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Cuando se abrieron las puertas, la luz estalló en el túnel. Eragon achinó los ojos, pues no estaban acostumbrados a la luz después de tantos días en el subsuelo. A su lado, Saphira siseó y arqueó el cuello para ver mejor lo que la rodeaba.

Les había costado dos días atravesar el paso subterráneo desde Farthen Dûr, aunque a Eragon se le había hecho más largo por la interminable penumbra que los rodeaba y el silencio que se había impuesto en el grupo. A lo sumo, recordaba un puñado de palabras intercambiadas en todo el trayecto.

Eragon había alimentado la esperanza de saber más cosas de Arya mientras viajaban juntos, pero la única información que había obtenido procedía simplemente de la observación. No había cenado nunca antes con ella, y le sorprendió ver que llevaba su propia comida y que no probaba la carne. Cuando le preguntó por qué, ella contestó:

—Tú tampoco probarás carne de ningún animal después de tu formación, o si lo haces, será sólo en ocasiones muy extraordinarias.

—¿Y por qué he de renunciar a la carne? —quiso saber.

—No te lo puedo explicar con palabras, pero lo entenderás en cuanto lleguemos a Ellesméra.

Se olvidó de todo eso mientras aceleraba el paso para llegar al umbral, ansioso por ver su lugar de destino. Se encontró en pie sobre un saledizo de granito, a más de treinta metros de altitud sobre un lago cubierto por una bruma púrpura que brillaba bajo el sol del este. Igual que en Kóstha–mérna, el agua iba de una montaña a otra, llenando todo el valle. Desde el otro lado del lago, el Az Ragni fluía hacia el norte, curvándose entre los picos hasta que —a lo lejos— se abalanzaba sobre las llanuras del este.

A su derecha las montañas parecían anodinas, salvo por unos pocos senderos, mientras que a la izquierda… A la izquierda estaba la ciudad enana de Tarnag. Allí los enanos habían trabajado la tierra de las Beor, aparentemente inmutables, para crear una serie de terrazas. La inferior estaba ocupada sobre todo por granjas —se veían oscuros trazados de tierra en espera de plantaciones—, salpicadas por edificios achaparrados que, hasta donde él podía imaginar, parecían de piedra. Sobre esos niveles vacíos se alzaban hileras e hileras de edificios entrelazados hasta culminar en una gigantesca cúpula dorada y blanca. Era como si los edificios de toda la ciudad no fueran más que escalones para subir hasta la cúpula. Brillaba como piedra lunar pulida, un abalorio lechoso que flotara sobre una pirámide de pizarra gris.

Orik se adelantó a la pregunta de Eragon:

—Eso es Celbedeil, el mayor templo del mundo de los enanos, hogar del Dûrgrimst Quan, el clan de los Quan, sirvientes y mensajeros de los dioses.

¿Mandan ellos en Tarnag?, preguntó Saphira. Eragon repitió la pregunta.

—No —respondió Arya, al tiempo que daba un paso adelante—. Aunque los Quan son fuertes, y a pesar de su poder sobre la vida del más allá y sobre el oro, son muy pocos. Los que controlan Tarnag son los Ragni Hefthyn, los Guardianes del Río. Mientras estemos aquí, nos instalaremos en casa del jefe del clan, Ûndin.

Mientras seguían a la elfa para abandonar el saledizo y meterse en el retorcido bosque que cubría como un manto la montaña, Orik dijo a Eragon al oído:

—No le hagas caso. Lleva muchos años discutiendo con los Quan. Cada vez que visita Tarnag y habla con un sacerdote, provoca unas peleas tan salvajes que asustarían a un kull.

—¿Arya?

Orik asintió con gravedad.

—No sé mucho de eso, pero me han contado que está en profundo desacuerdo con muchas prácticas de los Quan. Parece que los elfos no se llevan muy bien con la idea de «pedirle ayuda al aire».

Eragon contempló la espalda de Arya mientras bajaban, preguntándose si serían ciertas las palabras de Orik y, en ese caso, cuáles serían las creencias de la elfa. Respiró hondo y apartó el asunto de su mente. Era maravilloso estar de nuevo al aire libre, donde podía oler el musgo, los helechos y los árboles del bosque, donde el sol le calentaba la cara y las abejas y otros insectos revoloteaban agradablemente en enjambres.

