____ 03 ____

Los miembros del Consejo de Ancianos estaban exultantes por su triunfo, complacidos por haber conseguido que Nasuada hiciera lo que ellos querían.

—Insistimos —dijo Jörmundur— por tu propio bien y por el de los vardenos.

Los demás miembros del Consejo sumaron sus muestras de aprobación, que Nasuada acogió con tristes sonrisas. Sabrae lanzó una mirada iracunda a Eragon al ver que éste no se sumaba.

Mientras duraba la conversación, Eragon miró a Arya en busca de alguna reacción con respecto a las novedades o al anuncio del Consejo. Ninguna de aquellas revelaciones provocó cambio alguno en su expresión inescrutable. Sin embargo, Saphira le dijo: Quiere hablar con nosotros luego.

Antes de que Eragon pudiera responder, Falberd se volvió hacia Arya:

—¿Los elfos lo encontrarán aceptable?

Ella se quedó mirando fijamente a Falberd hasta que éste cedió ante su mirada desgarradora y enarcó una ceja:

—No puedo hablar en nombre de mi reina, pero no veo nada que objetar. Nasuada cuenta con mi bendición.

«¿Cómo iba a ser de otra manera, teniendo en cuenta lo que le hemos contado? —pensó Eragon con amargura—. Estamos todos entre la espada y la pared.»

Obviamente, el comentario de Arya gustó al Consejo. Nasuada le dio las gracias y preguntó a Jörmundur:

—¿Hay algo más de lo que debamos hablar? Es que me siento débil.

Jörmundur negó con la cabeza.

—Nos encargaremos de los preparativos. Te prometo que no se te molestará antes del funeral.

—Gracias de nuevo —dijo Nasuada—. ¿Podéis dejarme sola? Necesito tiempo para pensar en la mejor manera de honrar a mi padre y servir a los vardenos. Me habéis dado mucho que pensar.

Nasuada abrió sus delicados dedos encima del regazo, sobre la tela negra.

Umérth parecía a punto de protestar porque se despidiera de aquel modo al Consejo, pero Falberd alzó una mano y lo hizo callar.

—Por supuesto, haremos todo lo que haga falta si eso te da la paz. Si necesitas ayuda, estamos listos y dispuestos a servirte.

Indicó a los demás por gestos que lo siguieran y pasó junto a Arya en dirección a la puerta.

—Eragon, ¿puedes quedarte, por favor?

Sorprendido, Eragon se dejó caer de nuevo en la silla e ignoró las miradas atentas de los miembros del Consejo. Falberd se quedó junto a la puerta, reacio de pronto a marcharse, y al fin salió despacio. Arya fue la última en salir. Antes de cerrar la puerta, miró a Eragon, y sus ojos mostraron una alarma y una aprensión que antes habían permanecido escondidas.

Nasuada se sentó medio de espaldas a Eragon y Saphira.

—Así que volvemos a encontrarnos, Jinete. No me has saludado. ¿Acaso te he ofendido?

—No, Nasuada; no me decidía a hablar por miedo a parecer rudo, o estúpido. Las circunstancias actuales no se prestan a afirmaciones precipitadas. —La paranoia de que los demás pudieran estar escuchando a hurtadillas se apoderó de él. Atravesó la barrera de su mente, se hundió en la magia y entonó—: Atra nosu waíse vardo fra eld hórnya… Bueno, ya podemos hablar sin que nos oiga ningún hombre, enano o elfo.

Nasuada dulcificó su posición.

—Gracias, Eragon, no sabes lo bueno que es ese don.

Sus palabras sonaban más fuertes y seguras que antes.

Detrás de la silla de Eragon, Saphira se agitó y luego rodeó con cuidado la mesa para plantarse delante de Nasuada. Bajó la cabeza hasta que uno de sus ojos de zafiro se clavó en los ojos negros de Nasuada. La dragona la miró fijamente durante un minuto entero antes de resoplar suavemente y volverse a levantar. Dile —pidió Saphira a Eragon— que siento dolor por ella y por su pérdida. Dile también que cuando vista la túnica de Ajihad, su fuerza ha de ser la de los vardenos. Necesitarán una guía firme.

Eragon repitió sus palabras y añadió:

—Ajihad era un gran hombre. Siempre se recordará su nombre… Hay algo que debo decirte. Antes de morir, Ajihad me encargó, me ordenó, que impidiera que los vardenos se sumieran en el caos. Ésas fueron sus últimas palabras. Arya también las oyó. Pensaba mantener en secreto lo que me dijo porque tiene ciertas implicaciones, pero tienes derecho a saberlo. No estoy seguro de lo que Ajihad quería decir, ni de qué deseaba exactamente, pero de esto sí estoy seguro: siempre defenderé a los vardenos hasta donde alcancen mis fuerzas. Quería que lo entendieras, así como que no tengo ningún deseo de usurpar el liderazgo de los vardenos.

