60

Galladon estaba escondido entre las sombras, cuidando de no moverse hasta que el gyorn y sus extraños acompañantes semidesnudos se marcharon. Entonces, tras hacerle un gesto a Karata, se arrastró hasta el cuerpo de Raoden.

—¿Sule?

Raoden no se movió.

—¡Doloken, sule! —dijo Galladon, ahogado por la emoción—. ¡No me hagas esto!

De la boca de Raoden brotó un sonido, y Galladon se inclinó hacia delante, ansioso, para escucharlo.

—He fallado… —susurró Raoden—. Le he fallado a mi amor…

El mantra de los caídos: Raoden se había unido a los hoed.

Galladon se desplomó sobre las duras piedras del suelo, su cuerpo temblando mientras lloraba sin lágrimas. La última hora había sido un horror. Galladon y Karata se encontraban en la biblioteca, planeando cómo sacar a la gente de Elantris. Habían oído los gritos incluso desde la distancia, pero para cuando llegaron a Nueva Elantris no quedaban más que hoed. Por lo que sabía, Karata y él eran los dos últimos elantrinos conscientes.

Karata le colocó una mano sobre el hombro.

—Galladon, deberíamos irnos. Este lugar no es seguro.

—No —dijo Galladon, poniéndose en pie—. Tengo que cumplir una promesa. —Contempló la pendiente de la montaña en las afueras de Kae, una montaña que tenía una charca de agua especial. Se agachó para envolver con su chaqueta a Raoden, cubriéndole la herida, y se cargó a su amigo al hombro—. Raoden me hizo jurar que le daría la paz. Cuando me haya encargado de él, pretendo hacer lo mismo conmigo. Somos los últimos, Karata. Ya no hay lugar para nosotros en este mundo.

La mujer asintió y se acercó para tomar parte de la carga de Raoden sobre sí. Juntos, los dos iniciaron el camino que terminaría en el olvido.

Lukel no se debatió; tenía poco sentido. Su padre, sin embargo, fue una historia diferente. Hicieron falta tres fjordell para amarrarlo y subirlo a un caballo, e incluso entonces el grandullón consiguió dar alguna patada. Al final, a uno de los soldados se le ocurrió golpearle en la nuca con una piedra, y Kiin se quedó quieto.

Lukel se mantuvo cerca de su madre y su esposa mientras los guerreros los conducían a Elantris. Había una larga fila de personas: nobles capturados en los rincones de Kae, con la ropa desgarrada y el rostro magullado. Los soldados vigilaban con atención a los cautivos, como si a alguno de ellos le quedara valor o voluntad para intentar escapar. La mayoría ni siquiera levantaba la cabeza mientras los empujaban por las calles.

Kaise y Daorn se aferraban a Lukel, los ojos muy abiertos y asustados. Lukel sentía lástima por ellos más que por nadie dada su juventud. Adien caminaba a su lado, aparentemente despreocupado. Contaba lentamente los pasos a medida que avanzaba.

—Trescientos cincuenta y siete, trescientos cincuenta y ocho, trescientos cincuenta y nueve…

Lukel sabía que marchaban hacia su propia destrucción. Vio los cadáveres que cubrían las calles y comprendió que a esos hombres no les interesaba el dominio. Estaban allí para masacrar, y ninguna masacre sería completa si dejaban a algunas de sus víctimas con vida.

Pensó en luchar, en hacerse con una espada en un desesperado acto de heroísmo. Pero al final simplemente siguió caminando con los demás. Sabía que iba a morir, y sabía que no había nada que pudiera hacer para impedirlo. No era ningún guerrero. Lo mejor que podía hacer era esperar tener un final rápido.

Hrathen se encontraba junto a Dilaf, completamente inmóvil, como se le había ordenado. Formaban un círculo: cincuenta dakhor, Sarene y Hrathen, con un monje solitario en el centro. Los dakhor alzaron las manos y los hombres situados a cada lado de Hrathen colocaron una mano sobre su hombro. Su corazón empezó a latir con fuerza cuando los monjes empezaron a brillar, las formaciones óseas bajo su piel resplandeciendo. Hubo una sensación difusa, y Kae se desvaneció a su alrededor.

