62

Sarene y Hrathen recorrían el centro de la ciudad, arrebujados en sus capas. Hrathen llevaba puesta la capucha para ocultar su cabello oscuro. El pueblo de Teod se había congregado en las calles, preguntándose por qué su rey había traído la Armada a la bahía. Muchos se dirigían hacia los muelles, y Sarene y Hrathen se mezclaron con ellos, las cabezas gachas, intentando no llamar la atención.

—Cuando lleguemos, buscaremos pasaje en uno de los barcos mercantes —dijo Hrathen en voz baja—. Escaparán de Teod en cuanto la flota zarpe. Hay varios sitios en Hrovell donde no ven a ningún sacerdote derethi durante meses. Podemos escondernos allí.

—Hablas como si Teod fuera a caer —susurró Sarene—. Tú puedes irte, sacerdote, pero yo no abandonaré mi patria.

—Si valoras tu seguridad, lo harás —replicó Hrathen—. Conozco a Dilaf… es un hombre obsesionado. Si te quedas en Teod, también lo hará él. Si te marchas, tal vez te siga.

Sarene apretó los dientes. Las palabras del gyorn tenían sentido, pero era posible que estuviera inventando cosas para obligarla a acompañarlo. Naturalmente, no había ningún motivo para que hiciera una cosa así. ¿Qué le importaba Sarene? Había sido su enemiga acérrima.

Avanzaron despacio, pues no querían destacar de la multitud yendo a más velocidad.

—No has respondido antes a mi pregunta, sacerdote —susurró Sarene—. Te has vuelto contra tu religión. ¿Por qué?

Hrathen caminó en silencio durante un momento.

—Yo… no lo sé, mujer. He seguido al Shu-Dereth desde que era niño: su estructura y su formalidad me han atraído siempre. Me hice sacerdote. Yo… creía tener fe. Sin embargo, resulta que en lo que creía no era en el Shu-Dereth después de todo. No sé en qué creo.

—¿En el Shu-Korath?

Hrathen negó con la cabeza.

—Eso es demasiado simple. La fe no es ni korathi ni derethi, una cosa o la otra. Sigo creyendo en las enseñanzas de Dereth. Mi conflicto es con el Wyrn, no con Dios.

Horrorizado por esta muestra de debilidad ante la muchacha, Hrathen protegió rápidamente su corazón contra nuevas preguntas. Sí, había traicionado al Shu-Dereth. Sí, era un traidor. Pero, por algún motivo, se sentía en calma ahora que había tomado la decisión. Había derramado sangre y provocado la muerte en Duladel. No permitiría que eso volviera a suceder.

Se había convencido a sí mismo de que la caída de la república era una tragedia necesaria. Ahora había descartado esa ilusión. Su trabajo en Duladel no había sido más ético que el de Dilaf allí en Teod. Irónicamente, al abrirse a la verdad, Hrathen también se había expuesto a la culpa de sus atrocidades pasadas.

Una cosa, no obstante, lo salvaba de la desesperación: el conocimiento de que, le pasara lo que le pasase, no importaba lo que hubiera hecho, ahora seguía la verdad de su corazón. Podía morir y enfrentarse a Jaddeth con valor y orgullo.

El pensamiento cruzó su mente justo antes de sentir la puñalada de dolor en el pecho. Extendió la mano sorprendido, gimiendo. Sus dedos estaban manchados de sangre. Sintió que los pies le fallaban y se desplomó contra un edificio, ignorando el grito de sorpresa de Sarene. Confundido, miró a la multitud y sus ojos se posaron en el rostro de su asesino. Conocía a aquel hombre. Se llamaba Fjon… el sacerdote que Hrathen había enviado a casa en Kae el día de su llegada. Eso había sido dos meses antes. ¿Cómo lo había encontrado Fjon? ¿Cómo…? Era imposible.

Fjon sonrió y desapareció entre la multitud.

Mientras la oscuridad se cernía sobre él, Hrathen descartó todas las preguntas. En cambio, su visión y su conciencia se llenaron del rostro preocupado de Sarene. La mujer que lo había destruido. Por su causa, él había rechazado finalmente las mentiras en las que había creído toda la vida.

