Faltaba media hora para el amanecer cuando Eragon y Saphira llegaron a la puerta norte de Tronjheim. La puerta estaba alzada hasta la altura necesaria para que pudiera pasar Saphira, de modo que se apresuraron a cruzarla y luego esperaron en la empotrada zona posterior, donde se alzaban las columnas de jaspe y las bestias talladas gruñían entre los pilares ensangrentados. Más allá, en el mismo límite de Tronjheim, había dos grifos sentados, de diez metros de altura. Pares idénticos a aquél guardaban todas las puertas de la ciudad–montaña. No había nadie a la vista.
Eragon sujetó las riendas de Nieve de Fuego. Habían cepillado, herrado y ensillado al semental, y sus alforjas iban llenas de provisiones. Sus cascos rasgaban el suelo con impaciencia; Eragon llevaba más de una semana sin montar en él.
Al poco apareció Orik, que llevaba un gran saco a la espalda y un fardo entre los brazos.
—¿Sin caballo? —preguntó Eragon, más bien sorprendido.
«¿Se supone que vamos a llegar a Du Weldenvarden caminando?»
Orik gruñó.
—Nos pararemos en Tarnag, no muy lejos de aquí en dirección norte. Desde allí usaremos balsas para bajar por el Az Ragni hasta Hedarth, un destacamento destinado al comercio con los elfos. No necesitaremos corceles hasta Hedarth, de modo que, hasta entonces, iré a pie.
Soltó el fardo con un resonar metálico y luego lo deshizo para mostrar la armadura de Eragon. El escudo estaba repintado de tal modo que el roble se veía claramente en el centro, y habían desaparecido todas las abolladuras y rasguños. Debajo había una larga malla, bruñida y tan engrasada que el metal relucía. No se veía ningún rastro del tajo que le había causado Durza al cortar la espalda de Eragon. La toca, los guantes, los protectores para los brazos, las espinilleras y el yelmo estaban igualmente reparados.
—Han estado trabajando nuestros mejores herreros —dijo Orik—. Y con la tuya también, Saphira. De todas formas, como no podemos llevar con nosotros una armadura de dragón, se la han quedado los vardenos y la guardarán hasta nuestro regreso.
Dale las gracias en mi nombre, por favor, pidió Saphira.
Eragon lo hizo, luego se puso los protectores para los brazos y las espinilleras y guardó los demás elementos en las alforjas. Por último quiso coger el yelmo, pero se encontró con que lo sostenía Orik. El enano hizo rodar la pieza entre sus manos y luego dijo:
—No te lo quieras poner tan rápido, Eragon. Antes tienes que hacer una elección.
—¿Qué elección?
Orik alzó el yelmo y descubrió la pulida parte delantera, que, según pudo ver Eragon, había sido alterada: habían grabado en el hierro el martillo y las estrellas del clan de Hrothgar y Orik, el Ingeitum. Orik frunció el ceño, con aspecto a la vez complacido y preocupado, y anunció con voz formal:
—Mi rey, Hrothgar, desea que te regale este yelmo como símbolo de la amistad que te profesa. Y con él Hrothgar te presenta la oferta de adoptarte como miembro del Dûrgrimst Ingeitum, como uno más de su familia.
Eragon miró fijamente el yelmo, sorprendido por el gesto de Hrothgar. ¿Eso quiere decir que estaría sujeto a su mando?… Si sigo acumulando lealtades y tributos a este ritmo, dentro de poco quedaré incapacitado: no podré hacer nada sin incumplir algún juramento.
No tienes por qué ponértelo, señaló Saphira.
¿Y arriesgarme a insultar a Hrothgar? Una vez más, estamos atrapados.
Sin embargo, tal vez la intención sea meramente hacerte un regalo, un signo más de otho, no una trampa. Yo diría que nos agradece mi propuesta de reparar Isidar Mithrim.
A Eragon no se le había ocurrido porque estaba demasiado ocupado en pensar qué clase de ventaja podía obtener sobre ellos el rey de los enanos. Cierto. Pero yo creo que también es un intento de corregir el desequilibrio de poder que se creó cuando juré lealtad a Nasuada. Dudo que a los enanos les encantara ese giro.
Volvió a mirar a Orik, que esperaba con ansiedad:
—¿Esto se hace a menudo?
