____ 07 ____

—¡Despiértate, Knurlheim! Ahora no puedes dormir. Nos necesitan en la puerta. No pueden empezar sin nosotros.

Eragon se obligó a abrir los ojos, consciente de que le dolía la cabeza y tenía el cuerpo magullado. Estaba tumbado en una fría mesa de piedra.

—¿Qué?

Hizo una mueca de disgusto al notar el mal sabor de boca.

Orik se tironeaba de la barba oscura.

—La procesión de Ajihad. ¡Tenemos que estar presentes!

—No, ¿cómo me has llamado?

Estaban todavía en la sala de banquetes, pero no había nadie más aparte de él, Orik y Saphira, que seguía acostada a su lado, entre dos mesas. La dragona se agitó, alzó la cabeza y echó un vistazo con cara de sueño.

—¡Cabeza de piedra! Te he llamado cabeza de piedra porque llevo casi una hora intentando despertarte.

Eragon consiguió erguirse y se bajó de la mesa. Algunos relámpagos de recuerdos de la noche anterior se abrieron camino en su mente. Saphira, ¿cómo estás?, preguntó, mientras se acercaba a ella a trompicones.

Ella giró la cabeza de un lado a otro y se pasó la lengua encarnada por los dientes, como un gato que hubiera comido algo desagradable. Creo que… entera. Tengo una sensación extraña en el ala izquierda; creo que caí sobre ella.

Y siento la cabeza llena de mil flechas.

—¿Hirió a alguien al caer? —preguntó Eragon.

Del grueso pecho del enano brotó una sentida carcajada.

—Sólo los que se cayeron de las sillas de tanta risa. ¡Una dragona borracha haciendo reverencias! Estoy seguro de que se cantarán baladas sobre esto durante décadas. —Saphira movió las alas y, remilgada, desvió la mirada—. Como no podíamos moverte, nos pareció que era mejor dejarte aquí. El cocinero jefe se enfadó mucho. Tenía miedo de que te siguieras bebiendo lo mejor de su bodega, aparte de los cuatro toneles que te tragaste.

¡Y eso que una vez me reñiste por beber! Si me llego a tomar yo cuatro toneles, me mataría.

Por eso no eres un dragón.

Orik encajó un bulto de ropa entre los brazos de Eragon.

—Venga, ponte esto. Es más apropiado para un funeral que lo que llevas puesto. Pero date prisa, nos queda poco tiempo.

Eragon se puso las prendas con dificultad: una camisa blanca muy ancha, con lazos en los puños; un chaleco rojo decorado con trenzas y encajes dorados; pantalones oscuros; unas botas negras relucientes que resonaban al pisar el suelo; y una capa con mucho vuelo que se anudaba al cuello con un broche tachonado. En lugar de la cinta lisa de cuero que solía usar, para atarse a Zar’roc utilizó un cinturón ornamentado.

Eragon se echó agua a la cara e intentó arreglarse un poco el pelo. Luego Orik les instó a abandonar el salón y dirigirse a la puerta sur de Tronjheim.

—Hemos de salir desde allí —explicó, al tiempo que se desplazaba con una sorprendente velocidad para sus cortas y fornidas piernas—, porque es donde se detuvo hace tres días la procesión con el cuerpo de Ajihad. Su viaje hacia la tumba no puede interrumpirse, o su espíritu no encontrará descanso.

Una vieja costumbre, señaló Saphira.

Eragon se mostró de acuerdo y luego notó que la dragona caminaba con un cierto desequilibrio. En Carvahall solía enterrarse a la gente en sus granjas o, si vivían en la aldea, en pequeños cementerios. Como únicos rituales para acompañar el proceso, se recitaban algunos versos de ciertas baladas y después se organizaba un banquete entre los parientes y amigos del fallecido. ¿Podrás aguantar todo el funeral?, preguntó al ver que Saphira se tambaleaba de nuevo.

Ella hizo una breve mueca. Aguantaré eso y el nombramiento de Nasuada, pero luego me hará falta dormir. ¡Mal rayo parta al aguamiel!