Ella nunca sabría que había llegado a amarla. «Adiós, mi princesa —pensó—. Jaddeth, ten piedad de mi alma. Sólo lo hice lo mejor que pude».

Sarene vio cómo la luz se apagaba en los ojos de Hrathen.

—¡No! —exclamó, apretando la mano contra la herida en un inútil intento de detener la sangre—. ¡Hrathen, no te atrevas a dejarme sola aquí!

Él no respondió. Sarene había luchado con él por el destino de dos países, pero nunca había llegado a saber quién era. Nunca lo sabría.

Un grito sobresaltado devolvió a Sarene al mundo real. La gente se congregaba a su alrededor, alarmada por la visión de un hombre moribundo en la calle. Aturdida, Sarene advirtió que se había convertido en el centro de atención. Alzó la mano, trató de esconderse, pero fue demasiado tarde. Varios hombres semidesnudos salieron de un callejón para investigar qué ocurría. Uno de ellos tenía sangre en la cara, el signo de una nariz rota.

Fjon se apartó de la multitud, jubiloso por la facilidad con que había acabado con su primera víctima. Le habían dicho que sería sencillo: sólo tenía que acuchillar a un hombre y sería admitido en el monasterio de Rathbore, donde se entrenaría como asesino.

«Tenías razón, Hrathen —pensó—. Me dieron otra oportunidad para servir al Imperio de Jaddeth… una oportunidad importante».

Qué irónico que el hombre a quien le habían ordenado asesinar fuera el propio Hrathen. ¿Cómo sabía el Wyrn que Fjon encontraría a Hrathen allí, en las calles de Teod nada menos? Fjon probablemente no lo sabría nunca; Jaddeth actuaba de formas que estaban más allá de la comprensión de los hombres. Pero Fjon había cumplido con su deber. Su período de penitencia había acabado. Con paso alegre, regresó a su posada y pidió el desayuno.

—Déjame —dijo Lukel quejoso—. Estoy casi muerto… encárgate de los otros.

—Deja de quejarte —dijo Raoden, dibujando en el aire el Aon Ien sobre el herido Lukel. Lo cruzó con la línea del Abismo y la herida de la pierna del mercader se cerró al instante. Esta vez Raoden no sólo conocía los modificadores adecuados, sino que tras sus aones estaba el poder de Elantris. Con la resurrección de la ciudad, la AonDor había recuperado su legendaria fuerza.

Lukel dobló la pierna, experimentando, y palpó el lugar donde antes estaba el corte. Entonces frunció el ceño.

—¿Sabes?, podrías haberme dejado una cicatriz. Lo mío me costó conseguir esa herida… tendrías que haber visto lo valiente que estuve. Mis nietos se sentirán decepcionados porque no tengo ninguna cicatriz que enseñarles.

—Sobrevivirán —dijo Raoden, levantándose para irse.

—¿Qué pasa contigo? —dijo Lukel desde atrás—. Creí que habíamos ganado.

«Hemos ganado —pensó Raoden—, pero he fracasado». Habían buscado por toda la ciudad: no había rastro de Sarene, Dilaf ni Hrathen. Raoden había capturado a un soldado derethi perdido y le había preguntado dónde estaban, pero el hombre dijo ignorarlo y Raoden lo liberó, disgustado.

Estaba lleno de amargura mientras la gente lo celebraba. A pesar de las muertes, a pesar de la casi completa destrucción de Kae, eran felices. Fjorden había sido rechazado y Elantris se había recuperado. Los días de los dioses habían vuelto. Por desgracia, Raoden no podía disfrutar de la dulzura de su victoria. No sin Sarene.

Galladon se acercó lentamente, apartándose del grupo de Elantris. Las personas de piel plateada estaban, en su mayor parte, desorientadas. Muchos habían sido hoed durante años y no entendían nada de lo que sucedía.

—Van a ser… —empezó a decir el dula.

—¡Mi señor Raoden! —interrumpió de pronto una voz… una voz que Raoden reconoció.

