gamble la sorprendió al aceptarlo sin protestar.
—Como usted desee, señora.
—¿Y ya está? —exclamó el hombre pálido. Retorció aun más la gorra—. No es un precio justo. Si los vendiera en cualquier mercado, valdrían…
Nasuada no pudo contenerse más.
—¡Sí! Valdrían más. Pero resulta que yo sé que el maestro Gamble no puede permitirse pagar lo que valen, pues yo misma pago su salario. Igual que el tuyo. Olvidas que si yo decidiera comprar tus aves por el bien de los vardenos, no sacarías más de una moneda de cobre por cada pollo, y eso con suerte. ¿Me has entendido?
—No puede…
—¿Me has entendido?
Al cabo de unos segundos, el hombre pálido cedió y murmuró:
—Sí, señora.
—Muy bien. Podéis retiraros. —Con expresión de sardónica admiración, Gamble se llevó una mano a la frente e hizo una reverencia a Nasuada antes de salir de la habitación de piedra con su amargado oponente—. Vosotros también —dijo ella a los guardias que había a ambos lados de la puerta.
En cuanto se fueron, Nasuada se dejó caer en su silla con un suspiro de cansancio, cogió un abanico y lo agitó cerca de la cara, en un inútil intento de disipar las gotitas de sudor que se le acumulaban en la frente. El calor constante le consumía las fuerzas y convertía hasta el más pequeño esfuerzo en una ardua tarea.
Le daba la impresión de que, incluso si fuera pleno invierno, estaría cansada igualmente. Pese a su familiaridad con los más recónditos secretos de los vardenos, le había costado más de lo que esperaba transportar toda la organización de Farthen Dûr a través de las montañas Beor y llevarla hasta Surda y Aberon. Se estremeció al recordar los largos e incómodos días pasados sobre la silla del caballo. Planificar y ejecutar la partida había resultado extremadamente difícil, como también lo era integrar a los vardenos a su nuevo entorno al mismo tiempo que preparaba un ataque al Imperio. «Mis días no tienen tiempo suficiente para arreglar todos estos problemas», se lamentó.
Al fin, soltó el abanico y accionó el tirador de la campanilla para llamar a su doncella, Farica. El estandarte colgado a la derecha del escritorio de cerezo se agitó al abrirse la puerta que quedaba escondida detrás. Apareció Farica y se quedó junto al codo de Nasuada, con la mirada baja.
—¿Hay más? —preguntó ésta.
—No, señora.
Nasuada procuró que no se notara su alivio. Una vez por semana mantenía una corte abierta para resolver las diversas disputas que se producían entre los vardenos. Cualquiera que se sintiera maltratado podía pedirle audiencia y contar son su intervención. No se le ocurría otra tarea tan difícil e ingrata como aquélla. Como solía decir su padre después de negociar con Hrothgar: «Un buen pacto deja a todos sin energía». Parecía cierto.
Reconcentró su atención en los asuntos pendientes y dijo a Farica:
—Quiero que recoloquen a Gamble. Dale un trabajo en el que su talento con las palabras sirva para algo. Intendente, por ejemplo, siempre y cuando el trabajo esté recompensado con buenas raciones. No quiero verlo otra vez por haber robado.
Farica asintió, se acercó al escritorio y anotó las instrucciones de Nasuada en un pergamino. Ya sólo por esa capacidad era inestimable. La doncella preguntó:
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—En una de las brigadas que trabaja en la cantera.
—Sí, señora. Ah, mientras estaba ocupada, el rey Orrin ha pedido que se reúna con él en su laboratorio.
—¿Qué ha hecho esta vez? ¿Cegarse?
Nasuada se lavó las muñecas y el cuello con agua de lavanda, repasó su cabello en el espejo de plata pulida que le había regalado Orrin y tiró de su vestido hasta que las mangas quedaron rectas.