—¿Para un humano? Nunca. Hrothgar discutió con las familias del clan Ingeitum durante un día y una noche enteros hasta que te aceptaron. Si consientes en llevar nuestro emblema, tendrás todos los derechos de un miembro del clan. Podrás participar en nuestros consejos y tendrás voz en todos los asuntos. Y —aquí se puso muy sombrío— si así lo deseas, tendrás derecho a ser enterrado con los nuestros.
Por primera vez, Eragon se dio cuenta de la enormidad del gesto de Hrothgar. Los enanos no podían ofrecer un honor mayor. Con un rápido movimiento, arrebató el yelmo a Orik y se lo caló en la cabeza.
—Unirme al Dûrgrimst Ingeitum es un privilegio.
Orik movió la cabeza para demostrar su aprobación y dijo:
—Entonces, toma este Knurlnien, este Corazón de Piedra, y sostenlo entre tus manos. Sí, así. Ahora debes reunir todo tu valor y cortarte una vena para humedecer la piedra. Bastará con unas gotas… Para terminar, repite conmigo: Os il dom qirânû carn dûr thargen, zeitmen, oen grimst vor formv edaris rak skilfz. Narho is belgond…
Era una larga declamación que se hizo aun más larga porque Orik se detenía a cada rato para traducir las frases que iba diciendo. Luego, Eragon se curó la muñeca con un rápido hechizo.
—Digan lo que digan los clanes acerca de este asunto —observó Orik—, te has comportado con integridad y respeto. Eso no lo pueden ignorar. —Sonrió—. Ahora somos del mismo clan, ¿eh? ¡Eres mi hermano adoptivo! En circunstancias más normales, Hrothgar te hubiera dado personalmente el yelmo y hubiéramos celebrado una larga ceremonia para conmemorar tu entrada en el Dûrgrimst Ingeitum; pero todo ocurre tan rápido que no nos podemos entretener. No lo tomes como un desaire, sin embargo. Tu adopción se celebrará con los debidos rituales cuando Saphira y tú volváis a Farthen Dûr. Comerás y bailarás y tendrás que firmar muchos papeles para formalizar tu nueva situación.
—Ardo en deseos de que llegue ese día.
Aún le preocupaba discernir las muy numerosas ramificaciones que podía implicar su pertenencia al Dûrgrimst Ingeitum.
Sentado con la espalda apoyada en un pilar, Orik se sacudió el saco que llevaba a la espalda, sacó su hacha y se puso a girarla entre las palmas. Al cabo de unos minutos, se inclinó hacia delante y lanzó una mirada atrás, hacia Tronjheim.
—¡Barzûl knurlar! ¿Dónde están? Arya dijo que vendría aquí. ¡Ah! La única noción del tiempo que tienen los elfos es la de llegar tarde, o más tarde todavía.
—¿Has tenido muchos tratos con ellos? —preguntó Eragon, al tiempo que se ponía de cuclillas.
Saphira los miraba con interés.
El enano soltó una carcajada repentina.
—Eta. Sólo con Arya, y aun con ella apenas esporádicamente, porque se iba de viaje a menudo. En siete décadas, sólo he descubierto una cosa de ella: no hay manera de meterle prisa a un elfo. Es como darle martillazos a una lima; tal vez se parta, pero nunca se va a curvar.
—¿Acaso no son iguales los enanos?
—Ah, pero las piedras cambian, si se les concede suficiente tiempo. —Orik suspiró y meneó la cabeza—. De todas las razas, los elfos son los que menos cambian, por eso me apetece tan poco este viaje.
—Pero si vamos a conocer a la reina Islanzadí, y veremos Ellesméra y yo qué sé qué más… ¿Cuándo invitaron por última vez a un enano a Du Weldenvarden?
Orik lo miró con el ceño fruncido.
—Los paisajes no significan nada. En Tronjheim y en otras ciudades quedan tareas urgentes, pero a mí me toca vagar por Alagaësia para intercambiar cortesías y quedarme sentado y engordar mientras te forman a ti. ¡Podría costar años!
«¡Años! A pesar de todo, si es necesario para vencer a los Sombra y a los Ra’zac, lo haré.»
—¡Por fin! —exclamó Orik, al tiempo que se levantaba.