Volvieron a aparecer en una ciudad desconocida. Las casas que flanqueaban la calle cercana eran altas y estaban interconectadas en vez de estar separadas y ser bajas como las de Kae. Habían llegado a Teod.

El grupo todavía mantenía la formación en círculo, pero Hrathen no dejó de advertir que el hombre del centro faltaba. Se estremeció, recordando imágenes de su juventud. El monje del centro había sido utilizado como combustible, su carne y su alma quemados… un sacrificio a cambio del transporte instantáneo a Teod.

Dilaf dio un paso adelante, conduciendo a sus hombres calle arriba. Por lo que Hrathen sabía, Dilaf se había traído consigo al grueso de sus hombres, dejando Arelon al cuidado de los soldados fjordell regulares y unos cuantos supervisores dakhor. Arelon y Elantris habían sido derrotados: la siguiente batalla era por Teod. Hrathen notaba en los ojos de Dilaf que el monje no quedaría satisfecho hasta que toda persona de ascendencia aónica estuviera muerta.

Dilaf escogió un edificio con azotea e indicó a sus hombres que escalaran. Resultó fácil para ellos, pues su fuerza añadida y su agilidad los ayudó a saltar y asirse a superficies que ningún hombre normal hubiese podido escalar. Hrathen sintió que lo levantaban y lo cargaban sobre un hombro, y el terreno quedó atrás mientras lo aupaban por la pared, sin dificultad, a pesar de su armadura. Los dakhor eran monstruosidades antinaturales, pero uno no podía dejar de asombrarse por su poder.

El monje soltó a Hrathen sin más ceremonias en la azotea, y su armadura resonó contra la piedra. Mientras se ponía en pie, sus ojos se encontraron con los de la princesa. El rostro de Sarene era una tempestad de odio. Lo hacía responsable de todo, naturalmente. No se daba cuenta de que, en cierto modo, Hrathen era tan prisionero como ella.

Dilaf se plantó en el borde de la azotea, escrutando la ciudad. Una flota de naves llegaba a la enorme bahía de Teod.

—Llegamos temprano —dijo Dilaf, sentándose—. Esperaremos.

Galladon casi podía imaginar que la ciudad estaba en paz. Se encontraba en una formación rocosa, en la montaña, contemplando la luz de la mañana extenderse sobre Kae, como si una mano invisible empujara una sombra oscura. Casi podía convencerse a sí mismo de que el humo surgía de las chimeneas, no de los edificios arrasados por las llamas. Casi podía creer que las manchas que cubrían el suelo no eran cadáveres, sino matorrales o cajas, y que la sangre escarlata de las calles era un efecto óptico de la luz del amanecer.

Galladon se apartó. Kae podía estar en paz, pero era la paz de la muerte, no de la serenidad. Soñar otra cosa no servía de nada. Tal vez si hubiera sentido menos inclinación a los delirios no hubiera dejado que Raoden lo sacara de las calles de Elantris. No hubiese permitido que el optimismo simplista de un solo hombre nublara su mente; no hubiese empezado a creer que la vida en Elantris podía ser otra cosa que dolor. No se hubiese atrevido a tener esperanza.

Por desgracia, había escuchado. Como un rulo, se había dejado atrapar por los sueños de Raoden. En otro tiempo se había creído incapaz de sentir esperanza; la había apartado de sí, muy lejos, se había puesto a salvo de sus engañosos trucos. Debería haberla dejado allí. Sin esperanza no había que preocuparse de la decepción.

—Doloken, sule —murmuró, contemplando al ausente Raoden—, me has dejado hecho un lío.

Lo peor de todo era que todavía tenía esperanza. La luz que Raoden había insuflado aún aleteaba en el interior del pecho de Galladon, no importaba con cuánta fuerza intentara apagarla. Las imágenes de la destrucción de Nueva Elantris estaban aún frescas en su memoria. Mareshe, con un enorme agujero en el pecho. El silencioso artista Taan, con la cara aplastada por una piedra enorme, aunque sus dedos seguían agitándose. El viejo Kahar (que había limpiado toda Nueva Elantris prácticamente él solo) sin un brazo y sin ambas piernas.