El camino descendía por el límite del lago antes de alzarse de nuevo hacia Tarnag y sus puertas abiertas.

—¿Cómo habéis conseguido esconderle Tarnag a Galbatorix? —preguntó Eragon—. Lo de Farthen Dûr lo entiendo, pero esto… No había visto nada igual.

Orik rió suavemente.

—¿Esconderla? Sería imposible. No, cuando cayeron los Jinetes nos vimos obligados a abandonar todas nuestras ciudades en la superficie y retirarnos a los túneles para huir de Galbatorix y los Apóstatas. A menudo recorrían las Beor volando y mataban a quien encontraran por ahí.

—Creía que los enanos siempre habían vivido bajo tierra.

Orik frunció tanto el ceño que se le juntaron las cejas.

—¿Y por qué íbamos a hacerlo? Tenemos ciertas afinidades con la piedra, pero nos gusta el aire libre tanto como a los humanos y a los elfos. En cualquier caso, apenas hace un decenio y medio, desde la muerte de Morzan, que nos atrevimos a regresar a Tarnag y a otras antiguas residencias. Galbatorix puede tener un poder sobrenatural, pero nunca atacaría una ciudad él solo. Por supuesto, él y su dragón podrían causarnos problemas infinitos si quisieran, pero últimamente apenas salen de Urû’baen, ni siquiera para viajes cortos. Y Galbatorix tampoco podría traer un ejército hasta aquí sin conquistar antes Buragh o Farthen Dûr.

Lo cual ha estado a punto de hacer, comentó Saphira.

Al alcanzar un montículo, Eragon dio un salto de sorpresa cuando un animal saltó de la maleza y se plantó en el camino. La esmirriada criatura parecía una cabra montés de las Vertebradas, pero era más grande y tenía una gigantesca cornamenta estriada que se trenzaba en torno a las mejillas; en comparación, los cuernos de los úrgalos eran pequeños como nidos de golondrinas. Aun más extraños parecían la silla atada al lomo de la cabra y el enano que iba sentado en ella con firmeza y les apuntaba con un arco medio alzado al aire.

—¿Hert dûrgrimst? ¿Fild rastn? —exclamó el extraño enano.

—Orik Thrifkz menthiv oen Hrethcarach Eragon rak Dûrgrimst Ingeitum —respondió Orik—. Wharn, az vanyali–carharûg Arya. Né oc Ûndinz grimstbelardn.

La cabra miraba con recelo a Saphira. Eragon percibió el brillo y la inteligencia de sus ojos, aunque la cara era más bien chistosa con su barba escarchada y aquella expresión tan sombría. Le recordó a Hrothgar, y estuvo a punto de echarse a reír al darse cuenta de que el animal se parecía a los enanos.

—Azt jok jordn rast —llegó la respuesta.

Sin aparente intervención del enano, la cabra saltó hacia delante y recorrió una distancia tan extraordinaria que por un instante pareció que alzara el vuelo. Jinete y corcel desaparecieron entre los árboles.

—¿Qué era eso? —preguntó Eragon, asombrado.

Orik echó a andar de nuevo.

—Un Feldûnost, una de las cinco especies de animales que sólo viven en estas montañas. Cada una de ellas da nombre a un clan. De todos modos, el Dûrgrimst Feldûnost tal vez sea el clan más valiente y venerado.

—¿Por qué?

—Dependemos de ellos para conseguir leche, lana y carne. Sin su ayuda, no podríamos vivir en las Beor. Cuando Galbatorix y sus Jinetes traidores nos aterrorizaban, los del Dûrgrimst Feldûnost eran los que se arriesgaban a mantener los rebaños y los campos, y siguen haciéndolo. Así que todos estamos en deuda con ellos.

—¿Todos los enanos montan en Feldûnost?

Eragon se atrabancó un poco al pronunciar aquella palabra extraña.

—Sólo en las montañas. Los Feldûnost son resistentes y tienen el paso firme, pero se adaptan mejor a las montañas que a las llanuras.

Saphira empujó a Eragon con el morro, obligando a Nieve de Fuego a apartarse.