Nasuada rió con amargura.

—Pero ese liderazgo no será mío, ¿verdad? —Abandonada toda reserva, sólo le quedaban la compostura y la determinación—. Sé por qué estabas aquí antes que yo y sé lo que pretende el Consejo. ¿Acaso crees que, durante los años en que serví a mi padre, nunca planificamos esta eventualidad? Esperaba que el Consejo hiciera exactamente lo que ha hecho. Y ahora todo está a punto para que yo tome el mando de los vardenos.

—No tienes ninguna intención de permitir que te utilicen —dijo Eragon, admirado.

—No. Sigue conservando las instrucciones de Ajihad en secreto. Sería poco inteligente correr la voz, pues la gente podría interpretar que él quería que fueras tú su sucesor, y eso minaría mi autoridad y desestabilizaría a los vardenos. Él dijo lo que le pareció necesario para proteger a los vardenos. Yo hubiera hecho lo mismo. Mi padre… —Por un momento, titubeó—. La obra de mi padre no quedará sin terminar, aunque eso me cueste la tumba. Eso es lo que quiero que tú, como Jinete que eres, entiendas. Todos los planes de Ajihad, todas sus estrategias y sus objetivos, son ahora míos. No le fallaré con mi debilidad. El Imperio será derrotado, Galbatorix perderá el trono y se establecerá el gobierno correspondiente.

Cuando terminó, una lágrima rodaba mejilla abajo. Eragon la miró fijamente, apreció las dificultades de su situación y descubrió una fortaleza de carácter que no había reconocido antes.

—¿Y qué será de mí, Nasuada? ¿Qué haré yo entre los vardenos?

Ella lo miró directamente a los ojos.

—Puedes hacer lo que quieras. Los miembros del Consejo están locos si piensan que te van a controlar. Eres un héroe entre los vardenos y los enanos, y hasta los elfos celebrarán tu victoria sobre Durza cuando se enteren. Si te pones en contra del Consejo o de mí, nos veremos obligados a ceder porque el pueblo te brindará su apoyo incondicional. Ahora mismo, eres la persona más poderosa entre los vardenos. Sin embargo, si aceptas mi liderazgo, seguiré el sendero marcado por Ajihad; tú te irás con Arya en busca de los elfos, te instruirás con ellos y luego volverás con los vardenos.

¿Por qué es tan sincera con nosotros?, se preguntó Eragon. Si está en lo cierto, tal vez podríamos haber rechazado las exigencias del Consejo.

Saphira se tomó un momento antes de contestar: En cualquier caso, ya es tarde. Ya has aceptado sus condiciones. Creo que Nasuada es sincera porque tu hechizo se lo permite, y también porque espera que seas leal a ella, y no a los Ancianos.

A Eragon se le ocurrió de pronto una idea, pero antes de compartirla, preguntó: ¿Podemos confiar en que no cuente lo que le digamos? Es muy importante.

, respondió Saphira. Ha hablado con el corazón.

Entonces Eragon compartió su propuesta con Saphira. Como ella dio su consentimiento, Eragon sacó a Zar’roc y caminó hacia Nasuada. Vio en ella un temblor de miedo al acercarse; lanzó una rápida mirada a la puerta y llevó la mano hacia un pliegue de la ropa, donde agarró algo. Eragon se detuvo ante ella y se arrodilló, sosteniendo a Zar’roc con ambas manos.

—Nasuada, Saphira y yo llevamos poco tiempo aquí. Sin embargo, en ese tiempo llegamos a respetar a Ajihad, y ahora a ti. Luchaste bajo el Farthen Dûr mientras otros, entre quienes se contaban las dos mujeres del Consejo, huían. Además, nos has tratado abiertamente, sin engaños. En consecuencia, te ofrezco mi arma… y mi lealtad como Jinete.

Eragon verbalizó el juramento con la sensación de que era irrevocable, sabedor de que antes de la batalla no lo habría dicho. Ver que tantos hombres caían y morían en torno a él había cambiado su perspectiva. Ya no ofrecía resistencia al Imperio por sí mismo, sino por los vardenos y por toda la gente que seguía atrapada bajo el mando de Galbatorix. Por mucho tiempo que costara, estaba comprometido en esa tarea. De momento, lo mejor que podía hacer era prestar sus servicios.

Aun así, él y Saphira corrían terribles riesgos al dar su palabra a Nasuada. El consejo no podría objetar, pues Eragon había prometido que juraría lealtad; pero no había dicho a quién. Pese a todo, él y Saphira no tenían ninguna garantía de que Nasuada resultara una buena líder. «Es mejor rendir servicio a una tonta sincera que a un sabio mentiroso», decidió Eragon.