—¿Ashe? —preguntó ansioso, buscando al seon.

—¡Majestad! —dijo Ashe, cruzando el patio—. Un seon acaba de hablar conmigo. ¡La princesa! Está en Teod, mi señor. ¡Están atacando también mi reino!

—¿Teod? —preguntó Raoden, incrédulo—. ¿Cómo en nombre de Domi ha llegado allí?

Sarene retrocedió, deseando desesperadamente tener un arma. La gente de la ciudad reparó en Dilaf y sus guerreros y, al ver los extraños cuerpos retorcidos y los ojos malévolos de los fjordell, todos echaron a correr. El instinto de Sarene la instaba a unirse a ellos, pero un movimiento semejante la hubiese puesto directamente en manos de Dilaf. Los hombres del pequeño monje se desplegaron con rapidez para impedirle la huida.

Dilaf se acercó, su cara manchada de sangre seca, su torso desnudo sudando en el frío aire de Teod, las intrincadas pautas bajo la piel de sus brazos y pecho abultándose, los labios curvados en una sonrisa malévola. En ese momento, Sarene supo que aquel hombre era el ser más horrible que vería jamás.

Raoden escaló hasta la cima de la muralla de Elantris, subiendo los escalones de dos en dos, sus músculos restaurados moviéndose con más rapidez y resistencia que antes de la Shaod.

—¡Sule! —gritó Galladon preocupado, siguiéndolo.

Raoden no respondió. Coronó la muralla, abriéndose paso entre las muchas personas que contemplaban los restos de Kae. Se apartaron al reconocer quién era y algunos se arrodillaron y murmuraron «Majestad» con voz de asombro. Él representaba el regreso a sus antiguas vidas. Vidas de esperanza y lujo con comida y tiempo de sobra. Vidas casi olvidadas tras una década de tiranía.

Raoden no les hizo caso y continuó hasta llegar a la muralla norte, que daba al ancho mar azul de Fjorden. Al otro lado de esas aguas se encontraban Teod… y Sarene.

—Seon —ordenó Raoden—, muéstrame exactamente por dónde se va a la capital de Teod desde este punto.

Ashe flotó un instante, se colocó delante de Raoden y marcó un punto en el horizonte.

—Si quisieras navegar hasta Teod, mi señor, tendrías que ir en esta dirección.

Raoden asintió, confiando en el innato sentido de la orientación del seon. Empezó a dibujar. Construyó un Aon Tia con manos frenéticas, sus dedos trazando pautas que había aprendido de memoria, sin pensar que sirvieran para nada. Ahora, con Elantris alimentando de algún modo la fuerza de los aones, las líneas ya no aparecían simplemente en el aire cuando las dibujaba: explotaban. La luz fluía del aon, como si sus dedos abrieran diminutos agujeros en una poderosa presa, permitiendo que sólo un chorrito de agua escapara.

—¡Sule! —dijo Galladon, alcanzándolo por fin—. Sule, ¿qué está pasando?

Entonces, al reconocer el aon, dejó escapar una maldición.

—¡Doloken, sule, no sabes lo que estás haciendo!

—Voy a ir a Teod —dijo Raoden, sin dejar de dibujar.

—Pero sule, me contaste lo peligroso que podía ser el Aon Tia. ¿Qué fue lo que dijiste? Si no conoces la distancia exacta a la que tienes que viajar, podrías morir. No puedes hacerlo a ciegas. ¿Kolo?

—Es el único modo, Galladon. Al menos tengo que intentarlo.

Galladon sacudió la cabeza y posó una mano sobre el hombro de Raoden.

—Sule, un intento irreflexivo no demostrará más que tu estupidez. ¿Sabes siquiera a qué distancia está Teod?

La mano de Raoden cayó lentamente a su costado. No era geógrafo; sabía que Teod estaba a unos cuatro días de navegación, pero no tenía ni idea de a cuántas millas o kilómetros. Tenía que construir un marco de referencia para el Aon Tia, darle algún tipo de medida, para que éste supiera hasta dónde tenía que enviarlo.