Eso sí que sería buena caza, mejor que cualquiera que haya probado desde que salimos de las Vertebradas. Si me sobra algo de tiempo en Tarnag…

No —contestó Eragon—. No podemos ofender a los enanos.

Saphira resopló, irritada. Puedo pedirles permiso.

El camino que los había mantenido escondidos largo rato bajo la oscuridad de las ramas entró en un gran claro que rodeaba Tarnag. Habían empezado a reunirse ya grupos de observadores en los campos cuando siete Feldûnost con arneses enjoyados salieron de la ciudad dando botes. Sus jinetes llevaban lanzas con banderines que flameaban como látigos al viento. Tirando de las riendas de su extraña montura, el enano que los lideraba dijo:

—Sed bienvenidos a la ciudad de Tarnag. Por el otho de Ûndin y Gannel, yo, Thorv, hijo de Brokk, os ofrezco la paz y el refugio de nuestros aposentos.

Tenía un acento arrastrado y áspero, con un ronroneo rudo, muy distinto del de Orik.

—Y por el otho de Hrothgar, los Ingeitum aceptamos vuestra hospitalidad.

—Lo mismo digo yo, en nombre de Islanzadí —añadió Arya.

Aparentemente satisfecho, Thorv hizo un gesto a sus compañeros, que espolearon a sus Feldûnost para que formaran en torno a ellos. Con un movimiento ostentoso, los enanos echaron sus monturas a andar y los guiaron hacia Tarnag y a través de las puertas de la ciudad.

La muralla exterior medía doce metros de espesor y creaba un túnel de sombras para las primeras de las muchas granjas que rodeaban Tarnag. Otros cinco niveles —cada uno de ellos, defendido por una puerta fortificada— los llevaron más allá de los campos hasta el principio de la ciudad propiamente dicha.

En contraste con las gruesas murallas de Tarnag, los edificios que se albergaban en su interior, pese a ser de piedra, estaban construidos con tal astucia que trasmitían una sensación de levedad y ligereza. Unas tallas gruesas y vistosas, generalmente de animales, adornaban las casas y las tiendas. Pero aun era más sorprendente la propia piedra: los colores vibrantes, que iban de un escarlata brillante al verde más sutil, acristalaban la roca en capas translúcidas.

Colgadas por toda la ciudad se veían las antorchas sin llama de los enanos, las chispas multicolores que se anticipaban al crepúsculo de las Beor y a su larga noche.

Al contrario que Tronjheim, Tarnag estaba construida según la proporción de los enanos, sin ninguna concesión a los visitantes humanos, elfos o dragones. Como máximo, los umbrales alcanzaban un metro y medio de altura y a menudo no sobrepasaban el metro veinte. Eragon era de mediana estatura, pero ahora se sentía como un gigante transportado a un teatrillo de marionetas.

Las calles eran amplias y estaban llenas de gente. Enanos de diversos clanes se afanaban en sus tareas o regateaban a las puertas de las tiendas. Muchos llevaban ropas extrañas y exóticas, como un grupo de enanos de fiero aspecto, con melenas negras, que llevaban cascos de plata esculpidos con forma de cabezas de lobo.

Eragon miraba sobre todo a las enanas, pues apenas había podido echar un vistazo a alguna en Tronjheim. Eran más gruesas que los hombres y tenían duros rostros, aunque sus ojos brillaban, tenían el pelo bien lustroso y las manos que posaban en sus diminutos hijos parecían tiernas. Evitaban las fruslerías, salvo por unos pequeños e intrincados broches de hierro y piedra.

Al oír los resonantes pasos de los Feldûnost, los enanos se volvían para mirar a los recién llegados. No vitoreaban como Eragon hubiera esperado; más bien hacían reverencias y murmuraban «Asesino de Sombra». Cuando veían el martillo y las estrellas grabadas en el yelmo de Eragon, la admiración daba paso a la sorpresa y, en muchos casos, a la indignación. Una cierta cantidad de enanos indignados se reunieron en torno a los Feldûnost, fulminaron a Eragon con la mirada, entre los cuerpos de los animales, y gritaron algunos improperios.

