Aunque estaba cansado por el ejercicio del día anterior, Eragon se obligó a levantarse antes del amanecer con la intención de ver dormir a alguno de los elfos. Para él se había convertido en un juego descubrir cuándo se levantaban los elfos, suponiendo que durmieran en algún momento, pues nunca había logrado ver a uno con los ojos cerrados. Aquel día tampoco fue la excepción.
—Buenos días —dijeron Narí y Lifaen desde lo alto.
Eragon alzó la cabeza y vio que cada uno estaba en la copa de un pino, a casi cinco metros de altura. Saltando de rama en rama con elegancia felina, los elfos bajaron a tierra y se pusieron a su lado.
—Estábamos haciendo guardia —explicó Lifaen.
—¿Por qué?
Arya salió de detrás de un árbol y dijo:
—Por mis miedos. Du Weldenvarden tiene muchos misterios y peligros, sobre todo para un Jinete. Llevamos miles de años viviendo aquí, y en algunos lugares quedan viejos hechizos aún activos; la magia impregna el aire, el agua y la tierra. En algunos lugares ha afectado a los animales. A veces aparecen criaturas extrañas deambulando por el bosque, y no todas son amistosas.
—¿Están…?
Eragon se detuvo al notar que el gedwëy ignasia temblaba. El collar con un martillo de plata que le había regalado Gannel se calentó en su pecho, y empezó a notar que el hechizo del amuleto absorbía sus energías.
Alguien estaba intentando invocarlo.
«¿Será Galbatorix?», se preguntó. Agarró el collar y lo puso por fuera de la túnica, dispuesto a arrancárselo de un tirón si se sentía demasiado débil. Desde el otro lado del campamento, Saphira acudió corriendo a su lado y colaboró con sus reservas de energía.
Al cabo de un rato, el calor abandonó el martillo y lo dejó frío al contacto con la piel de Eragon. Éste lo sostuvo sobre la palma de la mano y luego volvió a meterlo bajo la ropa. En ese momento Saphira dijo: Nuestros enemigos nos están buscando.
¿Enemigos? ¿No podría ser alguien de Du Vrangr Gata?
Creo que Hrothgar debió de avisar a Nasuada de que había ordenado a Gannel que te preparase este collar hechizado… Incluso es probable que se le ocurriera a ella misma.
Arya frunció el ceño cuando Eragon le explicó lo que había ocurrido.
—Ahora todavía me parece más importante que lleguemos pronto a Ellesméra para que puedas reemprender tu formación. En Alagaësia las cosas pasan más despacio, y temo que no tengas el tiempo suficiente para tus estudios.
Eragon quería seguir hablando de eso, pero con las prisas por desarmar el campamento perdió la ocasión. En cuanto estuvieron cargadas las canoas y apagado el fuego, siguieron desplazándose hacia arriba por el Gaena.
Apenas llevaban una hora en el agua cuando Eragon notó que el río se ensanchaba y se volvía más profundo. Unos minutos después llegaron a la cascada que esparcía por Du Weldenvarden su característico murmullo vibrante. La catarata tendría unos treinta metros de altura y se despeñaba sobre un acantilado de piedra rematado por un peñasco en lo alto, imposible de escalar.
—¿Cómo pasamos al otro lado?
Ya sentía la fría salpicadura en la cara.
Lifaen señaló hacia la orilla izquierda, a cierta distancia de la cascada, donde se veía un sendero que subía por la empinada cuesta.
—Hemos de llevar a cuestas las canoas y las provisiones durante media legua, hasta que se aclare el río.
Los cinco desataron los fardos que descansaban entre los asientos de las canoas y dividieron las provisiones en montones para metérselas en las bolsas.
—Uf —dijo Eragon al sopesar su carga.
Era casi el doble de lo que solía llevar cuando viajaba a pie.
Podría remontar el río volando… y llevarme toda la carga, propuso Saphira, al tiempo que se arrastraba hasta la orilla enfangada y se sacudía para secarse.
Cuando Eragon repitió su propuesta, Lifaen respondió horrorizado:
—Ni se nos ocurriría usar un dragón como bestia de carga. Sería una deshonra para ti, Saphira; también para Eragon como Shur’tugal. Y pondría en duda nuestra hospitalidad.
