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El valle se fue ensanchando a lo largo de la mañana a medida que las balsas avanzaban hacia un luminoso hueco entre dos montañas. Llegaron a la abertura a mediodía y se encontraron mirando desde las sombras una soleada pradera que se extendía hacia el norte.

Luego la corriente los empujó más allá de los peñascos, y los muros del mundo se retiraron para revelar un cielo gigantesco y un horizonte liso. Casi de inmediato se calentó el aire. El Az Ragni se curvó hacia el este, recortando las laderas de la cadena montañosa por un lado y las llanuras por el otro.

Aquella cantidad de espacio abierto parecía inquietar a los enanos. Empezaron a murmurar entre ellos, y miraban con añoranza la fisura cavernosa que dejaban atrás.

A Eragon la luz del sol le pareció vigorizante. Era difícil sentirse verdaderamente despierto cuando tres cuartas partes del día transcurrían bajo el crepúsculo. Detrás de su balsa, Saphira abandonó el agua y echó a volar por la pradera hasta que su figura menguó y se convirtió en una manchita agitada en la bóveda celeste.

¿Qué ves?, le preguntó Eragon.

Veo grandes rebaños de gacelas al norte y al este. Al oeste, el desierto de Hadarac. Eso es todo.

¿Nada más? ¿Ni úrgalos, ni esclavistas, ni nómadas?

Estamos solos.

Aquella tarde, Thorv escogió una pequeña caleta para acampar. Mientras Dûthmér preparaba la cena, Eragon despejó un espacio junto a su tienda, desenfundó a Zar’roc y adoptó la postura de preparación que le había enseñado Brom la primera vez que se entrenaron juntos. Eragon sabía que tenía mucha desventaja con respecto a los elfos y no tenía intención de llegar a Ellesméra desentrenado.

Con una lentitud exasperante, alzó a Zar’roc por encima de la cabeza y la bajó con las dos manos, como si quisiera partirle el yelmo a un enemigo. Mantuvo la postura un segundo. Manteniendo un control absoluto sobre el movimiento, pivotó hacia la derecha —mostrando la punta de Zar’roc para bloquear un golpe imaginario— y luego se quedó quieto, con los brazos rígidos.

Con el rabillo del ojo vio que Orik, Arya y Thorv lo miraban. Los ignoró y se concentró sólo en el filo de rubí que sostenían sus manos; lo aguantó como si fuera una serpiente que pudiera retorcerse para librarse de su agarre y morderle el brazo.

Se dio la vuelta de nuevo e inició una serie de figuras, fluyendo de una a otra con una disciplinada facilidad a medida que aumentaba gradualmente la velocidad. En su mente, ya no estaba en la sombría caleta, sino rodeado de un grupo de úrgalos y kull feroces. Esquivaba y tajaba, desviaba, contraatacaba, saltaba a un lado y clavaba en un remolino de actividad. Peleaba con energía mecanizada, como había hecho en Farthen Dûr, sin pensar en la salvaguarda de su propia carne, acosando y partiendo a sus enemigos imaginarios.

Giró a Zar’roc en el aire —con la intención de pasar la empuñadura de una mano a otra— y tuvo que soltarla porque una línea dentada de dolor le recorrió la espalda. Se tambaleó y cayó. Por encima de su cabeza alcanzó a oír el parloteo de Arya y los enanos, pero sólo pudo ver una constelación de centellas rojizas y brumosas, como si alguien hubiera cubierto el mundo con un velo ensangrentado. No existía más sensación que el dolor. Borraba cualquier otro pensamiento, cualquier razonamiento, para dejar sólo un animal feroz que aullaba para que lo soltaran.

Cuando Eragon se recuperó lo suficiente para saber dónde estaba, entendió que lo habían metido en su tienda y envuelto con mantas bien prietas. Arya estaba sentada a su lado, y la cabeza de Saphira asomaba por la entrada.

¿He estado inconsciente mucho tiempo?, preguntó.

Un poco. Al final has dormido un rato. He intentado sacarte de tu cuerpo para meterte en el mío y refugiarte del dolor, pero no había mucho que hacer con tu subconsciente.

Eragon asintió y cerró los ojos. Todo su cuerpo palpitaba. Respiró hondo, miró a Arya y preguntó en voz baja:

—¿Cómo puedo entrenarme? ¿Cómo puedo luchar o usar la magia? Soy un jarrón roto.

Al hablar, la edad le ensombrecía la cara.

Arya contestó con la misma suavidad:

—Puedes sentarte y mirar. Puedes escuchar. Puedes leer. Y puedes aprender.