Galladon había sido testigo de la matanza, maldiciendo a Raoden por haberlos abandonado, por haberlos dejado atrás. Su príncipe los había traicionado por Sarene.

Y sin embargo aún tenía esperanza.

Era como un pequeño roedor, acurrucado en un rincón de su alma, asustado por la ira, la furia y la desesperación. Sin embargo, cada vez que intentaba asirla, la esperanza resbalaba a otra parte de su corazón. Era lo que lo había acicateado para dejar atrás a los muertos, para salir de Elantris en busca de Raoden, creyendo por algún absurdo motivo que el príncipe todavía podía arreglarlo todo.

«Tú eres el necio, Galladon, no Raoden —se dijo Galladon amargamente—. Él no podía dejar de ser lo que era. Tú, sin embargo, lo sabes bien».

Sin embargo, tenía esperanza. Una parte de Galladon seguía creyendo que Raoden mejoraría las cosas, de algún modo. Esta era la maldición que su amigo le había dejado, la retorcida semilla del optimismo que se negaba a ser desarraigada. Galladon todavía tenía esperanza, y probablemente la tuviera hasta el momento en que se sumergiera en la charca.

En silencio, Galladon hizo un gesto a Karata y los dos recogieron a Raoden, preparados para recorrer la corta distancia que los separaba del estanque. En unos pocos minutos se libraría de la esperanza y la desesperación.

Elantris estaba a oscuras, aunque empezaba a amanecer. Las altas murallas creaban una sombra que mantenía a raya al sol prolongando brevemente la noche. Fue allí, a un lado del ancho patio de entrada, donde los soldados depositaron a Lukel y los otros nobles. Otro grupo de fjordells levantaba una enorme pila de madera, trayendo a la ciudad restos de edificios y muebles.

Sorprendentemente, había muy pocos de los extraños guerreros-demonio: sólo tres dirigían el trabajo. El resto eran soldados corrientes, sus armaduras cubiertas por sobrepellices rojos que los identificaban como monjes derethi. Trabajaban con rapidez, sin mirar a los prisioneros, al parecer intentando no pensar demasiado en para qué iban a usar la madera.

Lukel trató de no pensar tampoco en eso.

Jalla se apretó contra él, su cuerpo temblando de miedo. Lukel había intentado convencerla de que pidiera ser liberada dada su sangre svordisana, pero ella no consintió. Era tan callada e inexpresiva que algunos la tomaban por débil, pero si hubiesen podido verla quedándose voluntariamente con su marido aunque eso significara la muerte segura, habrían advertido su error. De todos los tratos, acuerdos y reconocimientos de Lukel, el premio del corazón de Jalla era con diferencia lo más valioso.

Su familia se mantuvo cerca de él. Daora y los niños no tenían adonde volverse ahora que Kiin estaba inconsciente. Sólo Adien permanecía apartado, contemplando la pila de madera. Seguía murmurando números.

Lukel escrutó la multitud de nobles, tratando de sonreír y dar ánimos, aunque él mismo sentía poca confianza. Elantris sería su tumba. Mientras miraba, distinguió una figura al fondo del grupo, oculta por los cadáveres. Se movía despacio, agitando los brazos ante sí.

«¿Shuden?», pensó Lukel. El jindo tenía los ojos cerrados y sus manos se movían siguiendo una determinada secuencia. Lukel observó confundido a su amigo, preguntándose si se había vuelto loco; entonces recordó la extraña danza que Shuden había ejecutado aquel primer día en la clase de esgrima de Sarene. ChayShan.

Shuden movía las manos despacio, dejando ver apenas un leve atisbo de la furia por venir. Lukel lo contempló con creciente determinación, comprendiendo. Shuden no era ningún guerrero. Practicaba su danza como ejercicio, no como combate. Sin embargo, no iba a dejar que los seres que amaba fueran asesinados sin pelear. Prefería morir luchando que sentarse a esperar que el destino les enviara un milagro.