Saphira resopló, y de su nariz brotó un penacho de llamas que calentó la superficie del río y creó una nube de vapor. Qué tontería. Alargó una pierna escamosa hacia Eragon, pasó los talones por las correas de las bolsas y despegó hacia las alturas. ¡Pilladme si podéis!
Un repique de risa clara rompió el silencio, como el trino de un ruiseñor. Sorprendido, Eragon se volvió y miró a Arya. Era la primera vez que la oía reír; le encantaba ese sonido. La elfa sonrió a Lifaen:
—Si crees que le puedes decir a un dragón lo que debe y no debe hacer, tienes mucho que aprender.
—Pero la deshonra…
—Si Saphira lo hace por su propia voluntad, no hay deshonra alguna —afirmó Arya—. Bueno, vayámonos sin perder más tiempo.
Con la esperanza de que el esfuerzo no despertara su dolor de espalda, Eragon alzó la canoa con Lifaen y se la echó a los hombros. Tenía que confiar en la guía del elfo durante todo el camino, pues sólo alcanzaba a ver la tierra bajo sus pies.
Una hora más tarde habían llegado a lo alto de la cuesta y siguieron andando más allá de las peligrosas aguas blancas hacia el lugar donde el Gaena parecía de nuevo tranquilo y cristalino. Allí los esperaba Saphira, ocupada en pescar en las aguas poco profundas, hundiendo su cabeza triangular en el agua como una garza.
Arya la llamó y se dirigió a ella y Eragon:
—Detrás del próximo recodo está el lago Ardwen y, en su orilla oeste, Sílthrim, una de nuestras ciudades mayores. Desde allí, una vasta extensión de bosques nos separa de Ellesméra. Cerca de Sílthrim nos encontraremos con muchos elfos. Sin embargo, no quiero que os vean hasta que hayamos hablado con la reina Islanzadí.
¿Por qué?, preguntó Saphira, haciéndose eco de los pensamientos de Eragon.
Con su acento musical, Arya contestó:
—Vuestra presencia representa un cambio grande y terrible para nuestro reino, y esos cambios son peligrosos si no se manejan con cuidado. La reina ha de ser la primera en veros. Sólo ella tiene autoridad y sabiduría para supervisar la transición.
—Hablas de ella con respeto —comentó Eragon.
Al oírle, Narí y Lifaen se quedaron quietos y vigilaron a Arya con mirada atenta. Su rostro empalideció y luego adoptó una pose orgullosa.
—Nos ha liderado bien… Eragon, ya sé que llevas una capa con capucha de Tronjheim. Hasta que nos libremos de posibles observadores, ¿te importa ponértela y mantener la cabeza cubierta para que nadie pueda ver tus orejas redondas y saber que eres humano? —Eragon asintió—. Y tú, Saphira, tienes que esconderte durante el día y desplazarte tras nosotros por la noche. Ajihad me contó que así lo hiciste en el Imperio.
Y lo odié a cada momento, gruñó la dragona.
—Será sólo hoy y mañana. Luego ya estaremos lejos de Sílthrim y no tendremos que preocuparnos por ningún encuentro importante —prometió Arya.
Saphira clavó sus ojos celestes en Eragon. Cuando huimos del Imperio, juré que siempre estaría cerca de ti para protegerte. Cada vez que me voy, pasa algo malo: Yazuac, Daret, Dras–Leona, los esclavistas.
En Teirm no pasó nada.
¡Ya sabes a qué me refiero! Me molesta especialmente dejarte porque no puedes defenderte solo con la espalda lastimada.
Confío en que Arya y los demás me mantendrán a salvo. ¿Tú no?
Saphira dudó. Me fío de Arya. Se ladeó, caminó por la orilla del río, se quedó un momento sentada y luego volvió. Muy bien. Anunció su aceptación a Arya y añadió: Pero sólo esperaré hasta mañana por la noche, por mucho que en ese momento estéis en medio de Sílthrim.
