____ 06 ____

A la mañana siguiente de su encuentro con el Consejo de Ancianos, Eragon limpiaba y engrasaba la silla de Saphira —con cuidado de no extenuarse—, cuando apareció Orik de visita. El enano esperó a que Eragon terminara con una correa y luego preguntó:

—¿Hoy te encuentras mejor?

—Un poco.

—Bien, a todos nos hace falta recuperar fuerzas. He venido en parte para saber cómo estabas y en parte porque Hrothgar quiere hablar contigo, si estás disponible.

Eragon dirigió una sonrisa irónica al enano.

—Para él siempre estoy disponible. Seguro que ya lo sabe.

Orik se rió.

—Ah, pero es más educado pedirlo amablemente. —Mientras Eragon dejaba la silla, Saphira salió de su rincón acolchado y saludó a Orik con un gruñido amistoso—. Buenos días también para ti —dijo con una reverencia.

Orik los llevó por uno de los cuatro pasillos principales de Tronjheim hacia la cámara central y las dos escaleras gemelas que descendían trazando curvas hacia el salón del trono del rey de los enanos, en el subsuelo. Antes de llegar a la cámara, sin embargo, el enano tomó otra escalera menor que descendía. Eragon tardó un poco en darse cuenta de que Orik había tomado un camino lateral para no tener que ver los restos destrozados de Isidar Mithrim.

Se detuvieron ante unas puertas de granito con una corona de siete puntas grabada. A cada lado de la entrada había siete enanos cubiertos con armaduras, que golpearon simultáneamente el suelo con los palos de sus azadones. Mientras resonaba el eco del golpe de la madera contra la piedra, las puertas se abrieron hacia dentro.

Eragon se despidió de Orik con un gesto y luego entró en la oscura sala con Saphira. Avanzaron hacia el trono distante, pasando ante las rígidas estatuas, hírna, de antiguos reyes enanos. Al pie del pesado trono negro, Eragon hizo una reverencia. El rey devolvió el gesto inclinando la cabeza, cubierta con su melena plateada, y los rubíes encastrados en su yelmo de oro brillaron suavemente bajo la luz como chispas de hierro candente. Volund, el martillo de guerra, descansaba sobre sus piernas malladas. Hrothgar habló:

—Asesino de Sombra, bienvenido a mi salón. Has hecho muchas cosas desde que nos vimos por última vez. Y, según parece, se ha demostrado que me equivoqué con Zar’roc. La espada de Morzan será bienvenida en Tronjheim siempre que seas tú quien la lleve.

—Gracias —contestó Eragon, al tiempo que se levantaba.

—Además —tronó el enano—, queremos que conserves la armadura que llevaste en la batalla de Farthen Dûr.

Ya mismo están reparándola nuestros más hábiles herreros. Lo mismo ocurre con la armadura de la dragona, y cuando esté restaurada, Saphira podrá usarla siempre que quiera, o al menos hasta que se le quede pequeña. Es lo mínimo que podemos hacer para demostraros nuestra gratitud. Si no fuera por la guerra con Galbatorix, habría banquetes y celebraciones en tu nombre… Pero eso tendrá que esperar hasta un momento más oportuno.

Eragon puso palabras a sus sentimientos, compartidos por Saphira:

—Tu generosidad supera nuestras mayores expectativas. Apreciamos tus nobles regalos.

Pese a que parecía claramente complacido, Hrothgar apretó bien juntas las cejas y gruñó:

—De todos modos, no podemos perder el tiempo con finuras. Los clanes me acosan con la exigencia de que tome alguna decisión con respecto a la sucesión de Ajihad. Ayer, cuando el Consejo de Ancianos proclamó que daría su apoyo a Nasuada, provocó un alboroto como no se había visto desde que yo ascendí al trono. Los jefes tenían que decidir si aceptaban a Nasuada o buscaban a otro candidato. La mayoría ha llegado a la conclusión de que Nasuada debería liderar a los vardenos, pero yo quiero conocer tu opinión sobre este asunto, Eragon, antes de apoyar con mi palabra a unos u otros. Lo peor que puede hacer un rey es parecer estúpido.

¿Hasta dónde podemos contarle?, preguntó Eragon a Saphira, mientras pensaba a toda prisa.

Siempre nos ha tratado con nobleza, pero no sabemos qué habrá prometido a otros. Será mejor que tengamos cuidado hasta que Nasuada haya tomado el poder.

Muy bien.

—Saphira y yo hemos aceptado ayudarla. No nos opondremos a su ascenso. Y… —Eragon se preguntó si estaría llegando demasiado lejos— te ruego que hagas lo mismo; los vardenos no se pueden permitir una pelea entre ellos. Necesitan unidad.

