61

Dilaf hizo girar a la princesa para colocarle la daga contra el cuello. Los ojos de Eventeo se llenaron de horror.

Hrathen vio cómo la daga empezaba a cortar la piel de Sarene. Pensó en Fjorden. Pensó en el trabajo que había hecho, la gente que había salvado. Pensó en un muchachito ansioso por demostrar su fe haciéndose sacerdote. Unidad.

¡No!

Girándose, Hrathen descargó su puño contra el rostro de Dilaf, que se tambaleó un momento, bajando sorprendido el arma. Entonces el monje alzó la cabeza, lleno de ira, y le clavó la daga a Hrathen en el pecho.

El cuchillo resbaló sobre la armadura de Hrathen, arañando sin efecto alguno el acero pintado. Dilaf contempló el peto, desconcertado.

—Pero esa armadura es sólo para alardear…

—Ya tendrías que saberlo, Dilaf —dijo Hrathen, alzando el brazo acorazado y descargando un puñetazo en el rostro del monje. Aunque el hueso antinatural había resistido el puño de Hrathen, crujió bajo el acero—. Nada de lo que yo hago es para alardear.

Dilaf cayó y Hrathen desenvainó la espada del monje.

—¡Da orden de zarpar a tus barcos, Eventeo! —gritó—. Los ejércitos de Fjorden no vienen a dominar, sino a exterminar. ¡Actúa ahora si quieres salvar a tu pueblo!

—¡Harapiento Domi! —maldijo Eventeo, y se volvió en busca de sus generales. Entonces se detuvo—. Mi hija…

—¡Yo ayudaré a la muchacha! —replicó Hrathen—. ¡Salva a tu reino, necio!

Aunque los cuerpos de los dakhor eran sobrenaturalmente rápidos, no se recuperaban del desconcierto a más velocidad que los hombres normales. Su sorpresa concedió a Hrathen unos segundos vitales. Alzó la espada, empujando a Sarene hacia un callejón y retrocediendo para bloquear la entrada.

El agua recibió a Raoden en su frío abrazo. Era una cosa viva: podía oírla llamar en su mente. «Ven —decía—, te liberaré». Era un padre reconfortante. Quería llevarse su dolor y sus pesares, como su madre había hecho antaño.

«Ven —suplicó—. Por fin puedes rendirte».

«No —pensó Raoden—. Todavía no».

Los fjordells terminaron de rociar a los elantrinos con petróleo y luego prepararon sus antorchas. Durante todo el proceso, Shuden movía los brazos en contenidas pautas circulares, siempre a la misma velocidad, como había hecho en clase de esgrima. Lukel empezó a preguntarse si Shuden estaba planeando un ataque o si simplemente se preparaba para lo inevitable.

Y de repente Shuden se puso en movimiento. El joven barón saltó hacia delante girando como un bailarín mientras adelantaba el puño y lo descargaba contra el pecho de un monje guerrero. Se oyó un crujido y Shuden volvió a girar, abofeteando esta vez al monje en la cara. La cabeza del demonio dio una vuelta completa, los ojos fuera de las órbitas mientras su cuello reforzado chasqueaba.

Y Shuden lo hizo todo con los ojos cerrados. Lukel no estaba seguro, pero le pareció ver algo más: un leve brillo que seguía los movimientos de Shuden en las sombras del amanecer.

Con un grito de batalla (más para motivarse a sí mismo que para asustar a sus enemigos), Lukel agarró la pata de la mesa y golpeó con ella a un soldado. La madera rebotó en el casco del hombre, pero el golpe fue suficiente para aturdido, así que Lukel lo dejó fuera de combate con un sonoro golpe en la cara. El soldado cayó y Lukel recogió su arma.

Ahora tenía una espada. Sólo deseaba saber usarla.

Los dakhor eran más rápidos, más fuertes y más duros, pero Hrathen era más decidido. Por primera vez en años, su corazón y su mente estaban de acuerdo. Sentía poder, la misma fuerza que había sentido el primer día que llegó a Arelon, convencido de su habilidad para salvar a su pueblo.