Se acercaban Nasuada —cuyas zapatillas asomaban por debajo del vestido, como ratones que se escaparan a toda velocidad de un agujero—, Jörmundur y Arya, que llevaba un saco como el de Orik. Iba vestida con la misma ropa de cuero negro con que Eragon la había visto por primera vez, así como la espada.
En ese momento, se le ocurrió que tal vez a Arya y Nasuada no les pareciera bien que se hubiera unido a los Ingeitum. La culpa y el temor lo invadieron al darse cuenta de que tenía que haber consultado antes a Nasuada. ¡Y a Arya! Se encogió al recordar el enfado de la elfa después de su primer encuentro con el Consejo de los Ancianos.
Por eso, cuando Nasuada se detuvo ante él, Eragon desvió la mirada, avergonzado. Pero ella se limitó a decir:
—Has aceptado.
Su voz sonaba amable y controlada.
Eragon asintió sin levantar la vista.
—Tenía mis dudas. Ahora, de nuevo las tres razas tienen algún poder sobre ti. Los enanos pueden exigir tu lealtad como miembro del Dûrgrimst Ingeitum; los elfos te van a formar y entrenar. Tal vez su influencia sea la más fuerte, pues Saphira y tú estáis unidos por una magia que les pertenece. Al mismo tiempo, has jurado lealtad a mí, una humana… Tal vez sea mejor que todos compartamos tu lealtad.
Reaccionó a su sorpresa con una extraña sonrisa, luego le puso en la mano una bolsa pequeña llena de monedas y se apartó.
Jörmundur extendió una mano, y Eragon la estrechó, un poco aturdido.
—Que tengas buen viaje, Eragon. Cuídate mucho.
—Vamos —dijo Arya, deslizándose ante ellos hacia la oscuridad de Farthen Dûr—. Es hora de irnos. Aiedail se ha puesto y tenemos un largo camino por delante.
—Vale —asintió Orik.
Sacó una antorcha roja de un lado de su bolsa.
Nasuada los repasó con la mirada una vez más.
—Muy bien. Eragon y Saphira, tenéis la bendición de los vardenos, así como la mía. Ojalá tengáis un viaje seguro. Recordad que lleváis con vosotros todas nuestras esperanzas, todas nuestras expectativas, así que desenvolveos honorablemente.
—Haremos cuanto podamos —prometió Eragon.
Tomó con firmeza las riendas de Nieve de Fuego y arrancó tras Arya, que ya se había adelantado unos cuantos metros. Lo seguía Orik, y detrás, Saphira. Cuando ésta pasó por delante de Nasuada, Eragon vio que se detenía y le daba un suave lametazo en la mejilla. Luego alargó el paso y se puso a su altura.
Mientras avanzaban hacia el norte por el camino, el hueco de la puerta que dejaban atrás se fue volviendo cada vez más pequeño hasta quedar reducido a un agujerito de luz en el que se recortaban las siluetas de Nasuada y Jörmundur, que se habían quedado esperando.
Cuando llegaron por fin a la base de Farthen Dûr, encontraron un par de puertas gigantes, de diez metros de altura, que los esperaban abiertas. Tres guardas enanos hicieron una reverencia y se apartaron de la abertura. Las puertas daban a un túnel de proporciones similares, cuyos primeros quince metros estaban flanqueados por columnas y antorchas. El resto estaba vacío y silencioso como un mausoleo.
Era exactamente igual a la entrada oeste de Farthen Dûr, pero Eragon sabía que aquel túnel era distinto. En vez de hundirse como una madriguera a través de la base, de más de kilómetro y medio de espesor, para llegar al exterior, éste seguía por debajo montaña tras montaña sin emerger hasta la ciudad enana de Tarnag.
—Éste es nuestro camino —afirmó Orik, al tiempo que alzaba su antorcha.
Él y Arya traspasaron el umbral, pero Eragon se retuvo, repentinamente inseguro. No temía la oscuridad, pero tampoco le hacía gracia saberse rodeado por una noche eterna hasta que llegaran a Tarnag. Y entrar en aquel árido túnel significaba arrojarse una vez más a lo desconocido, abandonar aquellas pocas cosas a las que había podido acostumbrarse entre los vardenos a cambio de un destino incierto.
¿Qué pasa?, preguntó Saphira.
Nada.
Respiró hondo y echó a caminar, permitiendo que la montaña lo absorbiera en sus profundidades.