Oeí —dijo Hrothgar, recostándose en el trono—, hablas con una autoridad nueva. Es una buena sugerencia, pero te va a costar una pregunta: ¿crees que Nasuada sabrá liderarnos con sabiduría, o hay otras razones para elegirla?

Es una prueba —advirtió Saphira—. Quiere saber por qué la hemos apoyado.

Eragon notó que su labio se estiraba en una media sonrisa.

—Creo que es más sabia y astuta de lo que corresponde a su edad. Será buena para los vardenos.

—¿Y por eso la apoyas?

—Sí.

Hrothgar asintió y hundió su larga y nívea barba.

—Eso me alivia. Últimamente nadie se ha ocupado mucho del bien y del mal, y sí en cambio de la persecución del poder individual. Es difícil contemplar tanta idiotez y no enfadarse.

Un incómodo silencio se instaló entre ellos, ahogando la amplia sala del trono. Para romperlo, Eragon preguntó:

—¿Qué pasará con la dragonera? ¿Le pondrán un suelo nuevo?

Por primera vez, los ojos del rey mostraron su duelo, y se volvieron más profundas las arrugas que los rodeaban, extendidas como radios de una rueda de carreta. Eragon nunca había visto a un enano tan cerca del llanto.

—Hay que hablar mucho antes de que se pueda tomar esa medida. Lo que hicieron Saphira y Arya fue terrible. Tal vez necesario, pero terrible. Ah, hubiera sido mejor que nos derrotaran los úrgalos, antes que aceptar que se rompiera Isidar Mithrim. El corazón de Tronjheim se ha hecho añicos, y el nuestro, también.

Hrothgar se llevó un puño al pecho y luego abrió lentamente la mano y la alargó para agarrar la empuñadura de Volund, recubierta de cuero.

Saphira entró en contacto con la mente de Eragon. Éste percibió diversas emociones, pero lo que más le sorprendió fue notar sus remordimientos y su sentido de culpa. Lamentaba verdaderamente la pérdida de la Rosa Estrellada, por necesaria que hubiera sido. Pequeñajo —dijo la dragona—, ayúdame. Necesito hablar con Hrothgar. Pregúntale: ¿tienen los enanos la capacidad de reconstruir Isidar Mithrim a partir de los fragmentos?

Cuando Eragon repitió sus palabras, Hrothgar murmuró algo en su propio idioma y luego dijo:

—Sí tenemos esa capacidad, pero ¿para qué sirve? Esa tarea nos llevaría meses, o años, y el resultado final sería una ruinosa burla de la belleza que antaño brilló en Tronjheim. Es una aberración que no aprobaré.

Saphira siguió mirando al rey sin pestañear. Ahora dile esto: Si consiguieran reunir de nuevo los fragmentos de Isidar Mithrim sin que faltara una sola pieza, creo que yo podría arreglarla del todo.

Eragon la miró boquiabierto y, en su sorpresa, se olvidó de Hrothgar. ¡Saphira! ¡Eso requeriría mucha energía! Tú misma me dijiste que no puedes usar la magia a voluntad. ¿Qué te hace pensar que serías capaz de lograrlo?

Puedo hacerlo si es suficientemente necesario. Será mi regalo a los enanos. Recuerda la tumba de Brom; eso debería bastar para anular tus dudas. Y cierra la boca: es muy feo, y el rey te está mirando.

Cuando Eragon tradujo la propuesta de Saphira, Hrothgar se puso derecho y exclamó:

—¿Es posible? Ni siquiera los elfos podrían intentar semejante proeza.

—Ella confía en sus habilidades.

—Entonces reconstruiremos Isidar Mithrim, aunque nos cueste cien años. Montaremos un marco para la joya y pondremos cada pieza en su lugar original. No olvidaremos ni una sola astilla. Incluso si tuviéramos que partir las piezas más grandes para poderlas trasladar, lo haremos con toda nuestra sabiduría sobre el trabajo con gemas, para que no se pierda ningún añico, ni siquiera el polvo. Luego vendréis vosotros, cuando hayamos terminado, y curaréis la Rosa Estrellada.

—Vendremos —confirmó Eragon, con una reverencia. Hrothgar sonrió y fue como si un muro de granito se resquebrajara.

—Menuda alegría me has dado, Saphira. De nuevo vuelvo a sentir una razón para vivir y para mandar. Si haces eso, los enanos de todo el mundo honrarán tu nombre durante generaciones incontables. Marchad ahora con mi bendición, mientras yo hago correr la voz entre los clanes. Y no os sintáis obligados a esperar que sea yo quien lo anuncie, pues esta noticia no debe negársele a ningún enano: decídselo a quienquiera que os encontréis. Que resuenen los salones con el júbilo de nuestra raza.