A Eragon se le erizó el vello de la nuca. Parece que adoptarme no era la decisión más popular que podía tomar Hrothgar.

—concedió Saphira—. Tal vez haya obtenido más control sobre ti, pero a costa de indignar a muchos enanos. Será mejor que desaparezcamos de su vista antes de que haya sangre derramada.

Thorv y los otros guardias siguieron avanzando como si aquella muchedumbre no existiera, abriéndose paso por otros siete niveles hasta que sólo una puerta los separó de la mole de Celbedeil. Entonces Thorv torció a la derecha, hacia una gran plaza pegada a la falda de la montaña y protegida del exterior por una barbacana rematada por dos torres con matacanes.

Al acercarse a la plaza, un grupo de enanos armados salió de entre las casas y formó una gruesa hilera que bloqueaba la calle. Llevaban las caras y los hombros cubiertos por largos velos de color púrpura, como tocas de malla.

De inmediato los guardias tiraron de las riendas de sus Feldûnost, y pusieron caras serias.

—¿Qué pasa? —preguntó Eragon a Orik.

El enano se limitó a menear la cabeza y caminó hacia delante, con una mano en el hacha.

—¡Etzil nithgech! —exclamó un enano velado, con un puño alzado—. ¡Formv Hrethcarach… formv Jurgencarmeitder nos eta goroth bahst Tarnag, dûr encesti rak kythn! ¿Jok is warrev az barzûlegûr dûr dûrgrimst, Az Sweldn rak Anhûin, môgh tor rak Jurgenvren? Në ûdim etal os rast knurlag. Knurlag ana…

Siguió despotricando durante un largo rato, con creciente malhumor.

—¡Vrron! —ladró Thorv para cortarle.

Los dos enanos se pusieron a discutir. Pese a la brusquedad del intercambio, Eragon vio que Thorv parecía respetar al otro.

Eragon se echó a un lado para conseguir una mejor vista por detrás del Feldûnost de Thorv. El enano del velo guardó silencio de repente y señaló el yelmo de Eragon con expresión de horror.

—¡Knurlag qana quirânû Dûrgrimst Ingeitum! —exclamó—. Qarzûl ana Hrothgar oen volfild…

—¿Jok is frekk dûrgrimstvren? —lo interrumpió Orik en voz baja, al tiempo que blandía el hacha.

Eragon miró a Arya, pero ella estaba demasiado concentrada en la discusión para darse cuenta. Disimuladamente, deslizó la mano hacia abajo y rodeó la empuñadura metálica de Zar’roc.

El extraño enano miró a Orik con dureza y luego sacó del bolsillo un anillo de hierro, se arrancó tres pelos de la barba, los enroscó en torno al anillo, tiró éste al suelo con un seco resonar y luego escupió. Sin añadir palabra, los enanos de los velos púrpura se marcharon.

Thorv, Orik y los demás guerreros soltaron un respingo cuando el anillo rebotó sobre el pavimento de granito. Incluso Arya parecía afectada. Dos de los enanos más jóvenes empalidecieron y se aprestaron a desenfundar las espadas, pero las soltaron cuando Thorv gritó:

—¡Eta!

Sus reacciones inquietaron a Eragon mucho más que la ronca conversación. Cuando Orik se adelantó y depositó el anillo en una bolsa, Eragon le preguntó:

—¿Qué significa eso?

—Significa —contestó Thorv— que tienes enemigos.

Se apresuraron a cruzar la barbacana y llegaron a un amplio patio ocupado por tres mesas dispuestas para un banquete, decoradas con antorchas y banderolas. Delante de las mesas había un grupo de enanos, y ante ellos había un enano de barba gris envuelto en piel de lobo. Éste abrió los brazos y dijo:

—Bienvenidos a Tarnag, hogar del Dûrgrimst Ragni Hefthyn. Hemos oído hablar muy bien de ti, Eragon Asesino de Sombra. Yo soy Ûndin, hijo de Derûnd y jefe del clan.

Otro enano dio un paso adelante. Tenía los hombros y el pecho de un soldado, y sus abolsados ojos negros no abandonaron en ningún momento el rostro de Eragon.

—Y yo soy Gannel, hijo de Orm, Hacha de Sangre, jefe del Dûrgrimst Quan.