Galladon asintió y le dio una palmada en el hombro.

—¡Preparad un barco! —ordenó el dula a un grupo de soldados, los últimos restos de la guardia de Elantris.

«¡Será demasiado tarde! —pensó apenado Raoden—. ¿De qué sirve el poder, de qué sirve Elantris si no puedo utilizarlos para proteger a la persona que amo?».

—Un millón trescientos veintisiete mil cuarenta y dos —dijo una voz detrás de Raoden.

Raoden se volvió, sorprendido. Adien estaba allí cerca, su piel brillando con el plateado resplandor elantrino. En sus ojos no quedaba rastro del retraso mental que lo había maldecido desde su nacimiento; en cambio, miraban con lucidez.

—Adien, eres tú…

El joven, sorprendentemente parecido a Lukel ahora que estaba curado, dio un paso adelante.

—Yo… me parece como si toda mi vida hubiera sido un sueño, Raoden. Recuerdo todo lo que sucedió. Pero no podía interactuar… no podía decir nada. Eso ha cambiado ahora, pero ya nada es igual. Mi mente… Siempre he podido calcular números…

—Pasos —susurró Raoden.

—Un millón trescientos veintisiete mil cuarenta y dos —le repitió Adien—. Esos son los pasos que hay hasta Teod.

—¡Deprisa, mi señor! —exclamó Ashe, temeroso—. Ella está en peligro. Mai… ve a la princesa ahora. Dice que está rodeada. ¡Oh, Domi! ¡Deprisa!

—¿Dónde, seon? —exclamó Raoden, arrodillándose y midiendo la zancada de Adien con una tira de tela.

—Cerca de los muelles, mi señor. ¡Está en el camino principal que conduce a los muelles!

—¡Adien! —dijo Raoden, dibujando una línea en su aon que duplicaba la longitud de la zancada del muchacho.

—Un millón trescientos veintiséis mil ochocientos cinco —dijo Adien—. Eso te llevará a los muelles —alzó la cabeza, el ceño fruncido—. Yo… no estoy muy seguro de cómo lo sé. Fui allí de niño una vez, pero…

«Tendrá que bastar», pensó Raoden. Con la mano escribió un modificador junto a su aon, diciéndole que lo transportara a un millón trescientas veintiséis mil ochocientas cinco veces la longitud de la línea.

—¡Sule, esto es una locura! —dijo Galladon.

Raoden miró a su amigo, asintió expresando su acuerdo y luego, con un amplio trazo, dibujó la línea del Abismo sobre su aon.

—Arelon queda a tu cargo hasta mi regreso, amigo mío —dijo Raoden mientras el Aon Tia empezaba a estremecerse, desparramando luz. Agarró el centro del tembloroso aon y sus dedos se aferraron a él como si fuera sólido.

«Idos Domi —rezó—, si has oído alguna vez mis oraciones, guía ahora mi camino». Entonces, esperando que Ashe le hubiera indicado el camino correcto, sintió el poder del Aon recorrer y envolver su cuerpo. Un momento después el mundo desapareció.

Sarene se apretujó contra la dura pared de ladrillo. Dilaf se acerco con ojos alegres. Avanzaba mientras sus monjes se cernían en fila sobre Sarene.

Se acabó. No había lugar adonde huir.

De repente, un chorro de luz cayó sobre uno de los monjes y lanzó a la criatura por los aires. Estupefacta, Sarene vio que el cuerpo del monje se arqueaba y caía de golpe al suelo. Los otros monjes se detuvieron, desconcertados.

Una figura apareció en la fila de sorprendidos monjes, avanzando hacia ella. Su piel era plateada, sus cabellos de un blanco resplandeciente, su rostro…

¿Raoden?

Dilaf rugió y Sarene gritó cuando el sacerdote cargó contra Raoden, moviéndose a una velocidad sobrenatural. Sin embargo, de algún modo, Raoden reaccionó con la misma rapidez, girando y retrocediendo ante el ataque de Dilaf. La mano del rey se agitó, garabateando un rápido aon en el aire.