—Lo entiendo —dijo Arya—. Aun así, deberás tener cuidado al volar por la noche, pues los elfos ven con claridad, salvo en la oscuridad total. Si te ven por casualidad, podrían atacarte con magia.
Fantástico, comentó Saphira.
Mientras Orik y los elfos volvían a cargar las canoas, Eragon y Saphira exploraron el bosque en penumbra en busca de un escondrijo aceptable. Escogieron un hoyo seco rodeado de rocas despeñadas y cubierto por un lecho de pinaza que parecía suave al tacto de los pies. Saphira se enroscó en el fondo y asintió. Ya os podéis ir. Estaré bien aquí.
Eragon se abrazó a su cuello, con cuidado de no clavarse sus pinchos, y luego partió con reticencia, sin dejar de mirar atrás. Al llegar al río, se echó por encima la capa antes de reemprender el viaje.
El aire estaba quieto cuando apareció ante su vista el lago Ardwen y, en consecuencia, el vasto manto de agua estaba liso y llano, un espejo perfecto para los árboles y las nubes. La ilusión era tan inmaculada que Eragon se sintió como si mirara por una ventana y viera otro mundo, con la sensación de que si seguían adelante, las canoas caerían sin fin por el cielo reflejado. Se estremeció al pensarlo.
En la brumosa distancia, abundantes botes de corteza de abedul se desplazaban a lo largo de ambas orillas, como zancudos de agua, impulsados a una velocidad increíble por la fuerza de los elfos. Eragon agachó la cabeza y tiró del borde de la capucha para estar seguro de que le tapaba la cara.
Su lazo con Saphira se fue volviendo cada vez más tenue a medida que se iban separando, hasta que apenas los conectaba una brizna de pensamiento. Al anochecer ya no notaba su presencia, por mucho que esforzara al límite la mente. De repente, Du Weldenvarden le pareció más solitario y desolado.
Cuando se cerró la noche, un racimo de luces blancas —instaladas a cualquier altura concebible entre los árboles— brotó un kilómetro y medio más allá. Fantasmagóricas y misteriosas en la noche, las chispas brillaban con el fulgor blanco de la luna.
—Ahí está Sílthrim —dijo Lifaen.
Con un débil chapoteo pasó un barco junto a ellos en dirección contraria, y el elfo que lo dirigía murmuró:
—Kvetha Fricai.
Arya acercó su canoa a la de Eragon.
—Pasaremos aquí la noche.
Acamparon algo alejados del lago, donde la tierra estaba suficientemente seca para poder dormir en ella. Las hordas feroces de mosquitos obligaron a Arya a pronunciar un hechizo protector para que pudieran cenar con relativa comodidad.
Luego los cinco se sentaron en torno al fuego y se quedaron mirando las llamas doradas. Eragon apoyó la cabeza en un árbol y contempló un meteorito que cruzaba el cielo. Estaba a punto de cerrar los párpados cuando le llegó una voz femenina desde los bosques de Sílthrim, un leve susurro que acariciaba el aire en sus oídos, como una pelusa de pluma. Frunció el ceño y estiró el cuerpo con la intención de oír mejor el tenue murmullo.
Como un hilo de humo que se espesa cuando el fuego recién encendido cobra vida, la voz se hizo más fuerte hasta que el bosque entero empezó a susurrar una melodía fascinante y retorcida que oscilaba arriba y abajo con una salvaje sensación de abandono. Más voces se unieron en aquella canción sobrenatural, adornando el tema original con cientos de variaciones. El mismo aire parecía temblar con la textura de aquella música tempestuosa.
La médula de Eragon se estremeció con un sobresalto de euforia y miedo provocado por aquella cadencia fantasiosa; nubló sus sentidos y lo arrastró hacia el terciopelo de la noche. Seducido por las notas fascinantes, se puso en pie de un salto, dispuesto a echar a correr por el bosque hasta que encontrara la fuente de aquellas voces, listo para bailar entre los árboles y el musgo, capaz de cualquier cosa con tal de poderse unir al deleite de los elfos. Sin embargo, antes de que pudiera moverse, Arya lo agarró de un brazo y de un tirón lo encaró a ella.