—Es un honor ser vuestro invitado —contestó Eragon, inclinando la cabeza.

Percibió que Saphira se impacientaba porque la habían ignorado. Paciencia, le murmuró, forzando una sonrisa.

Ella resopló.

Los jefes de los clanes saludaron por turnos a Arya y Orik, pero con este último se trataba de una hospitalidad malgastada, pues se limitó a extender la mano que sostenía el anillo de hierro.

Ûndin abrió mucho los ojos y alzó con cautela el anillo, sosteniéndolo entre el pulgar y el índice como si fuera una serpiente venenosa.

—¿Quién te ha dado esto?

—Ha sido Az Sweldn rak Anhûin. Y no me lo ha dado a mí, sino a Eragon.

Al ver que la alarma se apoderaba de sus rostros, Eragon recuperó la aprensión de antes. Había visto a enanos enfrentarse a solas a los kull sin huir. El anillo debía de simbolizar algo verdaderamente terrible si era capaz de debilitar su coraje.

Ûndin frunció el ceño mientras escuchaba los murmullos de sus consejeros. Luego dijo:

—Hemos de consultar este asunto. Asesino de Sombra, se ha preparado un banquete en tu honor. Si permites que mis sirvientes te acompañen a tus aposentos, podrás refrescarte, y tal vez luego podamos empezar.

—Por supuesto.

Eragon pasó las riendas de Nieve de Fuego a un enano que esperaba y siguió a un guía hacia la plaza. Al pasar bajo un umbral, echó una mirada atrás y vio a Arya y Orik en pleno bullicio con los jefes de los clanes, con las cabezas bien juntas. No tardaré mucho, prometió a Saphira.

Tras recorrer agachado los pasillos de tamaño enano, vio con alivio que la habitación que le habían asignado era suficientemente espaciosa para permanecer en ella de pie. El sirviente hizo una reverencia y dijo:

—Volveré cuando el Grimstborith Ûndin esté listo.

Cuando se fue el enano, Eragon se quedó quieto, respiró hondo y agradeció el silencio. El encuentro con los enanos de los velos seguía en su mente y le dificultaba relajarse. «Al menos no vamos a quedarnos mucho en Tarnag. Eso evitará que nos creen problemas.»

Se quitó los guantes y se acercó a una pileta de mármol que había en el suelo, junto a la baja cama. Metió las manos en el agua y las sacó de un tirón, con un grito involuntario. El agua estaba casi hirviendo. «Debe de ser una costumbre de los enanos», concluyó. Esperó a que se enfriara un poco y luego se mojó la cara y el cuello y se los frotó para lavarlos, arrancándole vapor a la piel.

Recuperado, se quitó los bombachos y la túnica y se puso la ropa que había llevado para el funeral de Ajihad. Cogió a Zar’roc, pero decidió que si la llevaba al banquete, sería una ofensa para Ûndin; la sustituyó por el cuchillo de caza.

Luego sacó de la bolsa el pergamino que le había dado Nasuada para que se lo entregara a Islanzadí y lo sostuvo en la mano, preguntándose dónde esconderlo. La misiva era demasiado importante para dejarla a la vista, donde cualquiera podría leerla o robarla. Como no se le ocurría un sitio mejor, se lo metió dentro de la manga. «Ahí estará a salvo, a menos que me meta en alguna pelea, en cuyo caso tendré problemas más importantes de los que preocuparme.»

Cuando al fin volvió el enano en busca de Eragon, apenas pasaba más de una hora del mediodía, pero el sol ya se había puesto tras las altas montañas, sumiendo Tarnag en el crepúsculo. Al salir a la plaza, Eragon se sorprendió por la transformación de la ciudad. Con la llegada prematura de la noche, las antorchas de los enanos revelaban su verdadera potencia y derramaban por las calles una luz pura y firme que hacía brillar todo el valle.

Ûndin y los otros enanos estaban reunidos en el patio con Saphira, que se había instalado en la cabecera de la mesa. Nadie parecía interesado en disputarle el puesto.

¿Ha pasado algo?, preguntó Eragon, apresurándose para llegar a su lado.

Ûndin ha llamado a más soldados y ha mandado cerrar las puertas.