A pesar de sus palabras, Eragon notó una pizca de incertidumbre, o incluso de miedo, en su voz. Se puso de lado para no mirarla a los ojos. Le daba vergüenza que lo viera tan impotente.

—¿Cómo me hizo esto Sombra?

—No tengo respuestas, Eragon. No soy la elfa más sabia, ni la más fuerte. Todos hacemos lo que podemos, y nadie te puede culpar por ello. Tal vez el tiempo cure tu herida.

—Arya le tocó la frente con sus dedos y murmuró—: Sé mor’ranr ono finna. —Luego abandonó la tienda.

Eragon se sentó e hizo una mueca al estirar los músculos de la espalda. Se miró las manos, pero no las veía. Me pregunto si a Murtagh le dolía tanto la cicatriz como a mí.

No lo sé, contestó Saphira.

Siguió un silencio mortal. Luego: Tengo miedo.

¿Por qué?

Porque… —Dudó—. Porque no puedo hacer nada para prevenir otro ataque. No sé cuándo ni dónde ocurrirá, pero sé que es inevitable. Así que espero y en todo momento temo que si levanto algo demasiado pesado, o si me estiro de mala manera, vuelva el dolor. Mi propio cuerpo se ha convertido en un enemigo.

Saphira soltó un profundo murmullo. Yo tampoco tengo respuestas. La vida está hecha de dolor y de placer a la vez. Si éste es el precio que has de pagar por las horas de disfrute, ¿te parece demasiado caro?

, contestó Eragon con brusquedad. Retiró las mantas y salió deprisa, tambaleándose hasta el centro del campamento, donde Arya y los enanos estaban sentados en torno a una fogata.

—¿Queda comida? —preguntó.

Dûthmér llenó un cuenco y se lo pasó sin decir palabra. Con expresión deferente, Thorv le preguntó:

—¿Estás mejor ahora, Asesino de Sombra?

Él y los demás enanos parecían asombrados por lo que habían visto.

—Estoy bien.

—Llevas una carga muy pesada, Asesino de Sombra.

Eragon frunció el ceño y echó a caminar abruptamente hacia el límite de las tiendas, donde se sentó en la oscuridad. Notaba la presencia cercana de Saphira, pero la dragona lo dejó en paz. Maldijo en voz baja y clavó la cuchara en el guiso de Dûthmér con una rabia sorda.

Justo cuando daba un mordisco, Orik, a su lado, le dijo:

—No deberías tratarlos así.

Eragon fulminó el rostro ensombrecido de Orik con la mirada.

—¿Qué?

—Thorv y sus hombres han venido para protegeros a ti y a Saphira. Morirán por vosotros si es necesario y confían en que les proveas de un entierro sagrado. Debes recordarlo.

Eragon contuvo una respuesta ruda y clavó la mirada en la negra superficie del río —siempre en movimiento, nunca detenido— con la intención de calmarse.

—Tienes razón. Me he dejado llevar por el temperamento.

Los dientes de Orik brillaron en la oscuridad cuando sonrió:

—Es una lección que todo jefe debe aprender. A mí me la enseñó Hrothgar a golpes cuando le tiré una bota a un enano que se había dejado la alabarda en un lugar donde cualquiera podía pisarla.

—¿Acertaste?

—Le partí la nariz —se rió Orik.

A pesar de su enfado, Eragon se rió también.

—Recordaré que no debo hacerlo.

Sostenía el cuenco con las dos manos para que no se enfriara. Oyó un tintineo metálico porque Orik estaba sacando algo de una bolsa.

—Toma —dijo el enano, al tiempo que soltaba en la palma de la mano de Eragon unos anillos de oro entrelazados—.

Es un juego que usamos para hacer pruebas de inteligencia y habilidad. Hay ocho cintas. Si las dispones del modo adecuado, forman un solo anillo. A mí me resulta útil para distraerme cuando estoy preocupado.

—Gracias —murmuró Eragon, ya embelesado por la complejidad de aquella prueba reluciente.

—Si consigues montarlo, te lo puedes quedar.

Al volver a la tienda, Eragon se tumbó boca abajo y estudió los anillos a la escasa luz que se colaba por la entrada. Cuatro cintas enroscadas a otras cuatro. Todas eran suaves por la mitad inferior y tenían una masa asimétrica y retorcida en la superior, por donde se encajaban con las demás piezas.