—¡Eragon! ¡Despéjate la mente! —Él luchó en un inútil intento de soltarse—. ¡Eyddr eyreya onr! —¡Vacía tus oídos!
Todo quedó en silencio, como si se hubiera vuelto sordo. Dejó de resistirse y miró a su alrededor, preguntándose qué había ocurrido. Al otro lado del fuego, Lifaen y Narí forcejeaban en silencio con Orik.
—Dejadme en paz —gruñó Orik.
Lifaen y Narí alzaron las manos y dieron un paso atrás.
—Perdón, Orik–vodhr —dijo Lifaen.
Arya miró hacia Sílthrim.
—He contado mal los días. No quería estar cerca de la ciudad durante el Dagshelgr. Nuestras fiestas saturnales, nuestras celebraciones, son peligrosas para los mortales. Cantamos en el idioma antiguo, y las letras trazan hechizos de pasión y añoranza que resultan difíciles de resistir incluso para nosotros mismos.
Narí se agitó, inquieto.
—Deberíamos estar en algún manglar.
—Cierto —accedió Arya—. Pero cumpliremos con nuestra obligación y esperaremos.
Tembloroso, Eragon se sentó más cerca del fuego y deseó que Saphira estuviera cerca. Estaba seguro de que ella habría protegido su mente de la influencia de la música.
—¿Para qué sirve el Dagshelgr? —preguntó.
Arya se sentó en el suelo junto a él, con sus largas piernas cruzadas.
—Sirve para mantener el bosque sano y fértil. Cada primavera cantamos a los árboles, a las plantas y a los animales. Sin nosotros, Du Weldenvarden sería la mitad de grande. —Como si quisieran reforzar lo que acababa de decir, pájaros, ciervos, ardillas rojas y grises, tejones rayados, zorros, conejos, lobos, ranas, sapos, tortugas y todos los demás animales cercanos abandonaron sus escondrijos y echaron a correr alocados entre una cacofonía de chillidos y aullidos—. Buscan pareja —explicó Arya—. Por todo Du Weldenvarden, en todas nuestras ciudades, los elfos cantan esta canción. Cuantos más participan, más fuerte es el hechizo y más se agrandará Du Weldenvarden ese año.
Eragon echó las manos hacia atrás al ver que un trío de erizos pasaban lentamente junto a su muslo. Todo el bosque vibraba con el ruido. «He entrado en la tierra de los cuentos de hadas», pensó mientras se rodeaba con los brazos.
Orik se acercó al fuego y alzó la voz por encima del clamor.
—Por mi barba y mi hacha, no permitiré que la magia me controle en contra de mi voluntad. Si vuelve a ocurrir, Arya, juro por la faja de piedra de Helzvog que regresaré a Farthen Dûr y tendrás que enfrentarte a la ira del Dûrgrimst Ingeitum.
—No era mi intención que experimentaras el Dagshelgr —dijo Arya—. Te pido perdón por mi error. De todos modos, aunque os estoy protegiendo del hechizo, no podéis evitar la magia en Du Weldenvarden. Lo impregna todo.
—Mientras no me enloquezca la mente…
Orik meneó la cabeza y toqueteó el mango de su hacha mientras miraba a las bestias sombrías que atestaban la oscuridad, más allá de la luz de la fogata.
Esa noche no durmió nadie. Eragon y Orik permanecieron despiertos por el estruendo aterrador y por los animales que pasaban en todo momento junto a sus tiendas; los elfos, porque seguían escuchando la canción. A Lifaen y Narí les dio por caminar trazando círculos interminables, mientras que Arya se quedó mirando fijamente en dirección a Sílthrim con expresión de ansia, la parda piel de los pómulos tensa y tirante.
Cuando llevaban cuatro horas de ruido y movimiento, Saphira descendió en picado del cielo, con un extraño brillo en los ojos. El bosque está vivo —dijo—. Y yo estoy viva. Mi sangre arde como nunca. Arde como la tuya cuando piensas en Arya. ¡Ahora… lo entiendo!
Eragon le apoyó una mano en un hombro y notó los temblores que recorrían su cuerpo; los costados vibraban mientras tarareaba la música. Saphira se aferró a la tierra con sus zarpas de marfil, los músculos encogidos y tensos en un supremo esfuerzo por permanecer quieta. La punta de la cola se agitaba como si estuviera a punto de saltar.