¿Espera que nos ataquen?

Por lo menos le preocupa esa posibilidad.

—Por favor, Eragon, ven conmigo —dijo Ûndin, señalando una silla que quedaba a su derecha.

El jefe del clan se sentó al mismo tiempo que Eragon, y los demás comensales los imitaron a toda prisa.

Eragon se alegró al ver que Orik quedaba a su lado y Arya, justo enfrente, aunque los dos parecían sombríos. Sin darle tiempo a preguntar por el anillo, Ûndin golpeó la mesa y rugió:

—¡Ignh az voth!

Los sirvientes salieron del vestíbulo cargados con bandejas de oro llenas hasta arriba de carne, pasteles y frutas. Se dividieron en tres columnas, una para cada mesa, y dejaron los platos con un movimiento ostentoso.

Ante ellos había sopas y guisos llenos de diversos tubérculos, venados asados, largas barras calientes de pan de masa fermentada e hileras de pasteles de miel empapados en mermelada de perejil; a un lado, las anguilas encurtidas miraban lúgubres un recipiente de queso, como si tuvieran la esperanza de escapar de allí para volver al río. En cada mesa había un cisne rodeado de bandadas de perdices, ocas y patos rellenos.

Había setas por todas partes: asadas con sabrosas salsas, colocadas en la cabeza de un ave a modo de gorra o recortadas con forma de castillo entre montones de salsas. Se veía una increíble variedad, desde unos inflados champiñones blancos del tamaño del puño de Eragon hasta unos que podían pasar por trozos de corteza retorcida, pasando por unos hongos limpiamente partidos por la mitad para exhibir el color azul de su carne.

Mostraron la pieza principal del banquete: un gigantesco cerdo asado, reluciente de salsa. Al menos a Eragon le pareció que era un cerdo, aunque el esqueleto era tan grande como Nieve de Fuego y para transportarlo hacían falta seis enanos. Los colmillos eran más largos que los antebrazos de Eragon, y el morro, tan ancho como su cabeza. Y el olor se imponía a todos los demás en oleadas tan acres que a Eragon se le aguaron los ojos.

—Nagra —murmuró Orik—. Cerdo gigante. Esta noche Ûndin te hace un verdadero homenaje, Eragon. Sólo los enanos más valientes se atreven a dar caza al Nagra, y sólo se les sirve a quienes tienen auténtico valor. Además, creo que el gesto significa que te apoyará contra el clan de los Nagra.

Eragon se inclinó hacia él para que no pudiera oírle nadie más.

—Entonces, ¿éste es otro de los animales de las Beor? ¿Cómo son los demás?

—Lobos de montaña tan grandes que atacan a los Nagra y tan hábiles que cazan a los Feldûnost. Osos de las cuevas, a los que nosotros llamamos Urzhadn y los elfos Beor, y que a su vez dieron nombre a estos picos, aunque nosotros nos referimos a ellos de otro modo. El nombre de las montañas es un secreto que no compartimos con ninguna raza. Y…

—Smer voth —ordenó Ûndin, sonriendo a sus invitados.

Los sirvientes sacaron al instante unos cuchillitos curvos y cortaron porciones del Nagra que fueron depositando en todos los platos menos en el de Arya, incluida una pesada ración para Saphira. Ûndin volvió a sonreír, sacó una daga y cortó un pedazo de su carne.

Eragon iba a coger su cuchillo, pero Orik le agarró la mano:

—Espera.

Ûndin masticó despacio, puso los ojos en blanco y meneó exageradamente la cabeza; luego tragó y proclamó:

—¡Ilf gauhnith!

—Ahora —dijo Orik, y se concentró en la comida, al tiempo que en todas las mesas brotaba la conversación.

Eragon nunca había probado nada como aquel cerdo. Era jugoso, suave y extrañamente especiado, como si hubieran macerado la carne en miel y sidra, un sabor aumentado por la menta que habían usado para sazonar el cerdo. Me pregunto cómo se las habrán arreglado para cocinar algo tan grande.

Muy lentamente, comentó Saphira, mordisqueando su Nagra.

Entre bocados, Orik explicó:

—Desde los tiempos en que entre los clanes era habitual el envenenamiento, es costumbre que el anfitrión pruebe primero la comida y la declare apta para los invitados.