Los mantuvo a raya, aunque le costó. Hrathen no podría haber sido un monje de Dakhor pero era un espadachín experto. Lo que le faltaba de fuerza y velocidad lo compensaba con habilidad. Giró, lanzando su espada contra el pecho de un dakhor, clavándola directamente entre dos promontorios de hueso. La hoja se deslizó entre las costillas aumentadas, perforando el corazón. El dakhor gimió y se desplomó mientras Hrathen liberaba su espada. Los compañeros del monje, sin embargo, lo obligaron a retirarse al callejón para defenderse.

Notó que Sarene se colocaba tras él y se arrancaba la mordaza.

—¡Son demasiados! No puedes luchar contra todos.

Ella tenía razón. Por fortuna, una ola barrió al grupo de guerreros y Hrathen oyó los sonidos de batalla procedentes del otro lado. La guardia de honor de Eventeo se había unido a la pelea.

—Vamos —dijo Sarene, tirándole del hombro. Hrathen se arriesgó a mirar hacia atrás. La princesa señalaba una puerta ligeramente entornada en el edificio. Hrathen asintió, repeliendo otro ataque, y se volvió para echar a correr.

Raoden emergió del agua jadeando en busca de aire. Galladon y Karata, sorprendidos, dieron un salto atrás. Raoden sintió el frío líquido azul corriéndole por la cara. No era agua, sino otra cosa. Algo más denso. Le prestó poca atención mientras salía a rastras de la charca.

—¡Sule! —susurró Galladon.

Raoden sacudió la cabeza, incapaz de responder. Creían que iba a disolverse, no comprendían que la charca no podía tomarlo a menos que él quisiera.

—Vamos —jadeó por fin, poniéndose en pie.

A pesar del enérgico ataque de Lukel y la poderosa reacción de Shuden, los otros habitantes de la ciudad se quedaron mirando, aturdidos y estupefactos. Lukel se encontró luchando a la desesperada con tres soldados: el único motivo por el que seguía vivo era porque esquivaba y corría más que atacaba. Cuando por fin llegó ayuda, vino de una fuente inesperada: las mujeres.

Varias de las esgrimistas de Sarene recogieron trozos de madera o espadas caídas y se situaron detrás de Lukel, atacando con más control y habilidad de lo que él podía siquiera fingir. Su reacción tuvo la ventaja de la sorpresa, y por un instante Lukel pensó que podrían liberarse.

Entonces Shuden cayó con un grito cuando una espada lo hirió en el brazo. En cuanto la concentración del jindo se rompió, lo mismo hizo su danza bélica, y un simple bastonazo en la cabeza lo dejó fuera de combate. La antigua reina, Eshen, cayó a continuación, con el pecho atravesado por una espada. Su horrible grito, y la visión de la sangre cubriendo su vestido, afectó a las otras mujeres. Interrumpieron su ataque, soltando las armas. Lukel recibió un tajo en el muslo cuando uno de sus enemigos advirtió que no tenía ni idea de cómo usar su espada.

Lukel aulló de dolor y cayó al suelo, sujetándose la pierna. El soldado ni siquiera se molestó en rematarlo.

Raoden bajó por la pendiente de la montaña a un ritmo vertiginoso. El príncipe saltaba y corría como si no hubiera estado prácticamente en coma unos minutos antes. Un resbalón a ese ritmo, un paso en falso, y acabaría rodando hasta llegar al pie de la montaña.

—¡Doloken! —dijo Galladon, tratando de seguirlo como mejor podía. A ese ritmo llegarían a Kae en cuestión de minutos.

Sarene se ocultó tras su improbable salvador, manteniéndose absolutamente inmóvil en la oscuridad.

Hrathen miró entre las tablas del suelo. Él era quien había localizado la puerta de la bodega, la había abierto y la había empujado al interior. Abajo habían encontrado a una familia aterrorizada acurrucada en la oscuridad. Todos esperaron en silencio, tensos, mientras los dakhor registraban la casa y luego salían por la puerta.

Al cabo de un rato, Hrathen asintió.

—Vamos —dijo, extendiendo la mano para alzar la trampilla.

