58

Los extraños sonidos despertaron a Raoden. Permaneció desorientado unos instantes. Se encontraba en la mansión de Roial. La boda no se celebraría hasta la tarde siguiente, y por eso Raoden había decidido dormir en las habitaciones de Kaloo, en la mansión de Roial, en vez de quedarse en casa de Kiin, donde Sarene ya ocupaba la habitación de invitados.

Los sonidos volvieron a repetirse: sonidos de lucha.

Raoden saltó de la cama y abrió las puertas del balcón para contemplar los jardines y Kae al fondo. El humo cubría el cielo nocturno y ardían incendios por toda la ciudad. Se oían gritos en la oscuridad, como lamentos de condenados, y el metal chocaba contra el metal en algún lugar cercano.

Mientras se ponía a toda prisa una chaqueta, Raoden recorrió la mansión. Al doblar una esquina, se topó con un escuadrón de guardias que luchaba por sus vidas contra un grupo de… demonios.

Iban a pecho descubierto y sus ojos parecían arder. Parecían hombres, pero su carne estaba llena de bultos y desfigurada, como si de algún modo les hubieran insertado metal tallado bajo la piel. Uno de los soldados de Raoden alcanzó a uno, pero su arma apenas dejó marca, arañando allí donde debiera haber cortado. Una docena de soldados yacían moribundos en el suelo, pero los cinco demonios parecían ilesos. Los soldados restantes luchaban aterrorizados, sus armas inefectivas, muriendo uno a uno.

Raoden retrocedió, horrorizado. El demonio jefe saltó contra un soldado, esquivando el golpe del hombre con velocidad inhumana, y luego lo atravesó con una espada.

Raoden se detuvo. Reconoció a ese demonio. Aunque su cuerpo estaba retorcido como el de los demás, su cara le era familiar. Era Dilaf, el sacerdote fjordell.

Dilaf sonrió, mirando a Raoden, quien intentó recoger el arma de uno de los soldados caídos, pero fue demasiado lento. Dilaf cruzó la habitación, moviéndose como el viento, y descargó un puñetazo contra el estómago de Raoden, que jadeó de dolor y cayó al suelo.

—Traedlo —ordenó la criatura.

—Asegúrate de entregarlo esta noche —dijo Sarene, cerrando la tapa de la última caja de suministros.

El mendigo asintió, dirigiendo una mirada temerosa hacia la muralla de Elantris, que se hallaba sólo a unos metros de distancia.

—No tienes que preocuparte, Hoid —dijo Sarene—. Ahora tenéis un nuevo rey. Las cosas van a cambiar en Arelon.

Hoid se encogió de hombros. A pesar de la muerte de Telrii, el mendigo se negaba a verse con Sarene de día. La gente de Hoid se había pasado diez años temiendo a Iadon y sus granjas; no estaban acostumbrados a actuar sin la presencia envolvente de la noche, por legales que fueran sus intenciones. Sarene habría usado a otra persona para hacer el envío, pero Hoid y sus hombres ya sabían cómo y dónde depositar las cajas. Además, prefería que el populacho de Arelon no descubriera qué había en ese envío concreto.

—Estas cajas son más pesadas que las anteriores, mi señora —comentó Hoid astutamente. Había un motivo por el que había conseguido sobrevivir una década en las calles de Elantris sin ser capturado.

—Lo que las cajas contienen no es asunto suyo —replicó Sarene, tendiéndole una bolsa de monedas.

Hoid asintió, el rostro oculto en la oscuridad de su capucha. Sarene nunca le había visto la cara, pero suponía por su voz que era un hombre mayor.

Se estremeció, ansiosa por volver a casa de Kiin. La boda estaba prevista para el día siguiente, y a Sarene le costaba trabajo contener su nerviosismo. A pesar de todas las pruebas, dificultades y contratiempos, por fin había un rey honorable en el trono de Arelon. Y, después de años de espera, Sarene por fin había encontrado a alguien con quien su corazón estaba tan dispuesto a casarse como su mente.

—Buenas noches, pues, mi señora —dijo Hoid, yendo tras la fila de mendigos que lentamente subía las escaleras de la muralla de Elantris.

Sarene le hizo un gesto a Ashe.

—Ve a decirles que el envío está en marcha, Ashe.

