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«El Imperio ha violado mi hogar.»

Eso pensaba Roran mientras escuchaba los angustiados gemidos de los hombres heridos en la batalla de la noche anterior contra los Ra’zac y los soldados. Roran se estremeció de miedo y rabia hasta que todo su cuerpo quedó consumido por unos escalofríos febriles que le incendiaban las mejillas y lo dejaban sin aliento. Y estaba triste, tan triste… Como si las maldades de los Ra’zac hubieran destruido la inocencia del hogar de su infancia.

Dejó que Gertrude, la sanadora, atendiera a los heridos y se dirigió a casa de Horst. No pudo evitar fijarse en las barricadas improvisadas que llenaban los huecos entre los edificios: tablones, barriles, montones de piedras, los astillados maderos de los dos carros destrozados por los explosivos de los Ra’zac. Todo parecía lamentablemente frágil.

Las pocas personas que se movían por Carvahall tenían la mirada vidriosa de impresión, dolor y extenuación. Roran también estaba cansado, más de lo que recordaba haber estado jamás. Llevaba dos noches sin dormir, y le dolían los brazos y la espalda por la pelea.

Entró en casa de Horst y vio a Elain de pie junto a la puerta que llevaba al comedor, escuchando el fluir regular de conversaciones que salían de dentro. Elain le hizo un gesto para que se acercara.

Tras rechazar el contraataque de los Ra’zac, los miembros más prominentes de Carvahall se habían encerrado con la intención de decidir qué debía hacer el pueblo y si había que castigar a Horst y sus aliados por haber iniciado las hostilidades. El grupo llevaba casi toda la mañana deliberando.

Roran echó un vistazo a la sala. Sentados en torno a una mesa grande estaban Birgit, Loring, Sloan, Gedric, Delwin, Fisk, Morn y otros más. Horst presidía la reunión en la cabecera de la mesa.

—¡…y yo digo que ha sido estúpido y temerario! —exclamaba Kiselt apoyado en sus huesudos codos—. No tenías ninguna razón para poner en peligro…

Morn agitó una mano en el aire.

—De eso ya hemos hablado. No tiene sentido discutir si se debería haber hecho lo que ya está hecho. Da la casualidad de que yo estoy de acuerdo. Quimby era tan amigo mío como de cualquier otro, y me estremezco sólo de pensar en lo que le harían esos monstruos a Roran. Pero… lo que quiero saber es cómo podemos salir de este apuro.

—Fácil. Matamos a los soldados —ladró Sloan.

—¿Y luego, qué? Vendrán más hombres, y terminaremos nadando en un mar de túnicas encarnadas. Ni siquiera entregar a Roran serviría de nada; ya oísteis lo que dijo el Ra’zac. Si entregamos a Roran, nos matarán, y si no, nos convertirán en esclavos. Tal vez no opinéis lo mismo que yo; pero, por mi parte, prefiero morir que pasar el resto de mi vida como esclavo. —Morn meneó la cabeza, con los labios prietos en una fina línea de amargura—. No podemos sobrevivir.

Fisk se inclinó hacia delante.

—Podríamos irnos.

—No tenemos adónde ir —respondió Kiselt—. Estamos arrinconados contra las Vertebradas, los soldados han cortado el camino y tras ellos está todo el Imperio.

—Todo por tu culpa —gritó Thane, agitando un dedo tembloroso en dirección a Horst—. Incendiarán nuestras casas y matarán a nuestros niños por tu culpa. ¡Por tu culpa!

Horst se levantó tan deprisa que la silla cayó hacia atrás.

—¿Qué se ha hecho de tu honor, hombre? ¿Vas a dejar que se nos coman sin pelear?

—Sí, si lo contrario implica suicidarse.

Thane fulminó a los presentes con la mirada y luego salió como una centella, pasando junto a Roran. El puro y auténtico miedo contorsionaba su rostro.

Gedric vio a Roran y lo invitó a entrar por gestos.

—Ven, ven, te estábamos esperando.

Roran entrelazó las manos en torno a la nuca y se enfrentó a todas aquellas duras miradas.