Lukel tomó aliento, sintiéndose avergonzado. Miró a su alrededor, y sus ojos encontraron la pata de una mesa que uno de los soldados había dejado caer cerca. Cuando llegara el momento, Shuden no lucharía solo.

Raoden flotaba, sin sentido, inconsciente. El tiempo no significaba nada para él: él era el tiempo. El tiempo era su esencia. De vez en cuando ascendía hacia la superficie de lo que antaño había llamado conciencia, pero al acercarse sentía dolor y retrocedía. La agonía era como la superficie de un lago: si la quebraba, el dolor regresaría y lo envolvería.

Sin embargo, aquellas ocasiones en que se acercó a la superficie del dolor le pareció ver imágenes. Visiones que podrían haber sido reales, pero que eran probablemente sólo reflejos de su memoria. Vio la cara de Galladon, preocupada y furiosa al mismo tiempo. Vio a Karata, los ojos llenos de desesperación. Vio un paisaje montañoso de matorrales y rocas.

Todo era insustancial para él.

—A menudo deseo que la hubieran dejado morir.

Hrathen alzó la cabeza. La voz de Dilaf era introspectiva, como si hablara solo. Sin embargo, los ojos del sacerdote miraban a Hrathen.

—¿Qué? —preguntó Hrathen, vacilante.

—Si la hubieran dejado morir… —Dilaf guardó silencio. Estaba sentado al borde de la azotea, contemplando las naves congregarse, recordando. Sus emociones habían sido siempre inestables. Ningún hombre podía mantener mucho tiempo el ardor de Dilaf sin causar daños emocionales a su mente. Unos cuantos años más y Dilaf estaría completamente loco.

—Yo tenía ya cincuenta años entonces, Hrathen —dijo Dilaf—. ¿Lo sabías? He vivido casi setenta años, aunque mi cuerpo no parece mayor de veinte. Ella creía que yo era el hombre más apuesto que había visto, aunque mi cuerpo había sido retorcido y destruido para encajar en el molde areleno.

Hrathen guardó silencio. Había oído hablar de esas cosas, que los encantamientos de Dakhor podían cambiar el aspecto de una persona. El proceso sin duda había sido muy doloroso.

—Cuando cayó enferma, la llevé a Elantris —murmuró Dilaf, las piernas apretadas contra su pecho—. Sabía que era pagana, sabía que era blasfema, pero ni siquiera cuarenta años como dakhor fueron suficientes para mantenerme alejado de allí… no cuando pensaba que Elantris podría salvarla. Elantris puede curar, decían, mientras que Dakhor no puede. Y la llevé. —El monje ya no miraba a Hrathen. Sus ojos estaban desenfocados—. Ellos la cambiaron —susurró—. Dijeron que el hechizo había fallado, pero yo sé la verdad. Me conocían, y me odiaban. ¿Por qué, entonces, tuvieron que maldecir a Seala? Su piel se volvió negra, se le cayó el pelo y empezó a agonizar. Chillaba de noche, gritando que el dolor la estaba devorando por dentro. Al final, se tiró por la muralla de la ciudad. —La voz de Dilaf se convirtió en un gemido reverente—. La encontré allí, todavía viva. Todavía viva a pesar de la caída. Y la quemé. Nunca ha dejado de gritar. Todavía grita. Puedo oírla. Gritará hasta que Elantris haya desaparecido.

Llegaron al saliente; más allá se encontraba la charca. Galladon soltó a Raoden. El príncipe se desplomó contra la roca, la cabeza colgando levemente por el borde del acantilado, sus ojos desenfocados contemplando la ciudad de Kae. Galladon se apoyó contra la roca, junto a la boca del túnel que conducía a Elantris. Karata se tendió a su lado, agotada. Esperarían un instante. Luego, encontrarían el olvido.