Satisfecha con su aspecto, salió de sus aposentos seguida por Farica. El sol brillaba tanto que para iluminar el interior del castillo Borromeo no hacían falta antorchas, cuyo calor, por otra parte, habría resultado insoportable. Caían haces de luz desde las almenas y, reflejados en la pared interior del pasadizo, trazaban en el aire barras de polvo dorado a intervalos regulares. Nasuada miró hacia la barbacana por una jamba y vio que unos treinta soldados de caballería de Orrin, con sus trajes de color naranja, iniciaban una de sus incesantes rondas para patrullar los campos que rodeaban Aberon.
«Tampoco servirían de mucho si Galbatorix decidiera atacarnos», pensó con amargura. Lo único que los protegía de ese ataque era el orgullo de Galbatorix y, según las esperanzas de Nasuada, su miedo a Eragon. Todos los líderes eran conscientes del riesgo de usurpación, pero los propios usurpadores estaban doblemente asustados por la amenaza que podía representar un individuo decidido. Nasuada sabía que estaba jugando un juego demasiado peligroso con el loco más poderoso de Alagaësia. Si se equivocaba al juzgar hasta dónde podía presionarlo, ella y el resto de los vardenos serían destruidos, y con ellos cualquier esperanza de poner fin al reinado de Galbatorix.
El fresco olor del castillo le recordaba los tiempos que había pasado allí en su infancia, cuando aún gobernaba el rey Larkin, padre de Orrin. En esa época apenas veía a Orrin. Tenía cinco años más que ella y ya estaba ocupado con sus tareas de príncipe. Ahora, en cambio, Nasuada se sentía a menudo como si fuera ella la mayor.
Al llegar a la puerta del laboratorio de Orrin, tuvo que detenerse y esperar a que sus guardias, que siempre estaban ante la puerta, anunciaran al rey su presencia. Pronto resonó la voz de Orrin en el hueco de la escalera.
—¡Señora Nasuada! Me alegro de que hayas venido. Tengo que enseñarte algo.
Preparándose mentalmente, entró en el laboratorio con Farica. Ante ellos había un laberinto de mesas cargadas con un fantástico despliegue de alambiques, vasos de precipitados y retortas, como un matorral de cristal listo para enganchar sus vestidos en cualquiera de sus múltiples ramitas frágiles. El pesado olor a vapores metálicos aguó los ojos de Nasuada. Alzando los bajos de los vestidos, ella y Farica se abrieron paso en fila de a una hacia el fondo de la sala, pasando junto a relojes de arena y reglas, volúmenes arcanos encuadernados en hierro negro, astrolabios enanos y pilas de prismas fosforescentes de cristal que emitían destellos azules intermitentes.
Encontraron a Orrin junto a un banco de mármol, donde removía un crisol de azogue con un tubo de cristal cerrado por un extremo y abierto por el otro, de al menos un metro de altura pese a que apenas medía unos centímetros de anchura.
—Señor —dijo Nasuada. Como tenía el mismo rango que el rey, se mantuvo erguida mientras Farica hacía una reverencia—. Pareces recuperado de la explosión de la semana pasada.
De buen humor, Orrin hizo una mueca.
—Aprendí que no es inteligente combinar fósforo y agua en un espacio cerrado. El resultado puede ser bastante violento.
—¿Has recuperado del todo el oído?
—No del todo, pero…
Sonriendo como un crío con su primera navaja, prendió una astilla con las ascuas de un brasero, cuya presencia se antojaba insoportable a Nasuada con aquel calor sofocante, llevó la madera en llamas de vuelta al banco y la usó para encender una pipa llena de semillas de cardo.
—No sabía que fumabas.
—En realidad, no fumo —confesó el rey—, pero he descubierto que como el tímpano no se ha soldado del todo, puedo hacer esto… —Aspiró una bocanada e infló las mejillas hasta que una voluta de humo empezó a salir por su oreja izquierda, como una serpiente que abandonara el nido, y se enroscó en torno a su cabeza. Era tan inesperado que Nasuada se echó a reír y, al poco, Orrin se unió a ella, soltando una nube de humo por la boca—. Es una sensación muy peculiar —le explicó—. Al salir, pica un montón.
Nasuada se puso seria de nuevo y preguntó:
—¿Hay algo más que quieras comentar conmigo, señor?
Orrin chasqueó los dedos.