—¿En qué puedo ayudar?

—Creo —dijo Gedric— que estamos todos de acuerdo en que, a estas alturas, no serviría de nada entregarte al Imperio. Tampoco tiene sentido discutir si lo haríamos en caso contrario. Lo único que podemos hacer es prepararnos para otro ataque. Horst forjará puntas de lanza y, si le da tiempo, otras armas, y Fisk está de acuerdo en preparar escudos. Por suerte, su carpintería no ardió. Y alguien tiene que vigilar nuestras defensas. Nos gustaría que fueras tú. Tendrás mucha ayuda.

Roran asintió.

—Lo haré lo mejor que pueda.

Al lado de Morn, Tara se levantó, imponente junto a su marido. Era una mujer alta, con el cabello negro salpicado de gris y unas manos fuertes tan capaces de retorcer el cuello de un pollo como de separar a dos hombres en plena pelea.

—Espero que así sea, Roran —dijo—. Porque si no, habrá más funerales. —Luego se volvió hacia Horst—. Antes de seguir, hemos de enterrar a los hombres. Y tendríamos que enviar a los niños a algún lugar seguro, quizás a la granja de Cawley, en el arroyo de Nost. Elain, tú también deberías ir.

—No pienso abandonar a Horst —respondió Elain con calma.

Tara se indignó:

—Éste no es lugar para una embarazada de cinco meses. Correteando así de un sitio a otro, perderás a tu hijo.

—Me perjudicaría más preocuparme sin saber qué ha pasado que quedarme aquí. Ya he tenido hijos; me quedaré, y sé que tú y todas las demás mujeres de Carvahall también lo haréis.

Horst rodeó la mesa y, con expresión de ternura, tomó la mano de Elain.

—Tampoco yo aceptaría que no estuvieras a mi lado. En cambio, los niños se han de ir. Cawley los cuidará bien, pero debemos asegurarnos de que esté despejado el camino hasta su granja.

—No sólo eso —intervino Loring con voz grave—. Ninguno de nosotros, ni un solo maldito hombre, puede tener nada que ver con las familias en el valle, aparte de Cawley, por supuesto. No pueden ayudarnos, y no queremos que esos profanadores les creen problemas.

Todos estuvieron de acuerdo en que tenía razón; luego se terminó la reunión y quienes habían participado en ella se dispersaron por Carvahall. Al poco, sin embargo, volvieron a congregarse —junto con casi todo el resto del pueblo— en el pequeño cementerio que quedaba detrás de la casa de Gertrude. Había diez cuerpos con mortajas blancas dispuestos junto a las tumbas, con un ramito de cicuta sobre cada uno de los pechos fríos y un amuleto de plata en cada cuello.

Gertrude dio un paso adelante y recitó sus nombres:

—Parr, Wyglif, Ged, Bardrick, Farold, Hale, Garner, Kelby, Melkolf y Albem.

Les puso guijarros negros en los ojos y luego levantó los brazos, alzó el rostro al cielo y empezó a entonar una temblorosa letanía. Las lágrimas brotaban de sus ojos cerrados mientras su voz oscilaba con las frases inmemoriales, suspiraba y gemía con el dolor de la aldea. Cantó acerca de la tierra y la noche, y sobre el eterno dolor de la humanidad, de quien nadie puede librarse.

Cuando el silencio absorbió la última nota de duelo, los familiares alabaron los logros y la personalidad de sus seres queridos. Luego enterraron los cuerpos.

Mientras escuchaba, Roran desvió la mirada hacia el túmulo anónimo en el que habían enterrado a los tres soldados. «Nolfavrell mató a uno; yo, a otros dos.» Aún sentía la impresión visceral que le habían provocado sus músculos y sus huesos al ceder, al crujir, al ablandarse bajo su martillo. Se le agitó la bilis, y tuvo que esforzarse por no vomitar ante los ojos de todo el pueblo. «Soy yo quien los ha destruido.» Roran nunca había imaginado que mataría a alguien, ni lo había deseado; sin embargo, había terminado con más vidas que nadie de Carvahall. Se sentía como si llevara una marca de sangre en la frente.

