El amanecer sin alba encontró a Eragon en la sala principal de Ûndin, escuchando la conversación del jefe del clan con Orik en el idioma de los enanos. Ûndin se apartó al acercarse Eragon y dijo:
—Ah, Asesino de Sombra. ¿Has dormido bien?
—Sí.
—Bien. —Hizo un gesto a Orik—. Nos hemos planteado la posibilidad de que te vayas. Yo tenía la esperanza de que pasaras un tiempo con nosotros. Pero dadas las circunstancias, parece mejor que sigas tu viaje mañana por la mañana a primera hora, cuando hay menos gente capaz de molestarte por la calle. Ahora mismo, mientras hablamos, están preparando provisiones y medios de transporte. Hrothgar ordenó que nuestros guardias te acompañaran hasta Ceris. He aumentado la cantidad, de tres a siete.
—¿Y mientras tanto?
Ûndin encogió los hombros, revestidos de piel.
—Tenía la intención de mostrarte las maravillas de Tarnag, pero ahora sería estúpido que deambularas por mi ciudad. De todos modos, Grimstborith Gannel te ha invitado a pasar el día en Celbedeil. Si te apetece, acéptalo. Con él estarás a salvo.
El jefe del clan parecía olvidar su afirmación anterior, según la cual Az Sweldn rak Anhûim no iba a hacer daño a un invitado.
—Gracias, puede que lo acepte. —Al salir del vestíbulo, Eragon hizo un aparte con Orik y le preguntó—: Dime la verdad, ¿tan serio es ese desafío? Necesito saberlo.
Orik contestó con una reticencia evidente:
—En el pasado no era extraño que los duelos de sangre durasen varias generaciones. Familias enteras se extinguían por ellos. Es imprudente por parte de Az Sweldn rak Anhûin invocar las costumbres de antaño; no se ha hecho algo así desde la última guerra de clanes… Mientras no retiren su juramento, debes cuidarte de sus traiciones, ya sea durante un año o un siglo. Lamento que tu amistad con Hrothgar te acarree estas consecuencias, Eragon. Pero no estás solo. El Dûrgrimst Ingeitum está contigo en esto.
Después de salir, Eragon se acercó corriendo a ver a Saphira, que había pasado la noche enroscada en el patio.
¿Te importa que me vaya a visitar Celbedeil?
Ve si tienes que hacerlo. Pero llévate a Zar’roc.
Eragon siguió su consejo, y también encajó el pergamino de Nasuada bajo la túnica.
Cuando Eragon se acercó a las puertas del cerco que rodeaba la plaza, cinco enanos apartaron los troncos y lo rodearon con las manos en sus hachas y espadas mientras inspeccionaban la calle. Los guardias permanecieron a su lado mientras Eragon recorría el camino del día anterior para llegar a la entrada del último nivel de Tarnag.
Eragon se estremeció. La ciudad parecía sobrenaturalmente vacía. Las puertas estaban cerradas, los postigos de las ventanas también, y los pocos peatones que se veían volvían la cara y tomaban callejones laterales para no verlo. «Les da miedo que los vean conmigo —se dio cuenta—. Tal vez porque saben que Az Sweldn rak Anhûim tomará represalias contra cualquiera que me ayude.» Ansioso por salir a terreno abierto, Eragon alzó la mano para llamar a la puerta; pero, sin darle tiempo a hacerlo, una de las hojas se abrió hacia fuera, y un enano vestido de negro lo llamó por gestos desde dentro. Eragon se apretó el cinto de la espada y entró, dejando fuera a sus guardias.
La primera impresión fue el color. Un césped de un verde ardiente se extendía en torno a la mole de Celbedeil, rodeada de columnas, como un manto tendido sobre la colina simétrica que sostenía el templo. La hiedra estrangulaba los antiguos muros del edificio, extendiendo palmo a palmo sus velludas cuerdas, y con el rocío brillante aún en las puntas de sus hojas. Curvada sobre toda la superficie, salvo la de la montaña, se alzaba la gran cúpula blanca recorrida por cintas de oro tallado.
La siguiente impresión fue el olor. Las flores y el incienso mezclaban sus perfumes en un aroma tan etéreo que Eragon sintió que podía alimentarse sólo de él.