Eragon reanudó la conversación con Orik y le preguntó:

—¿Dónde van a enterrar a Ajihad?

Orik aminoró el paso y miró a Eragon con precaución:

—Eso ha sido motivo de enfrentamiento entre los clanes. Cuando muere un enano, creemos que debe quedar encerrado en piedra, porque en caso contrario no podría reunirse con sus ancestros. Es algo complejo y no puedo explicar más detalles a un extraño…, pero somos capaces de cualquier cosa para asegurarnos de que se cumple el entierro. La vergüenza cae sobre cualquier familia o clan que permita que uno de los suyos descanse en un elemento de rango menor.

»Por debajo de Farthen Dûr hay una cámara que se ha convertido en hogar de todos los knurlan que vivían aquí, todos enanos. A Ajihad lo llevarán allí. No pueden enterrarlo con nosotros porque es humano, pero se ha preparado aparte una alcoba consagrada para él. Allí los vardenos podrán visitarlo sin entrar en nuestras grutas sagradas, y Ajihad recibirá el respeto que se le debe.

—Vuestro rey ha hecho mucho por los vardenos —comentó Eragon.

—Algunos opinan que demasiado.

Ante la gruesa puerta —alzada sobre cadenas ocultas para dejar pasar la tenue luz del día que se colaba en Farthen Dûr—, se encontraron con una fila cuidadosamente dispuesta. Al frente descansaba Ajihad, frío y pálido, sobre un féretro de mármol blanco que sostenían seis hombres ataviados con armaduras negras. Llevaba en la cabeza un yelmo recubierto de piedras preciosas. Tenía las manos entrelazadas sobre el esternón, apoyadas en el mango de marfil de su espada desnuda, que se extendía bajo el escudo que le tapaba el pecho y las piernas. La malla de plata, que trazaba anillos de luz de luna, descansaba en sus extremidades y se desparramaba sobre el féretro.

Nasuada estaba muy cerca del cadáver: grave, con una capa de marta cebellina, mantenía una fuerte apostura, aunque las lágrimas adornaban su semblante. A un lado iba Hrothgar con ropa oscura; luego, Arya; el Consejo de Ancianos, todos ellos con oportunas expresiones de dolor; finalmente, una fila de enlutados formaba un arroyo que discurría por Tronjheim hasta más allá de un kilómetro y medio.

Todas las puertas y arcadas del vestíbulo de cuatro pisos de altura que llevaba a la cámara central de Tronjheim, a casi un kilómetro, estaban abiertas de par en par y llenas de hombres y enanos. Entre los grupos de rostros cenizos, los grandes tapices se ondularon por la fuerza de los cientos de suspiros y susurros que provocó la aparición de Saphira y Eragon.

Jörmundur les indicó por gestos que se acercaran a él. Esforzándose por no romper la formación, Eragon y Saphira avanzaron por la fila hasta ocupar el espacio que había a su lado, ganándose una mirada de reprobación de Sabrae. Orik fue a situarse detrás de Hrothgar.

Esperaron todos juntos, aunque Eragon no sabía a qué esperaban.

Todas las antorchas estaban tapadas a medias, de tal modo que el aire quedaba envuelto en un frío crepúsculo que aportaba una sensación etérea al evento. Nadie parecía moverse, ni respirar siquiera; por un breve instante, a Eragon le pareció que todos eran estatuas congeladas hasta la eternidad. Una sola voluta de incienso se alzaba desde el féretro, curvándose hacia el brumoso techo a medida que extendía su aroma de cedro y enebro. Era el único movimiento de la sala: un látigo que se cimbreaba en el aire, de lado a lado.

En lo más hondo de Tronjheim, sonó un tambor. Bum. La nota grave y sonora resonó en sus huesos, hizo vibrar la ciudad–montaña y levantó en ella un eco, como si hubiera sonado una gran campana de piedra.

Dieron un paso adelante.