Un estallido de luz brotó del aon, y el aire se enroscó y se retorció a su alrededor. El rayo alcanzó a Dilaf en el pecho y explotó, arrojando al monje de espaldas. Dilaf chocó contra un edificio y cayó al suelo. Sin embargo, el sacerdote gimió intentando ponerse de nuevo en pie.

Raoden maldijo. Corrió para salvar la corta distancia y agarró a Sarene.

—Aguanta —ordenó, dibujando otro aon con la mano libre. Los diseños que Raoden trazaba alrededor del Aon Tia eran complejos, pero su mano se movía con destreza. Lo terminó justo cuando los hombres de Dilaf los alcanzaban.

El cuerpo de Sarene se agitó, como había hecho cuando Dilaf los había traído a todos a Teod. La luz la rodeó, sacudiéndose y pulsando. Apenas un segundo más tarde el mundo regresó. Sarene se tambaleó confundida, cayendo contra el familiar empedrado teoiso.

Alzó la cabeza, sorprendida. A unos tres metros calle abajo vio los torsos desnudos de los monjes de Dilaf, de pie en un confuso círculo. Uno de ellos alzó una mano, señalando a Raoden y a Sarene.

—¡Idos Domi! —maldijo Raoden—. ¡Olvidé lo que decían los libros! Los aones se hacen más débiles cuanto más se aleja uno de Elantris.

—¿No puedes devolvernos a casa? —preguntó Sarene, poniéndose en pie.

—No por medio de aones —dijo Raoden. Entonces, agarrándola de la mano, empezó a correr.

Su mente estaba tan llena de preguntas que el mundo entero parecía un amasijo confuso. ¿Qué le había sucedido a Raoden? ¿Cómo se había recuperado de la herida que le había infligido Dilaf? Se guardó las preguntas. Bastaba con que hubiera ido a buscarla.

Frenético, Raoden buscó un medio de escapar. Solo quizás hubiese podido enfrentarse a los hombres de Dilaf, pero nunca con Sarene detrás. La calle desembocaba en los muelles, donde los grandes barcos de guerra de Teod zarpaban ominosamente para enfrentarse a la flota con bandera de Fjorden. Un hombre con una túnica real verde se encontraba al fondo del muelle, conversando con un par de auxiliares. El rey Eventeo, el padre de Sarene. El rey no los vio y se volvió presuroso hacia un callejón lateral.

—¡Padre! —gritó Sarene, pero estaba demasiado lejos.

Raoden oyó pasos acercándose. Giró, colocando a Sarene detrás de él, y alzó los brazos para iniciar un Aon Daa con cada mano. Los aones eran más débiles en Teod, pero no ineficaces.

Dilaf alzó una mano, deteniendo a sus hombres. Raoden se detuvo también, reacio a enzarzarse en una batalla final hasta que tuviera que hacerlo. ¿A qué estaba esperando Dilaf?

Monjes de pecho desnudo surgieron de las calles y callejones. Dilaf sonrió, esperando mientras sus guerreros se congregaban. En unos minutos, de doce habían pasado a ser cincuenta, y la situación de Raoden, hasta entonces mala, era desesperada.

—No ha sido gran cosa como rescate —murmuró Sarene, avanzando para colocarse junto a Raoden, mientras contemplaba al grupo de monstruosidades con desprecio.

Su desafío irónico puso una sonrisa en los labios de Raoden.

—La próxima vez, me acordaré de traerme un ejército.

Los monjes de Dilaf atacaron. Raoden completó sus dos aones, que descargaron un par de poderosos rayos de energía, y luego empezó a dibujar de nuevo rápidamente. Pero sujeta a su cintura con manos tensas, Sarene se dio cuenta de que Raoden no iba a terminar antes de que los guerreros los alcanzaran.

Los muelles se estremecieron con una poderosa fuerza. La madera crujió y la piedra tembló, y una explosión de viento sacudió a Sarene. Tuvo que agarrarse al cuerpo más estable de Raoden para evitar caer al suelo. Cuando finalmente se atrevió a abrir los ojos, estaban rodeados por cientos de formas de piel plateada.