Lo último fue el sonido, pues a pesar de los grupos de sacerdotes que recorrían los caminos con suelo de mosaico, el único ruido que distinguió Eragon fue el aleteo de un grajo que volaba en lo alto.
El enano gesticuló de nuevo y echó a andar hacia la avenida principal, en dirección a Celbedeil. Al pasar bajo sus aleros, Eragon no pudo sino maravillarse por la riqueza y la artesanía que veía a su alrededor. Incrustadas en los muros había gemas de todos los colores y tallas posibles —aunque todas impecables—; y en las venas que se entrelazaban al recorrer los techos, muros y suelos de piedra, habían encajado a martillazos cintas de oro rojo. De vez en cuando pasaban junto a mamparas talladas en jade.
En el templo no había ninguna tela decorativa. En su lugar, los enanos habían tallado una multitud de estatuas, muchas de las cuales representaban monstruos y dioses enlazados en batallas épicas.
Tras ascender varios pisos, pasaron por una puerta de cobre amarillento por el verdín y estampada con nudos de formas intrincadas, para entrar en una habitación vacía con el suelo de madera. Había muchas armaduras colgadas de las paredes, junto a hileras de espadas idénticas a la que había usado Angela para pelear en Farthen Dûr.
Gannel estaba allí, entrenándose con tres enanos más jóvenes. El jefe del clan llevaba la capa recogida sobre los muslos para moverse con libertad, tenía un gesto feroz en la cara y giraba entre las manos la vara de madera, cuyos extremos sin filo revoloteaban como avispones irritados.
Dos enanos se lanzaron hacia Gannel, pero salieron frustrados en un repiqueteo de madera y metal, pues se coló entre ellos, les golpeó en las rodillas y en la cabeza y los lanzó al suelo. Eragon sonrió mientras veía cómo Gannel desarmaba al último oponente con una brillante oleada de golpes.
Al fin, el jefe del clan se percató de la presencia de Eragon y despidió a los otros enanos. Mientras Gannel enfundaba su arma, Eragon dijo:
—¿Todos los Quan son tan eficaces con las armas? Parece un oficio extraño para sacerdotes.
Gannel se encaró a él.
—Hemos de poder defendernos, ¿no? Muchos enemigos acechan estas tierras.
Eragon asintió.
—Esas espadas son únicas. Nunca había visto una igual, salvo por la que usaba una herbolaria en la batalla de Farthen Dûr.
El enano dio un respingo y luego soltó el aire en un siseo entre los dientes.
—Angela. —Adoptó una expresión amarga—. Le ganó la espada a un sacerdote en un concurso de adivinanzas. Fue un truco feo, porque sólo a nosotros se nos permite usar el hûthvír. Ella y Arya… —Se encogió de hombros y se acercó a una mesa pequeña, sobre la que llenó dos jarras de cerveza. Le pasó una a Eragon y siguió hablando—: Te he invitado a petición de Hrothgar. Me dijo que si aceptabas su propuesta de formar parte de los Ingeitum, yo debería informarte sobre las tradiciones de los enanos.
Eragon bebió un trago de cerveza, guardó silencio y observó cómo la gruesa frente de Gannel captaba la luz, al tiempo que sus huesudos pómulos se sumían en la sombra.
El jefe del clan siguió hablando.
—Nunca se han enseñado a nadie de fuera nuestras creencias secretas, y tú no podrás hablar de ellas con ningún humano ni elfo. Sin embargo, sin esos conocimientos no podrías respetar lo que significa ser un knurla. Ahora eres un Ingeitum: nuestra sangre, nuestra carne, nuestro honor. ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Ven.
Sin soltar su cerveza, Gannel sacó a Eragon de la sala de entrenamientos y lo dirigió por cinco grandes pasillos hasta detenerse en un arco que daba a una cámara en penumbra, nebulosa por el incienso. Frente a ellos, el achaparrado perfil de una estatua se alzaba pesadamente hasta el techo, y una tenue luz iluminaba su cara pensativa de enano, esculpida en el granito marrón con una extraña crudeza.
—¿Quién es? —preguntó Eragon, intimidado.