Se fue en cuanto pudo, sin detenerse siquiera a hablar con Katrina, y ascendió hasta un punto desde el que podía supervisar todo Carvahall y pensar cómo protegerla mejor. Por desgracia, las casas quedaban demasiado apartadas para formar un perímetro defensivo si se limitaban a fortificar los espacios entre los edificios. A Roran tampoco le parecía buena idea que los soldados pelearan junto a los muros de las casas y pisotearan sus jardines. «El río Anora cierra el flanco oeste —pensó—, pero en el resto de Carvahall ni siquiera podríamos evitar que entrara un crío. ¿Podemos construir en unas pocas horas algo tan sólido que sirva de barricada?»

Correteó hacia la mitad del pueblo y gritó:

—Necesito que todos los que no tengan nada que hacer me ayuden a talar árboles. —Al poco rato, algunos hombres empezaron a salir de sus casas y se acercaron por las calles—. ¡Vamos! ¡Más gente! ¡Hemos de ayudar todos!

Roran esperó al ver que el grupo que lo rodeaba seguía creciendo.

Uno de los hijos de Loring, Darmmen, se puso a su lado.

—¿Qué plan tienes?

Roran alzó la voz para que lo oyeran todos.

—Necesitamos un muro en torno a Carvahall; cuanto más grueso, mejor. Supongo que si conseguimos unos cuantos árboles grandes, los tumbamos y les afilamos las ramas, a los Ra’zac les costará mucho pasar por encima.

—¿Cuántos árboles crees que harán falta? —preguntó Orval.

Roran dudó mientras trataba de medir a ojo el perímetro de Carvahall.

—Al menos cincuenta. Tal vez sesenta para hacerlo bien. —Los hombres maldijeron y empezaron a discutir—. ¡Esperad! —Roran contó a los presentes en la multitud. Llegó a cuarenta y ocho—. Si cada uno de vosotros tala un árbol en la próxima hora, casi habremos acabado. ¿Podréis hacerlo?

—¿Por quién nos has tomado? —respondió Orval—. ¡La última vez que me costó una hora talar un árbol tenía diez años!

Darmmen alzó la voz:

—¿Y las zarzas? Podríamos rodear los árboles con ellas. No conozco a nadie capaz de escalar un zarzal de parras espinosas.

Roran sonrió.

—Es una buena idea. Además, los que tengáis hijos, decidles que pongan el arnés a los caballos para que podamos arrastrar los troncos hasta aquí. —Los hombres asintieron y se esparcieron por todo Carvahall para recoger las hachas y sierras necesarias para la tarea. Roran paró a Darmmen y le dijo—: Asegúrate de que los árboles tengan ramas por todo el tronco, porque si no, no servirán.

—¿Dónde estarás tú? —preguntó Darmmen.

—Preparando otra defensa.

Roran lo abandonó y corrió a casa de Quimby, donde encontró a Birgit ocupada en reforzar las ventanas con tablas.

—¿Sí? —preguntó la mujer, mirándolo.

Le explicó a toda prisa su plan con los árboles.

—Quiero cavar una trinchera por dentro del anillo de árboles, para retener a cualquiera que los cruce. Incluso podríamos poner estacas en el fondo y…

—¿Qué es lo que quieres, Roran?

—Me gustaría que organizaras a todas las mujeres y a los niños, y a todos los que puedas, para cavar. Tengo que encargarme de demasiadas cosas, y no nos queda mucho tiempo. —Roran la miró directamente a los ojos—. Por favor.

Birgit frunció el ceño:

—¿Por qué me lo pides a mí?

—Porque odias a los Ra’zac tanto como yo, y sé que harás todo lo posible por detenerlos.

—Sí —susurró Birgit. Luego entrelazó las manos con rudeza—. Muy bien, como quieras. Pero nunca olvidaré, Roran Garrowsson, que fuisteis tú y tu familia quienes provocasteis la condena de mi marido.

Se fue a grandes zancadas antes de que Roran pudiera contestar.