Tras probar unas cuantas combinaciones, se frustró enseguida por una sencilla razón: parecía imposible separar los dos grupos de cintas en paralelo de tal modo que pudieran quedar todas planas.

Absorbido por el reto, olvidó el terror que acababa de soportar.

Eragon se despertó justo antes del amanecer. Se frotó los ojos para sacudirse el sueño, salió de la tienda y estiró la musculatura. Su respiración se volvía blanca bajo el fresco aire de la mañana. Saludó con una inclinación de cabeza a Shrrgnien, que mantenía la guardia junto al fuego, y luego caminó hacia la orilla del río y se lavó la cara, pestañeando bajo la impresión del agua fría.

Localizó a Saphira con su mente, se ató a Zar’roc a la cintura y se dirigió hacia ella entre las hayas que flanqueaban el Az Ragni. Al poco rato las manos y la cara de Eragon estaban cubiertas de rocío por un enmarañado muro de zarzales de capulí que le obstaculizaba el camino. Con esfuerzo, se abrió paso entre el nudo de ramas y salió a la llanura silenciosa. Una colina redonda se alzaba ante él. En su cresta estaban Saphira y Arya, como dos estatuas. Miraban al este, donde un brillo líquido se alzaba hacia el cielo y teñía de ámbar la pradera.

Cuando la claridad iluminó a las dos figuras, Eragon recordó que Saphira se había puesto a mirar la salida del sol desde su cama apenas cuatro horas después de nacer. Era como un halcón o un gavilán, con aquellos ojos duros y centelleantes bajo la frente huesuda, el duro arco del cuello y la fibrosa fuerza grabada en todas las líneas de su cuerpo. Era una cazadora y estaba dotada de toda la salvaje belleza que eso implicaba. Los rasgos angulosos de Arya y su agilidad de pantera encajaban a la perfección al lado de la dragona. No había ninguna discrepancia en sus comportamientos, mientras permanecían bajo los primeros rayos del alba.

Un cosquilleo de asombro y alegría recorrió la columna de Eragon. Como Jinete, aquél era su lugar. De todas las cosas que había en Alagaësia, él había tenido la suerte de verse unido a aquello. El asombro llevó lágrimas a sus ojos y le provocó una sonrisa salvaje de puro júbilo que disipó todas las dudas y los miedos con la pujanza de su pura emoción.

Sin perder la sonrisa, ascendió a la cumbre, ocupó su lugar al lado de Saphira y juntos contemplaron la llegada del nuevo día.

Arya lo miró. Eragon le sostuvo la mirada, y algo se sacudió en su interior. Se puso rojo sin saber por qué y sintió una repentina conexión con ella, una sensación de que ella lo entendía mejor que nadie, aparte de Saphira. Su reacción lo dejó confundido, pues nadie le había afectado antes de esa manera.

Durante el resto del día, Eragon sólo tuvo que volver a pensar en aquel momento para recuperar la sonrisa y notar en las entrañas un remolino de extrañas sensaciones que no lograba identificar. Se pasó la mayor parte del tiempo sentado, con la espalda apoyada en la cabina de la balsa, trabajando con el anillo de Orik y viendo pasar el cambiante paisaje.

Hacia el mediodía pasaron por la boca del valle, y otro río se fundió con el Az Ragni, que dobló su tamaño y su velocidad de tal modo que las orillas ya quedaron separadas por más de un kilómetro y medio. Lo único que podían hacer los enanos era evitar que las balsas fueran arrastradas como pecios de un naufragio ante la inexorable corriente, para no chocar con los troncos que de vez en cuando aparecían flotando.

Casi dos kilómetros después de que se unieran los dos ríos, el Az Ragni enfiló hacia el norte y pasó junto a una cumbre solitaria coronada por las nubes, que se alzaba aparte del cuerpo central de la cadena de las Beor, como una gigantesca torre erguida para mantener la vigilancia sobre las llanuras.

Los enanos hicieron una reverencia al pico nada más verlo, y Orik le contó a Eragon:

—Es Moldûn el Orgulloso. Es la última montaña verdadera que veremos durante el viaje.

Cuando amarraron las balsas para pasar la noche, Eragon vio que Orik desenvolvía una larga caja negra incrustada con madreperlas, rubíes y trazos curvos de plata. Orik accionó un broche y luego alzó la tapa para descubrir un arco sin encordar, encajado en terciopelo rojo. Los brazos del arco parecían de ébano, y sobre ese fondo se habían grabado complejas figuras de parras, flores, animales y runas, todas ellas del más fino oro. Era un arma tan lujosa que Eragon se preguntó cómo podía alguien atreverse a usarla.