—Gûntera, el rey de los dioses. Es un guerrero y un sabio, pero tiene un humor veleidoso, de modo que quemamos ofrendas para asegurarnos su afecto en los solsticios, antes de las siembras y cuando hay muertes o nacimientos. —Gannel retorció la mano en un extraño gesto y dedicó una reverencia a la estatua—. Le rezamos antes de las batallas, pues él moldeó esta tierra a partir de los huesos de un gigante y es él quien trae orden al mundo. Todos los reinos pertenecen a Gûntera.
Luego Gannel enseñó a Eragon la manera apropiada de venerar a aquel dios y le explicó los signos y las palabras que se usaban para homenajearlo. Le aclaró el significado del incienso —que simbolizaba la vida y la felicidad— y dedicó largos minutos a contarle leyendas sobre Gûntera: que el dios había nacido con forma de loba al ocultarse las estrellas, que había luchado contra monstruos y gigantes para obtener un lugar para los suyos en Alagaësia y que había tomado por compañera a Kílf, la diosa de los ríos y del mar.
Luego pasaron a la estatua de Kílf, esculpida con exquisita delicadeza en una piedra de color azul claro. Su cabello volaba en ondas líquidas, se derramaba por el cuello y flanqueaba sus alegres ojos de amatista. Sostenía entre las manos un nenúfar y un fragmento de piedra roja y porosa que Eragon no reconoció.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalándola.
—Coral de las profundidades del mar que bordea las Beor.
—¿Coral?
Gannel tomó un sorbo de cerveza y dijo:
—Lo encontraron nuestros buceadores cuando buscaban perlas. Parece que, con la sal del mar, algunas piedras crecen como plantas.
Eragon lo miró asombrado. Nunca había pensado en los guijarros y pedruscos como materia viva; sin embargo, ahí estaba la prueba de que sólo necesitaban agua y sal para florecer. Así se explicaba al fin que las rocas siguieran apareciendo en los campos del valle de Palancar, incluso cuando cada primavera araban el suelo. ¡Crecían!
Avanzaron hasta Urûr, amo del aire y de los cielos, y su hermano Morgothal, dios del fuego. Ante la encarnada estatua de Morgothal, el sacerdote le contó que los dos hermanos se habían querido tanto que no podían existir independientemente. Eso explicaba el palacio ardiente de Morgothal durante el día en el cielo, y las chispas de su fragua que aparecían por la noche en lo alto. Y también así se entendía que Urûr alimentara permanentemente a su hermano para que no muriera.
Después de eso sólo quedaban dos dioses: Sindri, madre de la tierra, y Helzvog.
La estatua de Helzvog era distinta. El dios desnudo estaba doblado sobre un bulto de sílex gris de estatura enana y lo acariciaba con la yema del dedo índice. Los músculos de la espalda se contraían y anudaban por el esfuerzo inhumano, pero su expresión era increíblemente tierna, como si lo que tenía delante fuera un recién nacido.
Gannel bajó la voz hasta adoptar un tono grave y rasposo:
—Gûntera puede ser el rey de los dioses, pero es a Helzvog a quien llevamos en nuestros corazones. Él fue quien pensó que había que poblar la tierra cuando fueron vencidos los gigantes. Los otros dioses no estuvieron de acuerdo, pero Helzvog los ignoró y, en secreto, dio forma al primer enano con las raíces de una montaña.
»Cuando descubrieron su obra, los celos invadieron a los dioses y Gûntera creó a los elfos para que le controlaran Alagaësia. Luego Sindri formó a los humanos con algo de tierra, y Urûr y Morgothal combinaron sus conocimientos y enviaron a la tierra a los dragones. Sólo Kílf se contuvo. Así llegaron al mundo las primeras razas.
Eragon absorbió las palabras de Gannel y aceptó la sinceridad del jefe del clan, aunque no conseguía acallar una simple pregunta: «¿Cómo lo sabe?». Sin embargo, se dio cuenta de que sería una pregunta molesta y se limitó a asentir mientras escuchaba.