—Quedaos aquí —dijo Sarene a la familia—. No salgáis hasta que sea absolutamente necesario.

La armadura del gyorn tintineó mientras subía las escaleras y luego se asomaba con cautela a la habitación. Le indicó a Sarene que lo siguiera, y luego entró en la pequeña cocina situada al fondo de la casa. Empezó a quitarse la armadura, dejando caer sus piezas al suelo. Aunque no dio ninguna explicación, Sarene comprendió por qué lo hacía. La armadura rojo sangre del gyorn era demasiado llamativa para que su valor protector mereciera la pena.

Mientras se despojaba de ella, Sarene se sorprendió del peso del metal.

—¿Has ido por ahí todos estos meses con una armadura de verdad? ¿No ha sido muy duro?

—El peso de mi llamada —respondió Hrathen, quitándose la última greba. Su pintura roja estaba arañada y abollada—. Una llamada que ya no merezco. —La dejó caer de golpe.

Miró la greba, luego sacudió la cabeza, quitándose la gruesa camisola de algodón con la que acolchaba la armadura. Se quedó desnudo de cintura para arriba, con sólo unos finos pantalones hasta las rodillas y una tira de ropa, como una manga, alrededor del brazo derecho.

«¿Por qué el brazo cubierto? —se preguntó Sarene—. ¿Alguna prenda de vestir derethi?».

—¿Por qué lo has hecho, Hrathen? ¿Por qué te has vuelto contra tu gente?

Hrathen se detuvo. Entonces apartó la mirada.

—Las acciones de Dilaf son malignas.

—Pero tu fe…

—Mi fe es en Jaddeth, que quiere la devoción de los hombres. Una masacre no le sirve.

—El Wyrn parece pensar lo contrario.

Hrathen no respondió. Escogió una capa de un cofre cercano, se la tendió y tomó otra para él.

—Vámonos.

Los pies de Raoden estaban tan cubiertos de ampollas, laceraciones y arañazos que ya no los consideraba trozos de carne. Eran simplemente bultos de dolor que ardían al final de sus piernas.

Pero siguió corriendo. Sabía que si se detenía el dolor lo reclamaría una vez más. No era verdaderamente libre: su mente funcionaba de prestado, retornada del vacío para realizar una sola tarea. Cuando terminara, la nada blanca lo devolvería de nuevo al olvido.

Corrió dando tumbos hacia la ciudad de Kae, sintiendo tanto como viendo su camino.

Lukel yacía aturdido mientras Jalla lo arrastraba hacia la masa de aterrorizados ciudadanos. Le dolía la pierna y notaba que su cuerpo se debilitaba a medida que la sangre manaba del largo tajo. Su esposa se la sujetaba lo mejor que podía, pero Lukel sabía que era inútil. Aunque consiguiera detener la hemorragia, los soldados iban a matarlos de todas formas al cabo de unos instantes.

Vio desesperado cómo uno de los guerreros de torso desnudo arrojaba una antorcha a la pila de elantrinos. Los cuerpos empapados de petróleo ardieron en llamas.

El hombre-demonio hizo un gesto a varios soldados, que empuñaron sus armas y avanzaron sombríos hacia los ciudadanos reunidos.

—¿Qué está haciendo? —preguntó Karata cuando llegaba al pie de la cuesta. Raoden todavía iba delante, corriendo con paso inestable hacia la corta muralla fronteriza de Kae.

—No lo sé —respondió Galladon. Por delante, Raoden recogió del suelo un palo largo y empezó a correr, arrastrándolo consigo por el suelo.

«¿Qué pretendes, sule?», se preguntó Galladon. Sin embargo pudo sentir que la obstinada esperanza brotaba de nuevo.

—Sea lo que sea, Karata, es importante. Debemos encargarnos de que lo termine.

Corrió detrás de Raoden, siguiendo al príncipe en su camino.

Pasados unos minutos, Karata señaló ante ellos.

—¡Allí!

Un pelotón de seis guardias fjordell, probablemente buscando gente escondida en la ciudad, caminaba por la muralla fronteriza de Kae. Su jefe reparó en Raoden y levantó una mano.