Arya se levantó y se unió a Eragon, al otro lado de Saphira. La elfa apoyó también una mano en el hombro de la dragona, y los tres se enfrentaron a la oscuridad, unidos por una cadena viva.
Cuando rompió el alba, lo primero que observó Eragon fue que todos los árboles tenían brotes de agujas verdes en la punta de las ramas. Se inclinó, examinó los zarzales de perlilla que había a sus pies y descubrió que todas las plantas, ya fueran grandes o pequeñas, habían crecido durante la noche. El bosque vibraba por la plenitud de sus colores; todo estaba lustroso, fresco y limpio. Olía como si acabara de llover.
Saphira se sacudió junto a Eragon y dijo: Ha pasado la fiebre; vuelvo a ser yo misma. He sentido unas cosas… Era como si el mundo naciera de nuevo y yo ayudara a crearlo con el fuego de mis extremidades.
¿Cómo estás? Por dentro, quiero decir.
Necesitaré algo de tiempo para entender lo que he sentido.
Como había cesado la música, Arya retiró el hechizo que protegía a Eragon y Orik. Luego dijo:
—Lifaen. Narí. Id a Sílthrim y conseguid caballos para los cinco. No podemos ir andando desde aquí hasta Ellesméra. De paso, avisad a la capitana Damítha que Ceris necesita refuerzos.
Narí hizo una reverencia.
—¿Y qué le decimos cuando pregunte por qué hemos abandonado nuestro puesto de vigilancia?
—Decidle que ha ocurrido lo que en otro tiempo esperó y temió; que el wyrm se ha mordido la cola. Lo entenderá.
Los dos elfos partieron hacia Sílthrim después de sacar las provisiones de los botes. Tres horas después, Eragon oyó el crujido de una ramita y, al alzar la mirada, vio que regresaban por el bosque montados en orgullosos sementales blancos y llevaban otros cuatro caballos idénticos detrás. Las magníficas bestias se movían entre los árboles con extraño sigilo, y sus pelajes brillaban en la penumbra esmeralda. Ninguno de ellos llevaba silla o arnés.
—Blöthr, blöthr —murmuró Lifaen.
Su corcel se detuvo y hurgó la tierra con sus oscuras pezuñas.
—¿Todos vuestros caballos son tan nobles como éstos? —preguntó Eragon.
Se acercó a uno con cautela, asombrado por su belleza. Los animales eran apenas unos pocos palmos más altos que un poni, de modo que les resultaba fácil abrirse camino entre los troncos cercanos. No parecía que Saphira les diera miedo.
—No todos —se rió Narí, meneando su cabellera plateada—, pero sí la mayoría. Hace muchos siglos que los criamos.
—¿Cómo se supone que he de montarlo?
—Los caballos de los elfos —explicó Arya— responden instantáneamente a las ordenes pronunciadas en el idioma antiguo; dile adónde quieres ir y te llevará. Pero no lo maltrates con golpes o malas palabras, porque no son esclavos nuestros, sino amigos y socios. Cargan contigo sólo mientras lo consientan; montar en uno de ellos es un gran privilegio. Yo sólo pude salvar el huevo de Saphira de Durza porque nuestros caballos entendieron que pasaba algo raro y se detuvieron para no caer en su emboscada… No te dejarán caer salvo que tú mismo te tires deliberadamente, y tienen mucha habilidad para escoger el sendero más rápido y seguro en tierras traicioneras. Los Feldûnost de los enanos son iguales.
—Tienes razón —gruñó Orik—. Un Feldûnost es capaz de subirte y bajarte por un acantilado sin un solo rasguño. Pero ¿cómo vamos a llevar la comida y todo lo demás sin alforjas? No voy a montar cargado con una mochila.
Lifaen soltó un montón de bolsas de cuero a los pies de Orik y señaló al sexto caballo.
—Ni falta que hace.