—¡Aon Daa! —ordenó Galladon con voz atronadora.

Doscientas manos se alzaron al aire, dibujando aones. La mitad cometió errores, y sus aones se evaporaron. Sin embargo, terminaron los suficientes para enviar una onda de destrucción hacia los hombres de Dilaf tan poderosa que arrasó por completo a los primeros monjes.

Los cuerpos se desplomaron y otros fueron impelidos hacia atrás. Los monjes restantes se detuvieron sorprendidos, mirando a los elantrinos.

Entonces los dakhor se dispersaron, apartándose de Raoden y Sarene para atacar a ese nuevo enemigo.

Dilaf fue el único que pensó en esconderse. El resto de sus hombres, arrogantemente convencidos de su fuerza, permitió que las poderosas andanadas los alcanzaran.

«¡Necios!», pensó Dilaf mientras huía. Todos los dakhor habían sido bendecidos con habilidades y poderes especiales. Todos tenían fuerza ampliada y unos huesos casi indestructibles, pero sólo Dilaf tenía el poder que lo hacía resistente a los ataques del dor: un poder cuya creación había requerido la muerte de cincuenta hombres. Sentía, más que veía, mientras sus hombres eran destrozados por el ataque de los elantrinos.

Los monjes restantes, superados ampliamente en número, atacaron con valentía, tratando de matar a tantos viles elantrinos como pudieran. Habían sido entrenados bien. Morirían luchando. Dilaf ansiaba unirse a ellos.

Pero no lo hizo. Algunos lo consideraban un loco, pero no era ningún tonto. Los gritos en su cabeza exigían venganza, y sólo quedaba un camino, una forma de vengarse de la princesa teoisa y los elantrinos. Una forma de cumplir las órdenes del Wyrn. Una forma de darle la vuelta a esa batalla.

Dilaf escapó, tambaleándose cuando una andanada de energía alcanzó su espalda. Sus huesos aguantaron, y salió del ataque ileso.

Cuando había llegado a los muelles unos momentos antes, había visto al rey Eventeo desaparecer por un callejón lateral. Corrió hacia ese callejón.

Su presa lo seguiría.

—¡Raoden! —dijo Sarene, señalando al huidizo Dilaf.

—Déjalo ir. No puede hacer más daño.

—¡Pero mi padre se ha ido por ahí! —dijo Sarene, tirando de él hacia el callejón.

«Tiene razón», pensó Raoden soltando una maldición. Corrió tras Dilaf. Sarene lo instó a continuar y él la dejó atrás, permitiendo que sus nuevas piernas elantrinas lo llevaran hasta el callejón a extraordinaria velocidad. Los otros elantrinos no lo vieron marchar y continuaron luchando contra los monjes.

Raoden entró en el callejón sin apenas jadear. Dilaf lo atacó un segundo después. El poderoso cuerpo del monje surgió de un rincón oscuro, haciendo chocar a Raoden contra la pared del callejón.

Raoden soltó un grito, sintiendo crujir sus costillas. Dilaf retrocedió, desenvainando la espada con una sonrisa. El sacerdote volvió a arremeter contra él, y Raoden apenas tuvo tiempo de apartarse para evitar ser atravesado. De todas formas, el ataque de Dilaf cortó la carne del antebrazo izquierdo de Raoden, derramando sangre elantrina plateada.

Raoden jadeó cuando el dolor le recorrió el brazo. Ese dolor, sin embargo, era débil e insignificante en comparación con sus agonías anteriores. Lo olvidó rápidamente mientras esquivaba otra vez la espada de Dilaf, que buscaba su corazón. Si su corazón volvía a detenerse, Raoden moriría. Los elantrinos eran rápidos y sanaban rápido, pero no eran inmortales.

Mientras esquivaba, Raoden buscó más aones en su memoria. Pensando con rapidez, se puso en pie y trazó un Aon Edo ante sí. Era un carácter sencillo, compuesto sólo por seis trazos, y lo terminó antes de que Dilaf pudiera atacar por tercera vez. El aon destelló brevemente y una fina pared de luz apareció entre ambos hombres.