—Claro. —Metió su largo tubo de cristal en el crisol, lo llenó de azogue y luego tapó el extremo abierto con un dedo y se lo mostró a Nasuada—. ¿Estás de acuerdo en que en este tubo sólo hay azogue?
—Lo estoy.
«¿Para esto quería verme?»
—¿Y ahora qué?
Con un rápido movimiento, invirtió el tubo y plantó el extremo abierto dentro del crisol, al tiempo que quitaba el dedo. En vez de derramarse como Nasuada esperaba, el azogue cayó sólo hasta la mitad del tubo, donde se detuvo y conservó la posición. Orrin señaló la sección vacía que quedaba por encima del metal suspendido.
—¿Qué ocupa este espacio? —preguntó.
—Ha de ser aire —afirmó Nasuada.
Orrin sonrió y negó con la cabeza.
—En ese caso, ¿cómo podría el aire cruzar el azogue o desparramarse por el cristal? No hay camino alguno por el que pueda entrar la atmósfera. —Señaló a Farica con un gesto—. ¿Qué opinas tú, doncella?
Farica miró fijamente el tubo, se encogió de hombros y dijo:
—No puede haber nada, señor.
—Ah, eso es exactamente lo que creo: nada. Creo que he resuelto uno de los más antiguos enigmas de la filosofía natural al crear un vacío y demostrar su existencia. Invalida totalmente las teorías de Vacher y significa que, en realidad, Ládin era un genio. Parece que los ojos cegados por una explosión siempre tienen razón.
Nasuada se esforzó por mantener la cordialidad mientras preguntaba:
—Pero ¿para qué sirve?
—¿Servir? —Orrin la miró con genuino asombro—. Para nada, por supuesto. Al menos, no se me ocurre nada. Sin embargo, nos ayudará a comprender la mecánica de nuestro mundo, cómo y por qué ocurren las cosas. Es un descubrimiento asombroso. ¿Quién sabe a qué podría llevarnos? —Mientras hablaba, vació el tubo y lo depositó con cuidado en una caja forrada de terciopelo que contenía otros utensilios igual de delicados—. La perspectiva que me estimula de verdad, en cualquier caso, es la de usar la magia para hurgar en los secretos de la naturaleza. Caramba, ayer mismo, con un solo hechizo, Trianna me ayudó a descubrir dos gases completamente nuevos. Imagínate lo que se podría aprender si se aplicara la magia sistemáticamente a las disciplinas de la filosofía natural. Me estoy planteando aprender magia, si es que tengo el talento necesario y soy capaz de convencer a unos cuantos conocedores para que divulguen sus secretos. Es una pena que tu Jinete, Eragon, no te acompañara hasta aquí. Estoy seguro de que él podría ayudarme.
Nasuada miró a Farica y le dijo:
—Espérame fuera. —La mujer hizo una reverencia y se marchó. Cuando oyó que se cerraba la puerta del laboratorio, dijo—: Orrin, ¿has perdido el sentido?
—¿Qué quieres decir?
—Mientras te pasas el tiempo aquí encerrado con esos experimentos que nadie comprende, y de paso pones en peligro tu bienestar, tu país se tambalea al borde de la guerra. Un millar de asuntos esperan tu decisión, ¿y tú estás aquí echando humo y jugando con azogue?
El rostro de Orrin se endureció.
—Soy muy consciente de mis obligaciones, Nasuada. Tú podrás liderar a los vardenos, pero yo sigo siendo el rey de Surda, y harás bien en recordarlo antes de perderme el respeto. ¿Debo recordarte que vuestra presencia en este santuario depende de que yo mantenga la buena voluntad?