Cuando la madera estuvo amontonada, los soldados empezaron a formar otro montón, esta vez de cuerpos. Los soldados buscaban por toda la ciudad los cadáveres de los elantrinos que habían matado. Lukel advirtió algo mientras veía crecer la pila. No todos estaban muertos. De hecho, no lo estaban la mayoría.

Casi todos tenían heridas tan graves que Lukel se ponía enfermo al mirarlos, pero sus brazos y piernas se agitaban y sus labios se movían. «Elantrinos —pensó asombrado—, los muertos cuyas mentes continúan viviendo».

La pila de cuerpos creció. Había cientos de ellos, todos los elantrinos que se habían congregado en la ciudad a lo largo de diez años. Ninguno se resistía: permitían que los amontonaran, los ojos abstraídos, hasta que el montón de cuerpos fue más alto que la pila de madera.

—Veintisiete pasos hasta los cuerpos —susurró Adien de pronto, apartándose del grupo de nobles. Lukel intentó detener a su hermano, pero fue demasiado tarde.

Un soldado le gritó a Adien que volviera con los demás. Adien no respondió. Furioso, el soldado lo golpeó con su espada, abriendo un gran tajo en su pecho. Adien se tambaleó, pero siguió caminando. No manó sangre de la herida. Los ojos del soldado se abrieron de par en par y dio un salto atrás, haciendo el gesto contra el mal de ojo. Adien se acercó a la pila de elantrinos y se unió a ella, tendiéndose entre los demás y quedándose luego quieto.

El secreto de cinco años de Adien había quedado finalmente revelado. Se había unido a su gente.

—Te recuerdo, Hrathen. —Dilaf sonreía ahora, el rostro retorcido y demoníaco—. Te recuerdo de niño, cuando viniste a nosotros. Fue justo antes de que yo me marchara a Arelon. Estabas asustado entonces y estás asustado ahora. Huiste de nosotros y te vi marchar con satisfacción. No tenías madera de dakhor… Eras demasiado débil.

Hrathen se sintió helado.

—¿Estabas allí?

—Ya era gradget entonces, Hrathen. ¿Me recuerdas?

Entonces, al mirar al hombre a los ojos, Hrathen tuvo un atisbo de recuerdo. Se acordaba de unos ojos malignos en el cuerpo de un hombre alto e implacable. Se acordaba de fuegos. Se acordaba de gritos (sus gritos) y una cara que flotaba sobre él. Eran los mismos ojos.

—¡Tú! —exclamó Hrathen con un jadeo.

—Te acuerdas.

—Me acuerdo —dijo Hrathen con un escalofrío—. Tú fuiste quien me convenció para que me marchara. En mi tercer mes, exigiste que uno de tus monjes usara su magia y te enviara al palacio del Wyrn. El monje obedeció, dando su vida para transportarte a una distancia que podrías haber recorrido en quince minutos.

—Se requiere obediencia absoluta, Hrathen —susurró Dilaf—. Las pruebas y ejemplos ocasionales despiertan la lealtad del resto.

Haciendo una pausa, Dilaf contempló la bahía. La flota había empezado a atracar, esperando tal como él había ordenado. Hrathen escrutó el horizonte y distinguió varias manchas oscuras: las puntas de los mástiles. Llegaban los soldados del Wyrn.

—Vamos —ordenó, poniéndose en pie—. Hemos tenido éxito; la Armada teoisa ha atracado. No podrán impedir que nuestra flota desembarque. Sólo me queda un deber por cumplir: la muerte del rey Eventeo.

Una visión tomó forma en la mente impasible de Raoden. Trató de ignorarla. Sin embargo, por algún motivo, se negaba a desaparecer. La veía a través de la titilante superficie de su dolor: una sola imagen.

Era el Aon Rao. Un gran cuadrado con cuatro círculos a su alrededor y líneas que los conectaban con el centro. Era un aon muy utilizado, sobre todo entre los korathi, por su significado. Espíritu. Alma.

Flotando en la blanca eternidad, la mente de Raoden trató de descartar la imagen del Aon Rao. Era algo de una existencia anterior, sin importancia, olvidado. Ya no lo necesitaba. Sin embargo, mientras se esforzaba por eliminar la imagen, otra ocupó su lugar.

