Sarene alisó la chaqueta de Raoden, y luego dio un paso atrás, frotándose la mejilla mientras lo estudiaba. Hubiese preferido un traje blanco en lugar de uno negro, pero por algún motivo el blanco quedaba pálido y sin vida a alguien de piel plateada.
—¿Bien? —preguntó Raoden, abriendo los brazos.
—Tendrás que conformarte —decidió ella.
Él se echó a reír y se acercó a Sarene con una sonrisa.
—¿No deberías estar sola en la capilla, rezando y preparándote? ¿Qué ha sido de la tradición?
—Ya lo intenté una vez —dijo Sarene, volviéndose para asegurarse de no haberse pasado con el maquillaje—. Esta vez pretendo no quitarte ojo de encima. Por algún motivo, mis esposos potenciales tienen la manía de desaparecer.
—Entonces puede que sea cosa tuya, Palo de Leky —se burló Raoden. Se había reído con ganas cuando su padre le explicó el origen del apodo, y desde entonces se había encargado de utilizarlo en todas las ocasiones posibles.
Ella le dio un golpecito, ausente, mientras se alisaba el velo.
—Mi señor, mi señora —dijo una estoica voz. El seon de Raoden, Ien, entró flotando por la puerta—. Es la hora.
Sarene se agarró con fuerza al brazo de Raoden.
—Camina —ordenó, indicando la puerta. Esta vez, no iba a soltarlo hasta que alguien los casara.
Raoden trató de prestar atención a la ceremonia, pero las bodas korathi eran largas y a menudo aburridas. El padre Omin, consciente del precedente que sentaba el hecho de que un elantrino pidiera a un sacerdote korathi oficiar sus esponsales, había preparado un extenso discurso para la ocasión. Como de costumbre, los ojos del hombrecito adquirieron un brillo vidrioso mientras hablaba, como si hubiera olvidado que había alguien presente.
Así que Raoden dejó su mente divagar también. No podía dejar de pensar en una conversación que había mantenido con Galladon, una conversación iniciada por un trozo de hueso. El hueso, recuperado del cuerpo de un monje fjordell muerto, estaba deformado y retorcido… y sin embargo era más hermoso que repugnante. Era como un pedazo de marfil tallado, o un puñado de varas de madera talladas enroscadas entre sí. Lo más inquietante era que Raoden hubiese jurado que reconocía símbolos levemente familiares en el tallado. Símbolos que había estudiado: antiguos caracteres fjordell.
Los monjes derethi habían creado su propia versión de la AonDor.
La preocupación acuciaba su mente con tanto vigor que distrajo su atención incluso en mitad de su boda. A lo largo de los siglos, sólo una cosa había impedido que Fjorden conquistara Occidente: Elantris. Si el Wyrn había aprendido a acceder al dor… Raoden no dejaba de recordar a Dilaf y su extraña habilidad para resistir, e incluso destruir, los aones. Si unos cuantos monjes más hubieran poseído ese poder, entonces la batalla fácilmente se hubiese decantado a su favor.
La burbuja de luz familiar de Ien flotaba al lado de Raoden. La restauración del seon casi compensaba a los queridos amigos que Raoden había perdido durante la batalla final por recuperar Elantris. Karata y los demás serían añorados. Ien decía no recordar nada de su época de locura, pero había algo un poco… distinto en el seon. Era más silencioso que de costumbre, estaba aún más pensativo. En cuanto tuviera un poco de tiempo, Raoden planeaba interrogar a los otros elantrinos con la esperanza de descubrir más sobre los seones. Le preocupaba no haber descubierto nunca en todos sus estudios, lecturas y prácticas exactamente cómo habían sido creados los seones… si, de hecho, eran creaciones de la AonDor.
No obstante, eso no era lo único que le molestaba. También estaba la cuestión de la extraña danza ChayShan de Shuden. Los presentes, incluido Lukel, sostenían que el jindo había conseguido derrotar a uno de los monjes de Dilaf él solo… con los ojos cerrados. Algunos incluso decían haber visto brillar al joven barón mientras combatía. Raoden empezaba a sospechar que había más de una forma de acceder al dor… muchas más. Y uno de esos métodos estaba en manos del tirano más brutal y dominante de Opelon: Wyrn Wulfden IV, Regente de Toda la Creación.
Al parecer, Sarene se dio cuenta de lo distraído que estaba Raoden pues le dio un codazo en el costado cuando el discurso de Omin terminaba ya. Siempre una mujer de Estado, se mostraba tranquila, bajo control y atenta. Por no mencionar lo hermosa que estaba.
Ejecutaron el ceremonial, intercambiando colgantes korathi con el Aon Omi y consagrando sus vidas y muertes el uno al otro. El colgante que él le dio a Sarene había sido delicadamente tallado en jade puro por el propio Taan, y luego entretejido con bandas de oro a juego con sus cabellos. El regalo de Sarene fue menos extravagante, pero igualmente adecuado. En algún lugar había encontrado una pesada piedra negra de reflejos metálicos, cuyo brillo favorecía la piel plateada de Raoden.
Hecho esto, Omin declaró a todo Arelon que su rey estaba casado. Empezaron los vítores, y Sarene se inclinó para besarlo.
—¿Es esto lo que esperabas? —preguntó Raoden—. Dijiste que habías deseado que llegara este momento toda la vida.
—Ha sido maravilloso —respondió Sarene—. Sin embargo, hay una cosa que he deseado más que mi boda.
Raoden alzó una ceja.
Ella sonrió con picardía.
—La noche de bodas.
Raoden se echó a reír, preguntándose dónde se habían metido, él mismo y Arelon, al traer allí a Sarene.