—Esto —dijo Gannel, al tiempo que se terminaba la cerveza— nos lleva a nuestro rito más importante, y ya sé que Orik lo ha comentado contigo. Todos los enanos han de ser enterrados en piedra, pues de otro modo nuestros espíritus nunca se unirían en la sala de Helzvog. No somos de tierra, aire o fuego, sino de piedra. Y como Ingeitum, tienes la responsabilidad de garantizar un lugar de reposo apropiado para cualquier enano que muera en tu compañía. Si no lo consigues, en ausencia de heridas o enemigos, Hrothgar te desterrará y ningún enano reconocerá tu presencia hasta después de la muerte. —Estiró los hombros y miró a Eragon con dureza—. Tienes mucho más que aprender, pero si mantienes las costumbres que te he destacado hoy, no te irá mal.
—No lo olvidaré —dijo Eragon.
Satisfecho, Gannel lo apartó de las estatuas y lo dirigió hacia una escalera. Mientras subían, el jefe del clan hundió una mano en su capa y sacó un collar sencillo, una cadena enhebrada en el pomo de un martillo minúsculo de plata. Se lo dio a Eragon.
—Es otro favor que me pidió Hrothgar —explicó Gannel—. Le preocupa que Galbatorix pueda haber obtenido tu imagen de la mente de Durza, de los Ra’zac o de cualquiera de los muchos soldados que te han visto por todo el Imperio.
—¿Por qué debería darme miedo eso?
—Porque en ese caso Galbatorix podría hechizarte. Tal vez ya lo haya hecho.
Un estremecimiento de aprensión se alojó en el costado de Eragon, como una gélida serpiente. «Tendría que haberlo pensado», se reprochó.
—El collar evitará que nadie pueda hechizarte a ti o a tu dragón, siempre que lo lleves puesto. Yo mismo lo he encantado, de modo que debería aguantar, incluso frente a la mente más poderosa. Pero te aviso de antemano que, cuando se active, el collar absorberá tu energía hasta que te lo quites o hasta que haya pasado el peligro.
—¿Y si estoy dormido? ¿Podría consumir toda mi energía sin que me dé cuenta?
—No. Te despertará.
Eragon hizo rodar el martillo entre los dedos. Era difícil evitar los hechizos ajenos, y más aun los de Galbatorix. «Si Gannel tiene tanta capacidad, ¿qué otros encantamientos puede ocultar este regalo?» Se dio cuenta de que en el mango del martillo había una frase grabada con runas. Se leía «Astim Hefthyn». Al llegar a lo alto de la escalera, preguntó:
—¿Por qué escriben los enanos con las mismas runas que los hombres?
Por primera vez desde que se habían encontrado, Gannel se echó a reír, y su voz se alzó por el templo al tiempo que se agitaban sus hombros.
—Es al revés. Los humanos escriben con nuestras runas. Cuando tus antepasados aterrizaron en Alagaësia, eran más analfabetos que los conejos. Sin embargo, pronto adoptaron nuestro alfabeto y lo adaptaron a su idioma. Incluso algunas de vuestras palabras vienen de las nuestras, como «padre», cuyo origen está en «farthen».
—Entonces, Farthen Dûr significa…
Eragon se pasó el collar por la cabeza y lo escondió debajo de la túnica.
—Padre Nuestro.
Gannel se detuvo ante la puerta y señaló a Eragon el camino por una galería curva que quedaba justo debajo de la cúpula. El pasadizo bordeaba Celbedeil y, a través de los arcos abiertos en las montañas, ofrecía una vista más allá de Tarnag, así como de las terrazas de la ciudad, que quedaban muy abajo.
Eragon apenas contempló el paisaje porque el muro interior de la galería estaba cubierto por una pintura de un extremo a otro, una gigantesca ilustración narrativa que describía la creación de los enanos por mano de Helzvog. Las figuras y los objetos sobresalían de la superficie en relieve y daban al panorama una sensación de hiperrealismo con sus colores saturados y brillantes y la precisión de sus detalles.
Cautivado, Eragon preguntó:
—¿Cómo está hecho?
—Cada escena está esculpida sobre una pequeña placa de mármol, que luego se quema con esmalte y se une en una sola pieza.
—¿No sería más fácil usar pintura normal?
—Lo sería —concedió Gannel—, pero no si se quiere que dure siglos, o milenios, sin cambiar. El esmalte nunca se descolora ni pierde la brillantez, al contrario que la pintura al óleo. Esta primera sección se esculpió sólo una década después del descubrimiento de Farthen Dûr, mucho antes de que los elfos pusieran sus pies en Alagaësia.