—Vamos —dijo Galladon, corriendo tras Raoden con súbita fuerza—. ¡No importa lo que pase, Karata, no dejes que lo detengan!

Raoden apenas oyó a los hombres acercarse y sólo reconoció brevemente a Galladon y Karata que corrían tras él, arrojándose a la desesperada contra los soldados. Sus amigos iban desarmados; una voz en el fondo de su cabeza le dijo que no podrían conseguirle mucho más tiempo.

Raoden continuó corriendo, sujetando el palo entre sus rígidos dedos. No estaba seguro de cómo sabía que se encontraba en el lugar adecuado, pero así era. Lo sentía.

«Sólo un poco más. Sólo un poco más».

Una mano lo agarró; una voz le gritó en fjordell. Raoden tropezó y cayó al suelo, pero sostuvo el palo, sin dejarlo resbalar ni una pulgada. Un momento después se oyó un gruñido y la mano lo soltó.

«¡Sólo un poco más!».

Los hombres peleaban a su alrededor, Galladon y Karata entretenían a los soldados. Raoden dejó escapar un sollozo de frustración, arrastrándose como un niño mientras marcaba su línea en el suelo. Las botas de los soldados pisaban la tierra junto a su mano, casi a punto de aplastarle los dedos. Pero él seguía moviéndose.

Alzó la cabeza mientras se acercaba al final. Un soldado terminó de descargar el golpe que separó la cabeza de Karata de su cuerpo. Galladon cayó con un par de espadas en el estómago. Un soldado apuntó a Raoden.

Raoden rechinó los dientes y acabó su línea en la tierra.

El corpachón de Galladon se desplomó. La cabeza de Karata chocó contra la muralla de piedra. El soldado dio un paso.

Una luz explotó desde el suelo.

Surgió de la tierra como un río de plata, rociando el aire a lo largo de la línea que había dibujado Raoden. La luz lo envolvía… pero era más que luz. Era pureza esencial. Poder refinado. El dor. Lo envolvió, cubriéndolo de un cálido líquido.

Y por primera vez en dos meses, el dolor desapareció.

La luz continuó a lo largo de la línea de Raoden que se unía a la muralla fronteriza de Kae. Siguió la muralla, brotando del suelo, continuando en un círculo hasta que rodeó completamente Kae. No se detuvo. El poder recorrió el corto camino entre Kae y Elantris, extendiéndose también por la muralla de la gran ciudad. Desde Elantris avanzó hasta las otras tres ciudades exteriores, sus piedras casi olvidadas en los diez años que habían transcurrido desde el Reod. Pronto las cinco ciudades estuvieron recortadas de luz: cinco resplandecientes pilares de energía.

El complejo de las ciudades era un aon enorme: un foco de poder elantrino. Todo lo que hacía falta era la línea del Abismo para que empezara a funcionar de nuevo.

Un cuadrado, cuatro círculos. Aon Rao. El Espíritu de Elantris.

Raoden se encontraba en medio del torrente de luz, la ropa aleteando con su poder único. Sentía que su fuerza regresaba y sus dolores se evaporaban como recuerdos sin importancia y sus heridas sanaban. No necesitaba mirar para saber que un suave pelo blanco había empezado a crecer en su cabeza, que su piel había perdido el tono enfermizo para adquirir una delicada pátina plateada.

Entonces experimentó el acontecimiento más gozoso de todos. Como un trueno, el corazón empezó a latirle en el pecho. La Shaod, la Transformación, había terminado por fin su trabajo.

Con un suspiro de pesar, Raoden salió de la luz, emergiendo al mundo como una criatura metamorfoseada. Galladon, aturdido, se levantó del suelo a unos pocos metros de distancia, su piel de un oscuro plateado metálico.

Los aterrorizados soldados retrocedieron. Varios hicieron signos contra el mal de ojo, llamando a su dios.

—Tenéis una hora —dijo Raoden, dirigiendo un dedo brillante hacia los muelles—. Marchaos.

Lukel agarraba a su esposa, viendo cómo el fuego consumía su combustible viviente. Le susurró su amor mientras los soldados avanzaban para hacer su sucio trabajo. El padre Omin susurraba detrás de Lukel, ofreciendo una silenciosa plegaria a Domi por sus almas, y por las de sus verdugos.