Dilaf intentó perforar la pared con la punta de su espada, y la pared resistió. Cuanto más presionaba contra ella, más respondía el dor, que devolvía una fuerza similar. Dilaf no podía alcanzarlo.

Como si nada, Dilaf extendió el brazo y tocó la pared con la mano desnuda. Su palma destelló brevemente y la pared se rompió, hecha añicos de luz.

Raoden maldijo su estupidez: aquél era el hombre que había destruido su rostro ilusorio apenas un día antes. De algún modo, Dilaf tenía poder para contrarrestar los aones. Raoden dio un salto atrás, pero la espada avanzó más rápidamente. La punta no le alcanzó en el pecho, pero sí en la mano.

Raoden gritó de dolor cuando la espada atravesó su palma derecha. Alzó la otra mano para sostenérsela, pero la herida de su antebrazo ardió con renovado vigor. Con ambas manos incapacitadas ya no podía dibujar aones. El siguiente ataque de Dilaf fue una patada. Las costillas ya fisuradas de Raoden crujieron más. Gritó y cayó de rodillas.

Dilaf se echó a reír, golpeando un lado de la cara de Raoden con la punta de su espada.

—Los skaze tienen razón, entonces. Los elantrinos no son indestructibles.

Raoden no contestó.

—Sigo ganando, elantrino —dijo Dilaf, la voz apasionada y frenética—. Cuando la flota del Wyrn derrote la Armada teoisa, congregaré a mis tropas y marcharé sobre Elantris.

—Nadie derrota la Armada teoisa, sacerdote —interrumpió una voz femenina, mientras una espada destellaba para golpear la cabeza de Dilaf.

El sacerdote gritó, alzando su propia arma justo a tiempo de bloquear el ataque de Sarene, que había sacado una espada de alguna parte y la empleaba demasiado rápido para que Raoden pudiera seguirla con los ojos. Sonrió al ver la sorpresa de Dilaf, recordando la facilidad con que la princesa lo había derrotado. Su arma era más gruesa que un syre, pero seguía manejándola con eficacia notable.

Dilaf, sin embargo, no era un hombre corriente. Las pautas de hueso bajo su piel empezaron a brillar mientras bloqueaba el ataque de Sarene, y comenzó a moverse todavía con mayor rapidez. Pronto Sarene dejó de avanzar, y casi inmediatamente se vio obligada a retroceder. La batalla terminó cuando la espada de Dilaf le atravesó el hombro. El arma de Sarene cayó al suelo, y ella se tambaleó y se desplomó junto a Raoden.

—Lo siento —susurró.

Raoden negó con la cabeza. Nadie podía esperar ganar un combate de espadas contra alguien como Dilaf.

—Y así comienza mi venganza —susurró Dilaf, reverente, alzando el arma—. Puedes dejar de gritar, amor mío.

Raoden agarró a Sarene protectoramente con una mano ensangrentada. Entonces se detuvo. Algo se movía detrás de Dilaf… una forma en las sombras del callejón.

Frunciendo el ceño, Dilaf se volvió para seguir la mirada de Raoden. Alguien salió dando tumbos de la oscuridad, sujetándose dolorido el costado. Era la figura de un hombre alto y fornido, con pelo oscuro y ojos decididos. Aunque el hombre ya no llevaba armadura, Raoden lo reconoció. El gyorn, Hrathen.

Curiosamente, Dilaf no pareció contento de ver a su compañero. El monje dakhor giró y alzó la espada con ojos iracundos. Saltó, gritando algo en fjordell, y blandió la espada ante el debilitado gyorn.

Hrathen se detuvo, luego sacó el brazo de debajo de su capa. La espada de Dilaf golpeó la carne del antebrazo de Hrathen.

Y se detuvo.

Sarene gimió junto a Raoden.

—¡Es uno de ellos! —susurró.

Era cierto. El arma de Dilaf resbaló por el brazo de Hrathen, apartando la manga que revelaba la piel de debajo. El brazo no era el de un hombre normal; mostraba pautas retorcidas bajo la piel, los salientes de hueso que eran la marca de los monjes dakhor.