El sacerdote tomó a Eragon del brazo y lo guió por el retablo. Cada paso los llevaba ante incontables años de historia.
Eragon vio que los enanos habían sido en otro tiempo nómadas en una llanura aparentemente interminable, hasta que la tierra se volvió tan caliente y desolada que se vieron obligados a emigrar al sur, hacia las montañas Beor. «Así es como se formó el desierto de Hadarac», comprendió, asombrado.
Al seguir recorriendo el mural, en dirección a la parte trasera de Celbedeil, Eragon presenció todas las etapas, desde la domesticación de los Feldûnost hasta el momento en que tallaron Isidar Mithrim, el primer encuentro entre dragones y elfos y la coronación de cada uno de los reyes enanos. Aparecían con frecuencia dragones que echaban fuego y causaban grandes matanzas. A Eragon le costó evitar los comentarios en esas secciones.
Sus pasos se volvieron más lentos cuando la pintura pasó al suceso que esperaba encontrar: la guerra entre elfos y dragones. Allí los enanos habían dedicado un vasto espacio a la destrucción que las dos razas habían provocado en Alagaësia. Eragon se estremeció de horror ante la visión de elfos y dragones exterminándose mutuamente. La batalla duraba metros y metros, cada imagen más sangrienta que la anterior, hasta que se retiraba la oscuridad y aparecía un elfo arrodillado al borde de un acantilado, con un huevo de dragón en las manos.
—¿Es…? —susurró Eragon.
—Sí, es Eragon, el Primer Jinete. Además es un retrato fiel, porque aceptó posar para nuestros artesanos.
Fascinado, Eragon estudió el rostro de su homónimo. Siempre lo había imaginado mayor. El elfo tenía unos ojos angulosos que, junto a su nariz ganchuda y una barbilla estrecha, le daban un aspecto salvaje. Era un rostro extraño, completamente distinto del suyo… Y sin embargo, la postura de sus hombros, altos y tensos, le recordó cómo se había sentido al encontrar el huevo de Saphira. «Tú y yo no somos tan distintos —pensó mientras tocaba el frío esmalte—. Y cuando mis orejas se parezcan a las tuyas, seremos auténticos hermanos a través del tiempo… Sin embargo, me pregunto: ¿aprobarías mis actos?» Sabía que al menos en una ocasión habían escogido lo mismo: los dos se habían quedado con el huevo.
Oyó que la puerta se abría y volvía a cerrarse y, al darse la vuelta, vio que Arya se acercaba desde el otro extremo de la galería. La elfa examinó el muro con la misma falta de expresión que Eragon le había visto adoptar para enfrentarse al Consejo de Ancianos. Fueran cuales fuesen sus emociones concretas, Eragon entendió que la situación le resultaba desagradable.
Arya inclinó la cabeza.
—Grimstborith.
—Arya.
—¿Has enseñado vuestra mitología a Eragon?
Gannel sonrió levemente.
—Siempre conviene entender la fe de la sociedad a la que perteneces.
—Pero comprender no implica creer. —Señaló el pilar de una arcada—. Ni implica que quienes suministran esas creencias lo hagan por algo más que… beneficios materiales.
—¿Niegas los sacrificios que hace mi clan para brindar consuelo a nuestros hermanos?
—No niego nada, sólo me pregunto qué se lograría si vuestra riqueza se esparciera entre los necesitados, los que pasan hambre, los que no tienen hogar, o tal vez se usara para comprar provisiones para los vardenos. En vez de eso, la habéis acumulado en un monumento a vuestra propia bondad ingenua.
—¡Basta! —El enano tensó un puño, con el rostro enrojecido—. Sin nosotros, los cultivos se marchitarían en la sequía. Los ríos y los lagos se desbordarían. Nuestro ganado pariría bestias de un solo ojo. Los mismos cielos se resquebrajarían bajo la ira de los dioses. —Arya sonrió—. Sólo nuestros rezos y nuestro servicio impiden que eso ocurra. Si no fuera por Helzvog, dónde…
Eragon se perdió pronto en la discusión. No entendía las vagas críticas de Arya al Dûrgrimst Quan, pero por las respuestas de Gannel entendió que, de un modo indirecto, la elfa había insinuado que los dioses de los enanos no existían, había cuestionado la capacidad mental de cualquier enano que entrara en un templo y había señalado lo que le parecían defectos de razonamiento. Todo ello, con una voz amable y educada.