Nasuada sabía que era una vana amenaza: muchos surdanos tenían parientes entre los vardenos, y viceversa. El vínculo era demasiado estrecho para que ninguna de las dos partes abandonara a la otra. No, la verdadera razón para que Orrin se ofendiera era la cuestión de la autoridad. Como era casi imposible mantener grupos amplios de guerreros armados y en guardia durante largos períodos de tiempo —pues la propia Nasuada había aprendido que alimentar a tanta gente inactiva suponía una pesadilla logística—, los vardenos habían empezado a aceptar trabajos, poner granjas en marcha y, en general, integrarse en el país que los acogía. «¿Qué significará eso finalmente para mí? ¿Quedaré como líder de un ejército inexistente? ¿Una generala o consejera a las órdenes de Orrin?» Su posición era precaria. Si se movía demasiado rápido o con demasiada iniciativa, Orrin lo percibiría como una amenaza y se pondría en su contra, sobre todo ahora que ella se adornaba con el brillo de la victoria de los vardenos en Farthen Dûr. Pero si esperaba demasiado, perderían la ocasión de aprovechar la debilidad momentánea de Galbatorix. Su única ventaja sobre el laberinto de obstáculos era el dominio del único elemento que había instigado aquel acto de la representación: Eragon y Saphira.
—No pretendo minar tu autoridad, Orrin —dijo—. Nunca he tenido esa intención y me disculpo si lo ha parecido. —Él inclinó el cuello con un rígido golpe de cabeza. No muy segura de cómo debía continuar, ella apoyó las puntas de los dedos en el borde del banco—. Lo que pasa… es que hay que hacer muchas cosas. Trabajo noche y día, incluso mantengo un cuaderno junto a la cama para tomar notas; y sin embargo, nunca me pongo al día; me siento como si siempre estuviéramos haciendo equilibrios al borde del desastre.
Orrin tomó una mano de mortero ennegrecida por el uso y la rodó entre las palmas de las manos con un ritmo regular e hipnótico.
—Hasta que viniste tú… No, eso no es cierto. Hasta que tu Jinete se materializó y tomó cuerpo entre el éter, como Moratensis en su fuente, yo esperaba llevar la misma vida que llevaron antes mi padre y mi abuelo. O sea, oponerme a Galbatorix en secreto. Debes excusarme si me cuesta un cierto tiempo acostumbrarme a esta nueva realidad.
No podía esperar mayor contrición que aquélla.
—Lo entiendo.
Orrin detuvo por un breve instante el rodar de la mano de mortero.
—Tú acabas de llegar al poder, mientras que yo lo mantengo desde hace años. Si puedo ser arrogante y darte un consejo, he descubierto que es esencial para mi salud mental dedicar una porción del día a mis propios intereses.
—Yo no podría hacerlo —objetó Nasuada—. Cada momento que desperdicio podría ser el momento de esfuerzo necesario para derrotar a Galbatorix.
La mano de mortero se detuvo de nuevo.
—Prestas un mal servicio a los vardenos si insistes en trabajar demasiado. Nadie puede funcionar correctamente sin algo de paz y silencio de vez en cuando. No hace falta que sean largas pausas, sólo cinco o diez minutos. Incluso podrías practicar con el arco, y aun así estarías prestando un servicio a tus objetivos, pero de una manera distinta… Por eso me hice construir este laboratorio. Por eso echo humo y juego con azogue, tal como dices tú… Para no pasarme el resto del día gritando de frustración.
Pese a su reticencia a dejar de ver a Orrin como un holgazán irresponsable, Nasuada no pudo sino reconocer la validez de su argumento.
—No olvidaré tu recomendación.
Al sonreír, él recuperó algo de su anterior buen humor.
—No te pido más.
Ella caminó hacia la ventana, abrió más los postigos y miró hacia Aberon, con los gritos de los mercaderes de rápidos dedos que pregonaban sus mercancías a los inocentes clientes, el apelmazado polvo amarillo que se alzaba por el camino del oeste mientras una caravana llegaba a las puertas de la ciudad, el aire que resplandecía en las tejas de arcilla y acarreaba el aroma de las semillas de cardo e incienso desde el mármol de los templos, y los campos que rodeaban la ciudad como los pétalos abiertos de una flor.
Sin darse la vuelta, preguntó:
—¿Has recibido copias de nuestros últimos informes del Imperio?
—Sí.
Orrin se unió a ella en la ventana.
—¿Qué opinión te merecen?
—Que son demasiado escasos e incompletos para sacar ninguna conclusión significativa.