—Sí, mi señora —contestó Ashe, y se marchó para seguir a los mendigos de Hoid.

Tras arrebujarse en su chal, Sarene subió a su carruaje y ordenó al cochero que la llevara a casa. Era de esperar que Galladon y Karata comprendieran por qué les había enviado cajas llenas de espadas y arcos. La temerosa advertencia de Raoden había inquietado muchísimo a Sarene. Seguía preocupándose por Nueva Elantris y su gente animosa y feliz, y por eso había decidido hacer algo.

Sarene suspiró mientras el carruaje enfilaba por la silenciosa calle. Las armas probablemente no sirvieran de mucho: los habitantes de Nueva Elantris no eran soldados. Pero entregárselas era algo que podía hacer.

El carruaje se detuvo de pronto. Sarene frunció el ceño y abrió la boca para preguntar al cochero, pero la cerró. Ahora que el ruido del carruaje había cesado, oía algo. Algo que parecían… gritos. Olió el humo un segundo más tarde. Sarene corrió la cortina del carruaje y asomó la cabeza por la ventanilla. Vio una escena que parecía surgida del mismísimo infierno.

El carruaje se encontraba en un cruce. Tres calles estaban tranquilas, pero la que tenían directamente enfrente estaba iluminada de rojo. Las casas ardían y había cadáveres por el suelo. Hombres y mujeres corrían; otros simplemente lo miraban todo, aturdidos por la impresión. Entre ellos caminaban guerreros descamisados, la piel brillando de sudor a la luz del fuego.

Era una matanza. Los extraños guerreros mataban sin pasión, abatiendo a hombres, mujeres y niños por igual con golpes indiferentes de sus espadas. Sarene lo contempló todo aturdida un instante antes de ordenarle al cochero que diera media vuelta. El hombre consiguió librarse de su estupor y azotó a los caballos para que giraran.

El grito de Sarene murió en su garganta cuando uno de los guerreros descamisados reparó en el carruaje. El soldado se abalanzó hacia ellos mientras empezaban a dar la vuelta. La advertencia de Sarene al cochero llegó demasiado tarde. El extraño guerrero saltó, cubriendo una distancia increíble para aterrizar a lomos del caballo, se aferró a la carne del animal y, por primera vez, Sarene vio el retorcimiento inhumano de su cuerpo, el helado fuego de sus ojos.

Otro corto salto llevó al soldado al techo del carruaje. El vehículo se meció levemente y el cochero gritó.

Sarene abrió la puerta y saltó. Corrió por la calle, perdiendo los zapatos en su precipitación. Calle arriba, lejos de los incendios, se encontraba la casa de Kiin. Si podía…

El cadáver del cochero chocó contra un edificio, a su lado, y luego se desplomó al suelo. Sarene gritó, se volvió, estuvo a punto de resbalar. A un lado, la criatura demoníaca era una oscura silueta a la luz de los incendios mientras saltaba del carruaje y avanzaba lentamente hacia ella. Aunque sus movimientos no parecían estudiados, se movía con controlada tensión. Sarene notó las sombras y bolsas inhumanas bajo su piel, como si su esqueleto hubiera sido retorcido y tallado.

Conteniendo otro grito, Sarene echó a correr cuesta arriba hacia la casa de su tío. No lo bastante rápido. Capturarla sería un juego para ese monstruo: oía sus pasos detrás. Acercándose. Más y más rápido. Podía ver las luces delante, pero…

Algo la agarró por el tobillo. Sarene se sacudió mientras la criatura tiraba con fuerza increíble, retorciéndole la pierna y haciéndola girar hasta derribarla de costado al suelo. Sarene rodó, gimiendo por el dolor.

La retorcida figura se cernió sobre ella. Pudo oírla susurrar en lengua fjordell.

Algo oscuro y enorme chocó contra el monstruo, arrojándolo de espaldas. Dos figuras se enzarzaron en la oscuridad. La criatura aulló, pero el recién llegado gritaba con más fuerza. Aturdida, Sarene se incorporó, contemplando las figuras en sombras. Una luz que se acercaba las desenmascaró pronto. La del guerrero sin camisa no fue para ella una sorpresa. La del otro sí.

¿Kiin?