Al cabo de unos minutos, Arya alzó una mano para detener a Gannel y dijo:
—Eso es lo que nos diferencia, Grimstborith. Tú te dedicas a aquello que crees verdadero pero no puedes demostrar. En eso, estaremos de acuerdo en que no estamos de acuerdo. —Se volvió hacia Eragon—. Az Sweldn rak Anhûin ha puesto a los ciudadanos de Tarnag en contra de ti. Ûndin cree, y yo también, que sería mejor que permanecieras tras sus paredes hasta que nos vayamos.
Eragon dudó. Quería ver más cosas de Celbedeil, pero si se presentaban problemas, su lugar estaba junto a Saphira. Dedicó una reverencia a Gannel y le pidió que lo excusara.
—No has de pedir perdón, Asesino de Sombra —dijo el jefe del clan. Fulminó a Arya con la mirada—. Haz lo que debas, y que la bendición de Gûntera te acompañe.
Eragon y Arya abandonaron el templo y, rodeados de una docena de guerreros, corretearon por la ciudad. Mientras lo hacían, Eragon oyó gritos de una muchedumbre airada en el nivel inferior. Una piedra rebotó en un tejado cercano. Al seguir el movimiento con la mirada, descubrió un oscuro jirón de humo que se alzaba en el límite de la ciudad.
Al llegar a la plaza, Eragon se apresuró hacia su habitación. Allí se puso la malla metálica; se ató las espinilleras y los protectores de los antebrazos; se encajó el gorro de cuero, la toca y el yelmo en la cabeza. Luego cogió su escudo. Agarró su saco y las alforjas, volvió corriendo al patio y se sentó en la pata delantera derecha de Saphira.
Tarnag parece un hormiguero revuelto, observó la dragona.
Esperemos que no nos muerdan.
Arya tardó poco en sumarse a ellos, al igual que un grupo de cincuenta enanos bien armados que se instalaron en medio del patio. Los enanos esperaban impacientes y hablaban con gruñidos graves mientras miraban la puerta fortificada y la montaña que se alzaba tras ellos.
—Tienen miedo —dijo Arya, al tiempo que se sentaba junto a Eragon— de que la muchedumbre nos impida llegar a los rápidos.
—Siempre nos puede sacar Saphira volando.
—¿Y a Nieve de Fuego también? ¿Y a los guardias de Ûndin? No, si nos detienen, tendremos que esperar a que la ira de los enanos se calme. —Estudió el cielo, que ya oscurecía—. Es una lástima que hayas conseguido ofender a tantos enanos, pero quizá fuera inevitable. Los clanes siempre han sido pendencieros: lo que gusta a unos enfurece a los otros.
Eragon toqueteó el borde de su malla.
—Ahora preferiría no haber aceptado la oferta de Hrothgar.
—Ah, sí. Al igual que Nasuada, creo que tomaste la única opción viable. No tienes ninguna culpa. El error, si es que lo hubo, corresponde a Hrothgar por hacerte la propuesta, en primer lugar. Seguro que era consciente de las repercusiones.
Se impuso el silencio durante unos minutos. Media docena de enanos marchaban en torno a la plaza, estirando las piernas. Al fin, Eragon preguntó:
—¿Tienes familiares en Du Weldenvarden?
Arya tardó mucho en contestar.
—Ninguno de quien me sienta cercana.
—Y eso… ¿por qué?
Arya volvió a dudar.
—No les gustó que eligiera ser la enviada y embajadora de la reina; les pareció inapropiado. Cuando ignoré sus objeciones e insistí en que me tatuaran el yawë en el hombro, lo cual significa que me iba a dedicar a la causa del bien de nuestra raza, igual que el anillo que tú recibiste de Brom, mi familia se negó a volver a verme.
—Pero de eso hace más de setenta años —protestó Eragon.
Arya apartó la mirada y escondió el rostro tras el velo de su melena.
Eragon trató de imaginar cómo debía de haberse sentido: desterrada de la familia y enviada a vivir entre dos razas totalmente distintas a la suya. «No me extraña que sea tan reservada», concluyó.