La sorpresa cruzó la cara de Nasuada. Tomó la empuñadura de Zar’roc, la levantó, miró su filo carmesí y luego apoyó la punta en la cabeza de Eragon.

—Acepto con honor tu lealtad, Jinete, así como tú aceptas todas las responsabilidades que conlleva. Álzate como buen vasallo y toma tu espada.

Eragon hizo lo que se le ordenaba. Luego habló:

—Ahora que eres mi señora, puedo decirte abiertamente que el Consejo me obligó a prometer que juraría lealtad a los vardenos en cuanto te nombrasen. Sólo de este modo podíamos librarnos de ellos Saphira y yo.

Nasuada se rió con placer genuino.

—Ah, veo que ya has aprendido a seguir nuestro juego. Muy bien. Ahora que eres mi más reciente y único vasallo, ¿aceptarás jurarme lealtad de nuevo en público cuando el Consejo pida tu voto?

—Por supuesto.

—Bien, con eso nos libramos del Consejo. Y ahora, hasta que llegue el momento, déjame sola. Tengo mucho que planificar y debo preparar el funeral. Recuerda, Eragon, que el vínculo que acabamos de crear nos compromete por igual. Soy responsable de tus acciones en la misma medida en que tú estás obligado a servirme. No me deshonres.

—Ni tú a mí.

Nasuada se detuvo y luego lo miró a los ojos y, en un tono más amable, añadió:

—Cuenta con mis condolencias, Eragon. Me doy cuenta de que no soy la única persona que tiene razones para sentir dolor; yo he perdido a mi padre, pero tú también has perdido a un amigo. Murtagh me gustaba mucho, y me entristece que haya desaparecido… Adiós, Eragon.

Eragon asintió, con un sabor amargo en la boca, y abandonó la sala con Saphira. En toda la gris amplitud del vestíbulo no se veía a nadie. El Jinete se llevó una mano a los labios, echó la cabeza hacia atrás y suspiró. El día no había hecho más que empezar, y sin embargo, ya estaba exhausto por todas las emociones que había experimentado.

Saphira le dio un empujón con el morro y dijo: Por aquí. Sin más explicación, se adelantó por el lado derecho del túnel. Sus zarpas bruñidas resonaban sobre el duro suelo.

Eragon frunció el ceño, pero la siguió. ¿Adónde vamos? No obtuvo respuesta. Saphira, por favor. Ella se limitaba a menear la cola. Resignado a esperar, Eragon siguió hablando: La verdad es que las cosas han cambiado mucho. Nunca se sabe qué esperar de un día para otro, aparte de dolor y sangre derramada.

No todo está tan mal —lo riñó ella—. Hemos obtenido una gran victoria. Habría que celebrarlo, en vez de lamentarse.

Tener que enfrentarnos a estas tonterías tampoco ayuda mucho.

Ella resopló, enfadada. Una fina línea de fuego salió por sus narices y le chamuscó el hombro a Eragon. Éste dio un salto hacia atrás y se mordió los labios para no soltar una retahíla de insultos.

¡Uf!, dijo Saphira, agitando la cabeza para despejar el humo.

¿Uf? ¡Casi me quemas el costado!

No me lo esperaba. Siempre me olvido de que si no voy con cuidado, echo fuego. Imagínate que cada vez que levantaras un brazo, cayera un rayo. Sería fácil moverlo sin darte cuenta y destruir algo sin querer.

Tienes razón. Perdona que te haya reñido.

El huesudo párpado de Saphira sonó cuando la dragona guiñó un ojo.

No importa. Lo que intentaba explicarte es que ni siquiera Nasuada puede obligarte a hacer nada.

¡Si acabo de darle mi palabra de Jinete!

Tal vez, pero si tengo que romperla yo para mantenerte a salvo o para que hagas lo que debas hacer, no dudaré. Es una carga que puedo sobrellevar fácilmente. Como estoy unida a ti, mi honor es inherente a tu juramento; pero como individuo, no me compromete a nada. Si me veo obligada, te secuestraré. En ese caso, si tuvieras que desobedecer, no sería culpa tuya.

No deberíamos llegar a eso. Si hemos de usar esa clase de trampas para hacer lo debido, será que Nasuada y los vardenos han perdido toda integridad.

Saphira se detuvo. Estaban delante del arco grabado de la biblioteca de Tronjheim. La sala vasta y silenciosa parecía vacía, aunque las filas de estanterías con columnas interpuestas podían esconder a mucha gente. Las antorchas derramaban una suave luz por encima de las paredes recubiertas de pergaminos e iluminaban los espacios de lectura que quedaban a sus pies.