Su tío blandía un hacha enorme, grande como el pecho de un hombre. La descargó contra la espalda de la criatura mientras ésta se rebullía contra las piedras, buscando su espada. La criatura gritó de dolor, aunque el hacha no penetró mucho. Kiin liberó el filo, la alzó en un poderoso arco y volvió a descargarla directamente contra la cara del demonio.

La criatura gruñó, pero no dejó de moverse. Ni Kiin tampoco. Golpeó una y otra vez, atacando la cabeza del monstruo con ímpetu, aullando gritos de guerra teoisos con su voz rasposa. Los huesos crujieron, y por fin la criatura dejó de moverse.

Algo le tocó el brazo, y Sarene gritó. Lukel, arrodillado junto a ella, alzó su linterna.

—¡Vamos! —La agarró de la mano y la ayudó a ponerse en pie.

Cruzaron corriendo la corta distancia que los separaba de la mansión de Kiin, con su tío detrás. Atravesaron las puertas y entraron en la cocina, donde un grupo asustado esperaba su regreso. Daora corrió hacia su marido mientras Lukel cerraba la puerta.

—Lukel, bloquea la entrada —ordenó Kiin.

Lukel obedeció, tirando de la palanca que Sarene siempre había creído que era un antorchero. Un segundo más tarde se oyó un estrépito en la entrada, y el polvo se esparció por el suelo de la cocina.

Sarene se desplomó en una silla, contemplando la silenciosa habitación. Shuden estaba allí, y había conseguido encontrar a Torena, que lloriqueaba en sus brazos. Daora, Kaise y Adien se acurrucaban en un rincón con la esposa de Lukel. Raoden no estaba allí.

—¿Qué… qué son esas cosas? —preguntó Sarene, mirando a Lukel.

Su primo negó con la cabeza.

—No lo sé. El ataque empezó hace poco, y nos preocupaba que te hubiera sucedido algo. Estábamos fuera esperando… menos mal que papá divisó tu carruaje al pie de la colina.

Sarene asintió, todavía un poco aturdida.

Kiin estaba de pie, abrazando a su esposa y contemplando el hacha ensangrentada que tenía en la otra mano.

—Juré que nunca volvería a empuñar esta maldita arma —susurró.

Daora palmeó a su esposo en el hombro. A pesar de la impresión, Sarene advirtió que reconocía el hacha. Solía colgar de la pared de la cocina con otros recuerdos de los viajes de Kiin. Sin embargo, él había manejado el hacha con habilidad innegable. El hacha no era un simple adorno como ella había supuesto. Mirándola con atención, vio muescas y arañazos en su hoja. En el acero había grabado un aon heráldico: el Aon Reo. El carácter significaba «castigo».

—¿Por qué iba a necesitar un mercader saber usar un arma como ésta? —preguntó Sarene, casi para sí.

Kiin negó con la cabeza.

—Un mercader no.

Sarene sólo conocía a un hombre que hubiera usado el Aon Reo, aunque era más un personaje mitológico que un hombre.

—Lo llamaban Dreok —susurró—. El pirata Aplastagargantas.

—Eso fue siempre un error —dijo Kiin con su voz rasposa—. El verdadero nombre era Dreok Garganta Aplastada.

—Trató de robarle a mi padre el trono de Teod —dijo Sarene, mirando a Kiin a los ojos.

—No —respondió Kiin, dándose la vuelta—. Dreok quería lo que le pertenecía. Intentó recuperar el trono del que su hermano menor, Eventeo, se apoderó… Lo hizo ante las narices de Dreok, mientras éste malgastaba tontamente su vida en viajes de placer.

Dilaf entró en la capilla, la cara brillante de satisfacción. Uno de sus monjes dejó caer a un inconsciente Raoden junto a la pared del fondo.

—Así, mi querido Hrathen —dijo Dilaf—, es como se trata a los herejes.

Anonadado, Hrathen se apartó de la ventana.

—¡Estás masacrando a la ciudad entera, Dilaf! ¿Dónde está la gloria de Jaddeth en esto?

—¡No me cuestiones! —gritó Dilaf, los ojos ardiendo. Su fanatismo había sido liberado por fin.

Hrathen se dio la vuelta. De todos los títulos de la jerarquía de la Iglesia derethi, sólo dos superaban el de gyorn: el Wyrn y el de gradget, líder de un monasterio. Los gradgets normalmente no contaban, pues tenían poco que ver con el mundo fuera de sus monasterios. Al parecer, eso había cambiado.