—¿Hay más elfos que vivan fuera de Du Weldenvarden?
Sin descubrir el rostro, Arya dijo:
—Fuimos tres los enviados de Ellesméra. Fäolin y Glenwing viajaban siempre conmigo cuando transportamos el huevo de Saphira de Du Weldenvarden a Tronjheim. Sólo yo sobreviví a la emboscada de Durza.
—¿Cómo eran?
—Guerreros orgullosos. A Glenwing le encantaba hablar a los pájaros mentalmente. Se plantaba en el bosque rodeado de una bandada de pájaros cantores y pasaba horas escuchando su música. Luego, nos cantaba las melodías más bellas.
—¿Y Fäolin?
Esta vez Arya no quiso contestar, pero sus manos se aferraron al arco. Impasible, Eragon buscó otro tema de conversación.
—¿Por qué te molesta tanto Gannel?
Ella lo miró de repente y le tocó la cara con sus suaves dedos. Sorprendido, Eragon soltó un respingo.
—Eso —dijo Arya— lo hablaremos en otro momento.
Luego se levantó y se buscó con calma otro sitio en el patio.
Confundido, Eragon se quedó mirando su espalda. No lo entiendo, dijo mientras se apoyaba en el vientre de Saphira. Ésta resopló, divertida; luego lo rodeó con el cuello y la cola y pronto se quedó dormida.
Cuando se oscureció el valle, Eragon luchó por permanecer atento. Sacó el collar de Gannel y lo examinó varias veces con los recursos de la magia, pero sólo descubrió el hechizo protector del sacerdote. Abandonó, se colocó el collar debajo de la túnica, se tapó con el escudo y se acomodó para pasar la noche.
A la primera insinuación de luz en lo alto —pese a que el valle seguía sumido en la sombra y permanecería así casi hasta el mediodía—, Eragon despertó a Saphira. Los enanos ya estaban en pie, ocupados en envolver con telas sus armas para poder escabullirse de Tarnag con la máxima discreción. Incluso Ûndin le pidió a Eragon que atara unos trapos en torno a las zarpas de Saphira y las pezuñas de Nieve de Fuego.
Cuando estuvo todo listo, Ûndin y sus guerreros se reunieron en un gran grupo en torno a Eragon, Saphira y Arya. Se abrieron con cautela las puertas —las engrasadas bisagras no emitieron el menor ruido—, y echaron a andar hacia el lago.
Tarnag parecía desierta, con sus calles vacías flanqueadas por casas cuyos habitantes dormían ajenos a todo. Los pocos enanos que se encontraron los miraban en silencio; luego se iban como fantasmas en el crepúsculo.
En las puertas de cada nivel, un guarda les abría el paso sin hacer comentarios. Pronto abandonaron los edificios y se encontraron en los campos yermos que se extendían en la base de Tarnag. Tras ellos, alcanzaron el muelle de piedra que bordeaba el agua quieta y gris.
Junto al muelle los esperaban dos grandes balsas. Había tres enanos acuclillados en la primera y cuatro en la segunda. Al ver llegar a Ûndin, se levantaron.
Eragon ayudó a los enanos a manear a Nieve de Fuego y ponerle las orejeras, y luego convencieron al caballo reticente para que montara en la segunda balsa, donde lo obligaron a doblar las patas y lo ataron. Mientras tanto, Saphira se metió en el lago y se apartó del muelle. Sólo su cabeza permanecía por encima de la superficie mientras chapoteaba en el agua.
Ûndin tomó del brazo a Eragon.
—Aquí debemos separarnos. Llevas contigo a mis mejores hombres. Te protegerán hasta que llegues a Du Weldenvarden. —Eragon quiso darle las gracias, pero Ûrdin negó con la cabeza—. No, no es nada que debas agradecer. Es mi obligación. Mi única pena es que tu estancia entre nosotros se viera oscurecida por el odio de Az Sweldn rak Anhûin.
Eragon hizo una reverencia y luego se montó en la primera balsa con Orik y Arya. Soltaron las amarras, y los enanos alejaron las balsas del muelle, empujando con sus largas pértigas. Mientras se acercaba el amanecer, las dos balsas se deslizaron hacia la boca del Az Ragni; Saphira nadaba entre ellas.