Orik encordó el arco. Era casi tan alto como él, aunque para las medidas de Eragon correspondía al tamaño del arco de un niño. Dejó a un lado la caja y dijo:

—Me voy a buscar comida fresca. Volveré dentro de una hora.

Dicho eso, desapareció entre la maleza. Thorv emitió un gruñido de desaprobación, pero no hizo nada por detenerlo.

Cumpliendo su palabra, Orik regresó con una brazada de ocas de cuello largo.

—He encontrado una bandada descansando en un árbol —dijo, al tiempo que le lanzaba las aves a Dûthmér.

Cuando Orik sacó de nuevo la caja enjoyada, Eragon le preguntó:

—¿De qué madera está hecho tu arco?

—¿Madera? —Orik se rió y negó con la cabeza—. No se puede hacer un arco de este tamaño con madera y lanzar una flecha a más de veinte metros: se rompería, o cedería por la presión de la cuerda a los pocos disparos. No, este arco es de cuerno de úrgalo.

Eragon lo miró con suspicacia, convencido de que el enano pretendía engañarle.

—El cuerno no es lo suficientemente flexible y elástico para hacer un arco.

—Ah —se rió Orik—. Eso es porque hay que saber cómo tratarlo. Primero aprendimos a hacerlo con los cuernos de Feldûnost, pero no van tan bien como los de los úrgalos. Hay que cortar el cuerno a lo largo, y luego se va recortando la corteza exterior hasta que tiene el espesor apropiado. El resultado es una cinta que se hierve para alisarla y se lija para darle forma antes de engancharla al interior de una cuaderna de fresno con un pegamento que se obtiene mezclando escamas de peces y piel del paladar de una trucha. Luego se cubre la parte trasera de la cuaderna con múltiples capas de tendones: así se da flexibilidad al arco. El último paso es la decoración. Todo el proceso puede durar casi una década.

—Nunca había oído hablar de un arco hecho de esta manera —dijo Eragon. Hacía que su propia arma pareciera poco más que una ramita burdamente recortada—. ¿Qué distancia alcanzan las flechas?

—Pruébalo tú mismo —dijo Orik.

Dejó que Eragon cogiera el arco, y éste lo sostuvo con cautela por miedo a dañar los acabados. Orik sacó una flecha de su aljaba y se la pasó.

—De todos modos, me deberás una flecha.

Eragon encajó la flecha en la cuerda, apuntó por encima del Az Ragni y la tensó. El arco tensado medía poco más de medio metro, pero le sorprendió descubrir que pesaba mucho más que el suyo; apenas alcanzaba a sostener la cuerda con todas sus fuerzas. Soltó la flecha, que desapareció con un tañido y reapareció al poco, muy lejos, por encima del río. Eragon contempló asombrado cómo caía en mitad del curso del Az Ragni, salpicando agua.

De inmediato sobrepasó la barrera de su mente para recurrir a la ayuda de la magia y dijo:

—Gath sem oro um lam iet. —Al cabo de unos segundos, la flecha voló hacia atrás por el aire para aterrizar en su mano abierta—. Y aquí tienes —añadió— la flecha que te debo.

Orik se golpeó el pecho con un puño y luego tomó la flecha y el arco con evidente placer.

—¡Maravilloso! Así sigo teniendo la docena completa. Si no, hubiera tenido que esperar hasta Hedarth para recargar la munición.

Desencordó con destreza el arco, lo guardó en la caja y luego envolvió ésta con trapos suaves para protegerla.

Eragon vio que Arya estaba mirando. Le preguntó:

—¿Los elfos también usáis arcos de cuerno? Eres muy fuerte. Un arco de madera hecho para ti tendría que ser muy pesado y se rompería.

—Nosotros elaboramos nuestros arcos cantando a los árboles que no crecen —contestó Arya. Y se alejó.

Durante días enteros se deslizaron entre campos de hierba invernal mientras las Beor desaparecían en la brumosa muralla blanca que iban dejando atrás. A menudo en las orillas aparecían grandes rebaños de gacelas y de pequeños cervatillos rojos que los miraban con sus ojos acuosos.

Ahora que ya no los amenazaban los Fanghur, Eragon volaba casi constantemente con Saphira. Desde antes de Gil’ead no habían tenido ocasión de pasar tanto rato en el aire, y se aprovecharon de ello. Además, Eragon agradecía la oportunidad de escaparse de la atestada cubierta de la balsa, donde se sentía incómodo por la cercanía de Arya.