Hrathen contempló el pecho desnudo de Dilaf, viendo las retorcidas pautas que siempre habían quedado ocultas bajo los hábitos del arteth. El estómago de Hrathen dio un vuelco cuando notó las líneas y curvas que corrían como venas varicosas bajo la piel del hombre. Era hueso, sabía Hrathen: hueso duro e inflexible. Dilaf no era sólo un monje, y no era sólo un gradget; era monje y gradget del monasterio más infame de Fjorden. Dakhor. La Orden del Hueso.

Las oraciones y encantamientos utilizados para crear monjes dakhor eran secretas; ni siquiera los gyorns las conocían. Un poco después de que se iniciara a los niños en la orden dakhor, sus huesos empezaban a crecer y torcerse, adoptando extrañas formas como las que se veían bajo la piel de Dilaf. De algún modo, cada una de aquellas deformaciones daba a su portador habilidades como velocidad e incremento de la fuerza.

Horribles imágenes destellaron en la mente de Hrathen. Imágenes de sacerdotes cantando sobre él; imágenes de un horrible dolor creciendo en su interior, el dolor de sus huesos deformándose. Había sido demasiado para él: la oscuridad, los gritos, el tormento. Hrathen se había marchado al cabo de apenas unos meses para unirse a un monasterio diferente.

Sin embargo, no había dejado atrás las pesadillas ni los recuerdos. No se olvidaba fácilmente Dakhor.

—¿Entonces siempre has sido fjordell? —susurró Hrathen.

—Nunca lo sospechaste, ¿verdad? —preguntó Dilaf con una sonrisa—. Tendrías que haberte dado cuenta. Le cuesta menos imitar a un areleno a un hablante de fjordell que a un hombre de Arelon aprender perfectamente el Santo Lenguaje.

Hrathen inclinó la cabeza. Su deber estaba claro; Dilaf era su superior. No sabía cuánto tiempo llevaba Dilaf en Arelon (la vida de los dakhor era inusitadamente larga), pero estaba claro que Dilaf había estado planeando la destrucción de Kae mucho tiempo.

—Oh, Hrathen —rió Dilaf—. Nunca comprendiste cuál era tu sitio, ¿verdad? El Wyrn no te envió a convertir Arelon.

Hrathen alzó la cabeza, sorprendido. Tenía una carta del Wyrn que decía lo contrario.

—Sí, conozco tus órdenes, gyorn —dijo Dilaf—. Vuelve a leer esa carta en alguna ocasión. El Wyrn no te envió a Arelon a convertir, te envió a informar al pueblo de su inminente destrucción. Eras una distracción, alguien a quien gente como Eventeo prestaría atención mientras yo encontraba un modo de introducir a mis monjes en la ciudad. Hiciste tu trabajo perfectamente.

—¿Distracción…? —preguntó Hrathen—. Pero el pueblo…

—La intención nunca fue salvarlo, Hrathen —dijo Dilaf—. El Wyrn siempre ha querido destruir Arelon. Necesita una victoria así para asegurar su dominio sobre los otros países: a pesar de tus esfuerzos, nuestro control sobre Duladel es frágil. El mundo tiene que saber qué ocurre con quienes blasfeman contra Jaddeth.

—Esta gente no blasfema —dijo Hrathen, sintiendo que su ira aumentaba—. ¡Ni siquiera conocen a Jaddeth! ¿Cómo se puede esperar que actúen bien si no les damos una oportunidad de convertirse?

La mano de Dilaf se disparó y abofeteó a Hrathen en el rostro. Hrathen retrocedió, la mejilla ardiéndole por el dolor… causado por una mano inhumanamente fuerte, endurecida por huesos añadidos.

—Te olvidas de con quién estás hablando, gyorn —exclamó Dilaf—. Este pueblo es impío. Sólo los arelenos y los teoisos pueden convertirse en elantrinos. ¡Si los destruimos, entonces pondremos fin para siempre a la herejía de Elantris!

Hrathen ignoró el dolor de la mejilla. Con creciente incredulidad comprendió por fin hasta dónde llegaba el odio de Dilaf.

—¿Los masacrarás a todos? ¿Asesinarás a toda una nación?

—Es la única manera de asegurarse —dijo Dilaf, sonriendo.