Aceptó con ecuanimidad su animadversión; era de esperar, si se tenía en cuenta su pérdida. Aun tenía suerte de que no hubiera iniciado un duelo de sangre. Luego se puso en marcha y corrió hacia el punto en que el camino principal entraba en Carvahall. Era el punto más débil de la aldea y requería una doble protección. «No se puede permitir que los Ra’zac se limiten a abrirse paso con una explosión.»

Roran reclutó a Baldor y juntos se pusieron a excavar una fosa perpendicular al camino.

—Me tengo que ir pronto —le avisó Baldor entre dos golpes de pica—. Papá me necesita en la forja.

Roran gruñó sin alzar la mirada. Mientras trabajaba, su mente se llenó de nuevo del recuerdo de los soldados: el aspecto que tenían cuando los golpeó y la sensación, la horrible sensación de aplastar un cuerpo como si fuera una cepa podrida. Mareado, paró de trabajar y se fijó en la conmoción que recorría Carvahall mientras la gente se preparaba para el siguiente asalto.

Cuando se fue Baldor, Roran terminó a solas la fosa, que llegaba a la altura de los muslos, y luego se fue al taller de Fisk. Con permiso del carpintero, hizo que arrastraran con caballos cinco leños del montón de leña puesta a secar. Una vez allí los instaló con la punta hacia arriba dentro de la fosa de tal modo que formaran una barrera impenetrable a la entrada de Carvahall.

Cuando estaba apisonando la tierra en torno a los troncos, apareció Darmmen al trote.

—Ya tenemos los árboles. Están empezando a ponerlos en su sitio.

Roran lo acompañó hacia el extremo norte de Carvahall, donde doce hombres se esforzaban por alinear cuatro pinos verdes lustrosos mientras una reata de caballos comandados por el látigo de un muchacho regresaba al pie de las colinas.

—La mayoría de nosotros ayudamos a recoger los árboles. Los otros se han animado; cuando me he ido, parecían dispuestos a talar el resto del bosque.

—Bien, no nos irá mal que sobre leña.

Darmmen señaló unos densos zarzales amontonados al borde de los campos de Kiselt.

—Los he cortado a la orilla del Anora. Úsalos como quieras. Voy a buscar más.

Roran le dio una palmada en el brazo y se volvió hacia el lado este de Carvahall, donde había una larga y curva hilera de mujeres, niños y hombres cavando la tierra. Se acercó a ellos y vio que Birgit daba órdenes como un general y repartía agua entre los cavadores. La trinchera ya tenía metro y medio de ancho y medio metro de profundidad. Cuando Birgit se detuvo a respirar hondo, Roran le dijo:

—Estoy impresionado.

Ella se retiró un mechón de la cara sin mirarlo.

—Primero hemos arado la tierra. Luego ha sido más fácil.

—¿Tienes una pala para mí?

Birgit señaló una pila de herramientas al otro lado de la trinchera. Mientras caminaba hacia ella, Roran divisó el brillo cobrizo de la melena de Katrina entre las espaldas inclinadas. A su lado, Sloan clavaba la pala en la suave tierra con una energía furiosa y obsesiva, como si pretendiera despellejar la tierra, arrancarle su piel de arcilla y mostrar la musculatura que se escondía tras ella. Tenía los ojos enloquecidos y mostraba la dentadura en una mueca retorcida, pese a las motas de polvo y suciedad que se posaban en sus labios.

Roran se estremeció al percibir la expresión de Sloan y pasó deprisa, mirando hacia otro lado para no encontrarse con sus ojos, inyectados en sangre. Agarró una pala y la clavó de inmediato en el suelo, esforzándose por olvidar sus preocupaciones al calor de la extenuación física.

El día avanzó en un continuo ajetreo, sin pausas para comer o descansar. La trinchera se volvió más grande y profunda, rodeó dos terceras partes del pueblo y alcanzó la orilla del río Anora. Toda la tierra suelta quedó apilada por el lado interior de la trinchera para intentar evitar que alguien pudiera saltarla… y para obstaculizar a quien pretendiera salir de ella escalando.