—Pero es lo mejor que tenemos. Cuéntame tus sospechas, tus intuiciones. Extrapola a partir de los hechos conocidos, como harías si se tratara de uno de tus experimentos. —Sonrió—. Te prometo que no concederé mayor significado a lo que digas.
Tuvo que esperar su respuesta, y cuando al fin llegó, contenía el doloroso peso de la profecía de una maldición.
—Aumento de impuestos, guarniciones vacías, caballos y bueyes confiscados en todo el Imperio… Parece que Galbatorix reúne a sus fuerzas y se prepara para enfrentarse a nosotros, aunque no consigo saber si los preparativos son para defenderse o para atacar. —Un revoloteo de sombras refrescó sus rostros cuando una nube de estorninos cruzó volando la luz del sol—. La cuestión que se debate ahora en mi mente es: ¿cuánto tardará en movilizarse? Porque de eso dependerá la orientación de nuestra estrategia.
—Semanas. Meses. Años. No puedo predecir sus acciones.
Orrin asintió.
—¿Se han ocupado tus agentes de correr la voz acerca de Eragon?
—Sí, aunque cada vez resulta más peligroso. Tengo la esperanza de que si inundamos ciudades como Dras–Leona con rumores sobre la proeza de Eragon, cuando lleguemos a esas ciudades y ellos lo vean se unirán a nosotros por su propia voluntad, con lo cual evitaremos un asedio.
—La guerra no suele ser tan fácil.
Ella dejó pasar el comentario sin contestar.
—¿Y cómo va la movilización de tu ejército? Los vardenos, como siempre, están listos para luchar.
Orrin extendió los brazos en un gesto aplacador.
—Es difícil poner en pie a una nación, Nasuada. Hay nobles a los que debo convencer para que me apoyen, hay que preparar armaduras y armas, reunir provisiones…
—Y mientras tanto, ¿cómo alimento a mi gente? Necesitamos más tierras de las que nos has concedido…
—Bueno, ya lo sé —dijo él.
—… y sólo las podemos conseguir si invadimos el Imperio, salvo que te apetezca que los vardenos se sumen para siempre a Surda. En ese caso, tendrás que encontrar hogares para los miles de personas que me he traído de Farthen Dûr, lo cual no gustará a tus ciudadanos. Cualquiera que sea tu elección, hazla rápido, porque me temo que si sigues dejando que pase el tiempo, los vardenos se desintegrarán y se convertirán en una horda incontrolable. —Intentó que no sonara a amenaza.
A pesar de ello, obviamente a Orrin no le gustó la insinuación. Tensó el labio superior y dijo:
—Tu padre nunca permitió que sus hombres se desmandaran. Confío en que tú tampoco lo harás si deseas seguir siendo la líder de los vardenos. En cuanto a nuestros preparativos, lo que puedo hacer en tan poco tiempo tiene sus límites: tendrás que esperar hasta que estemos listos.
Ella se aferró al alféizar hasta que se le marcaron las venas en las muñecas y las uñas se clavaron en las grietas que quedaban entre las piedras, pero no permitió que la rabia tiñera su voz.
—En ese caso, ¿prestarás más oro o comida a los vardenos?
—No, ya os he dado todo el dinero que podía permitirme.
—Entonces, ¿cómo vamos a comer?
—Sugiero que tú misma consigas fondos.
Furiosa, le dedicó su más amplia y brillante sonrisa y la mantuvo lo suficiente para que él tuviera que moverse, incómodo. Luego hizo una profunda reverencia, como si fuera una sirvienta, sin perder en ningún momento la sonrisa.
—Adiós entonces, señor. Espero que disfrutes tanto del resto del día como de esta conversación.
Orrin masculló una respuesta incomprensible mientras ella se dirigía a la salida del laboratorio. En plena rabia, Nasuada se enganchó la manga derecha en una botella de jade y la tumbó; la piedra se partió y soltó un líquido amarillo que le manchó la manga y empapó la falda. Molesta, agitó la muñeca en el aire sin detenerse.
Farica se unió a ella en la escalera, y atravesaron juntas la maraña de pasadizos que llevaban a los aposentos de Nasuada.