Caminando entre las estanterías, Saphira lo llevó hasta un espacio en el que estaba sentada Arya. Eragon se detuvo y la estudió. Parecía más agitada que nunca, aunque sólo se notaba en la tensión de sus movimientos. Al contrario que antes, llevaba la espada cruzada al cinto. Una mano descansaba en la empuñadura.

—¿Qué has hecho? —preguntó Arya con una hostilidad inesperada.

—¿A qué te refieres?

Ella alzó el mentón.

—¿Qué has prometido a los vardenos? ¿Qué has hecho?

La última frase llegó a Eragon incluso mentalmente. Se dio cuenta de que la elfa estaba muy cerca de perder el control. Sintió un poco de miedo.

—No hemos hecho más que lo que debíamos. Ignoro las costumbres de los elfos, de modo que si nuestros actos te han molestado, pido perdón. No hay razón para el enfado.

—¡Estúpido! No sabes nada de mí. Me he pasado siete décadas representando a mi reina aquí. Durante quince de esos años cargué con el huevo de Saphira entre los vardenos y los elfos. En ese tiempo, luché por asegurarme de que los vardenos tuvieran líderes sabios y fuertes, capaces de enfrentarse a Galbatorix y de respetar nuestros deseos. Brom me ayudó a lograr el acuerdo sobre el nuevo Jinete; o sea, sobre ti. Ajihad mantuvo el compromiso de que tú fueras independiente para que no se perdiera el equilibrio de poderes. Y ahora veo que te pones de parte del Consejo de Ancianos, aunque sea en contra de tu voluntad, para que controlen a Nasuada. ¡Has echado a perder una vida entera de trabajo! ¡Pero qué has hecho!

Desanimado, Eragon abandonó toda pretensión. Con palabras breves y claras, explicó por qué había accedido a las exigencias de los miembros del Consejo y cómo, con Saphira, había intentado restarles autoridad. Cuando hubo terminado, Arya dijo:

—Vale.

«Vale.» Setenta años. Aunque sabía que los elfos tenían vidas extraordinariamente largas, nunca había sospechado que Arya tuviera tantos años, o incluso más, ya que parecía una mujer de poco más de veinte. El único rasgo de edad en su rostro sin arrugas eran sus ojos de esmeralda: profundos, sabios y a menudo solemnes.

Arya se echó hacia atrás y lo escrutó.

—No estás en la posición que quisiera, pero es mejor de lo que esperaba. He sido maleducada; Saphira… y tú… entendéis más de lo que creía. Los elfos aceptarán que hayas transigido, pero no debes olvidar jamás que tienes una deuda con nosotros a causa de Saphira. Sin nuestros esfuerzos, no habría Jinetes.

—Llevo esa deuda grabada en la sangre y en la palma de la mano —contestó Eragon. En el silencio siguiente, buscó un nuevo asunto de que hablar, deseoso de prolongar la conversación y tal vez descubrir algo más de ella—. Llevas mucho tiempo fuera; ¿añoras Ellesméra? ¿O tal vez vivías en otro sitio?

—Ellesméra era y será siempre mi casa —contestó ella, con la mirada perdida más allá de Eragon—. No he vivido en la casa de mi familia desde que salí en busca de los vardenos, cuando las primeras flores de la primavera envolvían los muros y las ventanas. Cuando he podido volver, ha sido siempre para estancias breves, fugaces jirones de la memoria, según nuestro sentido del tiempo.

Eragón notó una vez más que ella olía a pinaza aplastada. Era un olor leve y especiado que se colaba en sus sentidos y le refrescaba la mente.

—Debe de ser duro vivir entre todos estos enanos y humanos, sin nadie de los tuyos.

Ella alzó la cabeza.

—Hablas de los humanos como si tú no lo fueras.

—Tal vez… —Eragon dudó—. Tal vez sea otra cosa, una mezcla de dos razas. Saphira vive dentro de mí como yo dentro de ella. Compartimos sensaciones, sentimientos, ideas, hasta tal punto que no somos dos mentes, sino una sola.

Saphira inclinó la cabeza para mostrarse de acuerdo y estuvo a punto de tumbar la mesa con el morro.

—Así es como debe ser —dijo Arya—. Os une un pacto más antiguo y poderoso de lo que puedes imaginar. No entenderás de verdad lo que significa ser un Jinete hasta que se haya completado tu formación. Pero eso debe esperar hasta después del funeral. Mientras tanto, que las estrellas se cuiden de ti.

Dicho eso, partió y se perdió en las sombrías profundidades de la biblioteca. Eragon pestañeó. ¿Soy yo, o es que todo el mundo está muy nervioso hoy? Arya, por ejemplo: primero está indignada y luego va y me suelta una bendición.

Nadie se sentirá a gusto hasta que todo vuelva a ser normal.

Define normal.