El muro de árboles quedó listo a primera hora de la tarde. Roran dejó de cavar y se puso a ayudar a los que afilaban las incontables ramas —superpuestas y entrelazadas en la medida de lo posible— y a quienes colocaban los zarzales. De vez en cuando tenían que sacar un árbol para que los granjeros como Ivor pudieran meter su ganado en el territorio ahora seguro de Carvahall.

Hacia el atardecer, las fortificaciones eran más seguras y extensas de lo que Roran se había atrevido a esperar, aunque todavía requerían unas cuantas horas de trabajo para completarlas del todo satisfactoriamente.

Se sentó en el suelo, dio un bocado a un pedazo de pan de masa fermentada y contempló las estrellas entre la bruma de la extenuación. Alguien apoyó una mano en su hombro; al alzar la mirada, vio que se trataba de Albriech.

—Toma.

Albriech le dio un rudo escudo, hecho de tablas serradas y encajadas, y una lanza de dos metros. Roran los aceptó agradecido. Albriech avanzó, distribuyendo lanzas y escudos a quien se cruzara con él.

Roran se puso en pie, fue a coger su martillo a casa de Horst y, así armado, acudió a la entrada del camino principal, donde Baldor y otros dos mantenían la guardia.

—Despertadme cuando necesitéis descansar —dijo Roran.

Luego se tumbó en la suave hierba, bajo el alero de una casa cercana. Dejó sus armas preparadas de modo que pudiera encontrarlas en la oscuridad y cerró los ojos con una ansiosa anticipación.

—Roran.

El susurro sonó en su oído derecho.

—¿Katrina? —Se esforzó por sentarse, pestañeando mientras ella destapaba una antorcha. Un rayo de luz le iluminó el muslo—. ¿Qué haces aquí?

—Quería verte.

Las sombras de la noche se posaban en sus ojos, grandes y misteriosos en aquella cara pálida. Lo tomó del brazo y lo llevó hasta un porche vacío, lejos de los oídos de Baldor y los demás guardias. Luego tomó su cara entre las manos y lo besó suavemente, pero él estaba demasiado cansado para responder a sus muestras de afecto. Katrina se apartó y lo escrutó:

—¿Qué te pasa, Roran?

A él se le escapó un ladrido de risa malhumorada.

—¿Qué me pasa? Qué le pasa al mundo; está torcido como el marco de un cuadro después de recibir un golpe en un lado. —Se dio un golpe en la barriga—. Y a mí también me pasa algo. Cada vez que me permito descansar, veo a los soldados sangrando bajo mi martillo. Yo maté a esos hombres, Katrina. Y sus ojos… ¡Sus ojos! Sabían que iban a morir y que no podían hacer nada por impedirlo. —Se echó a temblar en la oscuridad—. Ellos lo sabían… Yo también…

Y sin embargo, tenía que hacerlo. No podía…

Le fallaron las palabras, y las lágrimas echaron a rodar por sus mejillas.

Katrina acunó su cabeza mientras Roran lloraba, llevado por la impresión de los últimos días. Lloraba por Garrow y Eragon; lloraba por Parr, Quimby y los demás muertos; lloraba por sí mismo y lloraba por el destino de Carvahall. Sollozó hasta que sus emociones se calmaron y lo dejaron tan seco y vacío como una vieja cáscara de cebada.

Roran se obligó a respirar hondo, miró a Katrina y notó que también estaba llorando. Con el pulgar, retiró sus lágrimas, similares a diamantes en la noche.

—Katrina… Mi amor. —Lo repitió, saboreando las palabras—. Mi amor. No tengo nada que darte, además de mi amor. Aun así…, debo preguntártelo: ¿te quieres casar conmigo?

Bajo la tenue luz de la antorcha, vio que la pura alegría y el asombro saltaban a su cara. Luego Katrina titubeó y aparecieron las dudas de la preocupación. No estaba bien que se lo pidiera, ni que ella lo aceptara, sin permiso de Sloan. Pero a Roran ya no le importaba; tenía que saber en aquel momento si Katrina y él iban a pasar el resto de sus vidas juntos.

Entonces, suavemente:

—Sí, Roran, sí quiero.