Durante el banquete, Eragon dividió su tiempo entre probar la multitud de platos distintos y conversar con Orik, Arya y los enanos que había al otro lado de la mesa. De ese modo, las horas pasaron deprisa, porque el banquete duró mucho, y se hizo muy tarde antes de que sirvieran el último plato, los comensales dieran el último bocado y se terminara el último cáliz. Cuando los sirvientes empezaron a recoger las mesas, Ûndin se volvió a Eragon y le dijo:

—Te ha gustado la comida, ¿no?

—Estaba deliciosa.

Ûndin asintió.

—Me alegro de que te haya gustado. Hice sacar las mesas ayer para que la dragona pudiera cenar con nosotros.

Mantenía la mirada fija en Eragon en todo momento.

Eragon sintió frío por dentro. Con o sin intención, Ûndin acababa de tratar a Saphira como una mera bestia. Eragon se había propuesto preguntarle en privado por los enanos de los velos, pero ahora —por puro deseo de incomodar a Ûndin— le dijo:

—Saphira y yo te lo agradecemos. —Y luego añadió—: Señor, ¿por qué nos han tirado ese anillo?

Un doloroso silencio recorrió el patio. Con el rabillo del ojo, Eragon vio que Orik hacía una mueca de dolor. Arya, en cambio, sonreía como si entendiera lo que estaba ocurriendo.

Ûndin soltó su daga y frunció el ceño.

—Los knurlagn que os habéis encontrado son de un clan trágico. Antes de la caída de los Jinetes, se contaban entre las familias más antiguas y ricas de nuestro reino. Su destino quedó condenado, sin embargo, por dos errores: vivían en el lado oeste de las Beor, y sus mejores guerreros se ofrecieron voluntarios para ayudar a Vrael. —La rabia se colaba en su voz con crujidos agudos—. Galbatorix y sus malditos Apóstatas los arrasaron en vuestra ciudad de Urû’baen. Luego se echaron sobre nosotros y mataron a muchos. De aquel clan sólo sobrevivieron la Grimstcarvlorss Anhûin y sus guardias. La pobre Anhûin pronto murió de pena, y sus hombres adoptaron el nombre de Az Sweldn rak Anhûin (las Lágrimas de Anhûin) y se taparon los rostros para recordar su pérdida y sus deseos de venganza.

A Eragon le dolían las mejillas por el esfuerzo de mantener un rostro inexpresivo.

—Entonces —dijo Ûndin, sin dejar de contemplar un pastel—, rehicieron el clan con el paso de las décadas, esperaron y se dedicaron a cazar a cambio de recompensas. Y ahora llegas tú con la marca de Hrothgar. Para ellos es el insulto definitivo, a pesar de tus servicios en Farthen Dûr. Por eso el anillo, el desafío definitivo. Significa que el Dûrgrimst Az Sweldn rak Anhûin se opondrá a ti con todos sus recursos en cualquier asunto, por grande o pequeño que sea. Se han puesto totalmente en tu contra; ahora son tus enemigos de sangre.

—¿Pretenden hacerme daño? —preguntó Eragon, tenso.

La mirada de Ûndin vaciló un momento mientras se posaba en Gannel. Luego meneó la cabeza y soltó una risotada brusca que sonó con más fuerza de lo requerido por la ocasión.

—No, Asesino de Sombra. Ni siquiera ellos se atreverían a herir a un invitado. Está prohibido. Sólo quieren que te vayas para siempre, siempre, siempre. —Eragon no salía de dudas. Entonces Ûndin dijo—: Por favor, no hablemos más de estos asuntos desagradables. Gannel y yo te hemos ofrecido nuestra comida y nuestra aguamiel en señal de amistad. ¿Acaso no es eso lo que importa?

El sacerdote murmuró para señalar que estaba de acuerdo.

—Y yo lo valoro —dijo finalmente Eragon.

Saphira lo miró con ojos de solemnidad y dijo: Están asustados, Eragon. Asustados y resentidos porque se han visto obligados a aceptar la ayuda de un Jinete.

Ya. Tal vez peleen con nosotros, pero no pelean por nosotros.