Bum. En la segunda nota, otro tambor, más grave, se sumó al primero; cada pulsación rodaba inexorablemente por la sala. La fuerza de aquel sonido los impulsaba a avanzar con paso majestuoso. En el temblor que los rodeaba, no había lugar para ningún pensamiento, sino tan sólo para una desbordante emoción que los tambores manipulaban con pericia para invocar las lágrimas y, al mismo tiempo, una agridulce alegría.

Bum.

Al llegar al final del túnel, los que cargaban con Ajihad se detuvieron entre los pilares de ónice que llevaban a la cámara central. Allí, Eragon vio que los enanos se ponían aun más solemnes al recordar Isidar Mithrim.

Bum.

Pasaron por un cementerio de cristal. En el centro de la gran cámara había un círculo de fragmentos apilados que rodeaban el martillo y las estrellas de cinco puntas. Algunos trozos eran más grandes que Saphira. Los rayos del zafiro estrellado seguían brillando en cada pieza, y en algunas se veían todavía los pétalos de la rosa grabada.

Bum.

Los que llevaban el féretro siguieron avanzando entre los incontables filos, agudos como navajas. Luego la procesión torció a un lado y descendió los amplios escalones que llevaban a los túneles inferiores. Desfilaron por muchas cavernas y pasaron por chozas de piedra en las que los niños enanos se aferraban a sus madres y miraban con los ojos bien abiertos.

Bum.

Con aquel crescendo final, se detuvieron bajo las estriadas estalactitas que pendían sobre una gran catacumba rodeada de nichos. En cada uno de éstos había una lápida con un nombre y un emblema de algún clan grabados. Allí había miles, cientos de miles de cuerpos enterrados. La única luz, tenue entre las sombras, venía de unas pocas antorchas rojas espaciadas.

Al cabo de un rato, los que llevaban el féretro entraron en una pequeña sala anexa a la cámara principal. En el centro, sobre una plataforma elevada, había una gran cripta abierta a la oscuridad expectante. Encima, grabado sobre la piedra, se podía leer:

Que todos, knurlan, humanos y elfos,

recuerden

a este hombre.

Era noble, fuerte y sabio.

Gûntera Arûna

Cuando los miembros de la procesión pudieron reunirse en torno a la tumba, bajaron el cuerpo de Ajihad dentro de la cripta, y se permitió acercarse a quienes lo habían conocido personalmente. Eragon y Saphira eran los quintos en la cola, detrás de Arya. Mientras subía los escalones de mármol que le permitirían ver el cuerpo, Eragon se vio sobrecogido por una abrumadora sensación de pena, y su angustia aumentó por el hecho de que para él aquello representaba tanto el funeral de Ajihad como el de Murtagh.

Quieto junto a la tumba, Eragon bajó la mirada hacia Ajihad. Parecía más calmado y tranquilo que en vida, como si la muerte hubiera reconocido su grandeza y le hubiera honrado retirando cualquier rastro de sus preocupaciones mundanas. Eragon sólo había tratado a Ajihad durante un tiempo breve, pero había llegado a sentir respeto no sólo por su persona, sino por lo que representaba: la liberación de la tiranía. Además, había sido el primero en ofrecerle un refugio seguro desde que Eragon y Saphira salieran del valle de Palancar.

Afectado, Eragon intentó pensar en la mejor alabanza que pudiera decir. Al final, un susurro se abrió paso a través del nudo que atenazaba su garganta:

—Serás recordado, Ajihad. Lo juro. Descansa en paz, pues debes saber que Nasuada continuará tu obra y el Imperio será derrotado gracias a tus logros.

Se dio cuenta de que Saphira le tocaba un brazo y abandonó con ella la plataforma para permitir que Jörmundur ocupara su lugar.

Cuando todos hubieron mostrado sus respetos, Nasuada se inclinó sobre Ajihad, tocó la mano de su padre y la sostuvo con amable urgencia. Soltó un gemido y empezó a cantar con un extraño y quejumbroso idioma que llevó sus lamentos por toda la caverna.

Entonces llegaron doce enanos y deslizaron una losa de mármol sobre el rostro de Ajihad. Y éste pasó a mejor vida.