Elantris. Cuatro murallas formando un cuadrado. Las cuatro ciudades exteriores rodeándola, sus fronteras círculos. Una carretera recta conectaba cada ciudad con Elantris.

«¡Misericordioso Domi!».

Los soldados abrieron varios barriles de petróleo y Lukel vio con repulsión cómo empezaban a verterlo sobre el montón de cuerpos. Tres guerreros sin camisa, a un lado, entonaban una especie de cántico en una lengua extranjera demasiado áspera y desconocida para ser fjordell. «Nosotros seremos los siguientes», comprendió Lukel.

—No miréis —ordenó Lukel a su familia, dándose la vuelta mientras los soldados se disponían a incinerar Elantris.

El rey Eventeo esperaba a lo lejos, rodeado por una pequeña guardia de honor. Inclinó la cabeza mientras Dilaf se acercaba. El monje sonrió, preparando su cuchillo. Eventeo creía estar presentando su país para la rendición: no se daba cuenta de que lo estaba ofreciendo para el sacrificio.

Hrathen caminaba junto a Dilaf, pensando en deberes y necesidades. Morirían hombres, cierto, pero su muerte no carecería de sentido. Todo el Imperio fjordell se haría más fuerte con la victoria sobre Teod. En los corazones de los hombres aumentaría la fe. Era lo mismo que Hrathen había hecho en Arelon. Había tratado de convertir al pueblo por motivos políticos, sirviéndose de la política y la popularidad. Había sobornado a Telrii para convertirlo, sin prestar atención a la salvación de su alma. Era lo mismo. ¿Qué era una nación de infieles comparada con todo el Shu-Dereth?

Sin embargo, mientras lo racionalizaba, se sintió asqueado.

«¡Me enviaron a salvar a esta gente, no a exterminarla!».

Dilaf tenía sujeta a la princesa Sarene por el cuello, con la boca amordazada. Eventeo alzó la mirada y sonrió tranquilizador mientras se acercaban. No podía ver el cuchillo que Dilaf tenía en la mano.

—He esperado mucho esto —susurró Dilaf en voz baja. Al principio, Hrathen pensó que el sacerdote se refería a la destrucción de Teod. Pero Dilaf no miraba al rey. Miraba a Sarene, la hoja del cuchillo apretada contra su espalda.

—Tú, princesa, eres una enfermedad —le susurró al oído, su voz apenas audible para Hrathen—. Antes de que vinieras a Kae, incluso los arelenos odiaban Elantris. Tú eres el motivo por el que olvidaron su repulsa. Te asociaste con los impíos e incluso te rebajaste a su nivel. Eres peor que ellos… una persona que no está maldita, pero que busca estarlo. Pensé matar primero a tu padre y obligarte a contemplarlo, pero ahora me doy cuenta de que será mucho peor de la otra manera. Piensa en el viejo Eventeo viéndote morir, princesa. Reflexiona sobre esa imagen mientras te envío a los eternos pozos de tormento de Jaddeth.

Ella lloraba, y las lágrimas manchaban su mordaza.

Raoden se debatió hacia la conciencia. El dolor lo golpeó como un enorme bloque de piedra, deteniendo su ascenso, y su mente retrocedió en agonía. Se lanzó contra él y el tormento lo envolvió. Lentamente se obligó a atravesar la resistente superficie, cobrando una trabajosa conciencia del mundo que lo rodeaba.

Quería gritar, gritar una y otra vez. El dolor era insoportable. Sin embargo, con el dolor, sintió algo más. Su cuerpo. Se estaba moviendo, lo arrastraban por el suelo. Las imágenes inundaron su mente cuando la visión regresó. Lo arrastraban hacia algo redondo y azul.

La charca.

«¡NO! —pensó desesperado—. ¡Todavía no! ¡Conozco la respuesta!».

Raoden gritó de pronto, retorciéndose. Galladon se sorprendió tanto que lo soltó.

Raoden cayó hacia delante, tratando de recuperar el equilibrio, directamente en la charca.