Entonces, como una linterna que se enciende de repente, Elantris estalló de luz. Toda la ciudad se estremeció, sus murallas parecieron estirarse, distorsionadas por algún asombroso poder. La gente que estaba en la ciudad quedó atrapada en un vórtice de energía, y súbitos vientos la recorrieron.

Todos guardaron silencio. Fue como estar en el ojo de una enorme tormenta blanca. El poder ardía en una muralla luminosa que rodeaba la ciudad. Los ciudadanos gritaron de temor y los soldados maldijeron, mirando confundidos las brillantes murallas. Lukel no las miraba. Abrió levemente la boca, asombrado, mientras miraba la pila de cadáveres… y las sombras que se movían en su interior.

Lentamente, sus cuerpos brillando con una luz a la vez más luminosa y más poderosa que las llamas que los rodeaban, los elantrinos empezaron a salir de las llamas, sin que los afectara su calor.

Los ciudadanos no sabían cómo reaccionar. Sólo los dos sacerdotes-demonio parecían capaces de moverse. Uno de ellos gritó, negando, y corrió hacia los elantrinos con la espada dispuesta.

Un destello de poder cruzó el patio y golpeó al monje en el pecho, haciendo que la criatura se disolviera en una vaharada de energía. La espada cayó al empedrado con un tañido seguido por una lluvia de huesos humeantes y carne quemada.

Lukel volvió los ojos hacia la fuente del ataque. Raoden se encontraba de pie en las puertas todavía abiertas de Elantris, la mano levantada. El rey brillaba como un espectro regresado de la tumba, la piel plateada, el cabello de un blanco deslumbrante, la cara resplandeciente de triunfo.

El sacerdote-demonio que quedaba le gritó a Raoden en fjordell, maldiciéndolo por svrakiss. Raoden alzó una mano dibujando tranquilamente en el aire, dejando brillantes rastros blancos… rastros que resplandecían con el mismo poder ardiente que rodeaba la muralla de Elantris.

Raoden se detuvo, la mano quieta junto al brillante carácter: Aon Daa, el aon del poder. El rey miró a través del resplandeciente símbolo, los ojos alzados, desafiando al solitario guerrero derethi.

El monje volvió a maldecir, y entonces bajó lentamente su arma.

—Llévate a tus hombres, monje —dijo Raoden—. Subid a esos barcos y marchaos. Todo lo que sea derethi, hombre o navío, que todavía siga en mi país dentro de una hora sufrirá la fuerza de mi ira. Te desafío a que me ofrezcas un blanco adecuado.

Los soldados corrían ya hacia la ciudad, dejando atrás a Raoden. Su líder se escabulló tras ellos. Ante la gloria de Raoden, el horrible cuerpo del monje era más penoso que aterrador.

Raoden los vio marchar, y entonces se volvió hacia Lukel y los demás.

—Pueblo de Arelon. ¡Elantris ha sido restaurada!

Lukel parpadeó, deslumbrado. Brevemente, se preguntó si toda la experiencia había sido una visión de su mente oprimida. Sin embargo, cuando los gritos de alegría empezaron a resonar en sus oídos, supo que todo era real. Habían sido salvados.

—Esto sí que ha sido inesperado —declaró, y luego se desmayó por la pérdida de sangre.

Dilaf se tocó con cuidado la nariz aplastada, resistiendo las ganas de expresar a gritos su dolor. Sus hombres, los dakhor, esperaban junto a él. Habían matado fácilmente a los guardias del rey, pero en el combate habían perdido no sólo a Eventeo y la princesa, sino también al traidor Hrathen.

—¡Encontradlos! —exigió, poniéndose en pie. Pasión. Furia. La voz de su esposa muerta resonaba en sus oídos, suplicando venganza. La tendría. Eventeo nunca se llevaría sus barcos a tiempo. Además, cincuenta dakhor recorrían ya su capital. Los monjes eran un ejército en sí mismos, cada uno tan poderoso como un centenar de hombres normales.

Todavía tomarían Teod.