Les costó una hora preparar las provisiones en las bolsas y cagarlas en una pila abultada sobre la grupa del caballo. Luego, Narí explicó a Eragon y Orik las palabras que podían usar para dirigir a los caballos:
—«Gánga fram» para ir adelante; «blöthr» para parar; «hlaupa» si necesitas correr y «gánga aptr» para ir hacia atrás. Podréis dar instrucciones más precisas si aprendéis más del antiguo idioma. —Acompañó a Eragon hasta un caballo y le dijo—: Éste es Folkvír. Enséñale una mano.
Eragon lo hizo, y el caballo resopló con las fosas nasales bien abiertas. Folkvír olisqueó la palma de la mano de Eragon, luego la tocó con el morro y le permitió acariciarle el grueso cuello.
—Bien —dijo Narí.
Luego repitió la misma operación con Orik y el siguiente caballo.
Cuando Eragon montó en Folkvír, Saphira se acercó. Eragon la miró y notó que seguía inquieta por lo que había ocurrido durante la noche.
Un día más, le dijo.
Eragon… —La dragona hizo una pausa—. Mientras estaba bajo el hechizo de los elfos, se me ocurrió algo; algo que siempre me había parecido poco importante, pero ahora me crece por dentro como una montaña de terror negro: toda criatura, no importa cuán pura o monstruosa sea, tiene una pareja de su misma especie. Sin embargo, yo no la tengo.
—Se estremeció y cerró los ojos—. En ese sentido, estoy sola.
Aquella afirmación recordó a Eragon que apenas tenía ocho meses de vida. Por lo general, no se le notaba la edad por la influencia de los instintos y recuerdos heredados, pero en aquella cuestión tenía aun menos experiencia que él, con sus leves aproximaciones al romance en Carvahall y Tronjheim. La pena invadió a Eragon, pero la reprimió antes de que pudiera colarse en su conexión mental. Saphira hubiera despreciado esa emoción: no servía para resolver su problema, ni la haría sentirse mejor. Por eso dijo: Galbatorix todavía tiene dos huevos de dragón. En nuestra primera audiencia con Hrothgar dijiste que querías rescatarlos. Si podemos…
Saphira resopló con amargura. Podría costar años, y aunque consiguiéramos recuperar los huevos, no tengo ninguna garantía de que vayan a salir del cascarón, ni de que sean machos, ni de que alguno sea mi pareja. El destino ha abandonado mi raza a la extinción. Soltó un latigazo frustrado con la cola y partió en dos un pimpollo. Parecía peligrosamente a punto de echarse a llorar.
¿Qué te puedo decir? —preguntó Eragon, inquieto por su desánimo—. No debes renunciar a la esperanza. Queda una oportunidad de que encuentres pareja, pero has de tener paciencia. Incluso si no funciona lo de los huevos de Galbatorix, en algún otro lugar del mundo debe de haber dragones, igual que humanos, elfos y úrgalos. En cuanto nos libremos de nuestras obligaciones, te ayudaré a buscarlos. ¿De acuerdo?
De acuerdo —resopló ella. Echó la cabeza hacia atrás y soltó una vaharada de humo blanco que se dispersó entre las ramas—. Ya sé que no debería dejar que las emociones se apoderen de mí.
Tonterías. Para no sentirte así, tendrías que ser de piedra. Es perfectamente normal… Pero prométeme que no te regodearás en eso mientras estés sola.
Ella fijó en él un gigantesco ojo de zafiro. No lo haré. Eragon sintió la calidez en sus entrañas al percibir que Saphira le agradecía la tranquilidad y el compañerismo. Inclinándose desde la grupa de Folkvír, le apoyó una mano en la áspera mejilla y la dejó allí un momento. Venga, pequeñajo, —murmuró ella—. Te veo luego.
Eragon odiaba dejarla en ese estado. Con cierta reticencia, se adentró en el bosque con Orik y los elfos en dirección al oeste, al corazón de Du Weldenvarden. Después de darle vueltas durante una hora al dilema de Saphira, se lo mencionó a Arya.
Unas débiles arrugas recorrieron el ceño fruncido de Arya.
—Es uno de los peores crímenes de Galbatorix. No sé si hay alguna solución, pero podemos tener esperanza. Hemos de tenerla.