Tras una última reverencia, Eragon y Saphira se fueron y dejaron al rey enano sonriendo en su trono. Al abandonar la sala, Eragon le contó a Orik lo que había ocurrido. El enano se inclinó de inmediato y besó el suelo ante Saphira. Se levantó con una sonrisa y palmeó a Eragon en el brazo, al tiempo que le decía:

—Una maravilla, sin duda. Nos has dado exactamente la esperanza que necesitábamos para enfrentarnos a los últimos sucesos. Apuesto a que esta noche correrá la bebida.

—Y mañana es el funeral.

Orik se contuvo por un momento.

—Mañana, sí. Pero hasta entonces no permitiremos que nos moleste ningún pensamiento desgraciado. ¡Venid!

El enano tomó a Eragon de la mano y tiró de él por las entrañas de Tronjheim hasta un gran salón de banquetes en el que había muchos enanos, sentados ante mesas de piedra. Orik saltó sobre una de ellas, derramando platos por el suelo, y con voz atronadora proclamó las noticias sobre Isidar Mithrim. Los gritos y los vítores casi ensordecieron a Eragon. Uno por uno, los enanos insistieron en acercarse a Saphira y besar el suelo ante ella, tal como había hecho Orik. Luego abandonaron la comida y llenaron sus jarras de piedra con cerveza y aguamiel.

Eragon se sorprendió del desenfreno con que él mismo se sumaba al jolgorio. Le ayudaba a liberarse de la melancolía que inundaba su corazón. Sin embargo, intentó resistirse a la disipación total, pues era consciente de las tareas que le esperaban para el día siguiente y quería tener la cabeza despejada.

Incluso Saphira tomó un trago de aguamiel, y como resultó que le gustaba, los enanos sacaron rodando un tonel para ella. Bajando sus poderosas mandíbulas hacia el extremo abierto del tonel, lo vació en tres largos tragos; después alzó la cabeza hacia el techo y eructó una gigantesca lengua de fuego. A Eragon le costó unos cuantos minutos convencer a los enanos de que podían acercarse de nuevo a ella sin temor, pero a continuación le sacaron otro tonel —haciendo oídos sordos a las protestas del cocinero— y contemplaron con asombro cómo también lo vaciaba.

A medida que Saphira se iba emborrachando, sus emociones y pensamientos recorrían cada vez con más fuerza la mente de Eragon. Se le hacía difícil contar con la información de sus propios sentidos: la visión de la dragona empezó a imponerse a la suya, el movimiento resultaba borroso y los colores cambiaban. Incluso los olores que percibía iban cambiando y se volvían más agudos y mordaces.

Los enanos se pusieron a cantar juntos. Tambaleándose, Saphira los acompañaba con un tarareo y remataba cada verso con un rugido. Eragon abrió la boca para sumarse, pero se llevó la sorpresa de que, en vez de palabras, brotara de ella el gruñido rasposo de la voz del dragón. «Esto —pensó, meneando la cabeza— está llegando demasiado lejos… ¿O será que estoy borracho?» Decidió que no importaba y se puso a cantar bulliciosamente, ya fuera con su voz o con la de la dragona.

Iban llegando más y más enanos al salón a medida que se extendían las noticias sobre Isidar Mithrim. Pronto hubo cientos de ellos en torno a las mesas y formaron un nutrido corro en torno a Eragon y Saphira. Orik llamó a los músicos, que se instalaron en un rincón y sacaron sus instrumentos de las fundas de terciopelo verde. Pronto, las doradas melodías de arpas, laúdes y flautas plateadas flotaban sobre la multitud.

Pasaron muchas horas antes de que el ruido y la excitación empezaran a aminorar. Cuando así ocurrió, Orik se subió de nuevo a la mesa. Se quedó allí plantado, con los pies bien separados para mantener el equilibrio, su jarra en la mano, la gorra de forro metálico ladeada, y exclamó:

—¡Escuchad! ¡Escuchad! Por fin hemos celebrado algo como es debido. ¡Los úrgalos se han ido, Sombra ha muerto y hemos vencido! —Todos los enanos golpearon las mesas en señal de aprobación. Era un buen discurso: corto y al grano. Pero Orik no había terminado—: ¡Por Eragon y Saphira! —rugió, alzando la jarra. Eso también fue bien recibido.

Eragon se levantó e hizo una reverencia, gesto que provocó más exclamaciones. A su lado, Saphira dio un paso atrás y cruzó un antebrazo por el pecho, en un intento de replicar su movimiento. Se tambaleó, y los enanos, conscientes del peligro que corrían, se dispersaron correteando. Se alejaron justo a tiempo. Con un sonoro resoplido, Saphira cayó hacia atrás y quedó tumbada en una de las mesas.

Eragon sintió un gran dolor en la espalda y cayó sin sentido junto a la cola de la dragona.