Dilaf, obviamente, se sorprendió también por aquella revelación, desconcertado mientras Hrathen extendía la mano y lo agarraba por el cuello.

Dilaf se puso a maldecir, rebulléndose en la tenaza de Hrathen. El gyorn, sin embargo, se irguió tensando su presa. Bajo la capa, Hrathen llevaba el pecho al descubierto, y Raoden vio que su piel allí no tenía ninguna marca dakhor, aunque estaba mojada de la sangre que manaba de una herida en su costado. Sólo los huesos de su brazo tenían las extrañas pautas retorcidas. ¿Por qué aquella transformación parcial?

Hrathen se irguió, ignorando a Dilaf, aunque el monje empezó a golpear la mano ampliada de Hrathen con su espada. Los golpes rebotaban, así que Dilaf se puso a darle golpes en el costado. La espada mordió cruelmente la carne de Hrathen, pero el gyorn ni siquiera gimió. Siguió apretando el cuello de Dilaf y el hombrecito jadeó, soltando la espada de dolor.

El brazo de Hrathen se puso a brillar.

Las extrañas líneas retorcidas bajo la piel de Hrathen emitieron un extraño fulgor mientras el gyorn levantaba a Dilaf del suelo, que se rebullía y se agitaba respirando entrecortadamente. Se debatió intentando escapar, golpeando los dedos de Hrathen, pero la tenaza del gyorn era firme.

Hrathen alzó a Dilaf en alto. Miró hacia el cielo con la mirada extrañamente desenfocada. Dilaf profirió una especie de invocación sagrada. El gyorn permaneció allí un buen rato, inmóvil, el brazo brillando, mientras Dilaf se ponía cada vez más frenético.

Hubo un chasquido. Dilaf dejó de debatirse. Hrathen bajó el cuerpo muy despacio, y luego lo arrojó a un lado mientras el brillo de su brazo se desvanecía. Miró a Raoden y Sarene, permaneció quieto un instante y se desplomó hacia delante, sin vida.

Cuando Galladon llegó, un momento más tarde, Raoden trataba sin éxito de curar el hombro de Sarene con sus manos heridas. El gran dula captó la situación e hizo un gesto para que un par de elantrinos comprobaran los cadáveres de Dilaf y Hrathen. Luego Galladon se sentó para que Raoden le enseñara a dibujar un Aon Ien. Unos instantes después, las manos y las costillas de Raoden habían sido sanadas y éste se dispuso a ayudar a Sarene.

Ella estaba sentada en silencio. A pesar de su herida ya había comprobado el estado de Hrathen. Estaba muerto. De hecho, cualquiera de las heridas de sus costados tendría que haberlo matado mucho antes de que consiguiera romperle el cuello a Dilaf. Algo relacionado con sus marcas de dakhor lo había mantenido con vida. Raoden sacudió la cabeza, dibujando un aon curativo para el hombro de Sarene. Seguía sin tener una explicación de por qué el gyorn los había salvado, pero bendijo en silencio la intervención del hombre.

—¿La Armada? —preguntó Sarene ansiosamente mientras Raoden dibujaba.

—Me parece que lo está haciendo bien —contestó Galladon, encogiéndose de hombros—. Tu padre te busca: vino a los muelles poco después de que llegáramos.

Raoden dibujó la línea del Abismo, y la herida del brazo de Sarene desapareció.

—Tengo que admitir, sule, que tienes a Doloken de tu parte —dijo Galladon—. Saltar aquí a ciegas es la cosa más estúpida que he visto hacer a nadie.

Raoden se encogió de hombros, abrazando a Sarene.

—Mereció la pena. Además, tú me seguiste, ¿no?

Galladon hizo una mueca.

—Hicimos que Ashe llamara para asegurarnos de que habías llegado a salvo. No estamos kayana, como nuestro rey.

—Muy bien —declaró Sarene con firmeza—. Alguien va a empezar a explicarme qué ha pasado ahora mismo.